Capítulo 4.El enigma de Tartessos.

CAPÍTULO 4

EL ENIGMA DE TARTESSOS

El sur de la península ibérica era rico en metales. Filones de plata (en Huelva, el Algarve, Sierra Morena y Cartagena); minas de cobre (en Huelva); vetas de estaño (en Sierra Morena, aunque cuando creció la demanda hubo que traerlo también de Galicia y de las islas Británicas, que denominaron Casitérides, o sea, «las del estaño»). El comercio de los metales se complementaba con el de otros productos igualmente valiosos, principalmente pieles, esclavos y esparto.

Este comercio determinó que el sur de nuestra península recibiera, desde hace cinco mil años, incluso puede que más, la visita de comerciantes y colonos procedentes de Oriente. Los objetos del mediterráneo oriental (Grecia, Turquía, Oriente Medio) que aparecen en España o Portugal testimonian ese comercio. Con esos objetos llegaron también de Oriente muchos inventos tan útiles como el torno del ceramista o el horno moderno (el que separa la zona de combustión de la zona de cocción). Y, lo más importante, también llegaron ideas y creencias, formas de vida diferentes, propias de pueblos más desarrollados, que influyeron decisivamente en la población indígena.

Los colonizadores orientales que llegaban a España —quizá resulte más ajustado denominarla Iberia— fueron principalmente fenicios y griegos.

Mercaderes de allende los mares

Entre el año -1000 y el -600, año arriba, año abajo, los mercaderes fenicios fundaron algunas colonias en las costas andaluzas: Gades, Malaka, Sexi, Abdera (es decir: Cádiz, Málaga, Almuñécar, Adra) y una serie de establecimientos menores cuya lista se va ampliando a medida que progresan los estudios arqueológicos (Aljaraque, Toscanos, Morro de las Mezquitillas, Guadalhorce…). Aquellos pequeños enclaves situados junto a la desembocadura de un río cumplían la triple función de servir de atracadero y base a los buques de carga, de fábrica de algunos productos y de centro de almacenamiento y de distribución.

Los fenicios influyeron en los pueblos indígenas, que asimilaron sus conocimientos técnicos y sus creencias, hasta el punto de que a menudo resulta difícil diferenciar lo específicamente fenicio de lo ibérico.

Como un Taiwan de la época, Fenicia comerciaba con objetos pequeños y valiosos producidos en serie y fáciles de transportar: tejidos, joyas, perfumes, adornos, amuletos, vajillas, figuritas de marfil, huevos de avestruz y otra exótica pacotilla. Con estos productos inundaban los mercados allí donde encontraban metales con los que negociar.

No intentaban los fenicios ser originales, ni les importaba armonizar los más dispares estilos creando una especie de kitsch que debió ser muy apreciado por sus clientelas indígenas. Se limitaban a fabricar aceptables imitaciones de todo producto griego, mesopotámico, egipcio o de Asia Menor que se vendiera bien. Por eso sus mercaderías son difíciles de clasificar y producen quebraderos de cabeza a los museos. También comerciaban con objetos robados. En Almuñécar se han descubierto urnas egipcias de alabastro procedentes del saqueo de una tumba en el valle del Nilo.

Los griegos también.

Los comerciantes griegos le hacían la competencia a los fenicios. La verdad es que no les iban a la zaga en espíritu emprendedor y astucia, quizá porque también ellos procedían de una tierra pobre, montuosa y superpoblada que los obligaba a despabilarse para subsistir. Por eso, a lo largo de un milenio, los griegos instalaron prósperas colonias en Asia Menor (actual Turquía), en el sur de Italia (que llamaron Magna Grecia), en Sicilia y en la costa mediterránea francesa, donde fundaron Marsella.

Cuando los griegos llegaron a nuestra península, los fenicios se les habían adelantado y ocupaban los mejores mercados, así que se contentaron con establecer modestas bases en las costas catalanas y levantinas, en especial en el golfo de Rosas, que les caía más cerca de su emporio marsellés. Por cierto que esta palabra griega, emporio, que significa precisamente «mercado», es el origen del nombre de Ampurias, nuestra más famosa colonia griega.

El ascenso de Cartago.

El año -573 los babilonios conquistaron Tiro, la ciudad fenicia. La caída de Tiro fue un verdadero cataclismo que alteró la compleja red comercial fenicia, extendida por todo el Mediterráneo y especialmente por el sur de nuestra península. Los griegos aprovecharon la circunstancia para apoderarse de los mercados de sus competidores. No fue por mucho tiempo, porque los cartagineses, que se consideraban legítimos herederos de Tiro, arremetieron contra los intrusos y los expulsaron. Esto lo veremos con más detalle al hablar de Tartessos.

Cartago era una colonia marítima fenicia que, por su emplazamiento privilegiado, en la costa del actual Túnez, en medio del Mediterráneo y a corta distancia de Sicilia, de Italia y, por consiguiente, de Europa, creció hasta convertirse en una ciudad más poderosa que su metrópoli. Algo parecido a lo que ha ocurrido con los Estados Unidos que comenzaron siendo un puñado de colonias de Inglaterra y tras independizarse la han superado con creces.

¡Cartago! Aquella joven camada fenicia recriada en las ásperas tierras africanas, era más agresiva y osada. Los cartagineses eran conscientes de que, en un Mediterráneo disputado por nuevas potencias, solo el dominio de tierras y el mantenimiento de tropas, aunque fueran mercenarias, les garantizaban la estabilidad y el respeto de sus competidores.

Además, Cartago no cesaba de buscar nuevos mercados y rutas. Mientras sus agentes divulgaban por las tabernas portuarias fantásticas leyendas sobre la existencia de monstruos marinos y de vertiginosos abismos más allá del estrecho de Gibraltar, ellos fletaban discretamente navíos en busca del oro de Guinea y el estaño de Cornualles y Bretaña. Incluso intentaron fundar colonias estables en las costas africanas. Enviaron al África negra sesenta barcos pesados con tres mil colonos, amén de abundantes pertrechos, pero se les agotaron las provisiones a la altura de Senegal y tuvieron que regresar. La empresa fracasó, pero los que participaron en ella trajeron interesantes noticias del África incógnita para contar a los nietos en las crudas veladas de invierno: «Había muchos salvajes —escribe un testigo—, gentes de cuerpo velludo llamados gorillai que huyeron de nosotros. Logramos atrapar a tres hembras, pero como se resistían y mordían y arañaban tuvimos que matarlas y trajimos las pieles a Cartago».

El Mediterráneo se había tornado un tablero de juego peligroso, lleno de guerras y rivalidades. Durante dos siglos, nuestro mar interior fue escenario de cruentas batallas navales. Cartagineses y etruscos (un pueblo itálico) se aliaban para disputar a los griegos foceos las rutas comerciales y las ricas islas de Córcega y Sicilia.

La península ibérica seguía siendo una tierra pródiga en metales, pero también se buscaban en ella reputados mercenarios. Tanto griegos como cartagineses, y posteriormente los romanos que se alzaron con todo el lote, emplearían en sus ejércitos a los guerreros ibéricos, en especial a los honderos baleares. «Alrededor de la cabeza —escribe Estrabón— llevan tres hondas: una larga, de junco negro, para los tiros largos; otra corta, de cerdas, para los cortos y la tercera, mediana, de nervios, para los intermedios. Desde niños los adiestran en el manejo de la honda y si tienen hambre tienen que acertar en la diana antes de recibir el pan».

Antes de proseguir, será mejor que retrocedamos unos siglos para hablar de Tartessos y de Iberia.

Los primeros cronistas

Tartessos, la primera tierra española que mencionan los textos. La aparición de la lengua escrita es esencial para el estudio del pasado. La escritura dibuja la firme línea que separa la historia de la prehistoria. Griegos y fenicios estaban más adelantados que los habitantes de la península ibérica y poseían un alfabeto con el que podían fijar por escrito sus impresiones.

Merece alguna reflexión el papel de la escritura como la palabra en el tiempo. El pueblo que posee la escritura tiene una voz que resiste al olvido, tiene historia. Con los fenicios y los griegos los pueblos de Iberia entran en la historia.

Escuchemos ahora las primeras voces que hablan de España.

«Los foceos fueron los primeros griegos que navegaron hasta tierras lejanas. Ellos fueron los descubridores de Iberia y Tartessos. Allí amistaron con Argantonio el rey de los tartesios, que reinó durante ochenta años y vivió un total de ciento veinte. Los focenses ganaron de tal forma su amistad que inmediatamente los invitó a abandonar Jonia para establecerse en la región de su país que desearan. Además, cuando le contaron que su territorio estaba amenazado por los persas, les dio dinero para qué fortificaran su ciudad con una muralla».

Así nos habla el griego Herodoto de los legendarios tartesios y de su magnífico rey, el feliz, pacífico y longevo Argantonio (literalmente «el hombre de la plata»), que vivió entre -670? y -550?

El mismo historiador cuenta cómo un marino griego descubrió por casualidad Tartessos: «Una nave samia, cuyo capitán se llamaba Coleos, navegando con rumbo a Egipto fue desviada hacia Platea (…) Un viento afeliota los arrastró más allá de las Columnas de Hércules (estrecho de Gibraltar), y por providencia divina llegaron a Tartessos. En aquel tiempo, este mercado estaba intacto todavía. Por eso los samios, al regresar a su país, obtuvieron por su cargamento mayores ganancias que ninguno de los griegos de quienes tengamos noticia cierta (…) Los samios donaron la décima parte de sus beneficios para sufragar una crátera de Argos de bronce que consagraron en el templo de Hera».

Han transcurrido dos mil quinientos años desde que Herodoto escribió estas palabras referidas a un marino afortunado que vivió en la segunda mitad del siglo -VII. Desde entonces su eco alienta el mito de una Edad de Oro en una tierra privilegiada regida por un rey venerable, hospitalario, rico y generoso.

Pero no son estos los únicos textos antiguos que nos hablan de Tartessos. Trescientos años antes de que el griego redactara su obra, otro hombre de aquel extremo del Mediterráneo, esta vez judío, describía la riqueza del rey Salomón en estos términos: «Toda la vajilla de la casa del Bosque del Líbano era de oro fino; la plata no se estimaba en nada, porque el rey tenía una flota de Tarsis en el mar y cada tres años venía la flota trayendo oro, plata, marfil, monos y pavos reales» (Reyes I; 10, 21-22). Cabe formular una posible objeción a este texto bíblico: ¿Era Tartessos la Tarsis que menciona? ¿No será la nave de Tarsis un tipo de embarcación más que un destino? Si fuera así, las naves del rey no tenían que ir necesariamente a Tartessos, en el sur de Iberia. Es más, según todos los indicios, el puerto del que partían estaba en el golfo de Eliat, no en el Mediterráneo, y su destino, por los productos que enumera, parece más África que la península Ibérica.

El profeta Ezequiel vuelve a mencionar una Tarsis hacia el año -586. Esta vez sí parece que se trata de Tartessos, pero un texto tan tardío no añade nada a las fuentes griegas más antiguas.

El nombre de Tartessos resonaba en los oídos de los mediterráneos orientales como la tierra de la abundancia, el país de la plata y del oro.

Estas y otras noticias de Tartessos han encendido la imaginación de arqueólogos e historiadores.

¿Qué era Tartessos? Probablemente un reino de imprecisos límites, sucesor de las culturas megalítica y argárica que florecieron unos siglos antes en estas comarcas metalíferas. La existencia de Tartessos comienza hace tres mil años y se prolonga durante unos cuatro siglos. Después, tras milenios de silencio en los que Tartessos es solamente un nombre perdido en los textos clásicos, el sueño del mítico reino resucita en el siglo XIX cuando, en el breve plazo de unos pocos años, se suceden en Oriente Medio sensacionales descubrimientos arqueológicos. Los grandes imperios de la antigüedad salen a la luz con toda su riqueza y esplendor. El alemán Schliemann, millonario, aventurero y estudioso al que los arqueólogos profesionales tildan de loco y charlatán, descubre la legendaria Troya de los poemas homéricos que los eruditos creían totalmente imaginaria, y Micenas, el punto de partida de los griegos que destruyeron Troya. Las noticias de estas ciudades sepultadas en el olvido, en las que su descubridor encuentra armas y joyas fabulosas excitan la imaginación de Occidente. Unos años más tarde, Evans repite la hazaña al descubrir y excavar los palacios de Creta, Cnossos y las residencias de la talasocracia cretense cuya potente flota guerrera y comercial había dominado las aguas del Mediterráneo oriental durante muchos años. Al poco tiempo Carter encuentra la tumba del faraón Tutankamon intacta, con sus fabulosos tesoros; las tumbas faraónicas del valle del Nilo; Babilonia, Nínive, Persépolis, los palacios, los zigurats, los archivos de los antiguos imperios de Mesopotamia…

Por doquier, la arqueología desentierra los tesoros de las viejas civilizaciones.

¿Y Tartessos? ¿Dónde demonios está Tartessos, la fabulosa capital del rey Argantonio, el emporio occidental del oro y la plata?

Muchas de las ideas que tenemos sobre Tartessos proceden de Adolf Schulten (1870-1960), un profesor de universidad alemán que, convencido de que el destino le reservaba la gloria de descubrir una ciudad como Troya o un conjunto palaciego como Cnossos, se propuso encontrar la capital de los tartesios y los palacios de Argantonio, su mítico rey, que suponía sepultados en algún lugar cercano a la desembocadura del Guadalquivir, en espera de que un arqueólogo inteligente, sagaz y preparado, él, los descubriera y se cubriera de gloria al unir para siempre su nombre al de la mítica ciudad.

Entre 1923 y 1925 Schulten excavó y excavó, sin resultado, en diversos parajes del coto de Doñana. Al final tuvo que desistir: Tartessos había desaparecido como si se la hubiera tragado la tierra. Ni rastro de la ciudad ni de sus gentes.

¿Dónde está Tartessos?

Schulten situaba la capital de Tartessos en algún lugar del Coto de Doñana, ese privilegiado parque natural que se extiende por la desembocadura del Guadalquivir, entre Huelva y Cádiz. Actualmente otros arqueólogos señalan la ría de Huelva como el más probable emplazamiento de la fabulosa ciudad. En torno a esta ría se agrupan muchos yacimientos tartésicos, entre ellos el barco naufragado con un cargamento de armas de bronce que apareció en el fondo de esa ría. Por otra parte, en esta región se encuentran las principales minas de la época.

Pero hay otras candidaturas.

Los textos más antiguos hablan de un río que desemboca «casi enfrente de la ilustre Erytheia» (es decir, de Cádiz). Un río cercano a Cádiz solo puede ser el Guadalete o el Guadalquivir, pero no faltan autores que sugieren el onubense Tinto.

La ciudad de Tartessos no aparece porque probablemente nunca existió. Schulten buscaba una ciudad mencionada en textos tardíos (Avieno a finales del siglo -IV) de cuando los tartesios no eran más que un borroso recuerdo, una ciudad vagamente situada en la desembocadura del Guadalquivir o en la misma Cádiz o a dos días de Cádiz por barco (¿Huelva, Sevilla, Carteia, en la bahía de Algeciras, Algeciras, Tortosa, Jerez, la costa murciana, Túnez o algunos lugares de la costa atlántica marroquí?).

No falta quien cree que Tartessos estaba más al norte, pegado a Sierra Morena en el mismo Giribaile, la Orisia ibérica cuyas ruinas sepultas el viajero recorre melancólicamente desde el comienzo de este libro.

¿Giribaile?

Sí. Ya en la interesante novela del polaco Potocky Manuscrito Encontrado en Zaragoza, en sus jornadas primera y sexagesimosegunda se mencionan tres valles habitados por los descendientes de un antiguo pueblo de España, los túrdulos o turdetanos, que se llamaban a sí mismos Tarsis «y pretendían haber poblado en tiempos pasados la región de Cádiz» o sea los tartesios. La hipótesis, puede ser descabellada y contener anacronismos (muchos e insalvables, me temo), pero no es la única que apunta a esa región. Otro autor moderno cree que la mítica Tartesos yace bajo las ruinas ibéricas de Giribaile y que Schulten y el resto de los arqueólogos yerran al situar Tartessos en el bajo Guadalquivir, en unas marismas infestadas de mosquitos. Según esta hipótesis, que los arqueólogos profesionales rechazan por descabellada, el Tartessos descrito en los textos clásicos no es la costa de Huelva sino el curso del Guadalquivir y cuando se dice que la montaña de la plata está junto al lago Ligustino no aluden a las marismas del Bajo Guadalquivir sino a un lago que existió entre Linares y Giribaile hasta que un terremoto dislocó la tierra y lo vació en el mar. Siguiendo con la fabulosa hipótesis, el nombre de Giribaile significaría «el lugar de Gerión», aludiendo al mítico rey que, según Estesicoro, había nacido junto a las fuentes del río Tartessos «de raíces argenteas», o sea en la región de la plata minera de Cástulo o Cazlona, que rodea Giribaile[3]. Los tres cuerpos que según la mitología tenía el gigante Gerion, serían los tres ríos que desembocan en torno a Giribaile. Y no acaba ahí la coincidencia: «el hueco de una peña» en el que había nacido Gerión podría aludir a la gran peña perforada de Giribaile junto a la que hay vestigios de un templo antiguo.

Hace unos tres mil años, después de una serie de terremotos y lluvias que afectaron la navegabilidad de los ríos, Tartessos-Giribaile cedería su importancia a una nueva ciudad surgida unos kilómetros más al sur, Cástulo, ya abierta a influencias orientales. El tiempo borraría el recuerdo de la antigua.

Todo esto son especulaciones, claro. Lo que pasa es que el hombre también vive de la sustancia de sus sueños. Lo único indudable es que Tartessos fue un reino nacido de la aceptación, por una serie de pueblos más o menos emparentados por genes o vecindad, de la autoridad central necesaria para coordinar la explotación y comercio de la riqueza mineral y también agrícola de una amplia zona comprendida entre las cuencas fluviales del Guadiana y el Segura, es decir, Andalucía y Levante desde Huelva a Cartagena.

A pesar de su fracaso esencial, Schulten consagró su vida al estudio de los antiguos habitantes de la península Ibérica. Este hombre irascible, algo petulante y bastante codicioso, sentía por los antiguos españoles una mezcla de atracción y repulsión. Desde su mentalidad prusiana admiraba el valor y la frugalidad que los hizo famosos, pero, por otra parte, despreciaba su indisciplina, su rapacidad y su inconstancia, defectos que —¡ay!— veía prolongados en los españoles contemporáneos[4].

Schulten, formado en las ideas románticas y racistas de la universidad alemana, menospreciaba la cultura semita y acariciaba la épica idea de un enfrentamiento entre los griegos, arios, padres de la cultura europea, y los semitas inferiores, comerciantes y ladinos. Veía a Tartessos como un gran centro cultural occidental devastado por los bárbaros cartagineses.

Las ideas de Schulten influyeron bastante en los arqueólogos españoles de hace un siglo, tradicionalmente apesebrados en la universidad alemana. Los actuales, más independientes, no creen que los cartagineses destruyeran Tartessos. Piensan que su desaparición se debió a la pérdida de los mercados tras la caída de Tiro.

Tartessos, seguramente, nunca pasó de ser una asociación de régulos o caudillos locales que quizá formaban dinastías, más o menos sacralizadas al estilo de las orientales. Estos monarcas representarían a la colectividad tartésica ante los fenicios. Cuando se acabó el negocio, los reyes perdieron fuelle y autoridad, ya se sabe que donde no hay harina todo es mohina. La decadencia de estas monarquías pudo alentar el surgimiento de caudillos entre la aristocracia guerrera, una especie de taifas, que pactaron directamente con los púnicos mirando los intereses personales de cada cual.

Pudo ocurrir así o pudo ocurrir de otro modo. El caso es que el antiguo y mítico Tartessos se transformó en la Turdetania de los iberos, una región más rica, próspera y culta que sus vecinas —porque el que tuvo retuvo— regida por un enjambre de caudillos o régulos locales.

En cualquier caso, estos iberos estuvieron siempre mediatizados por las grandes potencias colonizadoras que explotaban los metales y los otros productos peninsulares.

Hace dos mil quinientos años, el Mediterráneo era un mar interior surcado por navíos de muchas procedencias. Los griegos habían tenido su última oportunidad histórica de regir el mundo en tiempos de Alejandro Magno, pero, a la muerte del gran conquistador, el año -323, su imperio se fragmentó y Grecia dejó de contar como poder político. Surgían nuevas superpotencias: Roma, en la ribera europea del Mediterráneo y Cartago en la africana. Pronto, Grecia se redujo a provincia del imperio romano, aunque la cultura griega continuó ejerciendo su benéfica influencia sobre los nuevos amos del cotarro.

La estrecha vinculación de los tartesios con Oriente induce a sospechar que pudieron ser emigrantes venidos de aquellas tierras. Por una parte, el sufijo «ssos» procede de Asia Menor, por otra, muchos nombres geográficos de la costa andaluza parecen derivar de otros orientales. Quizá algunos griegos micénicos huidos de la invasión de los llamados «pueblos del mar», hacia -1200 se establecieron en las zonas mineras de Huelva, o en Sevilla, y fueron la semilla de la que nació Tartessos. La amistad de Argantonio con los griegos podría explicarse por la existencia de algún parentesco racial entre tartesios y griegos, aunque también pudiera ser que los tartesios simpatizaran con los griegos simplemente porque querían evitar que los fenicios monopolizaran su economía, vaya usted a saber.

Schulten creyó que los tartesios eran producto de una conjunción de cretenses y etruscos (los tirsenos, que habrían fundado la ciudad de Tartessos hacia el año -1200). Un siglo más tarde llegarían los fenicios olfateando fáciles ganancias y fundarían Cádiz para comerciar con Tartessos.

Otros historiadores creen que no hubo tal emigración, que Tartessos es el resultado de la influencia de los colonizadores sobre la población aborigen. Los extranjeros pudieron ser aquellos «pueblos del mar», especialmente los mastienos, que guerreaban hacia el año -1200 por Egipto y Palestina y cuya pista se pierde bruscamente. Es posible que algunos grupos se establecieran al sur de Iberia. Finalmente otros autores prefieren pensar que Tartessos es una creación enteramente indígena que deriva de las culturas megalítica y argárica que la preceden. En la región tartésica se habían producido anteriormente importantes focos agrícolas y mineros (Cultura de los Millares y Cultura del Algar) que también se atribuyen, en parte, a la influencia de colonizadores orientales. Sobre este sustrato indígena pudieron incidir diversos colonizadores orientales (fenicios, griegos micénicos, mastienos, tirsenos…). De la amalgama de todos esos elementos autóctonos y foráneos nacería, en el primer milenio, la cultura tartesia.

Míseras chozas, ajuares fabulosos.

Resulta extraño que Tartessos no haya dejado rastros arquitectónicos importantes. A1 margen de la hipotética capital, hubo un reino extenso y rico. Una entidad política de tal magnitud debiera haber dejado monumentos que atestiguaran su prosperidad y grandeza. Pero no. Los únicos constructores conocidos en esa región antes de los romanos son anteriores a Tartessos (sepulcros megalíticos de Antequera, Málaga), o son posteriores (cámara sepulcral de Toya, Jaén). De la época tartésica propiamente dicha, que podemos situar entre principios del milenio y el siglo -V, no hay rastro. Esta pobreza monumental contrasta con los otros vestigios materiales que reflejan la riqueza y el refinamiento alcanzados.

Podríamos equiparar a la aristocracia de Tartessos con los nuevos ricos de los países del petróleo. Imaginemos la vida de esos jeques: ganan tanto dinero sin mover un dedo que no saben en qué gastarlo. En una generación, han pasado de la vida mísera y frugal de la jaima a los palacios de mármol; se han apeado del pestilente camello para repantigarse en fabulosos automóviles; de la cabra remediadora en la soledad del desierto a las concubinas de opulentas caderas, pechos valentones y largas piernas en sus cruceros de placer a bordo de magníficos yates. Estos patanes encumbrados por el azar de la historia constituyen quizá la réplica lejana de los aristócratas tartesios que posiblemente habitaban en viviendas modestas, poco más que chozas (por eso no encontramos palacios), pero perdían la cabeza por los adornos lujosos y atesoraban kilos de preciosas joyas de recargado diseño, (petos, collares, brazaletes, pendientes…) y se hacían importar lujosas vajillas orientales (jarros cincelados, páteras, objetos exóticos, adornos de marfil) desde los reputados talleres chipriotas.

Estamos pensando en el tesoro tartésico más famoso, el de El Carambolo, un conjunto de tres kilos de joyas de oro hallado a las afueras de Sevilla: magníficos brazaletes, cinturones, pectorales y joyas de preciosa y barroca orfebrería. Otro tesoro similar, el del cortijo de Ebora (Cádiz) se compone de noventa y tres piezas de oro y algunas de cornalina. El recurrente hallazgo de objetos de bronce suntuosos (braserillos, páteras y jarros) testimonia el refinamiento y la afición al lujo de una aristocracia enriquecida por la minería, que importa de oriente joyas y vajillas lujosas (cerámica barnizada de rojo), testimonios de su prosperidad y opulencia.

Hubo también talleres indígenas que fabricaron aceptables imitaciones de joyas inspiradas en modelos chipriotas, hititas y asirios.

El crepúsculo de los dioses

Después de brillar durante siglos, de pronto, en el siglo -V, en el espacio de muy pocos años, Tartessos desaparece del mapa bruscamente. ¿Qué sucedió?

Hace noventa años Oswald Spengler formuló su teoría de la catástrofe como elemento desencadenante de la decadencia de los imperios. El caso de Troya, arrasada por los griegos, o de la talasocracia cretense, supuestamente destruida por un maremoto, parecían suficiente probanza. ¿Por qué no pensar que el repentino ocaso de Tartessos se debió a su destrucción por los fenicios o por los cartagineses cuando descubrieron que trataba de escapar de su abusivo monopolio para entenderse con los griegos?. Es lo que sugiere Schulten en su obra Tartessos (1921): «Tartessos, la primera ciudad comercial y el más antiguo centro cultural de Occidente, después de haber sido destruida por la envidia de los cartagineses, quedó envuelta en las sombras de una tradición adversa y cayó en el más completo olvido».

¿Qué había ocurrido? Los fenicios se habían introducido en la vida económica de Tartessos hasta el punto de que controlaban su comercio y su industria. Habían arrinconando al elemento indígena y lo habían relegado al estatus de obreros y campesinos. Quizá el rey Argantonio decidió pactar con los griegos para escapar del monopolio fenicio, especialmente desde que la conquista de Tiro por los babilonios había debilitado la posición fenicia. Schulten creyó que los destructores de Tartessos fueron los cartagineses que habían heredado la cartera de pedidos de Tiro y querían continuar con el negocio. Los cartagineses aplicaban técnicas comerciales agresivas. No se contentaban con ejercer un colonialismo económico indirecto sino que aspiraban al dominio territorial y el que no se sometía a sus designios era aniquilado. Tartessos se resistió y los cartagineses la destruyeron. ¿Se dejó Schulten, el alemán, ya se sabe de qué pie cojean, seducir por el mismo vistoso y wagneriano crepúsculo de los dioses que explicaba el final de Troya y de Creta?

Otros autores no creen que Cartago destruyera Tartessos y se inclinan más bien por una decadencia gradual, nada traumática.

El hueco dejado en el comercio internacional por la caída de Tiro lo ocuparon los avispados griegos foceos que llevaban siglos compitiendo por los metales españoles. El Fértil Creciente no podía quedar privado de sus suministros de estaño. Algún foceo se preguntó: ¿de dónde viene casi todo el estaño? De Bretaña y las Islas Británicas. El griego se hizo cargo de la cartera de clientes de los fenicio-tartesios y derivó el estaño por la ruta del Ródano y el Saona hacia Marsella, su gran emporio comercial.

Cuando Cartago reaccionó y tomó el relevo de los fenicios, se encontró con que los griegos se habían alzado con la parte más sustanciosa del negocio. Griegos y cartagineses llegaron a las manos en la sonada batalla naval de Alalia (-535), después de la cual establecieron sus respectivas zonas de influencia: los griegos comerciarían con el norte de la península y los cartagineses con Levante y el sur. El arreglo duró hasta que los romanos expulsaron a los cartagineses.

La ciudad de Tartessos, si la hubo, y su reino se esfumaron por completo un tanto abrupta y misteriosamente aunque de sus cenizas, aún calientes, pudo Platón crear el mito de la Atlántida.

Después de la época tartésica aquella tierra estuvo poblada por diversos pueblos iberos, entre ellos los turdetanos, asentados en el valle del Guadalquivir. Por lo que Estrabón dice de ellos merecen el título de herederos de la cultura tartésica: «Tienen fama de ser los más cultos de los iberos, poseen una gramática y tienen escritos de antigua memoria, poemas y leyes en verso que ellos dicen de seis mil años. Los demás iberos tienen también su gramática, pero menos uniforme». Esta «gramática» debe interpretarse como sistema de escritura. Pero el tema de la escritura ibérica será tratado más extensamente cuando le llegue el turno. Aquí solo cabe añadir que quizá del hallazgo de inscripciones reveladoras o incluso de verdaderos archivos —que todo ello puede depararnos el futuro, como ya deparó el pasado a muchas civilizaciones de Oriente— dependa el definitivo y satisfactorio esclarecimiento de ese enigma que se llama Tartessos.