Un mordedor grande en estado de descomposición vestido con su mortaja se lanza al cuello de Lilly con sus dientes podridos, pero no lo consigue por poco, ya que Martínez le pega un tiro que le vuela la cabeza.
Chorros de sangre rancia y negra salen disparados hacia el techo, cubriendo la cara de Lilly a medida que va entrando de nuevo en la furgoneta. Hay más zombies que intentan atravesar la puerta abierta. Mientras se acerca al panel frontal, el ruido insoportable le produce a Lilly un pitido en los oídos.
El Gobernador, todavía con los grilletes, se echa hacia atrás para evitar los ataques, en tanto, Gabe consigue una carabina cargada y empieza a disparar contra toda esa carne muerta y cráneos descompuestos. La materia gris brota como crisantemos negros, y el interior de la furgoneta se inunda con el hedor de los muertos. A pesar de los constantes disparos, cada vez hay más mordedores arremolinados en la puerta.
—¡Suéltame, Bruce!
La voz del Gobernador —casi enmudecida por el estruendo y apenas audible para Lilly— insta a Bruce a acudir a él con el cuchillo. Mientras tanto, Martínez y Lilly desatan una retahíla de pólvora, cañones llameantes, ruidos insoportables y cargadores agotados; los disparos sucesivos, que van directos a las cuencas de los ojos, mandíbulas, calvas limosas y frentes pútridas, lo llenan todo de trozos de carne podrida y sangre negra que se vierten a borbotones en plena puerta trasera.
Bruce corta los grilletes del Gobernador, que en cuestión de segundos queda libre y con una carabina en la mano.
La pólvora centellea en el aire, y en seguida los cinco supervivientes de la furgoneta se encuentran apiñados contra la pared delantera del vehículo, disparando a discreción y provocando una tormenta infernal de sangre alrededor de las puertas traseras. El revestimiento metálico de la furgoneta amplifica el ruido apoteósico y ensordecedor del tiroteo, algunas balas que no alcanzan su objetivo rebotan en el marco de la puerta formando guirnaldas chispeantes.
Los zombies desfigurados caen al suelo de la furgoneta como si fueran fichas de dominó; algunos de ellos, incluso, se deslizan por el borde de la puerta trasera, otros se quedan atrapados en el montón de muertos.
El tiroteo continúa diez segundos más, durante los cuales los humanos se cubren de capas sangrientas formadas por una mezcla de trozos de carne y sangre pulverizados. A Lilly una esquirla de acero se le clava en el muslo, el dolor la hace espabilar.
En el transcurso de un solo minuto —sesenta interminables segundos que a Lilly le parecen una vida entera— descargan absolutamente toda la munición para matar a los zombies amontonados, que caen uno tras otro tras resbalarse o se desploman en el asfalto fuera de la furgoneta, dejando un rastro de sangre en el borde de la salida trasera.
Los caminantes más rezagados se quedan allí atascados, lo que produce un silencio horrible y apabullante. Mientras Gabe y Martínez recargan sus armas, Bruce corre hacia la parte trasera del vehículo y de una patada aparta del borde de la puerta a los zombies, que golpean el suelo con un sonoro «plaf». Lilly saca el cartucho vacío de la Ruger, las balas caen al suelo causando un tintineo metálico que ella no oye. Tiene la cara, los brazos y la ropa llenos de sangre y bilis. Recarga el arma mientras el pulso le late con fuerza en el interior de sus deteriorados oídos.
Mientras tanto, Bruce cierra la doble puerta, cuyas bisagras destrozadas chirrían, aunque Lilly no puede distinguir ningún ruido.
Al final, consiguen echar el cierre, quedando aislados y sin alternativa en el interior de la cámara sanguinolenta. Pero lo peor de todo, en lo que todos están pensando en ese momento, es el panorama que rodea a la furgoneta y que por ahora sólo han podido apreciar a medias: el bosque que se extiende a ambos lados de la carretera y el camino ondulante, oscuros en el crepúsculo y cubiertos de sombras reptantes.
Lo que ven más allá de las puertas cerradas desafía a la comprensión humana. Todos han visto hordas, algunas de ellas enormes, pero ésta transgrede toda descripción; se trata de una masa de muertos sin precedente, cuyas dimensiones no ha presenciado todavía nadie desde que surgió la epidemia meses atrás. Alrededor de un millar de cadáveres vivientes en todos los estados de descomposición posibles se extienden hasta donde alcanza la vista. Montones de zombies enmarañados, apiñados de tal forma que se podría caminar por encima de sus hombros, abarrotan las laderas de la montaña a ambos lados de la Autopista 85. Con movimientos lentos y letárgicos, de unas proporciones que amenazan con una destrucción masiva, evocan la imagen de un glaciar negro que avanza sin rumbo a través de los árboles y se desvanece por los campos y carreteras que encuentra a su paso. A algunos de ellos apenas les queda carne alrededor de los huesos, van cubiertos tan sólo por mortajas raídas que llevan colgando, como si fuera musgo. Otros reptan en el aire con el mismo movimiento involuntario de las serpientes cuando son molestadas en el nido. Dada la anchura y longitud de la horda conformada por tal multitud de rostros blanquecinos como el nácar, da la impresión de que está aproximándose una ineludible y descomunal inundación de pus infectado.
En el interior de la furgoneta, la imagen desencadena el miedo más primario, agarrotando la espina dorsal de todos los supervivientes. Gabe señala con la carabina a Martínez.
—¡Maldito hijo de puta! ¿Ves lo que has hecho? ¡Mira dónde nos has metido!
Inmediatamente, Lilly saca su Ruger para apuntar a Gabe. Todavía le zumban los oídos, por lo que no llega a entender lo que responde, aunque sí reconoce una actitud hostil.
—¡Te volaré los sesos si no te tranquilizas, capullo! —le grita Lilly a Gabe.
Bruce arremete contra Lilly poniéndole una navaja en el cuello.
—¡Mira zorra, te doy tres segundos para tirar la puta…! —amenaza Bruce.
—¡Bruce! —El Gobernador apunta a Bruce con su carabina—. ¡Apártate de ella!
Bruce se queda quieto. La hoja de la navaja continúa presionando la garganta de Lilly, mientras ella sigue sin bajar el arma con la que amenaza a Gabe, y Martínez sostiene el rifle de asalto con el que apunta al Gobernador.
—Escúchame bien, Philip —le dice Martínez en voz baja—. Te juro que te pegaré un tiro antes de que nadie me lo pegue a mí.
—¡Callaos todos la puta boca! —grita el Gobernador, que tiene los nudillos tan blancos como la empuñadura de su carabina—. ¡La única forma que tenemos de salir de aquí es todos juntos!
Con la llegada de una nueva oleada de zombies, la furgoneta se balancea cada vez más y todos se tambalean.
—¿Qué solución propones? —le pregunta Lilly.
—Lo primero de todo es dejar de apuntarnos con las putas pistolas.
Martínez mira fijamente a Bruce.
—Apártate de ella, Bruce —ordena Martínez, amenazante.
—Bruce, haz lo que te dice —insiste el Gobernador, apuntándole. Una pequeña gota de sudor resbala por la nariz del Gobernador—. ¡Baja el puto cuchillo si no quieres que te vuele la tapa de los sesos!
Bruce baja el cuchillo a regañadientes, con sus oscuros ojos rasgados encendidos por la ira.
La furgoneta vuelve a temblar mientras todos bajan lentamente las armas.
Martínez es el último en bajar el rifle.
—Si llegamos al volante, podremos irnos de aquí.
—¡Negativo! —exclama el Gobernador ante la propuesta de Martínez—. ¡Así mandaríamos a esta puta estampida rumbo a Woodbury!
—¿Y qué propones tú? —le pregunta Lilly al Gobernador con actitud agresiva. Tiene la horrible sensación de haber cedido ante él, y el alma se le encoge hasta tomar la forma de un diminuto agujero negro en su interior—. No podemos quedarnos aquí de brazos cruzados.
—¿A qué distancia estamos de la ciudad, a menos de dos kilómetros? —pregunta retóricamente el Gobernador mientras inspecciona el interior de la ensangrentada furgoneta, mirando una caja detrás de otra. En ellas hay piezas sueltas de pistolas, cartuchos y munición militar—. Déjame que te pregunte algo —dice, dirigiéndose a Martínez—. Parece ser que has organizado todo este gran «golpe de Estado» como un auténtico militar. ¿Tienes aquí algún lanzacohetes o algo que tenga más fuerza que una simple granada?
Tardan menos de cinco minutos en encontrar la artillería, cargar el lanzacohetes, trazar una estrategia y ocupar sus posiciones; durante ese tiempo es el Gobernador el que da las órdenes, asignándole un papel a cada uno, mientras los zombies rodean la furgoneta como si se tratara de un enjambre de abejas en un panal. Así, en el momento en que los supervivientes ya están listos para iniciar el contraataque, el número de caminantes aglomerados en el exterior del vehículo ha aumentado tanto que están a punto de volcar la furgoneta.
Para los muertos, a pesar de que están restregando las orejas por toda la carrocería, resulta incomprensible la voz amortiguada del Gobernador que sale del interior de la furgoneta contando atrás «tres, dos, uno».
El primer disparo vuela las puertas traseras de la furgoneta como si las bisagras fueran explosivos. La detonación catapulta a un puñado de caminantes, y como un atizador al rojo vivo surcando una barra de mantequilla la granada sale despedida por entre la masa de cadáveres pegados al vehículo. El proyectil sale disparado a diez metros de la furgoneta.
La explosión acaba con al menos un centenar de muertos vivientes —tal vez más— en los alrededores del vehículo. El suelo vibra y se resiente por la detonación, que se expande hasta el cielo y sacude las copas de los árboles emulando el estampido de un avión.
La onda expansiva se despliega a lo largo y ancho del enclave, concentrada en una llamarada del tamaño de una cancha de baloncesto. La noche se convierte en día con un súbito resplandor, y los zombies más próximos acaban transformándose en desechos humanos llameantes, algunos de ellos evaporados casi por completo; otros, convertidos en columnas de fuego danzarinas.
Un verdadero infierno arrasa un área de unos cuarenta metros cuadrados alrededor de la furgoneta.
Gabe es el primero en saltar por la puerta trasera. Se ha tapado la boca y la nariz con una bufanda enrollada para así evitar respirar los gases tóxicos que desprende la carne muerta carbonizada por tal torbellino de bombas. Lilly lo sigue de cerca cubriéndose la boca con una mano, y con la otra da tres disparos con su Ruger para apartar a algunos zombies de su camino.
Al fin consiguen llegar a la cabina, abrir la puerta y sentarse —quitando de en medio el cadáver retorcido y ensangrentado de Broyles—, y en cuestión de segundos las ruedas traseras empiezan a derrapar para salir de allí.
La furgoneta arrolla a su paso filas enteras de zombies, triturando los cadáveres andantes y convirtiéndolos en un montón de gelatina pútrida esparcida por el asfalto, mientras por la carretera se aproximan a una curva cerrada. En el momento de tomar la curva, Gabe ejecuta la última fase del plan de huida.
Da un volantazo y la furgoneta sale de la carretera y sube por una pendiente arbolada, poniendo a prueba los neumáticos y los amortiguadores. Mantiene el pie clavado en el acelerador, mientras el vehículo sigue zigzagueando hacia arriba, a pesar de que las ruedas traseras se quedan atascadas en el suelo enlodado de la cuesta, haciendo que los que van en la parte trasera se acerquen peligrosamente a la abertura. En cuanto llegan a la cima de la montaña, Gabe pisa el freno y la furgoneta se detiene súbitamente.
Tardan un minuto en montar el mortero, que se compone de un cilindro metálico achaparrado que Martínez ha improvisado a toda prisa sobre un soporte de ametralladora con el cañón colocado hacia arriba, formando un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Cuando están listos para abrir fuego, al menos doscientos zombies ya han empezado a subir por la ladera en busca de la furgoneta, guiados por el ruido y los faros encendidos.
Martínez prepara el arma y presiona el botón de ignición.
Las bombas de mortero salen disparadas hacia arriba, dibujando sobre el valle un arco cuyo trazo es una estela brillante de neón. El explosivo cae a una distancia de más de trescientos metros, en pleno centro de la oleada de muertos vivientes, y forma en el aire una seta de humo unos milisegundos antes de que pueda oírse el «boom» del impacto, cuyo fogonazo residual ilumina el vientre del cielo estrellado con radiantes tonos de color naranja.
Infinidad de partículas de fuego brotan en los cielos, enmarañadas en una mezcla de suciedad, desechos y carne muerta que se propaga a casi cien metros a la redonda y deja a su paso cientos de mordedores reducidos a cenizas, algo que ningún autoclave gigantesco sería capaz de abarcar con tanta rapidez y eficacia.
Atraídos por el fragor del espectáculo, los caminantes que quedan se alejan torpemente de la montaña y se arrastran hacia la luz. En dirección opuesta a Woodbury.
Vuelven a la ciudad con la furgoneta destrozada: las ruedas deshinchadas, el eje trasero partido, las ventanas rotas en mil pedazos y las puertas arrancadas de cuajo. Todavía asustados, siguen alerta por si tras ellos surge algún rastro de la extraordinaria horda; sin embargo, sólo distinguen a unos cuantos caminantes dando traspiés en algunos campos iluminados por el destello naranja que despide al oeste el horizonte.
Nadie se da cuenta hasta que ya es demasiado tarde, cuando, a espaldas de Martínez, Gabe le pasa silenciosamente al Gobernador la semiautomática del calibre 45 y empuñadura perlada.
—Tú y yo tenemos asuntos pendientes —le dice el Gobernador a Martínez mientras giran una esquina, y le pone el cañón del arma en la nuca.
Martínez suelta un largo suspiro con desazón.
—Olvídalo —le contesta.
—Tienes muy mala memoria, hijo —le recrimina el Gobernador—. Esta mierda es lo que sucede al otro lado de los muros. No te voy a matar, Martínez…, al menos todavía no… Porque ahora nos necesitamos el uno al otro.
Martínez no contesta; sólo observa las ondulaciones metálicas del suelo mientras espera a que llegue el momento en que su vida termine.
Gabe conduce hasta el estadio por la puerta oeste de la ciudad y aparca en una plaza reservada para coches oficiales. Los vítores resuenan desde las gradas; sin embargo, por los silbidos y abucheos parece que las luchas han degenerado en una batalla campal. Aunque el excéntrico maestro de ceremonias lleva más de una hora ausente del espectáculo… nadie se atreve a abandonar el recinto.
Gabe y Lilly se bajan de la furgoneta y se asoman a la parte trasera de la misma. En ese momento, Lilly, con la cara llena de sangre y trozos de carne, experimenta cierta inquietud, lo que le hace tantear el cinturón y agarrar el arma con fuerza. No puede pensar con claridad: está medio dormida, atontada por lo ocurrido, nerviosa y mareada.
Se dispone a rodear la furgoneta, cuando ve a Martínez desarmado, con los brazos llenos de hollín —efecto de la onda expansiva del mortero— y el rostro arrugado y triste cubierto de sangre, con el Gobernador detrás de él, apretando el cañón de su arma del calibre 45 contra su cuello.
Guiada por el instinto, Lilly saca la Ruger, pero antes de poder apuntar, el Gobernador le advierte:
—Si disparas, tu novio morirá. Gabe, quítale la pistolita esa.
Mientras Lilly se queda mirando al Gobernador, Gabe le arrebata la pistola. Una voz que viene de arriba surge en medio de la noche.
—¡Hola!
El Gobernador mira a Martínez.
—Martínez, dile a tu amigo de ahí arriba que se esté tranquilo —ordena el Gobernador.
En una esquina de la parte más alta de las gradas del estadio hay instalada una ametralladora. El cañón, largo y perforado, apunta hacia el sucio aparcamiento de abajo, y detrás del arma aparece un joven de la cohorte de Martínez —un chaval negro y alto de Atlanta llamado Hines— que no está al tanto del intento secreto de derrocamiento.
—¿Qué coño está pasando aquí? —les grita—. ¡Parece que vengáis de la guerra, tíos!
—¡Todo en orden, Hines! —le contesta Martínez—. Nos hemos topado con unos cuantos mordedores, eso es todo.
El Gobernador esconde su arma del calibre 45, con cuyo cañón presiona la zona baja de la espalda de Martínez.
—¡Oye, chaval! —El Gobernador inclina la cabeza para señalar la oscura arboleda que hay al otro lado de la calle mayor—. ¡Me harías un gran favor si acabas con todos esos caminantes que se acercan entre los árboles! —Luego señala la furgoneta—. Y también necesito que les pegues un tiro en la cabeza a los dos cadáveres que hay en la furgoneta y que luego los lleves a la morgue.
El soporte de la ametralladora cruje al situar el cañón hacia arriba. Mientras tanto, todos se apelotonan para ver si algo se mueve al otro lado de la calle, cuando de repente las siluetas de los dos últimos caminantes emergen de entre los árboles.
En un instante el cañón del arma comienza a rugir desde la cubierta del estadio, dejando una estela de chispas justo un milisegundo antes de abrir fuego. El Gobernador obliga a Martínez a entrar en el edificio mientras todo el mundo sigue abstraído por el ruido.
Los aturdidos cadáveres que salen del bosque son bombardeados con cartuchos enteros de balas perforantes, convirtiéndolos en títeres danzantes al ritmo del temblor de un terremoto de disparos en la cabeza bajo una lluvia de sangre pulverizada. Para asegurarse de que cumple su cometido, Hines vacía contra los caminantes una bandolera de cartuchos del calibre 7,62; cuando ya los ha convertido en un montón viscoso y humeante de tripas, el muchacho suelta un alarido de victoria antes de seguir vigilando la zona.
Mientras tanto, el Gobernador, Martínez y el resto del grupo se esfuman.