CAPÍTULO 13
LOS SANTUARIOS.
Desde las más remotas épocas, la humanidad ha sentido que lo sagrado o numinoso se manifiesta en las montañas, manantiales, cavernas, formaciones rocosas, simas, bosques y otros accidentes geográficos desencadenantes de las energías telúricas. La transmisión de los lugares sagrados de una cultura a otra explica que muchos santuarios actuales estén situados junto a una gruta en una montaña rodeada de un bosque sagrado (témenos) y cerca de un manantial[12].
Los santuarios eran lugares de culto y peregrinación, como luego lo han sido los santuarios cristianos de Roma, Jerusalén o Santiago. También eran centros de reunión de diversas tribus, territorio sagrado comunal, bajo el amparo de los dioses. Es bastante probable que en los santuarios se lograran acuerdos de índole política. No parece casual que algunos (Collado de los Jardines; El Pajarillo de Huelma, Jaén; La Encarnación, Caravaca, Murcia) estén emplazados en los límites entre el territorio de dos poblados, en lo que podríamos considerar tierra de nadie.
Los romanos primero y el cristianismo después destruyeron los santuarios de los iberos o, en algún caso, los sustituyeron por los suyos. Muchas ermitas actuales se construyen sobre dólmenes y monumentos más antiguos. En ciertas formas de culto popular perduran vestigios del antiguo paganismo: veneración de ciertas piedras sagradas, ritos de sangre o de sexo, etc.
No sabemos bien como organizaban sus santuarios los iberos, pero la tradición que recibieron muestra una influencia oriental clara, al menos en los santuarios tartésicos de Cástulo, Carmona, o El Carambolo, frecuentados desde finales del —VII.
Es probable que los iberos meridionales se dejaran influir por los fenicios, como en tantas otras manifestaciones culturales. Los primitivos santuarios fenicios, al igual que los cananeos, eran recintos al aire libre, sin altar, ni templo.
El santuario fenicio de Melkart, en Cádiz, era un espacio acotado al aire libre en el que se le prohibía la entrada a las mujeres y a los cerdos. Desde nuestra perspectiva actual —que es como no se debe juzgar la antigüedad— quizá esta exclusión de las mujeres nos sugiera un cierto antifeminismo. Es posible que lo padecieran porque, además, los sacerdotes eran célibes y, aunque no es probable que estuvieran castrados, es seguro que eran reprimidos sexuales y se consideraban clase aparte de la comunidad, identificados claramente por la sotana de lino que vestían y por la cabeza tonsurada y cubierta por un velo.
¿Se parecía el santuario ibérico al fenicio? En algunos casos, puede que sí, pero no en todos. Ciertas figuritas de hombres y mujeres asociadas a los santuarios ibéricos parecen representaciones de sacerdotes y sacerdotisas, ellos tonsurados o velados y ellas luciendo peinados altos o tiaras. Algunos autores creen que se trataba de simples sacristanes, sin funciones sacerdotales.
El santuario era un espacio al aire libre, quizá acotado para distinguir el recinto sagrado del resto. Había un altar para sacrificios y libaciones y una fuente para las abluciones.
Desde la época tartésica, el ritual de los santuarios se basa en la ofrenda que el devoto ofrece a la divinidad: un objeto de piedra, metal o cerámica.
Estrabón asegura que los iberos sacrificaban «animales, no seres humanos como hacen los cartagineses; recogen la sangre en una crátera y atenúan los gemidos de la víctima con el canto de los asistentes y el sonido de la flauta». Como los griegos, después del sacrificio los participantes comían la carne de la victima «sacrificial».
Parece que estos sacrificios cruentos no eran muy frecuentes y que la forma usual de trato con la divinidad consistía en las libaciones de agua, hidromiel, leche u otros líquidos. Quizá ofrecían también flores y luminarias de cera, de aceite o de sebo, o tortas cereales o cualquier otro alimento perecedero. Es posible que el ritual comprendiera la rotura de los cacharros en los que se había ofrecido la libación: en algunos santuarios se encuentran grandes depósitos de tiestos rotos cubiertos de ceniza.
¿Había imágenes de los dioses en los santuarios iberos? En unos casos se adoraría a los númenes invisibles que habitaban el lugar, espíritus asociados al paisaje o a una piedra o betilo; en otros, habría imagen, especialmente de la Diosa Madre, imágenes de madera profusamente vestidas y enjoyadas cuyo eco encontramos en las damas de Elche, en la de Baza, o en la de Obulco, la del museo de Jaén, con su serpiente en el hombro (la serpiente se asocia a lugares sagrados en el Mediterráneo). No es el único animal vinculado a la Diosa Madre. En algunas representaciones aparece con caballos o con caprinos y la diosa Astarte o Tanit suele relacionarse con la paloma. Todavía la virgen del Rocío, probablemente instalada sobre un santuario precristiano, se simboliza con una paloma blanca, si bien en su romería, de carácter piadoso y cristiano, no se realizan los actos sexuales que pudieran sugerir la pervivencia de rituales fenicios en el caso de Astarté, la diosa de la fecundidad.
A lo largo de Sierra Morena hubo varios santuarios ibéricos. El principal fue el Collado de los Jardines, en Despeñaperros, hace dos mil seiscientos o dos mil cuatrocientos años y relativamente cerca el de Castellar de Santisteban, en las Cuevas de Biche, cinco grutas alineadas al pie de un acantilado donde el santuario funcionó hasta época romana, aunque su esplendor corresponde a la época ibérica[13].
La Cueva de los Muñecos se abre en una enorme grieta, un abrigo decorado con pinturas rupestres que testimonian que este lugar era ya sagrado milenios antes de los iberos. Un agujero natural, una especie de pozo cuyo fondo no se aprecia debido a la maleza y a la oscuridad, protegido por una reja. Aquí arrojaban sus exvotos los peregrinos para conseguir los favores del dios del lugar, más bien de la Diosa Madre, la tierra viva.
También en el santuario griego de Delfos, se veneraba una grieta que comunicaba el mundo exterior con el inframundo misterioso del interior de la tierra. El Mediterráneo participa más o menos de las mismas religiones y, si examinamos las creencias de los celtas de la hiperbórea, encontramos las mismas semejanzas. Todos venimos a ser lo mismo: criaturas relativamente inteligentes que, por serlo, se afligen con preguntas que no tienen respuesta, pobres seres perdidos en el universo. El único animal que sabe que tiene que morir y se consuela inventando prórrogas ultraterrenas.
Los exvotos iberos cumplían la misma función que los exvotos modernos que adornan ermitas y santuarios cristianos: son regalos que se ofrecen a la divinidad para que cure la parte representada o como recompensa por haberla sanado. Hay exvotos que representan ojos, brazos, piernas, pies, manos, incluso órganos sexuales, pero son más frecuentes los del cuerpo entero de una persona o de un animal (caballos, bueyes).
Los exvotos difieren según los santuarios. Los que más abundan en los museos de todo el mundo proceden del Collado de los Jardines y son figurillas de bronce, fabricadas por el procedimiento de cera perdida y retocadas en frío con cincel. En el santuario de Cigarralejo (Murcia) los exvotos eran de caballos, seguramente porque la deidad del lugar protegía a estos cuadrúpedos. En el Cerro de los Santos los exvotos son imágenes de piedra, de tamaño casi natural, de damas oferentes que sostienen entre las manos el recipiente de las libaciones. En el santuario de la Serreta de Alcoy (Alicante) son figurillas de barro cocido. Quizá en otros santuarios ofrecían libaciones de líquidos, tortas de harina o alimentos perecederos en lugar de exvotos.
El viajero imagina estos parajes en tiempos de los iberos. En las fechas más propicias al culto el santuario se pondría como una feria: las familias saludándose, los guerreros pavoneándose con sus mejores atavíos, la falcata brillante al cinto, el caballo a la brida, las doncellitas en flor cuchicheando y riéndose, los churreros haciendo churros…
El viajero, en sus imaginaciones, se permite ciertas licencias. Churros. ¿Por qué no iba a haberlos? ¿No daban aceite estos acebuches, no daban harina los campos del pan, no regalaban sus aguas delgadas y frías los arroyos cristalinos, no espejeaban las salinas al sol, no resplandecía el cielo impoluto…? Pues, churros.
Regresemos al Collado de los Jardines. En la meseta superior, a doscientos metros de la cueva, había una aldea entre crestas de roca que parecen clavadas por una mano gigante, un lugar de sobrecogedora belleza. Los pobladores de este lugar vivirían del pastoreo, pero también del negocio del santuario, como hoy los vecinos de Lourdes o de Fátima. Se han encontrado vestigios de fundición de exvotos que venderían en sus tenderetes a distintos precios, según el primor de la ejecución, desde los más simples, producto simplemente de cortar una barra y darle unos martillazos para indicar pies manos y rasgos faciales, a los más complejos y artísticos que representan una sacerdotisa con su manto picudo sostenido por algún artilugio similar a las peinetas que todavía usan las andaluzas en Semana Santa, las que lucen su palmito delante de los pasos o tronos de la Virgen o del Cristo. Una vez más hay que preguntarse cuántos usos del cristianismo proceden de antiguos cultos olvidados de los iberos o más antiguos aún.
Sepultura y mortaja.
Los enterramientos eran muy importantes en las sociedades mediterráneas (todavía lo siguen siendo). Algunos pueblos antiguos enterraban los cadáveres de sus muertos (inhumación); otros, los quemaban y enterraban los huesos (incineración o cremación). Se ha pensado que los que entierran lo hacen porque creen en la resurrección de la carne e intentan preservar el cadáver o sembrarlo para que fructifique. El caso extremo son las culturas que momifican a sus difuntos, los egipcios, los incas, incluso el Vaticano con los últimos pontífices. Por el contrario, los pueblos cremadores podrían estar purificando al difunto o convirtiendo en humo sacrificial su envoltura material para que ascienda al cielo donde habitan los dioses. Las dos explicaciones son sugerentes, si bien una sencilla extrapolación a nuestras propias creencias sobre la vida ultraterrena nos muestra que inhumar o cremar no siempre tienen por qué justificarse con mitos sobre la otra vida, pueden ser simplemente cuestión de conveniencia o de costumbre, incluso de precio del entierro en determinados casos. Los pobres puede que ni siquiera tuvieran leña para quemar su cadáver, o simplemente preferían reservarla para empleos más útiles como calentarse en invierno o cocinar. Una pira como Dios manda costaba un dinero. De hecho, en ciertas culturas mediterráneas más conocidas, como la griega, las leyes limitaban el despilfarro de leña en las piras funerarias.
En España la forma de enterramiento más antigua es la inhumación. Solo a partir del siglo -IX aparece la cremación, unos siglos antes de los iberos, una costumbre funeraria en la que coincidieron tanto los celtas llegados de Europa como los fenicios del mediterráneo.
Debemos suponer que los iberos creían en el más allá, o en la certeza de que hay una vida después de este valle de lágrimas. Sin embargo, solo los miembros de la clase superior dejan huellas de rituales de enterramiento. Los cementerios son demasiado exiguos para los poblados. Faltan muertos. Algunos arqueólogos han supuesto que la ausencia de enterramientos pobres indica que el más allá estaba reservado solo a los ricos y poderosos «un privilegio que podía resultar más extraordinario en la medida en que fuera exclusivo y que excluyera a otros de su disfrute». Cuando el difunto pertenecía a una familia importante, su entierro manifestaba el prestigio de la familia, que debía demostrar y sostener el status del difunto. Los herederos no ponían pegas a la hora de rascarse el bolsillo, no solo por la euforia de heredar sino porque la demostración de status los ayudaba a mantener su categoría.
Los pobres, por su parte, aunque no renuncian a la vida ultraterrena, adaptan sus creencias a su capacidad económica, qué remedio. La escasez de enterramientos humildes nos lleva a sospechar que se limitan a transportar al muerto a un pudridero y abandonarlo sobre unas parihuelas altas municipales para pasto de las avecicas del cielo (entonces abundaban las colonias de buitres, sin peligro alguno de extinción) o en el mero suelo para alimento indiscriminado de carroñeros y hormigas. El argumento a favor de los carroñeros, hiena, lobo o perros salvajes, cobra fuerza si consideramos que los iberos asocian el cánido a la muerte. En el museo de Jaén se exhibe una urna cineraria procedente de Villargordo en la que el cofre tiene la forma de lobo con las patas traseras en el suelo y las delanteras, piel y cabeza en la tapa. Parece que la urna en sí representa el vientre del lobo. Lo mismo cabe pensar de ciertas representaciones en las que se distinguen una cabeza de lobo que sostiene en sus fauces una figura humana (plato de Santisteban del Puerto, Jaén). En el monumento heroico fronterizo de El Pajarillo (Huelma, Jaén), siglo -IV, encontramos la figura de un perro o un lobo. Los hallazgos de enterramientos de perros y lobos en lugares sagrados y en el subsuelo de las viviendas (poblado de Turó de las Toixoneres, Calafell) así como las figuras de perros encontradas en espacios sacralizados (como el poblado de Mas Castellar de Pontós, Gerona) sugieren una sacralidad de los cánidos, que pudieron ser el tótem de las tribus o simplemente los animales que llevan al difunto al más allá.
Cuando un pobre muere, sus deudos también creen que prolongará su vida en el más allá, ¿por qué no, si la esperanza no come pan? Los pobres, por medio de sus ritos o de sus supersticiones, se aseguran también la pervivencia en el trasmundo. Pensemos en el cristianismo, una religión originariamente popular que promete la vida eterna para todos (si bien desde la invención del infierno, esa vida eterna podría resultar bastante incómoda). En aquellas sociedades donde el clero se ha puesto descaradamente al servicio de la clase explotadora, los pobres han desarrollado sus propias formas de religión sobre bases sincréticas y se han asegurado de este modo su acceso a los misterios del más allá, al margen de la religión de los poderosos. En la sociedad ibera pudo ocurrir otro tanto.
Funerales, tumbas, mausoleos.
El entierro ibero se parecería en más de un aspecto a los entierros tradicionales del área mediterránea, así que para imaginarlo echaremos mano de lo que sabemos de los rituales etruscos, griegos o púnicos de aquel tiempo.
El primer indicativo de la categoría del difunto sería la cantidad de gente del poblado y de otros limítrofes que acudiría a dar el pésame y a velar el cadáver, una estupenda coyuntura para socializar, hacer corrillos, contar chistes, chismorrear, criticar al difunto o a los deudos, o a sus herederos, y para cerrar tratos. Tras la vela o exposición ritual del difunto (prothesis), ataviado con sus mejores galas, acompañado de sus herramientas más queridas, venía el entierro propiamente dicho o procesión fúnebre (ekphora), el traslado del muerto desde la capilla ardiente al cementerio en un carro convenientemente adornado para la ocasión, al que seguirían músicos (aulos) tañendo acordes funerales, coros de plañideras llorando a lágrima viva y prorrumpiendo en alaridos lastimeros además de arañarse cara y pecho, familiares cariacontecidos y amigos charlando en voz baja del tiempo, de las cosechas o de terceros. En el cementerio (o necrópolis) habría un crematorio (bustum) consistente en un foso lleno de leña. El cadáver se quemaba y los huesos que no se consumían se purificaban lavándolos con agua, se envolvían en una tela y se introducían en una urna funeraria de piedra o de cerámica que era lo que propiamente se enterraba junto con los objetos cotidianos del difunto: fíbulas, cinturón, collares, etc. Los cinturones solían dotarse de hebillas y placas con figuraciones sagradas, lo que los convertía en una especie de talismán. Esta sacralización del cinturón se originó en Irán y de allí se transmite a judíos y fenicios.
En algún momento del funeral habría danzas rituales acompañadas de música de flautas y crótalos.
En los funerales lusitanos de Viriato hubo combates rituales (Diod., 33, 21). Cuenta Apiano que los guerreros, tanto infantes como jinetes, «corrían alrededor del cadáver, con las armas desenvainadas y cantando sus glorias al modo bárbaro».
Los asistentes al entierro participaban también en un banquete funerario ofrecido por la familia doliente. Se sacrificaba un animal por el alma del difunto y su carne servía tanto para alimentar a los invitados, como a los dioses y al propio difunto, en cuya tumba depositaban una ración. Algunos alimentos parecían a propósito para la nutrición funeraria, especialmente el huevo y la granada, que eran símbolos de la renovación de la vida. Es lo que significan los huevos de avestruz, procedentes de África, que aparecen en enterramientos europeos desde tiempos anteriores a los iberos.
En el banquete funerario de postín, además de la sangre de los combates gladiatorios, tenía que correr el vino, que era un producto caro, casi siempre de importación y por tanto reservado a los pudientes. Obligadas eran las libaciones de vino, derramadas en tierra frente al altar o en el altar mismo para que lo aprovecharan los dioses. Incluso se vertía en la tumba por un agujero. En la cámara donde se encontró la Dama de Baza (que era una urna de las cenizas del difunto, con un agujero en el costado) había cuatro canales, uno en cada esquina, que comunicaban con sendas ánforas.
El resto del vino lo consumían los participantes en el funeral solemne y gustosamente, en una ceremonia que reforzaba la cohesión social del grupo y anudaba alianzas. Después los vasos se depositaban en la tumba enteros o rotos, en un depósito adecuado (silicernia). Los objetos depositados en las tumbas suelen romperse o inutilizarse para evitar que los roben. La pátera de Tivissa (Tarragona), una de las más bellas muestras de arte ibérico, reproduce uno de estos banquetes funerarios.
Tras la ceremonia venía el entierro propiamente dicho, en la necrópolis. La tumba más simple es un hoyo excavado en el mismo lugar de la cremación, a veces una grieta en alguna pared rocosa. El hoyo se puede señalar con un montoncito de piedras o con una losa hincada. A menudo la urna cineraria que contiene las cenizas y los huesos del difunto se deposita dentro de una cista o sepulcro formado por unas cuantas losas de piedra o ladrillos, dispuestos en cuadro a manera de cofre contenedor de la urna y del ajuar. Este suele consistir en vasijas con alimentos procedentes del banquete funerario y objetos personales del difunto (sus adornos, sus armas, generalmente rotos y si se trata de armas de hierro, dobladas). La cista se cubría con otras losas o con una especie de tejadillo y sobre ella se acumulaba un túmulo de tierra coronado por una estela o cipo.
En los enterramientos se manifiestan diferencias importantes entre los distintos pueblos iberos. Los del norte practican enterramientos sencillos, apenas un montículo coronado por una estela de piedra. En la necrópolis aristocrática de Coll del Moro, cerca de Gandesa, los sepulcros son cajas hechas con losas que se recubren con un túmulo de tierra rematado por una losa vertical o un marmolillo.
En el sur, la cosa cambia. Los contestanos y edetanos (por Albacete) solían enterrarse en túmulos de planta cuadrada, un modelo que se hizo extensivo a otras regiones. Cuando el difunto tiene una extraordinaria relevancia social, como los reyes sacralizados del periodo antiguo, su tumba es tan monumental que la familia sacrifica en ella un patrimonio.
En los poblados ibéricos no se encuentran palacios de mármol ni viviendas lujosas, las casas de los ricos son como las de los pobres, fabricadas con los mismos materiales, solo que más grandes, con más habitaciones. El lugar donde verdaderamente se manifiesta la distancia social es la necrópolis, la ciudad de los muertos.
Allí la aristocracia eleva a la categoría de inmortales a los caudillos fundadores de su estirpe, los diviniza para que protejan a su estirpe o al pueblo y los sepulta en tumbas monumentales o heroa. En el fondo lo que se pretende es perpetuar el privilegio de la familia del heroizado cuidando de mantener su memoria. Es el mismo discurso que mantienen las monarquías por derecho divino, por nacimiento, la descendencia de un ser excepcional.
La tumba monumental suele adoptar la forma de una torre decorada con figuras de animales o escenas mitológicas, como el del famoso mausoleo de Pozo Moro, encontrado en Chinchilla, Albacete. Otros monumentos heroizadores son los de Obulco, en Porcuna o el Pajarillo, en Huelma.
A un nivel más modesto está la tumba con pilar-estela adornada con una única escultura. En unas y otras los animales representados, leones, toros, lobos, sirenas, esfinges o cualquier otro tótem de la estirpe o monstruo espeluznante protegen la tumba e intimidan a los profanadores.
Las necrópolis ibéricas suelen situarse al lado del camino que conduce al poblado, como hemos visto en Giribaile, de manera que la persona que se aproxima pueda contemplar los enterramientos, especialmente si son monumentales, y tenga una idea de la importancia y prestigio de la ciudad. La necrópolis de Pozo Moro está cerca de la vía Heraclea, la carretera general que comunicaba Andalucía y Levante.
Unos enterramientos monumentales que pasan más desapercibidos son los hipogeos (cámaras subterráneas bajo túmulo artificial) de influencia fenicia que imperó en Tartesssos y aún antes[14]. A veces el hipogeo representa una vivienda palaciega en miniatura. El más notable es el de Toya, Jaén. En una cámara subterránea de Baza, en Granada, se encontró la famosa dama. Entre las de Tutugi (Galera, Granada) hay una tumba del siglo -IV que reproduce elementos arquitectónicos notables (zapatas decoradas) bajo un túmulo de dieciocho metros de diámetro. Estas tumbas palaciegas suelen incluir lujosos ajuares compuestos de una variedad de vasos griegos, de importación, con preferencia por las cráteras que servían para mezclar el vino, así como piezas cerámicas iberas adecuadas para guardar los huesos y las cenizas del difunto.
Hay otros enterramientos menos lujosos en túmulos rectangulares o escalonados, en piedra o en adobe, formando verdaderas calles como en nuestros cementerios actuales.
Debido a su interés arquitectónico o escultórico aplazaremos el comentario de estos monumentos para el capítulo del arte ibérico.
A un nivel algo más modesto simples losas o estelas en las que algunas veces aparecen filas de lanzas o escudos que señalan el número de enemigos muertos por el difunto (como las marcas en los aviones de caza en la II Guerra Mundial).
A veces se entierran fetos o restos de recién nacidos debajo de las viviendas u otros edificios del poblado. En Grecia se llamaba enchytrismos. Es una práctica común en el Mediterráneo y en la península incluso antes de los iberos.
Entre los fenicios y los púnicos persistió hasta épocas bastante avanzadas el sacrificio ritual de niños a Moloch, el Cronos o Saturno de los grecorromanos. El sacrificio de Isaac en la Biblia es un vestigio de estas prácticas tan extendidas entre los semitas. Las cenizas de las víctimas, generalmente primogénitos de las mejores familias, recibían sepultura en un santuario especial, el tophet.
¿Puede establecerse alguna relación entre estos hallazgos de cadáveres infantiles debajo del suelo de las casas y el tremendo rito oriental? Es lo que parecen indicar ciertos indicios encontrados en el poblado ibérico del siglo -VI de El Oral, en la desembocadura del Segura.
Los romanos, en su época arcaica, también conocieron los sacrificios de niños. El rey Tarquino los inmolaba a la diosa Mania, madre de los Lares.
Muchos pueblos de la antigüedad practicaron sacrificios humanos, casi siempre con prisioneros de guerra[15].
El publicista don Jorge Alonso —cuyas teorías ya indicábamos al principio que se menosprecian en los ámbitos universitarios como provenientes de un aficionado indocumentado— ofrece una visión coherente de la religión de los iberos. Según él, existe una estrecha relación entre las religiones de una serie de pueblos mediterráneos (sumerios, egipcios, cretenses, etruscos, tartesios…) que estaban persuadidos de que las almas de los muertos pasan al mundo de ultratumba a través de una puerta, que a veces se dibuja en el enterramiento. A esta puerta llamaban atin, en ibero o Atean, en vasco —siempre según Alonso—. Los iberos estarían persuadidos de que las almas de los muertos iban al infierno donde una divinidad funeraria, la Señora o la Madre, decidía si volverían a resucitar o si permanecerían en el abismo de las llamas, no necesariamente sufriendo tormentos eternos como en el infierno cristiano.
Según esta cosmovisión, en las profundidades de la tierra existían ríos de fuego. Las grutas eran santuarios naturales por su condición de entrada a los infiernos «En la idea de que el fuego del infierno causa fuerte pena —escribe Alonso— una multitud de parientes del difunto está en la idea de pedir gracia y que se le conceda una buena acogida». Asevera este autor que los iberos estarían muy preocupados por su destino y alcanzarían una espiritualidad «casi cristiana».
La pena de fuego o «torrente de fuego» que atravesaban los muertos se llamaba en tartesio «tártaro», aunque Estrabón señala que en el interior de las tierras turdetanas «no están los infiernos sino Plutón, el dios de las riquezas» clara referencia a la riqueza minera de la región.
El misterioso lingote de cobre.
En algunos enterramientos ibéricos se observa que el empedrado que rodea el monumento es rectangular con los lados redondeados hacia dentro. Esa figura corresponde al keftiu, el lingote de cobre en bruto chipriota en forma de piel de carnero extendida, un diseño fácilmente manejable y apilable que se usa desde la más remota antigüedad en el oriente mediterráneo. En el palacio santuario tartésico de Cancho Roano hay un altar con esa forma y sobre él un pilar que hace de betilo.
Los iberos heredan de Tartessos esa abstracción geométrica de prestigio que se reproduce en el diseño de joyas y amuletos, así como a los basamentos empedrados de ciertos edificios nobles, especialmente los altares de sacrificio de bóvidos asociados al culto fenicio de Baal. La sacralidad del keftiu, que vuelve a aparecer en los pectorales de El Carambolo, continuó en época ibérica en altares y objetos religiosos.