CAPÍTULO 7
LA MONARQUÍA HEROICA
No sabemos muy bien cómo se gobiernan los poblados iberos. Lo que parece fuera de duda es que los lazos clientelares varían según las distintas tribus. En el sur tartésico existen reyes divinizados, pero más hacia Levante y al norte el poder está más repartido entre la aristocracia (que forma, por ejemplo, el senado de Sagunto).
Parece que en la época tartésica y en la primera etapa de los iberos, en el siglo -VI, existieron, al menos en el sur, monarquías sacras al estilo oriental.
Cómo se forman esas monarquías es materia de mucha especulación. Podemos pensar que a los habitantes de esa comunidad los une una historia común que los remite a un caudillo fundador del poblado, al que es posible que veneren como un dios. Ese proceso de convertir a un mortal distinguido en dios o semidiós se denomina heroización. En una primera fase, probablemente, los hombres distinguidos se suponían candidatos a prolongar su vida mortal en otra vida ultraterrena reservada a los grandes hombres, al contrario de los simples mortales cuya existencia acababa con la muerte. Este privilegio de los ilustres, el de prolongarse en la otra vida, quizá estaba vinculado a la idea de permanencia en la memoria de los herederos y de la perpetuación de su fuerza en el linaje que dejaban en la tierra, la fuerza de la sangre. En cualquier caso, estas creencias se manifiestan en la veneración de los muertos ilustres de la familia, en un espacio sagrado del hogar reservado a los espíritus de los difuntos. En Roma eran los lares y penates, unas veces representados por mascarillas mortuorias y otras por pequeñas imágenes que recibían culto privado en el larario o capilla.
En la monarquía sacra, una familia real descendiente de un dios (que quizá en sus inicios fue solamente héroe, o fundador deificado), rige el poblado o el conjunto de poblados y va transmitiendo el cargo y sus privilegios de padres a hijos. En realidad, bien pensado, las actuales monarquías existentes en el mundo responden al mismo principio: el de un origen divino, trasmitido por la sangre, que justifica que incluso algún rey claramente imbécil viva estupendamente parasitando a la comunidad.
La antigua monarquía sagrada pudo evolucionar a partir de una previa monarquía heroica, en la que el gobernado aceptara la autoridad de un gran hombre (con lo que volvemos a una forma evolucionada del clientelismo del paterfamilias, ahora extensible a toda una tribu o a todo un pueblo).
El antepasado heroico más típico en el ámbito mediterráneo es el fundador del poblado (oikistés en griego, o aristos, el mejor, el más valiente, palabra de la que deriva «aristócrata»), lo que nos remite al carácter militar del cargo. Un guerrero distinguido que una vez había comandado a las tropas de la comunidad alcanzaba tal prestigio (y riqueza) que en tiempo de paz continuaba al frente del gobierno y al morir lo sacralizaban. Sus descendientes, que supuestamente habrían heredado su valor o su virtud en la sangre, constituían una dinastía. El culto privado que las familias rendían a sus antepasados, una característica común en el ámbito mediterráneo (patente en los lares, o dioses familiares romanos), se transmitía fácilmente al ámbito público en el caso de los héroes fundadores de una dinastía. La creencia de que el espíritu del gran hombre protegía al poblado desde la otra vida, estimulada por el tratamiento religioso que sus descendientes le procuraban para afirmarse en el poder, posibilitaba el paso de una monarquía de origen heroico a una monarquía sagrada. Aquellos míticos monarcas peninsulares cuyas noticias nos transmiten los autores clásicos (Gargoris, Habis, y Argantonio) eran reyes sagrados como los que se hicieron sepultar en estupendos mausoleos entre el sur de Portugal y Levante.
¿Cual era el papel del rey sagrado? En otras culturas mediterráneas mejor conocidas que la ibérica, el rey sagrado es la pieza central de complejos rituales de tipo agrario, quizá desarrollados en el neolítico, o quién sabe si mucho antes. En esas religiones primitivas la fertilidad de la tierra y de los animales dependen del rey sagrado, o al menos a él le compete estimularla mediante rituales para que el pueblo no padezca hambre durante el largo invierno.
En algunos casos que los antropólogos proponen, el rito fecundante del rey sagrado para garantizar las cosechas y la multiplicación de los animales consistiría en su acoplamiento con un animal totémico (quizá una yegua o una burra, pero tampoco se puede descartar una cerda), que después sería sacrificado y comido por la comunidad.
Cosas más raras se han visto y la gente se las cree cuando es menester, que en eso consiste el hecho religioso. Estamos hablando de un tiempo en que los poderes civil y religioso estaban todavía unidos bajo la misma mano. Luego se escindirían convenientemente, Altar y Trono, aunque el sacerdocio siempre ha estado aliado con el poder, como es sabido. En última instancia, y visto desde una perspectiva puramente materialista y moderna, se trata de conformar a los no privilegiados para que acaten la desigualdad social como lógica y conveniente dentro del orden cósmico sancionado por los dioses. Los descreídos dicen que ese es el objetivo final, cínico y realista de las religiones, por evolucionadas que sean, vender humo y conformar a los explotados.
Lo que los iberos meridionales heredan de Tartessos es la tradición de una monarquía sacralizada rodeada y servida por una aristocracia poderosa que está integrada, en un principio, por los guerreros más destacados en la defensa de la comunidad y después, inevitablemente, se transforma en un grupo privilegiado que ordeña al pueblo llano y vive de su trabajo.
El camino de la monarquía heroica a la monarquía sagrada puede recorrerse también en sentido inverso, dependiendo del grado de aceptación o de autoridad que consiga un rey. Como la historia demuestra a menudo, a un rey enérgico y autoritario puede suceder un hijo tarado incapaz de mantener la autoridad que ha recibido. En este caso la monarquía involuciona hacia un grado inferior de sacralización.
Existe un primer periodo de la sociedad ibérica, desde quizá el siglo -VI, en que las comunidades están presididas por monarcas sagrados al estilo oriental. El rey se sacraliza en una forma de culto ligada a su dinastía y cimenta su prestigio mediante la posesión y exhibición de objetos caros de importación: carros (que prestigian como los coches exclusivos de hoy) armas, joyas, espejos, peines, liras, etc.
En el caso de los iberos, a estas monarquías sacras suceden, por involución, estirpes guerreras, oligarquías urbanas o gobiernos de varios patricios, cada cual con su clientela que venera al antepasado sacralizado del señor o héroe del clan.
En unos poblados dominaría un único jefe, como un rey absoluto; en otros, una coalición de jefes, príncipes o régulos, la aristocracia en suma, obligados por un tratado o fides. Quizá se repartían el poder por barrios o manzanas, como sugiere el hecho de que en algunos poblados (Isleta de los Baños de Campillo, El Oral) se encuentren, en distintos sectores del poblado, casas palaciegas, almacenes y lugares de culto que debieron pertenecer a distintos aristócratas. En algunos casos uno de ellos ostentaría la jefatura del conjunto, como los reyes medievales eran primus inter pares, el primero entre sus iguales, respecto a la aristocracia poderosa.
Una vez más hay que mencionar la escasa uniformidad del mundo ibérico. El tipo de sociedad, faltos como estamos de documentos, suele deducirse de los enterramientos. En el norte de la península, los enterramientos prestigiosos parecen bastante uniformes, lo que evidencia una cierta igualación social, aunque siempre se trata de ricos (los pobres cuentan poco); en el sur, sin embargo, existe una gran diferencia de categoría entre las tumbas de los poderosos: algunas son suntuosos mausoleos, prueba de que, dentro de la clase dominante, existían jerarquías.
Con el tiempo, la sociedad ibera evoluciona y los hombres libres conquistan mayores derechos, con lo que el sistema clientelar se mitiga, especialmente por la influencia de la cultura griega, más democratizadora, que irradia a través de los contactos con romanos y cartagineses.
A partir del siglo -IV, parece que estallan revueltas sociales que se reflejan en la destrucción intencionada de algunos heroa o monumentos funerarios de las estirpes dominantes. ¿Luchan entre ellos aristócratas y reyes o se trata de levantamientos de las capas más sometidas de la población? No lo sabemos. En cualquier caso sucede otro periodo en el que la riqueza y el poder están más repartidos y el círculo de los individuos privilegiados se amplía. Dejan de erigirse enterramientos monumentales adornados con estatuas, al estilo de los de Pozo Moro o Porcuna, y pilares-estela, u otros tipos de heroa. La monarquía centralizadora cede paso a una atomización del poder entre los príncipes o régulos. También se refleja el cambio en la democratización de armamento, que aparece abundante en los ajuares funerarios de individuos de medio pelo, cuando antes se restringía a los grandes personajes.
No obstante, la sociedad ibérica continúa basando la autoridad en la fuerza militar. Hay que defenderse tanto de la codicia de los comerciantes púnicos, como de las incursiones de vecinos belicosos o de merodeadores lusitanos y celtas del interior. En ocasiones, un único príncipe extiende su poder sobre varios poblados. Algunos nombres nos transmiten los historiadores antiguos: Cerdubeles, rey de Cástulo; Edeco, rey de los edetanos; Luxinio, rey de Carmona y de Bardo. Colchas, que en -206 regía veintiocho ciudades, nueve años más tarde solo domina diecisiete (lo que muestra las fluctuaciones del poder). Los famosos caudillos ilergetes Indíbil y Mardonio maniobran entre los dos colosos, Cartago y Roma, en un tiempo ya tardío en el que la preeminencia de lo militar parece que anuncia un reverdecimiento de las antiguas monarquías absolutas de los primeros iberos.
El mundo ibero es muy variado y, a veces, contradictorio, de modo que lo que podemos decir de una región no vale para otra. Esas diferencias no siempre pueden explicarse fácilmente. Por ejemplo, en los primeros tiempos de los iberos, sobre el siglo -VI, algunos poblados del valle del Guadalquivir se asientan en llanos fluviales cerca de los cultivos y del agua, pero luego los van abandonando y se tiende a situarlos en la meseta plana de cerros fácilmente defendibles que, además, dominen la llanura agrícola y fluvial. Para el siglo -IV todos los poblados abiertos han desaparecido. ¿Es indicio de inestabilidad social o es que no son necesarios estos poblados de poca monta porque ya los oppida, los poblados importantes, los fortificados, producen lo necesario para alimentar a sus habitantes?
Sorprendentemente, en Levante encontramos la tendencia contraria: se abandonan poblados fortificados en las alturas para trasladarse a lugares llanos y abiertos. Y en la costa catalana abundan los poblados abiertos de pequeño tamaño. Podemos pensar que los asentamientos se sienten protegidos por la autoridad de un poblado fortificado del que dependen, y a su amparo disfrutan de una paz y seguridad que les permite vivir sin cuidados.