Capítulo 3.El largo camino de la humanidad.

CAPÍTULO 3

EL LARGO CAMINO DE LA HUMANIDAD

Los primeros cambios de la humanidad fueron muy lentos. Los podríamos comparar a una larga infancia. La Edad de la Piedra duró cientos de miles de años. Al principio aquel hombre de cerebro aún por desarrollar, solo usaba herramientas de sílex (hachas, punzones, raederas) o de granito (martillos), talladas a lo basto, (Paleolítico, o «piedra antigua»). Más adelante, tras una lenta evolución que duró decenas de miles de años, las técnicas de tallado de la piedra se refinaron hasta producir unas herramientas perfectamente pulidas y suaves como el culo de un niño, (Neolítico, o «piedra nueva»). Los hombres del Paleolítico eran recolectores y cazadores. Andaban errantes de un lado para otro buscando manadas de animales sin resabiar que se dejaran cazar más fácilmente. Como vimos, eso terminó en el Neolítico, cuando descubren la agricultura y el pastoreo, abandonan la vida errante y se asientan en poblados.

Los metales

Piedras y tiempo le sobraban al hombre primitivo. Nuestros más remotos antepasados observaban la naturaleza y aprendían. Imaginemos una horda que se asienta a las orillas de un arroyo para pasar la noche. Lo primero es hacer una hoguera para alejar a las fieras y al mismo tiempo calentarse y cocer o asar los alimentos. En el lar hay una piedra que contiene una veta de malaquita. Al calentarse, la malaquita se derrite y se transforma en una pasta brillante que, a la mañana siguiente, una vez fría, resulta un nuevo y desconocido elemento con el que se pueden fabricar adornos y objetos más cortantes que los de piedra.

¡La humanidad entra en la era de los metales! ¡Comienza la metalurgia del cobre! Los sorprendidos descubridores del fenómeno buscan más piedras con vetas de malaquita y las calientan al fuego. Aplican la pasta fundida a moldes en forma de cuchillo, de punzón, de paleta, fabrican cuchillos, azadas y otras herramientas más duraderas y cortantes que las de piedra.

El cobre empezó a fabricarse en España hacia el -3000. Durante la Edad del Cobre la agricultura y la ganadería progresaron. Se roturaban tierras en torno a los poblados y se plantaban de vid, trigo, lino y otras plantas textiles.

Imaginemos el poblado. Se asienta en un cerro de meseta plana que domina un valle fértil recorrido por un río. Está defendido por una muralla. Ese es el único problema que acarrea el progreso: que también estimula la desordenada codicia de los bienes ajenos, la guerra. El que tiene algo, conseguido trabajosamente con el sudor de su frente, tiene que defenderlo con las armas. Cuando una comunidad progresa económicamente tiene que mantener con sus excedentes a una casta guerrera que la defienda de los vecinos. Así es la vida.

Los primeros metalúrgicos, después de experimentar con distintos minerales fusibles, descubrieron, hacia el año -2000, que la mezcla de cobre y estaño (o plomo, o arsénico), en proporción de uno a nueve, producía bronce, un nuevo metal mucho más fuerte que el cobre o el estaño.

El visitante ha descansado. Se levanta y prosigue su exploración de la meseta donde estuvo Orisia. Algo en el suelo le llama la atención. Se agacha y lo recoge. Un trocito de hierro informe, oxidado y quebradizo ¿quizá el último vestigio de una falcata, el poderoso y temible sable ibero? Pudiera ser, pero también podría tratarse de un trozo de herradura de antes de ayer. En cualquier caso, hierro.

El hierro. Un material que hizo historia.

Lo deja caer donde lo encontró, en el campo de abrojos donde se va disolviendo lentamente a golpe de agua y aire. Piensa en la importancia de este metal cuyo uso llegó a España hacia el año -1000 y se divulgó hacia el -800, lo que acarreó bastantes cambios. Hasta la llegada del hierro, el metal usado era el bronce, escaso y caro (porque el estaño no abundaba). En cambio, el mineral de hierro se encuentra por doquier en la naturaleza y su extracción resulta más fácil. El problema era que su temperatura de fusión es tan alta que los hornos de aquel tiempo no la alcanzaban. No obstante, los herreros aprendieron a machacar el hierro candente y a moldearlo a base de martillo hasta fabricar con él arados y espadas. Las armas y herramientas de hierro se afilaban mejor y resistían más que las de bronce (aunque se oxidaban más con la humedad).

El bronce había ayudado a mantener los privilegios de la minoría aristocrática y guerrera que podía costeárselo, pero cuando se divulgó la metalurgia del hierro, al final del primer milenio, las cosas cambiaron. En unos siglos, el hierro derrotó al bronce, las nuevas herramientas facilitaron la deforestación de los campos. Los arados de reja y la azada impulsaron la agricultura. Las espadas, las lanzas, los dardos arrojadizos impulsaron la guerra.

Las armas de hierro, al alcance de una capa más amplia de la población, determinaron cambios sociales en todo el entorno mediterráneo. ¡El mundo progresó con el hierro!

Las primeras civilizaciones.

Las primeras civilizaciones de la Humanidad surgieron en las riberas del Tigris, el Éufrates y el Nilo, tres caudalosos ríos cuyas crecidas anuales inundaban los llanos y, al retirarse, los dejaban cubiertos de un limo espeso, un excelente abono natural que producía espléndidas cosechas de cereal y hortalizas. Como el resto del país era un inhóspito desierto, la población se concentraba en poblados y caseríos dispersos a lo largo de los ríos.

Vistas sobre el mapa, esas tres grandes cuencas fluviales de Oriente Medio dibujan una media luna. Es lo que los historiadores llaman el Creciente Fértil. En estas tierras florecieron, a partir de la Revolución Neolítica, una serie de estados que son la cuna de nuestra civilización: Sumer, Babilonia, Akad, Asiria, Persia, Israel, Fenicia y Egipto.

La agricultura era fértil, el ganado prosperaba en los excelentes pastizales, pero, como no se puede tener todo, los metales escaseaban en aquellas regiones.

Ocurría como hoy: los países desarrollados no tienen petróleo y los que lo tienen (Oriente Medio, África) son tan subdesarrollados que no sabrían que hacer con él si no se lo compraran los otros.

Los países del Fértil Creciente necesitaban metales. Tuvieron que buscarlos en tierras lejanas, primero estaño; más tarde (hace tres mil años) hierro y, en todas las épocas, plata y oro.

La península ibérica abundaba en metales y se convirtió en una especie de Eldorado para los buscadores de metal.

Llegan los fenicios.

Había otro país en el Creciente Fértil, Fenicia, que no disponía de cuenca fluvial alguna en la que criar ubérrimas cosechas. Sus ríos eran mezquinos y la franja costera donde se asentaban sus poblados estaba aislada del continente por una cadena de montañas. Los fenicios, «el pueblo botado al mar por su geografía» (Heródoto), entre espléndidos bosques de cedros y el mar advirtieron que estaban predestinados a la construcción naval y al comercio marítimo. Su pericia marinera era proverbial. Baste decir que, hacía el año -600, una expedición fenicia enviada por el faraón Necao II dio la vuelta a África partiendo del Mar Rojo para regresar, tres años después, por el estrecho de Gibraltar: una hazaña en la que dos mil años después, en la época de Colón, invertirían todo un siglo las carabelas portuguesas.

Los fenicios poseían la flota y el conocimiento del ancho mundo, con sus mercados y sus minas. Por lo tanto se convirtieron en suministradores de metales de los países ricos de la zona, todos ellos de interior y nada inclinados a las aventuras marítimas. Además, siempre atentos a la mejora del negocio, legaron a la Humanidad dos inventos fundamentales: la moneda y el alfabeto, tan necesarios para las transacciones y la correspondencia comercial. Por cierto, estas letras con las que yo escribo y usted lee, el alfabeto latino, son las mismas que inventaron los fenicios hace tres mil años. Si acaso algo alteradas después de pasar por los griegos, por los etruscos y por el ordenador.

En Fenicia, el comercio lo determinaba todo, incluso el sistema político. En un mundo en el que todos los países estaban gobernados por reyes divinizados y despóticos, los fenicios constituían una federación de empresarios. El verdadero gobierno de cada ciudad estaba en manos de una oligarquía financiera, la asamblea de ancianos, una especie de consejo de administración, aunque, por cuestiones de protocolo, existía también una dinastía real representada por la familia más poderosa. No tenían ejército. Cuando lo necesitaban, contrataban mercenarios. De todos modos, sus ciudades, asentadas sobre islas próximas a la costa (Tiro, Arados) o sobre penínsulas de estrechos istmos (Biblos, Sidón, Beritos —hoy Beirut—), estaban defendidas por el mar.

Los fenicios, como cualquier comerciante, estaban obsesionados con la seguridad. Sus naves practicaban una navegación de cabotaje, con la costa a la vista, y establecían colonias y factorías distantes entre sí un día de navegación, de manera que después de una singladura diurna, al caer la noche, la nave encontrara un puerto amigo donde guarecerse y repostar. Una de estas colonias fue Cartago, en la actual Túnez, que crecería hasta convertirse en una gran potencia mundial que se enfrentó con la poderosa Roma.