—¿Creéis que esto es una puta democracia? —pregunta el Gobernador con voz crispada y ronca, haciendo temblar las paredes de hormigón de la sala privada que hay justo debajo del quiosco del estadio, mientras limpia el suelo con su guardapolvo empapado de sangre.
En la impoluta habitación que una vez fuera oficina de contabilidad y archivo del recinto sigue estando la caja fuerte reventada en un rincón. Sin embargo, el único mobiliario que ahora la ocupa es una mesa de reuniones larga y deslucida, unos calendarios de chicas desnudas colgados en la pared y un par de escritorios con algunas sillas giratorias colocadas boca abajo sobre ellos.
Compungidos y en silencio, Martínez y Lilly se sientan en unas sillas plegables que hay apoyadas en la pared mientras Bruce y Gabe los observan muy de cerca con las armas preparadas. Una tensión electrizante se respira en la habitación.
—Al parecer, habéis olvidado que este lugar subsiste por una sola razón. —El Gobernador hace pausas en el discurso debido a los tics y los movimientos nerviosos que le ha provocado el impacto del táser. Tiene la cara y la ropa llenas de sangre seca y el pelo enmarañado—. ¡Subsiste porque soy yo el que lo hace funcionar! ¿Veis bien todo esto? ¡Esto es lo que hay de menú si queréis comer! ¡Si queréis vivir en un puto paraíso o en un oasis de compañerismo y amistad, llamad a la puta Rana Gustavo! ¡Esto es la guerra, joder!
Hace una pausa de reflexión que provoca un gran silencio que oprime la sala.
—¿Habéis consultado a esos cabrones de las gradas si quieren democracia? ¿Quieren amistad y buen rollo, o quieren a alguien que les organice toda su puta vida e impida que los zombies se los coman para merendar? —pregunta con los ojos encendidos—. ¡Creo que ya se os ha olvidado cómo era esto cuando Gavin y sus guardias estaban al mando! ¡Se os ha olvidado que hemos sido nosotros quienes lo hemos arreglado. Los que hemos…!
Alguien llama a la puerta exterior e interrumpe los gritos. El Gobernador contesta:
—¿Qué?
A continuación, el pomo se gira y la puerta se abre unos centímetros con un crujido.
El granjero de Macon entra en la sala con semblante avergonzado y con la AK-47 colgada de un hombro.
—Jefe, los espectadores quieren más.
—¡Qué!
—Hace ya un buen rato que perdimos a los dos luchadores, y ahora sólo quedan cadáveres y mordedores encadenados en el campo, pero nadie se va… Siguen bebiéndose las botellas que se han traído y tirándoles basura a los zombies.
El Gobernador se seca la cara con un pañuelo y se atusa el bigote Fu Manchú.
—Diles que en un minuto voy a salir a darles una noticia importante.
—¿Y qué pasa con…? —empieza a preguntar el muchacho.
—¡Sal y dilo, joder!
El joven asiente con la cabeza mostrando obediencia y desaparece dando un portazo.
El Gobernador observa al hombre negro que hay en la otra punta de la sala con los vaqueros manchados de sangre.
—Bruce, ¡ve a por Stevens y su perrito faldero! ¡Me importa un bledo lo que estén haciendo; quiero que muevan el culo y vengan aquí ya! ¡Corre!
Bruce asiente con la cabeza y sale corriendo de la habitación, agarrando la pistola que lleva en el cinturón para que no se le caiga.
—Ya sé de dónde has sacado ese puto táser… —increpa el Gobernador a Martínez.
A Lilly el tiempo que tarda Bruce en ir a por el médico y Alice se le hace interminable. Está sentada al lado de Martínez y entre la capa de trozos de zombie que le cubren la cara y la herida punzante de la pierna, desea que le peguen un tiro en la cabeza cuanto antes. Gabe se ha apartado y Lilly ya no siente su calor corporal tras ella; sin embargo, sí que nota su respiración pesada y el olor a sucio que desprende, pero no se atreve a pronunciar ni una palabra durante toda la espera.
Tampoco Martínez dice nada.
Ni el Gobernador, que sigue paseándose por la sala.
A Lilly ya no le importa morir. Algo inexplicable le ha ocurrido. Piensa en Josh pudriéndose bajo tierra y no siente absolutamente nada. Piensa en Megan ahorcada y no le supone ningún tipo de emoción. Piensa en Bob hundiéndose en el olvido.
Pero ya nada le importa.
Y lo peor es que sabe que el Gobernador tiene razón; que en la ciudad necesitan un rottweiler que les inspire respeto. Necesitan a un monstruo que detenga esta marea de sangre.
Al otro lado de la sala, la puerta se abre para mostrar tras ella a Stevens y Alice. Bruce apunta de cerca con la pistola al médico, que lleva puesta su arrugada bata de laboratorio. Alice está detrás de él.
—Pasad y uníos a la fiesta —les ordena el Gobernador al recibirlos con una gélida sonrisa—. Tomad asiento. Relajaos. Estáis en vuestra casa.
Sin mediar palabra, el médico y Alice cruzan la sala y se sientan en las sillas plegables, como niños obligados a estar en su habitación, junto a Martínez y Lilly. El médico no dice nada, sólo sigue mirando al suelo.
—Ya tenemos aquí a toda la camarilla —anuncia el Gobernador acercándose a los cuatro. Se mantiene a cierta distancia de ellos, como si fuera un entrenador dando instrucciones en el descanso del partido—. Vamos a hacer una cosa: vamos a llegar a un pequeño acuerdo…, será un contrato verbal. Es muy simple. Mírame, Martínez.
Martínez tiene que hacer un esfuerzo sobrehumano para mirar a los ojos oscuros del Gobernador.
El Gobernador le fulmina con la mirada.
—El trato es el siguiente: mientras yo mantenga a todos los lobos al otro lado de la puerta y mientras os llene los platos… no cuestionaréis cómo lo hago.
Hace una pausa. Está frente a ellos, esperando con las manos en las caderas y con el rostro cubierto de sangre reseca, serio y decidido, observando las miradas exhaustas de los demás.
Nadie dice nada. A Lilly le dan ganas de ponerse de pie, tirar la silla en la que está sentada, empezar a gritar con todas sus fuerzas, coger uno de los rifles que hay en la sala y emprenderla a tiros contra el Gobernador.
Pero mira al suelo.
Y se hace el silencio.
—Otra cosa —continúa el Gobernador, sonriéndoles a todos, con ojos inexpresivos e insensibles—: si alguien rompe el trato o mete las narices en mis asuntos, mataré a Martínez y al resto os desterraré. ¿Lo habéis entendido? —Espera en silencio—. ¡Contestadme, panda de mamones! ¿Habéis entendido las condiciones del contrato? ¿Tú, Martínez?
—Sí —la respuesta viene acompañada de un tenue suspiro.
—¡No te oigo!
Martínez lo mira.
—Sí… Las he entendido.
—¿Y tú, Stevens?
—Sí, Philip —contesta el médico sin entusiasmo—. El argumento final ha sido fantástico. Deberías ser abogado.
—¿Y tú, Alice? —pregunta el Gobernador.
Ella asiente rápidamente con la cabeza.
El Gobernador mira a Lilly.
—¿Y tú? ¿Lo tienes claro?
La mujer sigue mirando al suelo sin decir nada.
—No estoy buscando consenso. Te lo preguntaré otra vez, Lilly: ¿Has entendido el contrato? —insiste el Gobernador, acercándose a ella cada vez más.
Lilly se niega a hablar.
El Gobernador saca su Army Colt del calibre 45 y empuñadura perlada, retira el seguro y presiona la cabeza de Lilly con el cañón del arma. Sin embargo, antes de poder decir algo más o pegarle un tiro en la cabeza, ella lo mira.
—Lo he entendido —contesta finalmente.
—¡Damas y caballeros!
La voz nasal del joven granjero crepita a través del sistema de altavoces del estadio, su eco se extiende por todo el caótico escenario que hay detrás de la valla metálica. La masa de espectadores se ha dispersado por todos los asientos de las gradas, aunque ni un solo asistente ha abandonado el recinto. Algunos de ellos están acostados boca arriba, borrachos, mirando el oscuro cielo sin luna. Otros, intentando olvidar los horrores de la batalla campal que acaban de presenciar en la pista, se pasan las botellas de licor una y otra vez.
Los más ebrios se dedican a tirar basura y botellas vacías al centro del campo para molestar a los mordedores cautivos, que intentan huir tirando de las cadenas, mientras de sus labios podridos rebosan babas negras.
Desde hace ya más de una hora, el público silba y abuchea mientras los dos luchadores muertos yacen sobre el charco de su propia sangre, fuera del alcance de los zombies.
Vuelve a oírse la voz amplificada:
—¡El Gobernador tiene una gran noticia que darnos!
El anuncio capta toda la atención de los presentes, que dejan de proferir la cacofonía colectiva y paran de silbar y abuchear. El público, formado por unos cuarenta espectadores, vuelve a sentarse aturdido en las butacas de la primera fila, algunos de ellos incluso tropezándose debido a su estado de embriaguez. En unos minutos, todos los espectadores están incorporados en los asientos de primera fila, situados tras la valla metálica que en su día protegía a los aficionados a las carreras de los trompos y los neumáticos en llamas que salían volando de la pista.
—Un aplauso para nuestro valiente líder: ¡el Gobernador!
En la pasarela de en medio, como si de un fantasma se tratara, emerge de entre las sombras una figura con abrigo largo que se sitúa bajo el frío vapor de las luces de calcio. El viento agita los bajos de su abrigo, llenos de sangre y barro, como si fuera un comandante troyano volviendo del asedio de Troya.
Se coloca a zancadas en el centro de la pista, entre los dos guardias vencidos, sacude el cable del micrófono que tiene a sus espaldas, lo levanta y grita:
—¡Amigos, el destino os ha traído aquí… El destino nos ha unido… Y es nuestro destino sobrevivir juntos a esta plaga!
Los espectadores, en su mayoría borrachos, profieren vítores etílicos.
—¡También es mi destino ser vuestro líder… Y con orgullo acepto el papel! ¡Y al hijo de puta que no le guste, que intente sustituirme cuando quiera…! ¡Ya sabe dónde encontrarme! ¿Hay algún sustituto? ¿Alguien tiene lo que hay que tener para mantener la ciudad protegida?
Las voces embriagadas se desvanecen. Los rostros detrás de la valla se calman. Ha vuelto a conseguir llamar la atención de todos. El viento sopla a través de los pórticos y acentúa el silencio.
—¡Esta noche, todos y cada uno de vosotros estáis siendo testigos del principio de una nueva era en Woodbury! ¡A partir de esta noche, se acabó oficialmente el sistema de trueque!
Ahora el silencio envuelve todo el estadio. El público no se esperaba esto; aun así, todos escuchan en vilo, pendientes de cada palabra.
—¡De ahora en adelante, los víveres que consigamos se repartirán a partes iguales entre todos! ¡Así es como se podrá formar parte de nuestra comunidad: consiguiendo víveres! ¡En beneficio del bien común!
Un viejo sentado unas filas más arriba que los demás se tambalea con su abrigo del Ejército de Salvación ondeando en el aire, mientras aplaude asintiendo con la cabeza e inclinando la barbilla canosa con orgullo.
—¡Estas nuevas normas serán obligatorias para todos! ¡Si se descubre que alguien intercambia favores de algún tipo por alguna cosa, estará obligado a luchar en el Ring de la Muerte como castigo! —El Gobernador hace una pausa para incitar a la reflexión a los asistentes y observarlos—. ¡No somos salvajes! ¡Podemos cuidarnos los unos a los otros! ¡Somos guardianes de nuestros hermanos!
Cada vez más espectadores se ponen de pie y empiezan a aplaudir; algunos se sienten sobrios de repente, recobran la voz y vitorean como si estuvieran alzándose ante un «Aleluya» en una misa.
Entonces, el sermón del Gobernador se llena de dramatismo:
—¡El trabajo en equipo constituirá la nueva era en Woodbury! ¡Construiremos una comunidad más feliz, más sana y más unida!
Llegado este momento, casi todos los espectadores ya están de pie, el rugido de sus voces —un sonido muy parecido al que haría un grupo de fanáticos religiosos reunidos en la celebración del culto— reverbera hasta los niveles más altos del estadio y resuena por todo el cielo estrellado. La gente aplaude con vehemencia para mostrar su aprobación, con un intercambio constante de miradas de alivio y de grata sorpresa… e incluso de esperanza.
Lo cierto es que en la distancia, detrás de la valla metálica, los espectadores, que en su mayoría llevan toda la noche bebiendo, no advierten la sed de sangre que brilla en los oscuros ojos de su benevolente líder.
A la mañana siguiente, la joven esbelta de la coleta está en el hediondo y fétido matadero subterráneo del estadio.
Lilly, que lleva puesta la sudadera ancha del Instituto Tecnológico de Georgia, joyas antiguas y vaqueros desgastados, no tiembla ni siente la urgencia de morderse las uñas; de hecho, no siente ningún tipo de aversión o repulsión por la asquerosa tarea que le ha sido asignada como reprimenda por ser cómplice en el intento de golpe.
En ese momento, al agacharse bajo la tenue luz del sótano para blandir el hacha de cincuenta centímetros recubierta de Teflón, lo único que siente es que le hierve la sangre. Deja caer el utensilio con decisión y firmeza para cortar el cartílago de la pierna amputada del Sueco, colocada sobre el sumidero del suelo. La hoja cortante atraviesa la articulación del mismo modo que un cuchillo de cocinero corta un muslo de pollo crudo, el impacto le salpica de sangre el cuello y el pecho. Sin embargo, apenas se inmuta cuando tiene que tirar a la basura los dos trozos de carne humana.
En el contenedor —que parece un caldero lleno de porciones individuales de vísceras, órganos diversos, cabelleras, finas y blancas rótulas y extremidades amputadas— ya hay depositadas partes del Sueco, de Broyles, de Manning y de Zorn, cubiertas de hielo para poder satisfacer a los zombies del estadio mientras dura el espectáculo.
Lilly lleva puestos unos guantes de goma —que durante la última hora se han vuelto de un color morado oscuro— para trabajar con el hacha, cuyos impactos se alimentan de su ira. De ese modo ha desmembrado ya tres cuerpos con la más absoluta facilidad, mientras ignora cómo los otros dos hombres, Martínez y Stevens, también siguen trabajando en los otros rincones de la sucia, hermética y sangrienta sala de hormigón.
Ninguno de los repudiados pronuncia ni una palabra, y el trabajo constante continúa durante media hora más, hasta que, alrededor del mediodía, los insensibilizados oídos de Lilly registran el ruido de unos pasos amortiguados en el pasillo al otro lado de la puerta. El pestillo chasquea y la puerta se abre.
—Venía a ver cómo lo lleváis —les dice el Gobernador en cuanto entra en la sala. Lleva un elegante chaleco de piel, una pistola enfundada en el muslo y el pelo recogido que deja al descubierto su rostro ajado—. Estoy impresionado con vuestro trabajo —continúa mientras se acerca al cubo que hay junto a Lilly y observa los restos gelatinosos que contiene—. Puede que dentro de un rato necesite algunos pedazos.
Ella no levanta la mirada. Sigue haciendo trozos, tirándolos y limpiando la hoja del hacha en los vaqueros, y coloca sobre la mesa un tronco entero que todavía conserva la cabeza.
—Continuad, cuadrilla —ordena el Gobernador con un gesto de aprobación, antes de darse la vuelta y volver a salir por la puerta. Mientras él desaparece, Lilly murmura algo ininteligible.
En su pensamiento se generan palabras que acaban en sus labios y toman forma de susurro dirigido al Gobernador:
—Muy pronto…, cuando ya no te necesitemos…, tú también acabarás así.
Y baja el hacha una y otra vez.
FIN