CAPÍTULO 6
REBATO DE PUEBLOS
El visitante de las ruinas de Orisia contempla en el extremo del cerro de Giribaile un castillo almohade que vigiló la vecina plaza fuerte de Vilches, avanzada de Castilla tras la batalla de las Navas de Tolosa (1212). Pensando en lo prolijas que suelen ser las lindes históricas, le viene a la memoria la útil división de pueblos antiguos peninsulares que estudió en la enciclopedia de la escuela: iberos al sur, celtas al norte y celtiberos en el centro, tres nombres fáciles de aprender que, más en detalle, abarcan un abigarrado conjunto de subgrupos, tribus y pueblos.
Hace dos mil quinientos años, la península estaba habitada por un mosaico de tribus sin fronteras precisas. Los colonizadores griegos, más pendientes del negocio que de los estudios étnicos, metieron en un mismo saco etiquetado bajo el rótulo «Iberos» a los pobladores de una amplia franja de territorio que va del río Ródano (al sur de Francia) hasta el sur de Portugal. Estos iberos mantuvieron cohesión cultural entre los siglos —VI y el —II, pero a partir de la conquista romana perdieron su identidad, costumbres, idioma y escritura, para romanizarse y constituir (junto con los otros pueblos de la península que siguieron idéntico destino) el sustrato hispanorromano del que, en última instancia, procedemos los actuales españoles.
Dentro del conjunto ibérico, los colonizadores distinguían al menos una docena de pueblos con características propias, a saber:
Estos eran los pueblos que propiamente podríamos denominar ibéricos, todos agrupados a lo largo de la costa mediterránea con mayor o menor profundidad. Luego estaban los pueblos de la meseta y el interior (la Celtiberia) gentes de origen indoeuropeo o céltico: belos, titos, lusones, arévacos y pelendones. Los propiamente denominados celtas señoreaban un territorio comprendido entre el Guadiana y el Guadalquivir; los lusitanos se asentaban entre Portugal y Extremadura; los cinetes o conios, al sur de Portugal; los vettones y vacceos al norte y, más al norte todavía, a lo largo de la cornisa cantábrica, estaban galaicos, astures, cántabros y vascones. De todos estos pueblos, los más primitivos eran los pastores celtíberos de la meseta y los celtas castreños del norte, aunque quizá no fueran tan salvajes como los pintaron los griegos y los romanos.
La cultura ibérica.
Los iberos constituyen así un conjunto de pueblos que florecieron en la costa y en las comarcas mineras del interior colonizadas por el comercio oriental. Los rasgos e instituciones comunes que compartían, dentro de su diversidad, eran producto de una misma herencia recibida de sus ancestros, (los iberos del sur, de Tartessos; los del norte, de otros pueblos del Bronce); a la que hay que añadir la influencia de los socios (griegos, fenicios o cartagineses) y la de los vecinos celtiberos o celtas.
Pero de los iberos ignoramos mucho más de lo que sabemos. Solo tenemos el conocimiento indirecto de lo que deducimos de las excavaciones y lo que algunos autores antiguos escribieron sobre ellos. En los dos casos se suscitan dudas: el arqueólogo puede malinterpretar lo que encuentra, y el viajero antiguo, griego o romano, puede malinterpretar lo que ve o puede albergar prejuicios contra una cultura extraña que no entiende. Esta tendencia a malinterpretar no es cosa de ayer. Ahí están los descaminados juicios y observaciones que emiten los viajeros extranjeros en la España del siglo XIX. El caso de los autores grecolatinos pudiera ser similar. Quizá no debiéramos aceptar a pies juntillas lo que nos cuentan de los iberos, simplemente porque sean sus contemporáneos.
El territorio de la tribu.
¿Cómo se gobiernan los iberos? Todos nacemos desnudos e iguales, como sagazmente señala la filosofía, pero es una constante histórica que cuando una sociedad, por primitiva que sea, se desarrolla, sus individuos más fuertes o más inteligentes someten a los más débiles, se erigen en gobernantes y se apoderan del granero comunal (o dicho en términos económicos, de sus excedentes de riqueza), lo que les sirve para adquirir los bienes de prestigio propios de su estatus privilegiado (vestidos, armas, objetos de metal, cerámica de importación, yates, coches deportivos, etc).
Como en muchas culturas mediterráneas, la sociedad ibera basa su funcionamiento en la clientela. La clientela es una institución simple y efectiva propia de sociedades en las que el derecho y la ley no se han desarrollado todavía para garantizar la protección del débil frente a los desmanes del poderoso. En el sistema clientelar, el poderoso protege al débil de los abusos de los otros poderosos y este, a cambio, lo sirve y lo obedece.
En estas sociedades antiguas de la Edad del Hierro que nos traemos entre manos existe un abismo social entre la minoría dominante de aristócratas-guerreros, señores de la guerra, que acaparan la mayor parte de los bienes del consumo y producción, y una mayoría de población agrícola o artesana a la que no le queda más remedio que someterse a ellos y buscar protección vinculándose al poderoso con lazos clientelares.
Un vistazo al sistema clientelar de otros pueblos mediterráneos más conocidos, nos puede dar una idea de su funcionamiento. En Roma el padre o paterfamilias es, literalmente, propietario de las vidas y haciendas de sus hijos, nietos y esclavos, una patria potestad que solo se extingue con la muerte. El poder de una familia importante se manifiesta en su numerosa clientela. Algunos clientes son hombres libres pertenecientes a familias vinculadas a la estirpe del régulo o caudillo desde tiempo inmemorial; otros son libertos descendientes de esclavos que pertenecieron a la familia. El paterfamilias recibe, de vez en cuando, el acatamiento formal del cliente. A cambio de su inquebrantable fidelidad y entrega, el paterfamilias ejerce sobre él un patronazgo efectivo: lo protege legalmente contra los abusos de los otros poderosos (los otros régulos del poblado) y le echa una mano económicamente cuando es necesario. Incluso se da el caso de que algunos clientes, en su desamparada vejez, vivan del pequeño subsidio (sportula) que el paterfamilias les otorga para que no perezcan de hambre. En realidad se trata de un procedimiento de redistribución, en el que el poderoso hace la colecta, se reserva la parte del león y distribuye entre sus criaturas las migajas.
A cambio de su protección, el cliente obedece ciegamente al paterfamilias, venera sus mismos dioses privados e incluso ejerce el oficio que el señor le indica.