CAPÍTULO 10
EL DULCE HOGAR
Estamos en un poblado ibero. No es difícil imaginarse la vida bullendo, la calle animada, gentes que salen y entran, niños que corren, mujeres que charlan con el cántaro al brazo, hombres que regresan de los cultivos de la vega, quizá con un borriquillo, algún guerrero que ha desamparado por un momento la guardia de la muralla, la falcata al cinto, porque se le ha antojado cumplimentar a su mujer sin aguardar a la siesta[9].
En el poblado hay dos calles principales, a lo largo de la meseta alargada del cerro que lo sustenta. Entre las dos vías discurre un muro medianero que sirve de pared maestra a las casas de una y otra calle.
La fundación del poblado.
Los poblados iberos son el producto de un planeamiento centralizado y de un esfuerzo colectivo, como cualquier barriada de adosados actual.
El visitante se imagina cómo se construyó este poblado cuyos dispersos restos contempla ahora. Ve llegar por el camino a un grupo de hombres y mujeres, unos a caballo y otros a pie, con algunos enseres, quizá con un par de carros que transportan impedimenta. Los exploradores y el propio jefe han escogido el lugar después de examinarlo cuidadosamente y de discutir sus ventajas y sus inconvenientes. Lo principal es que el poblado esté estratégicamente situado para que pueda controlar su territorio y especialmente los principales caminos de ese territorio. El jefe o fundador (oikistés, en griego) que es el constructor, ha decidido el emplazamiento del poblado, quizá después de laboriosas consultas al auríspice o al sacerdote sobre la idoneidad del lugar para las fuerzas invisibles de la naturaleza. Al final lo han aprobado y el jefe y los suyos se trasladan allí con su familia, sus socios y sus clientes.
La fundación de un nuevo poblado exige el cumplimiento de ciertos ritos. En el caso de los iberos no los conocemos, pero deben ser similares a los de otros pueblos mediterráneos. Seguramente sacrifican ritualmente una oveja, una vaca o una cabra y hacen libaciones y lustraciones rituales en algún lugar elevado de la meseta que queda sacralizado a partir de ese momento. Es muy posible que sepulten solemnemente la cabeza y las patas del animal bajo el muro fundacional o en el camino que conduce a la puerta principal. Por cierto que este tipo de ceremonias todavía se usaban veinte siglos después, en tiempos de Enrique IV de Castilla, como describe la crónica del Condestable de Castilla, Miguel Lucas de Iranzo: «en la dicha cumbre mando asentar e faser un mojón grande fecho de tierra. E por memoria los dichos moços e muchachos (que antes han representado una lucha ritual )… mataron un carnero a cañaverazos, con cañas agudas, e le cortaron la cabeza, la qual fuie soterrada en medio del dicho mojón. E algunos dixieron que le pusiesen por nombre el mojón del Carnero[10]»
En algunos poblados iberos de Cataluña (Illa d’en Reixac y Puig de Sant Andreu, ambos en Ullastret) se han encontrado cráneos o mandíbulas humanas enterrados ritualmente bajo el pavimento de los espacios de uso público, una costumbre más frecuente entre los celtas. Quizá sean vestigios de antiguos sacrificios expiatorios o propiciatorios en los que la víctima era un ser humano. Hubo un tiempo en que las inmolaciones de seres humanos eran frecuentes en el mundo antiguo, aunque en tiempos de los iberos casi todos los pueblos los sustituían por animales.
Después del sacrificio propiciatorio, los celebrantes ungen una yunta de bueyes o de mulos y trazan un surco alrededor del escarpe para señalar el trazado de la futura muralla. Para señalar las puertas levantan el arado e interrumpen el surco. La ceremonia es sagrada y el surco debe respetarse como límite de la población hasta que se pueda sustituir por un muro de piedra con sus bastiones y sus puertas. El ritual, común a todos los pueblos mediterráneos, constituye un espacio sagrado, (témenos en griego; templum para los romanos). No es para tomárselo a broma. Cuando los gemelos de la loba fundaron Roma, el mayor de ellos, Rómulo, trazó el surco sagrado que delimitaba la ciudad, pero Remo, celoso o atolondrado, se burló de la ceremonia y propinó una patada al simbólico montículo de tierra. Rómulo no vacilo en hundirle el cráneo con su azada en castigo por el sacrilegio. Pudiera ser que la historia sea el eco de uno de estos sacrificios humanos que antes mencionamos.
En los ritos fundacionales los sacerdotes trazan el poblado trasladando mágicamente a la tierra la ordenación del mundo astral para garantizar la prosperidad y continuidad de la comunidad que va a habitar allí.
Supongamos, para bien de todos, que en la fundación de Osaria no se produjo ningún homicidio sacrificial y que todo quedó en un ternero y dos ovejas. Han terminado los ritos sagrados fundacionales y comienza la parte lúdica de la celebración que consistirá en un banquete en el que se consumen comunalmente los animales sacrificados. Quizá los sacerdotes y arúspices han leído en las entrañas el excelente porvenir que le espera al poblado que hoy se inaugura. Esa es una costumbre mediterránea, especialmente etrusca, pero hay tantas costumbres etruscas que vemos en los iberos que no podemos resistir la tentación de evocarla. Tras el banquete, con la gente algo achispada, vendrán la música y las danzas, las exhibiciones, las recitaciones, el jolgorio, que el visitante, que imagina todo esto, no puede ratificar con pruebas palpables y bien que lo lamenta.
Ya está el poblado fundado con los mejores auspicios. Ahora viene la parte ingrata. Ahora hay que construirlo. Los sabedores estudian el régimen de los vientos dominantes, para que molesten lo menos posible, y la orientación del lugar. Sobre estos condicionantes el jefe fundador determina el trazado de un muro que servirá de pared maestra en la que se apoyen las casas de la calle principal. El otro lado del muro servirá a las casas de una calle paralela. En muchos casos las casas se apoyan en la muralla y solo dejan entre ellas, donde es menester, un pasillo estrecho para acceder al parapeto o para un canal de desagüe. Muchos poblados se construyen de una vez, como cualquier barrio de adosados moderno, lo que demuestra que el proyecto depende de una autoridad única, con empuje económico y social suficiente, a la que los futuros pobladores obedecen.
Los poblados ibéricos no se diferencian mucho en su urbanismo de los pueblos vivos de su entorno. Calles no muy anchas y más o menos rectas adaptándose a la configuración del terreno y cruzadas por alguna transversal menos importante. Lo que se echa en falta es la plaza característica de los pueblos españoles, que raramente aparece en los ibéricos, así como la iglesia dominante. También se echan en falta los templos o mansiones lujosamente adornados que caracterizan a otros pueblos mediterráneos. No hay edificios privados o públicos que destaquen sobre la medianía general. La arquitectura ibera es elemental, sin grandes edificios de uso colectivo, aunque presenta cierto orden jerárquico: las viviendas más estructuradas ocupan la zona más noble y la zona artesanal (herrerías, carpinterías, esparterías…), se sitúa en el lugar más conveniente para atenuar las molestias que acarrea. En algunos casos estas zonas industriales están dotadas de bancos de trabajo de forma circular y piedras volcánicas muy duras que servirían de yunques.
Comienzan las obras. Quizá los iberos no tengan muy definidas las profesiones de la construcción, arquitectos, albañiles, canteros, transportistas, carpinteros, pero, en cualquier caso, esas tareas se reparten entre los hombres disponibles según las habilidades de cada cual. En la obra comunitaria participan todas las personas hábiles para satisfacer una especie de impuesto de trabajo o corveas.
Las viviendas adosadas se levantan sobre un cimiento de piedras toscamente talladas y dispuestas en hilera, unidas con barro y calzadas donde sea menester con guijarros. Este cimiento aisla el muro de la humedad del suelo y le da la firmeza necesaria para que sostenga la techumbre. El resto del muro se construye de adobe (ladrillo seco al sol) o de tapial (barro apisonado dentro de un cajón de madera).
El adobe, que se ha seguido usando en muchos lugares de la península hasta bien avanzado el siglo XX, es el ladrillo de los pobres, secado al sol. El procedimiento de su fabricación no ha variado nada. En un hoyo del suelo se mezclan arena, tierra, agua y paja picada que se amasan con los pies pacientemente hasta que forman una masa de barro compacta con la que se rellenan moldes de madera de dos pies de largo por uno de ancho y cuatro dedos de alto y se enrasan por medio de un palo. Cuando se levanta el molde queda debajo el adobe que se deja secar al sol unos días antes de utilizarlo. El muro de adobes, dispuesto como los ladrillos, el superior tapando la juntura de los dos inferiores se cementa con mortero de barro. Los iberos construyeron con adobe incluso algunas murallas de poblados (siempre sobre zócalo de piedra). El griego Pausanias (siglo II) alaba las cualidades de estos muros de adobe que absorben los golpes de los atacantes.
El tapial, otro procedimiento constructivo que se ha usado hasta la actualidad, hace el mismo efecto que el adobe aunque en su composición, además de arcilla, agua y paja, se incluyen pequeños cantos rodados y cerámica molida.
El muro de tapial se fabrica superponiendo una especie de cajón desmontable de madera (encofrado u horma, en latín) y rellenándolo de una mezcla (tierra, barro o cemento de cal) que se compacta con ayuda de un mazo vertical o pisón. Cuando la mezcla se ha solidificado se retira el encofrado y aparece sobre el muro una especie de sillar arcilloso, la tapia. Las tablas usadas en el encofrado deben ser de una madera resinosa para que no se adhieran demasiado a la mezcla. Estas tablas, de un par de dedos de grueso, suelen clavarse con travesaños junteros para formar el cajón. Para que el encofrado se adapte a la anchura del muro se disponen unos travesaños de madera (agujas o cárceles) que se dejan hasta el final de la obra para que las de la hilera inferior sirvan de soporte a los encofrados de la superior. Al final se retiran o simplemente se sierran a ras del muro.
Una vez construido y seco, al muro, sea de adobe o de tapial, se le aplica un revoco de cal que oculta sus imperfecciones, lo impermeabiliza y lo aisla de la humedad, su gran enemigo. La cal contribuye también a que los interiores, generalmente desprovistos de ventanas, sean más luminosos.
Los muros enlucidos se decoran a veces con cenefas pintadas, líneas, retículas o motivos geométricos con almagre o azulete.
Las cubiertas del poblado son planas en aquellos lugares donde la lluvia es escasa o ligeramente inclinadas hacia la calle en caso contrario. La techumbre se sostiene sobre vigas de madera apoyadas en el muro maestro y en el exterior, que son más sólidos. Sobre estas vigas se dispone un entramado de cañas, ramas y paja recubierto con barro hasta formar una superficie impermeable. En algunos casos se usan tejas de arcilla planas,
En Cataluña abundan los poblados fortificados sobre cerros de los que dependen alquerías diseminadas por su territorio, en llano.
En Levante abunda el poblado fortificado en cerro y los asentamientos en llano, pero también existen torres o fuertes que controlan el territorio y pueden servir de refugio a los campesinos.
En el valle del Guadalquivir y campiñas de Jaén y Córdoba encontramos poblados fortificados en los cerros con tendencia a la concentración en los más fuertes, al tiempo que en los llanos y cerretes del entorno hay recintos y alquerías fortificados dependientes del principal.
Las fortificaciones
Los poblados ibéricos están dotados desde muy antiguo de fuertes murallas, tan fuertes que en ocasiones no guardan la debida proporción con la categoría del poblado y uno se acuerda de aquella anécdota atribuida al cínico griego Diógenes que aconsejaba a los habitantes de cierto lugar que cerraran las puertas de la muralla, no se les fuera a escapar la ciudad.
La parte más monumental del poblado ibérico son las murallas, en acusado contraste con las viviendas, que suelen ser bastante modestas. Desde luego el esfuerzo de construir muros tan espesos y bastiones tan potentes no parece corresponderse con el frágil urbanismo que encierran. Se sospecha que lo hacen por razones de prestigio, por mero alarde o por una rivalidad provinciana con los poblados vecinos.
Los iberos conocen y aplican todos los adelantos de la fortificación antigua: bastiones poligonales que defienden las puertas, torres de flanqueo, dobles muros, muros ataulados, saeteras, enfiladas mortíferas, fosos, escarpes, losas y hasta piedras angulosas hincadas frente al muro para dificultar la aproximación del enemigo (o sea, caballos de Frisia)… no les falta de nada. No sabemos muy bien si se trata de desarrollos autóctonos, propios de una sociedad guerrera, o simplemente herencia de culturas anteriores. En última instancia, las técnicas fortificadoras proceden de Oriente, de Egipto y Mesopotamia y especialmente de Asiria que transmitió sus conocimientos al imperio babilónico y a los persas. Es posible que esas innovaciones llegaran de la mano de los cartagineses, aunque no se puede descartar que fueran ya conocidas aquí puesto que casi todos esos adelantos están ya presentes en el poblado de los Millares, en Almería, que es de la Edad del Cobre.
En la segunda mitad del siglo -III, durante la Segunda Guerra Púnica que enfrenta a romanos con cartagineses en medio de una gran inestabilidad política, el panorama cambia y las murallas, hasta entonces elemento de prestigio más que otra cosa, se hacen necesarias para contener a ejércitos más numerosos y mejor armados.
Las murallas ibéricas solían enlucirse y encalarse, con lo que el sol, brillando en ellas les daría un aspecto imponente, además de cegar al enemigo. Quizá también las hubo pintadas de rojo, con óxido de hierro.
En Giribaile u Orisia no quedan más defensas que aquella muralla desmoronada en un montón de cascotes, pero el visitante tiene en la memoria otras fortificaciones ibéricas que conoce, desde los enormes bastiones ataulados del Puente de Tablas en Jaén a la muralla circular de casamatas de la fortaleza de Arbeca, en Tarragona.
La casa.
Antes de los iberos abundaban las chozas de planta circular, el tipo de vivienda que mejor aprovecha la relación material-espacio. No obstante, cuando se trata de construir dentro de un recinto amurallado, en el que el espacio no sobra, el mejor diseño es el cuadrangular, que los iberos adoptaron desde sus poblados más antiguos.
La casa ibera suele ser de reducidas dimensiones, sobre veinticinco metros cuadrados construidos, pero también las hay mayores, de hasta cien metros. Suele constar de una sola planta, a veces con un altillo practicable entre el techo y la cubierta, que sirve para almacenar víveres o enseres. Las casas de los régulos son mayores, en casos excepcionales de hasta nueve habitaciones, estructuradas alrededor de un patio central, con dependencias para usos especializados. No ha llegado hasta nosotros ninguna casa ibera íntegra, solo ruinas en sus meros cimientos. No obstante, por el grosor de los muros se puede calcular la elevación y en algunos casos nos permite suponer la existencia de dos pisos de techo no muy elevado.
Casi todas las viviendas constan de una habitación central, alguna secundaria y un patio, a veces con porche. La habitación principal de cada casa tiene unos cinco metros de lado. Prácticamente viven ahí: el hogar en el centro y bancos alrededor en los que por la noche extienden mantas y colchonetas y se echan a dormir.
El hogar es el punto donde arde el fuego que sirve para cocinar, calentar e iluminar la estancia que era a la vez cocina, sala de estar y dormitorio. Suele emplazarse en el centro de la estancia cuadrangular, marcado por una solera de tierra apisonada o de piedra (empedrado o enlosado), rodeada de un círculo de piedras que limitan el fuego de palos, granzas o carbones. El visitante recuerda las antiguas cocinas de los cortijos andaluces y castellanos, que respondían al mismo criterio: el hogar en el centro o en un lado y, alrededor, poyos de piedra que sirven de asiento de día y de cama de noche.
La parte fundamental de la casa ibera es esa primera estancia, con puerta a la calle. Podemos imaginar a la familia reunida en torno al hogar en las frías y oscuras noches de invierno, como hasta la aparición de la televisión hemos venido haciendo los españoles en torno a la mesa camilla, con su brasero, para charlar y contar historias y como espacio de encuentro en el que también se transmiten los valores de la familia o de la sociedad y su cultura.
El humo, que asciende verticalmente, sale al exterior por una abertura de la techumbre o en ciertos casos escapa más difuso por entre las cañas que componen la techumbre entera. En cualquier caso no disponían de verdaderas chimeneas, todo lo más trampillas elevables, por lo que los hogares y las personas deberían oler a humazo y a humanidad.
En torno a la estancia principal se disponían los poyos de mampostería corridos de que hablábamos (quizá hubo también bancos de madera transportables). En algunos hogares ibéricos vemos nichos en el muro, que sirven de alacena, o mechinales que quizá sostuvieron las tablas de los vasares. En cualquier caso solo podemos imaginarnos el posible mobiliario de madera: muy escaso, quizá solo cantareras para las vasijas, banquetas para sentarse, catres trenzados de esparto o saco para dormir, arcones para guardar ropa, enseres o alimentos, esteras de esparto para el suelo o para tapar vanos de puertas y ventanas y unos pocos cacharros de cocina: ollas, platos, cuencos, cuchillos de hierro parecidos a la falcata, asadores largos.
La casa del pobre es pequeña y angosta, no mayor que un estudio moderno, con todas las funciones acumuladas en el salón, que es a la vez comedor, cocina y dormitorio. Por el contrario, en las casas de los más pudientes se observa cierta comodidad: además del salón-cocina puede haber estancias destinadas a dormitorio, a despensa, a almacén e incluso para las mujeres, un espacio donde instalar el telar.