Capítulo 14.Caciques, siervos, mujeres, niños.

CAPÍTULO 14

CACIQUES, SIERVOS, MUJERES, NIÑOS.

El hecho de que la minoría aristocrática ibera, los primitivos señores de la guerra, controlara los medios de producción, acarreaba una gran desigualdad social. Esta situación, iniciada antes de los iberos, desde que los poderosos se apropiaron los excedentes (de metal, de grano o de ganado), se acentuó con las exportaciones de metal a otras comunidades y con el comercio fenicio o griego.

En el poblado ibero hay pobres (mineros, destripaterrones, pastores) y ricos (los propietarios) y posiblemente algunos artesanos que consiguen un mediano pasar. Para unos y otros, entre los siglos —V, —IV, la esperanza de vida no supera los treinta y cinco años para los hombres y diez menos para las mujeres. Hoy las mujeres viven más, y eso lo tienen en cuenta incluso las compañías aseguradoras, de ahí que el estado ideal de la mujer sea la viudedad, pero entonces las mujeres se agotaban antes que los hombres debido a sus penosas condiciones de vida: un parto tras otro; una alimentación deficiente, especialmente después de perder los dientes (consecuencia de tantos partos); el extenuante trabajo doméstico (la molienda del grano entre dos piedras, el telar, la crianza de los hijos, las faenas agrícolas y ganaderas…).

En los siglos —III y —II las condiciones de vida mejoraron, la gente vivía algo más, pero, ni soñaban con las edades que hoy alcanzamos.

La mujer

La sociedad ibera está organizada para la guerra. La mujer no lucha, por lo tanto no puede aspirar al papel dominante del guerrero. En cambio, se gana el respeto como administradora de lo sagrado y como administradora de la escasez.

La situación de la mujer peninsular varía según la tribu a la que pertenece. Entre los cántabros de Santander, por ejemplo, la mujer domina al hombre: «es el hombre el que dota a la mujer y son ellas las que heredan y las que se ocupan de casar a sus hermanos: esto constituye una especie de ginecocracia, régimen que no es nada civilizado» leemos en Estrabón (III, 4, 18). Además, aquellos indómitos cántabros practican la covada, sorprendente costumbre que escandalizó mucho al griego: «las mujeres, ceden el lecho a sus maridos en cuanto dan a luz y los cuidan» (III, 4, 17). Es decir, se comportan como si el que hubiera parido fuera el marido y ellas reanudan su trabajo como si nada, sin olvidar llevarle sopitas y mimos al «parturiento» que yace en la cama.

Esta costumbre se documenta también en otros pueblos antiguos como los corsos, y otros no tan antiguos, pero en cualquier caso primitivos, como los khasi de Asma, los iroqueses y los canarios.

La covada se ha interpretado de forma muy distinta. ¿Era un recurso mágico para espantar el mal de ojo que podía afectar a la feliz madre? ¿Era una manifestación del agobio que se apodera del varón al saberse padre, especialmente si la sociedad lo obliga a ser un padre responsable? ¿O será, como sugerían los evolucionistas hace dos siglos, el reconocimiento de la paternidad que marca el paso de la familia matriarcal a la patriarcal?

Existen razones para sospechar que entre los iberos mediterráneos se mantenían vestigios de antiguas sociedades matriarcales. Quizá la realeza se transmitía por vía femenina, un rasgo propio de las monarquías semitas más antiguas. Asdrúbal se casa con la hija de un rey ibero y lo reconocen como rey con plenos poderes (Dio. 25, 12). Aníbal hace lo propio, con la dulce Himilce, princesa de Cástulo, y también lo proclaman jefe.

Entre los iberos, el matrimonio de las hijas lo concertaba el padre. Sin embargo, entre los celtiberos, gente más agreste y, según los autores antiguos, menos civilizada, «las jóvenes no se casan con quien el padre quiere, sino que ellas escogen al pretendiente que más se ha distinguido en la guerra» (Salustio, Hist., II, 91).

El objetivo de la vida de la mujer era casarse. Era deseable que llegara virgen al matrimonio. El romano Escipión se congració con los iberos al devolver intacta a su familia a una virgen que le había tocado en el botín. En Polibio encontramos un pasaje revelador: «La mujer de Mardonio, hermana de Indíbil, rey de los ilergetes, se echó a sus pies para suplicarle con lágrimas que cuidase de que se guardara más decoro con las prisioneras que el que habían tenido los cartagineses. Escipión, conmovido al ver a sus pies a una señora de edad avanzada de semblante venerable y majestuoso (…) y reparando en la hermosura de las hijas de Indibil y de otros muchos régulos, (…) la consoló y le prometió que en adelante el mismo cuidaría como si fueran sus hermanas o hijas».

La situación de la mujer ibera variaba según su clase social. Si pertenecía a la aristocracia del poder y del dinero, gozaba de amplias prerrogativas, como se deduce de los ajuares de sus tumbas, que son tan ricos como los de los hombres. La mujer ibera aparece en las ceremonias religiosas en plano de igualdad respecto al hombre (lo vemos en las pinturas de los vasos de Liria), o en un nivel superior. A veces la divinidad se representa como una gran dama (Dama de Elche o de Baza). Incluso es posible que un grupo social tan prestigioso como el sacerdotal, estuviese integrado principalmente por mujeres (lo sugiere la dama oferente del Cerro de los Santos). Estrabón menciona que en la Bastetania los hombres y las mujeres bailan cogidos de la mano.

En cualquier caso, el trabajo de la mujer hace funcionar el poblado. Ella, además, colabora con el hombre en el cuidado del campo y del ganado e incluso lo sustituye cuando se va a la guerra (si es que no se ocupa del campo siempre, en lugar del hombre). Quizá, las frecuentes guerras favorecieron la importancia social de la mujer, pues ellas cuidarían de la casa y del poblado mientras los hombres se dedicaban a sus juntas, alardes, maniobras y expediciones de saqueo o defensa. Algo parecido a lo que ocurrió en la Primera Guerra Mundial, que impulsó la liberación de la mujer, al ocupar los puestos de trabajo en la fábrica, autobuses y oficinas mientras los hombres luchaban en las trincheras.

Vestido.

Los iberos vestían con sencillez y comodidad. Usaban una túnica de lino con mangas hasta medio brazo, el de las mujeres hasta los pies y el de los hombres hasta las rodillas.

Las túnica se decoraba con cenefas pintadas y otros adornos bordados y se ceñía con un cinturón más o menos elaborado, según la capacidad económica del individuo.

Para combatir el frío se envolvían con una capa de lana (los romanos la llamaron sagum).

En ocasiones especiales, las mujeres se ponían una toca o mantilla que se echaban por la cabeza sobre una especie de peineta, como la que proyecta la dama de Elche. Uno está tentado a considerarla el remoto antecedente de la mantilla española. No tendría nada de particular, porque la mantilla es un adorno ceremonial y las figuras de iberas con toca son ceremoniales.

En las esculturas votivas del Cerro de los Santos, las damas exhiben muchos tocados y joyas. Puede que sean representaciones de las diosas o de mujeres ataviadas como ellas. Estrabón transmite un texto de Artemidoro a este respecto «en algunos lugares llevan collares de hierro con unos ganchos doblados sobre la cabeza que avanzan mucho por delante de la frente. Cuando quieren, cuelgan el velo de esos ganchos para que les dé sombra en el rostro. En otros lugares se colocan alrededor un disco redondeado hacia la nuca que ciñe la cabeza hasta las orejas y que se despliega hacia arriba y hacia los lados. Otras se rapan la parte delantera del cráneo para que brille más que la frente (también lo hacía Rita Hayworth) otras se colocan sobre la cabeza una columnilla de un pie de alto, trenzan alrededor el cabello y luego lo cubren con un velo negro». Este es el tocado de las vascas que aparece en los dibujos del Civitates Orbis Terrarum, del siglo XVI.

Los hombres, cuando se visten de ceremonia, también lucen sobre la túnica un manto adornado con cenefas, abierto al lado y prendido en el hombro con un broche o fíbula. Algunos se representan con el cabello recogido o con tonsura o bonete. No se puede descartar que sean representaciones de sacerdotes. En cualquier caso, el trato solemne con la divinidad se reservaba a las clases dominantes.

A los iberos les gustan los adornos metálicos: pulseras, brazaletes, pendientes, zarcillos, diademas, collares de cuentas de pasta vítrea, colgantes con figuras de animales y cadenitas, lujosas placas de cinturón, de plata o de oro. Vestirse de ceremonia es echarse encima un patrimonio. No hay más que ver a la dama de Elche.

El hombre se adorna menos que la mujer, pero también usa torques (aros de plata con una abertura para el cuello), brazaletes, y sobre todo, artísticas hebillas de cinturón de uno o varios garfios.

Las mujeres se maquillan, como se deduce de las esculturas policromadas (Dama de Baza y otras), de los espejos de tocador, con mango, y de los ungüentarios para perfumes y cremas. Es posible que se pinten el rostro de blanco para acentuar la palidez y se coloreen las mejillas y se marquen el contorno de los ojos con negro de antimonio, como otros tantos pueblos de la antigüedad, una moda que divulgaron los egipcios.

Los pobres van descalzos. Los que se lo pueden permitir usan sandalias o botas de cuero, que a veces combinan con espinilleras, de lienzo o cuero. También conocen las sandalias de esparto y las abarcas de cuero y esparto, remotos precedentes de las esparteñas y abarcas usadas en la España rural hasta mediados del siglo XX.

Conocen los botones de hueso o madera y las trabillas, pero prefieren sujetar sus vestidos con imperdibles o fíbulas, algunas muy elaboradas y adornadas en forma de animal, otras más sencillas con un mecanismo en forma de anillo (fíbulas anulares hispánicas) característico de Iberia.

No gastan ropa interior, como casi ningún pueblo de la antigüedad (la ropa interior es un uso bastante reciente).

Son muy aficionados a la danza y a la música. Conocen instrumentos musicales de viento, de cuerda y de percusión. Las pinturas de los vasos de Lliria representan danzas de diversos tipos: desfiles militares, danzas de guerra, bailes de celebración, vida y fiestas.