CAPÍTULO 17
LA GUERRA Y SUS HERRAMIENTAS.
El hombre moderno vive en una sociedad evolucionada en la que imperan la libertad, justicia, la solidaridad, la compasión, el buen gobierno, la seguridad social y todas esas virtudes e instituciones que hacen de nuestra vida un camino de rosas.
Se necesita cierto esfuerzo de imaginación para comprender que en la sociedad antigua imperaba la ley de la selva: el más fuerte dominaba al débil y le arrebataba sus recursos y su fuerza de trabajo. El más fuerte se apoderaba de la plusvalía.
En semejante estado no debe extrañar que la ocupación determinante de los iberos (y de otros pueblos) fuera la guerra. Vivían de la agricultura, de la ganadería, de la minería y del comercio, pero todo eso se sustentaba en la fuerza militar. El individuo valía lo que su fuerza (ese es el origen de la aristocracias y de las monarquías) y lo mismo cabe decir de los estados.
En los tiempos del Bronce, las armas eran caras y solo la aristocracia acomodada podía costeárselas. La divulgación del hierro socializó el armamento y es posible que contribuyera al debilitamiento y posterior desaparición de las monarquías orientalizantes y al auge de las aristocracias guerreras.
Los iberos eran guerreros en mayor o menor medida. Casi todos los extranjeros que los tratan coinciden en afirmar que las diferencias entre poblados o jefes se solventaban por las armas.
Entre los iberos norteños, donde el poder estaba a menudo en manos del consejo de ancianos, cuando el poblado tenía que ir a la guerra, los próceres de la tribu designaban a un hombre experto que dirigiera el ejército. El problema era, a veces, que este caudillo tendía a mantenerse en el poder una vez pasado el peligro.
En el sur, donde el poder estaba en manos de régulos o aristócratas, es de suponer que cada caudillo capitaneaba a los suyos.
Algunos pueblos mediterráneos más adelantados y más cohesionados socialmente (los griegos, los romanos o los cartagineses), habían desarrollado, hacia el siglo -III, tácticas de orden cerrado, con los soldados ordenados en manípulos, cohortes y falanges que convertían a sus ejércitos en máquinas de guerra casi invencibles.
Imaginemos una formación en orden cerrado. La infantería pesada va armada con un gran escudo y una larga lanza que cada soldado apoya en el hombro del que tiene delante en espera del momento de combatir. Esta infantería va acorazada, con lorigas o petos y se protege la delantera de las piernas desnudas con grebas. Avanza en filas, codo con codo, las largas lanzas apuntando al enemigo. Entre los escuadrones quedan unos pasillos por los que se cuelan los infantes ligeros que hostigan al enemigo lanzándole falaricas o proyectiles de honda.
Cuando los ejércitos se encuentran a unos cincuenta pasos, los infantes ligeros se retiran, los pasillos entre las escuadras se cierran y la infantería pesada avanza en filas sucesivas lanzando falaricas en cuanto el enemigo queda a tiro. Los contendientes llegan a la distancia de las lanzas. Se entabla el combate, los de las filas traseras cubren los huecos de los que van cayendo en la delantera, procurando mantener la formación. Mientras tanto la caballería se enfrenta a la del enemigo por los flancos. La que vence cabalga hasta la retaguardia del enemigo y lo ataca por la espalda.
La precisión y coordinación del orden cerrado requiere un ejército profesional y permanente con cuarteles, campos de entrenamiento y compleja organización.
Los iberos, en un estadio cultural menos avanzado, nunca desarrollaron un ejército profesional. Eran excelentes guerreros, fieros y efectivos, pero no eran soldados. Su individualismo los hacía refractarios a la mecánica coordinación del orden cerrado. Lo suyo era el combate individual y las bandas irregulares, las campañas rápidas, entre ariega y siembra, el golpe súbito, la táctica irregular de la guerrilla.
No obstante, la fiereza del ibero como combatiente individual fue muy apreciada. Mercenarios iberos sirvieron como auxiliares en los ejércitos cartagineses o griegos. El ejército que Aníbal llevó a Italia, con el que estuvo a punto de doblegar el poder de Roma, se componía principalmente de mercenarios iberos, galos y númidas.
El guerrero ibero se desplazaba a veces a caballo, pero raramente combatía montado porque, al carecer de estribo y de silla rígida (se inventarían en la Edad Media), no podía realizar el esfuerzos de alancear o golpear al oponente sin perder el equilibrio. El caballo actuaba más bien como un medio de transporte rápido que podía trasladar al guerrero en poco tiempo y descansado (las armas pesaban unos cuantos kilos) al extremo del campo de batalla donde se necesitara.
La guerra suele hacerse en verano, cuando los días son más largos y el tiempo seco. En invierno escasea el alimento y los caminos embarrados dificultan los desplazamientos.
Las armas del ibero
Las armas del ibero son muy efectivas y combinan inteligentemente la protección con la capacidad ofensiva.
El arma más característica de los iberos del sur era la falcata, un sable que algunos creen derivado de la machaira griega, de origen Ilirio (siglo -VIII) que se divulgaría en Iberia desde el siglo -VI. Otros creen que la falcata es una creación autóctona, derivada de una especie de guadaña con la que se cortaba la hierba.
La falcata solía alcanzar una longitud equivalente a la distancia que media desde el codo a la punta del dedo índice extendido. La de la caballería era algo más larga.
Se fabricaba de una pieza, empuñadura incluida. La empuñadura se cerraba alrededor de la mano con una barra protectora en forma de caballo o de ave. Algunas estaban damasquinadas en plata.
La hoja de la falcata presentaba un borde afilado como una cuchilla en su primera mitad y una punta aguda seguida de un nervio central, que reforzaba la hoja. Una acanaladura vaciada por los dos lados favorecía la entrada de aire en la herida y con un poco de suerte provocaba una embolia gaseosa mortal.
Diodoro de Sicilia, historiador del siglo -V transmite unas notas sobre la falcata: «Los iberos emplean una técnica peculiar en la fabricación de sus magníficas espadas: entierran trozos de hierro para que se oxiden y luego aprovechan solo el núcleo mediante nueva forja. La espada corta cualquier cosa que se encuentre en su camino. No hay escudo, casco o cuerpo que resista a su tajo». Esto nos recuerda a un arma moderna parecida a la falcata, el kukris de los gurkas nepalíes, con el que, como se sabe, son capaces de descabezar una ternera de un solo tajo.
La falcata se llevaba sobre el estómago, casi horizontal, en una funda de madera con herrajes de metal que se colgaba de un tahalí desde el hombro derecho.
Entre los iberos del norte las falcatas son más escasas. Allí abunda más la espada céltica del tipo La Tène, recta, de dos cortes.
También en el escudo hay alguna diferencia entre los iberos del sur y los del norte. En el sur abunda más la caetra, un escudo circular de un par de palmos de diámetro, de madera recubierta de cuero, con un círculo metálico en el centro (el umbo u ombligo) en el que procuraban detener los dardos. Este escudo no es una mera arma pasiva para detener los golpes: también se emplea para golpear al enemigo y sobre todo para desbaratar el tajo o la lanzada del contrario antes de que se desarrollen con toda su efectividad.
Los iberos del norte usan también el scutum celta, ovalado y grande, de unos ochenta centímetros de largo por cuarenta de ancho, de madera recubierta de cuero, con un umbo metálico central en forma de bisagra.
El soliferrum era una barra de hierro con la punta aplanada en forma de lanza. Era un arma de caballería de la altura de un hombre o algo más. Su peso y el grosor variable del astil determinaba un desplazamiento del centro de gravedad, que la hacía inadecuada como arma arrojadiza.
La lanza arrojadiza ibera era la falarica, posible precursora del famoso pilum de las legiones romanas. Era una larga y fina punta de hierro sujeta con un pasador a un astil de madera. Lanzada a unos quince metros de distancia en tiro parabólico, podía atravesar el escudo del enemigo y herirlo con su larga punta o al menos entorpecerle la defensa cuando se llegaba al cuerpo a cuerpo sin darle tiempo a desclavarla del escudo.
A veces, en lugar de pasador, el hierro de la falarica se sujetaba al astil con una cuerda untada de brea que se podía encender antes de lanzarla.
Los iberos consideraban el arco y la flecha armas de caza y no los usaron en la guerra, con la posible excepción de los turdetanos, más influidos por los púnicos.
Los honderos baleáricos gozaron de gran prestigio en los ejércitos mediterráneos en los que actuaron como auxiliares. Sus proyectiles eran balas de plomo, del tamaño y la forma de una bellota grande, en las que a veces escribían: «Hiere a fulano», con el nombre del general enemigo.
Los aristócratas iberos más antiguos, cuando iban a la guerra, se protegían el pecho con un gran disco de bronce que se ajustaba con correas sobre unas hombreras acolchadas que al tiempo que defendían evitaban que las correas lastimaran los hombros.
Los guerreros más humildes se protegían el pecho y la espalda con petos y espaldares de esparto, a veces reforzados con láminas de bronce o de hierro que cubrían razonablemente las partes vitales del tronco.
Es posible que algunas partes desnudas, los brazos y las piernas, se embadurnaran con permanganato, lo que les daría una textura acartonada.
Los cascos protectores de cabeza solían ser de cuero o de metal, con diseños copiados de otros modelos mediterráneos. En el norte abundaban los del tipo montefortino, parecidos a una gorra de jockey, de origen italiano, adornados con una crinera o resorte en el que se insertaba un adorno de crines de caballo, con lo que el guerrero parecía más alto y amedrentador. En algunos casos la crinera era solamente un agujero por el que sacaba su propia cabellera, lo que sujetaba el casco sin necesidad de barboquejo.
A partir del siglo -IV, la mayor nivelación social se refleja en la democratización del armamento, que abunda más que antes en los ajuares de las tumbas. Desaparecen las corazas de discos y los cascos adornados con cimeras, la espada se acorta y se divulgan la falcata y el soliferrum.