CAPÍTULO 5
LOS DETECTIVES DEL PASADO
El viajero merodea por la meseta de Giribaile, entre tejoletes de diversas texturas y colores y alguna piedra suelta que perteneció a un muro. Intenta imaginar cómo fue la ciudad que tiene bajo sus pies, la Orisia que destruyeron los romanos. El viajero, que en sus tiempos mozos se interesó por la arqueología, se pone a pensar en los avatares que rigen esta joven ciencia. El arqueólogo tiene mucho de detective: examina indicios aparentemente fútiles y, a partir de ellos, deduce cómo vivieron, cómo sentían y hasta cómo pensaban las personas que vivieron hace miles de años. Últimamente, la arqueología se sustenta en técnicas novedosas. Con un trocito de hueso o de madera se puede averiguar la edad del semoviente o del árbol al que pertenece el vestigio. Eso ayuda mucho, qué duda cabe, pero después, el arqueólogo tiene que imaginar las circunstancias con más o menos acierto. Por lo general un arqueólogo prestigioso examina los indicios y las hipótesis que le exponen sus colegas y dice la última palabra sobre el asunto, pero pasados quince o veinte años, que es el espacio medio de una generación en esta joven ciencia, vienen otros arqueólogos con métodos más perfeccionados que le enmiendan la plana y dicen a su vez la última palabra… hasta la generación siguiente. Es la jodida ley de vida, piensa el viajero: al maestro, cuchillada. En este caso, quizá algunos asesinatos estén justificados, porque ciertos arqueólogos se comportan como aquel congreso de ciegos que palpó el elefante. Uno asió la cola y dijo que el elefante era alargado y cilíndrico como la serpiente; los que palparon las patas coincidieron en que tenía forma de columna; los que reconocieron las orejas aseguraron que, más bien, era parecido a la raya marina, solo que con cerdas, y el que tocó la cabeza lo encontró más parecido a una tortuga descomunal.
Los historiadores que se han propuesto describir a los iberos se encuentran tan limitados como los ciegos del cuento. Hace dos mil quinientos años hubo un pueblo o un conjunto de pueblos de los que solo tenemos noticias indirectas. Los iberos no dejaron relatos de su propia historia, no dejaron un legado escrito como otros pueblos de la antigüedad (egipcios, mesopotámicos, hebreos, griegos, romanos) que trasmitieron su historia, su poesía, su pensamiento y, en fin, su cultura. De los iberos no conocemos la lista de sus reyes, ni los nombres de sus héroes o de sus poetas, ni sus costumbres, ni su pensamiento, ni los mínimos detalles de su vida cotidiana. Lo que sabemos de los iberos procede de algunas descripciones de viajeros griegos o latinos ajenos a su cultura, que no siempre interpretaron correctamente lo que veían.
También sabemos, y eso parece más fiable, lo que se puede deducir de las excavaciones.
Tras un largo olvido, los estudios sobre los iberos comenzaron con el nacimiento de la arqueología moderna, en la segunda mitad del siglo XIX. A la pasión romántica que despertaban los grandes descubrimientos arqueológicos de Egipto y Mesopotamia, se sumaban los movimientos nacionalistas empeñados en recuperar las raíces de antiguas culturas europeas. Los franceses glorificaban su pasado cuando los celtas de las Galias, Asterix y sus secuaces, combatían a los romanos; los alemanes, a falta de otros elementos de más sustancia, buceaban en su folklore y en su rica mitología con Nibelungos y otros héroes guerreros abocados a la fatalidad del fracaso; los escoceses, en pugna con los ingleses, afirmaban su espíritu nacional con la invención de clanes medievales y poemas apócrifos de Ossián, el bardo nacional gaélico que nunca existió.
¿Y España?
España no iba a ser menos. De pronto, al roturar un cerro boscoso en Montealegre del Castillo, provincia de Albacete, buena tierra de perdices, los labradores que aran comienzan a toparse con imágenes de piedra que representan a señoras vestidas con extrañas sayas, adornadas con collares y zarcillos, que portan entre las manos unos enigmáticos vasos. Las tomaron por santas, como las de la iglesia del pueblo, y desde entonces aquel campo se llama el Cerro de los Santos.
Don Antonio Cánovas, el muñidor de la restauración borbónica y autor de la famosa definición de español («Es español el que no puede ser otra cosa») advierte el valor político de las esculturas del Cerro de los Santos como exponentes de la antigua cultura ibérica y adquiere varias para el museo nacional. España, venida a menos como una dama pobre y orgullosa, perdidas las colonias americanas, perdido el pulso europeo, perdida su razón de ser y hasta perdida la vergüenza en el bochornoso tejemaneje de los dos partidos alternantes, precisa recomponer su autoestima con referencias a un ilustre pasado que los hallazgos arqueológicos del Cerro de los Santos refrendan. Se asume que España comienza como unidad política con los iberos, un pueblo de cultura homogénea, con un idioma, una religión y unas costumbres comunes.
Ahí están los autores antiguos que se refieren a la península como Iberia[5]. Los romanos la llamarán Hispania o Spania, procedente del nombre fenicio de la península. Los fenicios la denominaron i-shepham-im, es decir, «el país de los conejos» de la palabra shapán, conejo.
No el león, no el águila: durante mucho tiempo el humilde evocador y eufemístico conejo fue el animal simbólico de España, su tótem peludo, escarbador e inquieto. El conejo se acuñaba en las monedas y aparecía en las alusiones más o menos poéticas, la caniculosa Celtiberia, como la llama Catulo (Carm,, 37, 18), es decir, la conejera, España la de los buenos conejos.
¿Africanos o europeos?
¿De dónde procedían aquellos iberos que esculpieron las imágenes del Cerro de los Santos y la Dama de Elche? El historiador Pierre Paris, basándose en similitudes de la cerámica pintada, supuso, a principios del siglo XX, que los iberos procedían del norte de África. Los iberos y otros pueblos europeos (etruscos y minoicos primitivos) habrían emigrado desde el Sahara antes del Neolítico, tras los grandes cambios climáticos que lo convirtieron en un desierto, y en su camino en busca de nuevas y mejores tierras habrían colonizado Europa hasta el Cáucaso. Atrás quedarían unos pocos individuos que se adaptaron a la vida del desierto y de ellos descenderían los actuales bereberes. Esta hipótesis, hoy generalmente rechazada, explicaría el supuesto parentesco genético de los vascos con los argelinos y las supuestas semejanzas entre el idioma vasco y el ibero.
El visitante ha llegado a la parte más elevada de la meseta de Giribaile y allí encuentra un sillar toscamente escuadrado que parece a propósito para sentarse. Hurga en el zurrón, saca una botella de agua, que llenó la víspera en el manantial de Despeñaperros, junto al sospechoso letrero «Agua no potable», y se echa un trago. Agrada sentir, tras el esfuerzo del camino, el líquido frío en las fauces resecas, en la garganta y en el estómago.
Piensa el viajero en las circunstancias que acompañaron el nacimiento de los estudios ibéricos. La situación política en Oriente, donde los nativos comenzaban a rebelarse contra los europeos, dificultaba las excavaciones. Como a falta de pan, buenas son tortas, algunos arqueólogos volvieron su mirada a la exótica y primitiva España que suministraba un válido sucedáneo de Oriente, y se interesaron por su humilde cultura ibérica.
Empezó a saberse más de los iberos. En el segundo cuarto del siglo XX reputados arqueólogos (Bosch Gimpera, J. Cabré) los situaban entre los siglos —V y —III al tiempo que les asignaban un carácter menos africano y más autóctono.
Medita el viajero sobre el destino de la arqueología española, humilde alumna de la alemana. En los años del nazismo alemán (década de los treinta y comienzos de los cuarenta), la universidad alemana, siempre tan obediente, pone su ciencia al servicio de los prejuicios raciales de la inculta camarilla hitleriana. A cada raza le correspondía una cultura y la arqueología alemana, más avanzada, dictaminaba la superioridad racial de los europeos occidentales. Los arqueólogos españoles, siempre a remolque de los germanos, sobrevaloraron lo céltico y menospreciaron lo ibérico.
Después de la derrota de Alemania en la II Guerra Mundial, la pasión por los celtas decayó rápidamente y cedió el terreno a una nueva valoración de lo ibero como elemento autóctono, aunque enriquecido con los aportes mediterráneos de colonizadores fenicios, griegos y cartagineses.
La política seguía mandando sobre la arqueología. El régimen de Franco ensalzaba una España nacionalista, triunfal y ferozmente independiente, una, grande y libre. España marchaba por la senda del imperio hacia Dios, se proclamaba la existencia de un país unido antes de la llegada de Roma. ¿Dónde buscarlo? No faltaron prehistoriadores al servicio de la ideología dominante que lo suministraron. Ahí tenemos a los iberos, nuevamente exaltados y valorados en detrimento de los celtas: los iberos, los verdaderos españoles, una nación orgullosa aunque algo atrasada, que se enfrenta contra el invasor, si es necesario hasta el suicidio. El lector de cierta edad recordará la matraca que le dieron en la escuela con las gestas de Sagunto y Numancia, con los suicidios en masa antes de rendirse o de someterse a la ignominia de la esclavitud ¡El alcázar no se rinde!
Luego, transcurridas unas décadas, cuando el marxismo se puso de moda en la universidad, dio la vuelta la tortilla y los jóvenes y por lo general barbudos alevines de historiador, casi todos marxistas más o menos confesos, vieron el pasado bajo el prisma de lo económico, de la plusvalía y de la lucha de clases, un enfoque que todavía colea.
Hoy esos excesos se han corregido (aunque volvemos a caer en los del nacionalismo excluyente de las autonomías, cada cual reivindicando a sus iberos) y los jóvenes arqueólogos de las recientes hornadas son menos pastueños de lo que lo fueron sus maestros, salvo excepciones.
Al pensar en los arqueólogos, entre los que el visitante tiene buenos amigos, recuerda también a algunos espontáneos que meten baza con teorías más osadas, aunque la universidad, ferozmente corporativista, los ignora. La figura más señera de esta ciencia paralela es la del controvertido profesor mercantil vallisoletano Jorge Alonso, que proclama haber descifrado la escritura ibérica y con ella muchas claves de su cultura.
Sentado en su piedra, con el culo frío, respirando el aire puro de la mañana en el silencio de la meseta de Giribaile, el viajero piensa en los avances de la ciencia. Los investigadores son más y disponen de mejores herramientas de trabajo y de métodos superiores a los de sus maestros. El conocimiento avanza tanto que hasta podría dar la impresión de que lo sabemos todo o de que lo que sabemos hoy es inamovible. Quizá no venga mal un poco de modestia. Del mismo modo que los arqueólogos actuales consideran muy precaria la arqueología de las dos generaciones que los precedieron, la de los años cuarenta y la de los setenta por poner fechas, quizá dentro de un cuarto de siglo el avance haya cuestionado muchos asertos que hoy parecen seguros. Tiento y no echar campanas al vuelo, que mucho de lo que parece definitivo bien pudiera ser provisional. Con los iberos hay que andarse con pies de plomo. Quizá corremos el peligro de considerarlos políticamente más avanzados de lo que en realidad estaban, de pensar que constituían naciones o estados con una capital y un territorio. Como que la Oretania tendría su capital en Oretum; la Bastetania, en Basti; la Edetania, en Edeta.
Lo que parece fuera de dudas es que en la costa había muchos enclaves mixtos de población fenicia mezclada con la indígena en los que la superior cultura fenicia sería determinante en el modo de vida, lo que afectaría al idioma, a la economía, a las costumbres, a la religión y a todo lo demás. Al mismo tiempo estos poblados o ciudades irradiarían su influencia sobre las tribus y poblaciones del interior con las que mantenían activo comercio. Quizá los iberos son el resultado de la influencia del mundo fenicio y oriental en general sobre las poblaciones indígenas del Bronce Final. Vaya usted a saber.