Capítulo 15. La despensa.

CAPÍTULO 15

LA DESPENSA.

Los iberos debieron ser bastante frugales, como se manifiesta en la estatuaria, aunque esos muslazos y esos culos opulentos de los guerreros de Obulco, y esas carnes ebúrneas, quizá hasta brazos colgones, que adivinamos bajo los sayos de la dama de Elche (aunque matizadas por el rostro más bien huesudo) quizá correspondían a un ideal de belleza propio de pueblos malnutridos.

Hay que suponer que la base de la alimentación eran los cereales, de distintas clases, cocidos o molidos como harina. Primero comerían gachas de harina basta (como casi todos los pueblos de la antigüedad) y más adelante pan. Lo cocían en hornos comunitarios y es de suponer que el hornero detraería una parte de la masa, lo propiamente llamado poya, como pago por sus servicios. El pago de la poya se ha mantenido hasta nuestros días[16].

Los cereales se completarían con bellotas y sus variaciones de pan de harina de bellota. «Es cosa cierta —escribe Plinio— que aún hoy la bellota constituye una riqueza para muchos pueblos hasta en tiempos de paz. Habiendo escasez de cereales se secan las bellotas, se mondan y se amasa una harina en forma de pan. Actualmente incluso en las Hispanias, la bellota figura entre los postres. Tostada entre ceniza es más dulce».

¡Pan de bellota! ¿Qué gastrósofo se resiste a paladear esa delicia ibera? Lo he elaborado, en un intento de lo que podríamos denominar arqueología experimental, lo he comido, se lo he dado a probar a amigos sufridos e intrépidos (ahora ya examigos) y el resultado ha sido desalentador: ni uno de ellos ha tenido glándulas de acabarse la tostada, ninguno ha pasado del primer bocado. Es evidente que los iberos y los otros pueblos de la península que lo consumían tenían más glándulas, más hambre y más costumbre.

El caso es que en mi dorada infancia, en la famélica postguerra, la bellota era un remedio para muchos estómagos desmayados. Incluso existía un postre rústico que algunas veces he reproducido con deleite, no sé si por el postre en sí o por el recuerdo de la infancia. Consiste en insertar una bellota fresca dentro de un higo paso. El bocado equilibra delicadamente la natural sequedad y el toque amargo de la bellota con el dulzor y la suavidad del higo. Esto en Extremadura se llamaba «casamientos» y en algunos lugares de Andalucía «cajones» (si bien, en otros, este versátil sustantivo designa los cagajones de los borricos). Es un alimento de gran valor energético, como fácilmente se deduce. Uno se imagina que un guerrero ibero echaba en el zurrón dos puñados de higos embellotados y con eso y un poco de cecina podía tirarse un mes de campaña.

El cereal, y en su caso la bellota, lo molían en casa, en un molino doméstico. Los más antiguos constan de una piedra cóncava fija y otra redonda que se mueve en vaivén. Debía ser un trabajo agotador para la mujer, pero a cambio endurecería los brazos y los pectorales, con el consiguiente aumento de atractivo. Vaya lo uno por lo otro. Esos molinos de vaivén perduran hasta el siglo -V en que se divulga el molino giratorio formado por dos piedras circulares, una fija y otra móvil, con su manija de palo para accionarlo. Algunos creen que el invento procede del mediterráneo oriental, pero debe ser, más bien, una innovación indígena, lo que demuestra que los iberos eran capaces de notables adelantos técnicos.

El arte de la panificación muestra un estadio cultural avanzado, que los iberos seguramente heredaron de sus ancestros del Bronce. No obstante, continuarían consumiendo el cereal entero en recetas tradicionales, algunas de las cuales han sobrevivido hasta nuestro tiempo en el recetario de las comunidades agrícolas. Por ejemplo el guiso de trigo. Es fácil de hacer y tiene más éxito que el pan de bellota. Veamos: el trigo se pone a hervir una media hora y luego se aparta la olla del fuego y se cubre con un paño para que guarde el calor y el trigo siga hinchándose. Unas horas después se añaden trozos de cerdo (magro, tocino, y papada), y un puñado de hinojo. Se hierve nuevamente hasta que la carne esté lista y se sirve.

Además de los cereales, los iberos cultivaban diversas legumbres, frutas y hortalizas en las terrazas de sus ríos.

Un plato frecuente sería el que Stefanus Rodericus denomina felizmente «la cebada racional», es decir, el ibérico, magnífico y nunca suficientemente ponderado garbanzo. Los romanos menospreciaban el garbanzo, porque lo consideraban el alimento favorito de sus mortales enemigos, los cartagineses. En una comedia de Plauto un cartaginés ridículo se llama precisamente Pultafagónides, «el devorador de garbanzos». De hecho, se dice que los primeros garbanzos que entraron en España los trajo Asdrúbal a Cartagena. Sin embargo, el garbanzo debió conocerse en España antes de la llegada de los cartagineses puesto que la primitiva palabra garbanzo, arbanço, aunque mozárabe, es de origen prerromano[17].

¿Qué otros alimentos encontramos en la despensa ibera? En los pueblos cercanos al mar, peces y moluscos ahumados, secos al sol o salados. La carne doméstica (ovejas, cabras, cerdos, asnos y caballos) no abundaría mucho y se reservaría para las clases pudientes. Los iberos comerían más carne de caza, ciervo, jabalí y las otras menudencias del campo: conejos, liebres, perdices y palomas.

Naturalmente no les faltarían leche y queso.

Vinos y cervezas.

El vino llegó a la península en las bodegas de las naves micénicas, antecesoras de las griegas, y en las fenicias. Aunque se conocía desde el siglo -VIII, se divulgó a partir del siglo -VI. El geógrafo Avieno señala que la vid abundaba en algunos poblados del Ebro. También debió ser frecuente en Levante y Andalucía, como sugieren los restos de lagares y almacenes descubiertos en diversos poblados de la costa: en Benimaquia, en Quejola (Albacete) y en la Torre de doña Blanca (Cádiz). Algunas de sus instalaciones estaban fortificadas, de lo que se deduce que el vino era un producto precioso y que había que defenderlo. Lo más probable es que su consumo estuviera reservado a la aristocracia dominante que lo bebería, sobre todo, en ocasiones ceremoniales. En los grandes enterramientos suelen aparecer vasos griegos destinados al vino. Quizá los príncipes iberos celebraban simposios o banquetes a la manera griega, con un significado religioso, especialmente banquetes funerarios. El vino se asociaba a la vida, al dios Dionisos. Es posible que una vez alcanzado el necesario estado de euforia, los graves deudos del difunto se entregaran a la danza funeraria y al éxtasis de los sentidos que te despega de la frágil condición humana y te hace participar de la inmortalidad del dios.

El simposio, o bebida en común, cumplía una doble función social: por un lado demostraba la solvencia del anfitrión; por otro, servía para cohesionar a la elite aristocrática que consumía el precioso producto. Como dice Rathje servía para «la adquisición del honor y la creación de una red de obligaciones». El trasiego de vino en kylix o copa de dos asas, diseñada para pasar de mano en mano, implicaba comunicación y relación, amistad y concordia. Los que han bebido en comidas campestres de la bota o del porrón comunal, en ejemplar hermandad, sabrán de qué estoy hablando.

Entre los griegos no se consumía el vino puro. Esa es una de las diferencias esenciales que distingue al hombre civilizado del bárbaro. A los griegos les horroriza la embriaguez, por eso designan en cada banquete un simposiarco, el rey del banquete, que determina la proporción de agua y vino que hay que servir para mantener la alegría sin caer en la indecente borrachera. Según Ateneo, el vino bebido moderadamente potencia el buen juicio (la autimia); mientras que en estado puro hace aflorar los malos instintos, el bebedor se hace violento e incurre en excesos (la hybris).

Imaginemos una sala amplia con alto techo artesonado y muros pintados de vivos colores. Media docena de prohombres del poblado, quizá de poblados distintos, se han reunido para catar el vino del anfitrión. Lo beben mezclado con agua, a usanza griega. Es posible que este vino no supere los catorce grados, como creen algunos autores, pero si la vendimia se efectuaba en época muy tardía, lo que parece probable, el licor resultante tendría un alto contenido alcohólico. Tampoco podemos descartar que los antiguos adobaran el vino con plantas de esencia psicotrópica, lo que podría explicar la necesidad de rebajarlo con agua y que las degustaciones duraran, a veces, muchas horas. De hecho existe un dibujo en una vasija que se toma por un par de iberos recolectando granadas y más bien parece un par de iberos felicísimos en medio un campo de adormideras. Juzguen ustedes mismos.

Hiponacte de Efeso, en el siglo -VI, señala el poco juicio de los que beben vino puro. Beber vino puro es beber a lo escita, el pueblo bárbaro más despreciado, como vemos en Herodoto. Clemente de Alejandría censura por igual la embriaguez de escitas, celtas, iberos y tracios, es decir los pueblos no influidos por la cultura griega. ¿Eran bárbaros los iberos? ¿Consumieron alguna vez el vino puro? ¿Agarraban curdas memorables?

Lo que está fuera de duda es que el vino fue uno de los agentes civilizadores más importantes. Uno se pregunta si, en nuestra península, la civilización trajo el vino o si el vino trajo la civilización. El vino, después de la etapa en que se reservaba a la aristocracia ibera, se popularizó con las legiones romanas. Probablemente se plantaron muchos viñedos y dejó de ser un artículo de lujo. En el sitio de Numancia, los romanos bebían vino, mientras que los indígenas sitiados bebían caelia, es decir, cerveza. Entre los sitiadores había un tal Trogino al que apodaban Caliz, es decir, «la copa», por su afición al mosto. Los romanos asociaban la cerveza numantina a la rusticidad indígena. Y no solo los romanos. Incluso entre los pueblos mesopotámicos y egipcio, antiguos consumidores de cerveza e inventores de ella, el vino había escalado la cumbre de la consideración social, mientras que la cerveza se consideraba bebida de pobres y más alimento que placer.

El vino se fue extendiendo por la península a medida que avanzaba la romanización. Cuando escribía Estrabón, la población del interior y del norte casi no lo conocía y cuando llegaba a ellos una garrafa se la bebían rápida e inmoderadamente, mientras que los iberos del sur, más civilizados, administraban sus reservas y las dosificaban sabiamente. Unas generaciones más adelante, el vino había llegado a todos los españoles. En el apogeo del imperio, los vinos hispanos ganaron nombradía comenzando por los de Layetania, Tarraco, Lauro, Sagunto y la Turdetania. Incluso en el interior se criaban, en las riberas del Tajo.

En cuanto a la cerveza hemos de suponer que la antigua debió parecerse poco a la actual. Los sumerios, que consideraban la cerveza fuente de toda alegría y como tal la retratan repetidamente en cuadros mitológicos, la bebían con pajitas. De este modo atravesaban la capa superficial, menos rica y se bebían la profunda, espesa y sabrosa. Para ellos la cerveza era una bebida sociable y comunal. En un panel de la gran lira de las tumbas reales de Ur, el que está taraceado con concha y lapislázuli, vemos alegres bebedores, cada uno con su pajita, en torno a una gran jarra central. En la tumba de la reina Puabi, en Ur de Caldea, se ha encontrado la taza de plata y la pajita de oro que la difunta usaba para beber cerveza.

Polibio refiere, con cierta socarronería, el caso de un jefecillo español, un nuevo rico, que disponía de cráteras de oro y de plata, pero las llenaba de «vino de cebada», es decir, de cerveza. Lo mismo cabe decir de los licores, que también los hubo en la antigüedad, y muy variados, a partir de la fermentación de cereales o frutos (higos, manzanas, dátiles, peras…) a veces con añadido de plantas aromáticas, agua, miel e incluso vinagre. Los romanos los despreciaban como vinos falsos (vina ficticia). En Polinio leemos: «Todos estos vinos han sido condenados por Temistio, una de las mayores autoridades. Así debe ser: la naturaleza no ha creado los arbustos para que nos los bebamos».

Un licor autóctono que gozó de gran prestigio fue el hidromiel, probable invención celtibérica, una mezcla de agua y miel fermentada al sol a la que, cuando su uso se extendió por el Mediterráneo, se le fueron añadiendo diversos aromas al gusto.

El garum

El garum fue una salsa ibérica que alcanzó justa fama en la cocina internacional. Durante siglos fue un complemento imprescindible en las mesas más exigentes, pero no sobrevivió a la caída del imperio romano y fue paulatinamente sustituido por la pimienta y otras especias.

El garum era una especie de pasta de anchoas, de consistencia casi líquida, que se elaboraba fermentando al sol en grandes recipientes, durante meses, hocicos, paladares, intestinos y gargantas de atún, murena, escombro, esturión y otros peces de gran tamaño.

El garum combinaba con todo y se añadía liberalmente a platos de carne, pescado o de verdura, incluso a la fruta, al vino o al agua. El gusto se inclinaba entonces por los sabores contundentes, por lo picante, por lo agridulce. De hecho muchos platos de carne se aderezaban con miel y pasas. Podemos imaginar que para el paladar moderno, el garum resultaría nauseabundo. El aliento de los que lo consumían apestaba: «si recibes una tufarada de aliento pestilente —escribe el poeta Marcial— ecce, garum est».

Había muchas calidades de garum. El mejor, comparable al caviar iraní, era el llamado sociorum que llegó a costar 180 piezas de plata el litro en tiempos de Roma.

La trilogía mediterránea.

La romanización acabó con las precarias economías de autoabastecimiento indígenas e impuso una agricultura de producción basada en el cultivo racional de la llamada «tríada mediterránea», el aceite, el trigo y el vino. Esta fue, con los metales y la salazón de pescados, la gran aportación española a Roma. El aceite producido en Andalucía competía ventajosamente con el italiano y se exportaba junto con el trigo en esas ánforas en forma de estilizada peonza que vemos en los museos o decorando las paredes de las tabernas marineras. La proyección inferior del ánfora estaba destinada a clavarse en el lastre de arena que cubría el fondo de la bodega de las naves. Aunque los envases eran retornables, muchos se rompían en el trasiego de los almacenes del Tíber y sus tiestos se arrojaban a un descampado cercano. La acumulación de ánforas rotas formó un verdadero monte de cincuenta y cuatro metros de altura y un kilómetro de contorno, el Testaccio (de testae tiesto) que hoy se integra en el caserío romano, cerca de la Puerta de San Pablo. Casi todas las ánforas del Testaccio llevan sellos identificativos que señalan su origen español, especialmente los niveles del siglo II, antes de que la competencia del aceite barato y de peor calidad del norte de África amenazara el mercado andaluz. Ya se ve que la decadencia del imperio romano tuvo también su capítulo gastronómico.

En cuanto al trigo, todo el que consumía Roma (que era mucho, porque era el producto básico que la seguridad social repartía a una muchedumbre de desempleados) procedía de Egipto, de Sicilia y de la meseta y el sur de España. Donde el terreno lo permitía se instalaron grandes fincas explotadas desde villae, remoto antecedente del cortijo andaluz y también ¡ay!, del denostado latifundio tantas veces y tan injustamente achacado a los conquistadores cristianos que heredaron la tierra un milenio más tarde.

En cuanto a los vinos, nunca fueron artículos de exportación masiva porque no sabían como conservar y mejorar el vino y los caldos se agriaban con facilidad. Por eso lo adobaban con especias. Hasta que se comenzó a divulgar el tonel, a mediados del siglo II, el vino se envasaba en ánforas (como el aceite o el trigo), aunque embadurnaban el interior con hollín de mirra o con pez para conservar mejor su precioso contenido. Parte de esta pintura se desprendía, por eso había que filtrar el vino antes de beberlo.