Capítulo 17

A la mañana siguiente, el Gobernador madruga para dar los últimos retoques al gran espectáculo. Se levanta antes de que amanezca, se viste rápidamente, hace café y le da de comer a Penny la última ración de carne humana que le queda. Sale alrededor de las 7.00 rumbo al apartamento de Gabe. Los obreros que echan sal ya están trabajando en la calle, y teniendo en cuenta la semana anterior disfrutan de una temperatura sorprendentemente moderada. El termómetro ya marca más de once grados y el cielo se ve más claro, más estable, a pesar de que ahora esté cubierto por un manto de nubes grises del color del cemento. Un viento muy ligero irrumpe en el ambiente matutino, y el nuevo día se le presenta al Gobernador como el escenario perfecto para una noche con novedades en la lucha de gladiadores.

Gabe y Bruce supervisan el transporte de los zombies encerrados en las celdas del sótano del recinto. Les lleva varias horas trasladar esas cosas a la parte de arriba; no sólo porque los caminantes son bestias indómitas, sino porque el Gobernador quiere hacerlo en secreto. La inauguración del Ring de la Muerte va a permitir al Gobernador saborear las mieles del éxito en su afán por que las sorpresas que trae el nuevo espectáculo deslumbren a su público, por eso pasa casi toda la tarde en el estadio con la intención de revisar el estado del escenario, el sistema de altavoces, la música de fondo, las luces, las puertas, los cerrojos de las puertas, la seguridad y, por último pero no menos importante, los concursantes.

Los dos guardias supervivientes, Zorn y Manning, que todavía permanecen abandonados en la celda subterránea, han perdido ya casi toda la masa corporal. Durante meses, sus alimentos han sido restos podridos, galletas rancias y agua; encadenados a la pared las veinticuatro horas del día, ahora muestran un aspecto de esqueletos vivientes y les queda la mínima parte de cordura intacta. Lo único que les salva es su formación militar —además de la ira—, que durante las largas semanas de tortuosa cautividad los ha convertido en espectros sedientos de venganza.

En otras palabras, si no van a poder atacar a sus captores, entonces sólo les quedará destriparse el uno al otro.

Los guardias suponen la última pieza del rompecabezas, y el Gobernador espera hasta el último minuto para ir a por ellos. Gabe y Bruce reclutan a tres de sus hombres más musculosos para entrar en la celda e inyectar a los soldados una dosis de tiopental sódico que les facilitará el viaje. Sin embargo, lo cierto es que no pueden ir muy lejos, ya que se encuentran sujetos con correas de piel que les cubren el cuello, la boca, las muñecas y los tobillos, y sólo les separan de la pista una escalera de hierro.

En otros tiempos, los aficionados a las carreras recorrían esos mismos pasillos de cemento para comprar camisetas, panochas de maíz, cerveza y algodón dulce. Pero ahora estos túneles están sumergidos en la más profunda oscuridad, cubiertos de paneles, cerrados con candado y usados como almacén provisional de cosas que van desde bidones de gasolina a cajas de cartón repletas de objetos de valor robados a los muertos.

A las 6.30 de la tarde ya está todo preparado. El Gobernador ordena a Gabe y Bruce que se sitúen en los extremos de la pista para evitar que algún concursante rebelde —o algún zombie errante— intente escapar. Satisfecho ya con todos los preparativos, el Gobernador vuelve a casa para ponerse el traje de los espectáculos. Se viste con camiseta, pantalones y botas moteras de cuero en color negro, además de llevar una cinta de cuero que le sujeta la coleta, lo que hace que se sienta como una estrella del rock, rematando el conjunto con su característico guardapolvo.

Un poco más tarde de las 7.00, los más de cuarenta residentes de Woodbury empiezan a acomodarse en el estadio. Los carteles que hay pegados desde hace una semana en los postes telefónicos y en los escaparates indican que la hora de comienzo es a las 7.30, pero todo el mundo quiere conseguir el mejor asiento en el centro de las gradas, acomodarse con mantas y cojines y conseguir algo de bebida.

Con la subida de las temperaturas, el estadio se va animando a medida que se acerca la hora de inicio.

A las 7.28 de la tarde, se hace el silencio entre los espectadores que se amontonan en las gradas, algunos de ellos con la cara pegada a la valla metálica de seguridad que hay frente a la pista. Los más jóvenes se sientan en las primeras filas, mientras que las mujeres, las parejas y los más mayores escogen las filas más altas, enrollados en mantas para combatir el frío. Cada uno de esos rostros demacrados, retorcidos e inquietos refleja el ansia desesperada de un yonqui en estado de desintoxicación, y siente que algo insólito está a punto de ocurrir. Huelen la sangre en el ambiente.

Y el Gobernador no les va a decepcionar.

Puntual, a las 7.30 —según el reloj de pulsera de la marca Fossil que lleva el Gobernador—, la música empieza a sonar en el estadio, mezclándose con el silbido del viento. Empieza a oírse a través de los altavoces una melodía familiar de notas graves que recuerdan a un terremoto, en seguida muchos reconocen en ella Así habló Zaratustra, de Richard Strauss; sin embargo, otros la conocen por ser una parte de la banda sonora de 2001: Una odisea del espacio, en la que las trompas se encadenan una tras otra para formar una fanfarria épica.

Una fina capa de nieve recubre los arcos de luz, cuyo fulgor anega el centro del campo embarrado con un haz blanco y brillante del tamaño de un cráter lunar.

El público se desgarra en un clamor colectivo cuando el Gobernador aparece en medio de ese cono de luz y levanta una mano con un gesto solemne y melodramático, el viento agita los bordes de su guardapolvo, y la música alcanza su clímax final. La pista forma una ciénaga de tierra empapada por la lluvia que cubre un palmo de sus botas, pero él está convencido de que el cieno sólo podrá contribuir a que el espectáculo sea más emocionante.

—¡Amigos! ¡Vecinos de Woodbury! —sus gritos retumban en el altavoz al que tiene conectado el micrófono con el que habla. Su voz de barítono se alza sobre el oscuro cielo, y su eco rebota en las gradas que han quedado vacías a ambos extremos del recinto—. ¡Habéis trabajado muy duro para mantener esta ciudad viva, y vais a ser recompensados por ello!

Unas cuarenta voces destrozan sus cuerdas vocales a la par que su cordura, y se alzan con estruendo formando un remolino de aullidos que se elevan con el viento.

—¿Estáis listos para presenciar algo espectacular esta noche?

La galería se deshace en una cacofonía de chillidos de hiena y vítores desenfrenados.

—¡Traed a los concursantes!

Los grandes focos alineados brillan en los niveles superiores emitiendo un zumbido que recuerda al de una cerilla cuando prende, sus destellos empiezan a recorrer todo el estadio. Uno tras otro, los imponentes haces de luz se sitúan en las cortinas de lona negra que cubren cada una de las pasarelas.

En un extremo del estadio se abre una puerta de garaje, y Zorn, el guardia más joven, aparece en medio de las sombras de la pasarela. Equipado con hombreras y espinilleras improvisadas, sale temblando con un machete en la mano y el rostro deformado por una expresión de locura. Empieza a circular por la pista hasta el centro del campo con semblante salvaje, moviéndose con una rigidez y espasmos propios de un prisionero de guerra expuesto a la luz natural por primera vez en varias semanas.

Prácticamente al mismo tiempo, como si la imagen de la entrada de Zorn se viera reflejada en un espejo, la puerta de garaje del extremo opuesto se levanta para mostrar la salida a la luz de Manning, el soldado mayor de pelo cano y ojos inyectados en sangre. Lleva una enorme hacha de guerra y recorre el cenagal arrastrando los pies de un modo no muy distinto al de los zombies.

Mientras los dos luchadores se aproximan al centro del ring, el Gobernador habla por el micrófono:

—Damas y caballeros, ¡es para mí un gran honor inaugurar para vosotros el Ring de la Muerte!

El público profiere un ahogado grito colectivo cuando, de pronto, se abren los telones laterales y aparecen varias filas de zombies putrefactos, enfurecidos y hambrientos. Como si el instinto les obligara a huir, algunos espectadores se ponen de pie ante la imagen de montones de mordedores surgiendo de las pasarelas con los brazos estirados en busca de carne humana.

Los zombies se dirigen al centro del campo pero se quedan a mitad camino, con los pies atascados en el barro antes de que sus cadenas los retengan. Algunos, sorprendidos al no poder avanzar, aterrizan en el cieno con una caída cómica. Otros gruñen encolerizados, extendiendo los cadavéricos brazos hacia la muchedumbre, por la impotencia que les provoca tan injusto cautiverio. El público abuchea.

—¡Que empiece la batalla!

En el centro del campo, Zorn ataca a Manning sin esperar a que éste se prepare —incluso antes de que el Gobernador dé el toque de salida—, por lo que el soldado entrado en años apenas puede bloquear el golpe que el otro le propina con su arma; el machete desciende y roza el hacha con un estallido de chispas.

El público vitorea cuando Manning se resbala hacia atrás en el barro y cae en la porquería muy cerca de uno de los muertos, que estirando la cadena al máximo, con una mirada salvaje y sangrienta, chasquea la mandíbula ante los tobillos de Manning. Manning chapotea en el barro hasta lograr ponerse de pie, con el rostro teñido de horror y locura.

El Gobernador camina hacia una de las puertas y sonríe al abandonar el campo.

El clamor de la multitud retumba en el interior del túnel a medida que avanza por la oscura jaula de cemento, esbozando una astuta sonrisa piensa en lo asombroso que sería que un zombie muerda a uno de los guardias y todos presenciaran la mutación en vivo y en directo durante el combate.

Eso sí que sería espectáculo.

Dobla una esquina y junto a un puesto de comida abandonado ve a uno de sus hombres recargando una AK-47. El joven, un granjero grandullón de Macon que lleva puesto un abrigo harapiento y un gorro de lana, levanta la vista del arma para preguntarle:

—¡Eh, Gob! ¿Qué tal va todo por ahí?

—Emoción e intriga, Johnny, emoción e intriga —contesta el Gobernador con un guiño al pasar a su lado—. Voy a ver cómo les va a Gabe y Bruce en las salidas. Asegúrate de que los cadáveres siguen dentro del campo y no les da por volver a las puertas.

—Tranquilo, jefe.

El Gobernador sigue su camino por otra esquina y accede a un túnel vacío.

Los ecos de los gritos del público resuenan en el interior del pasadizo a medida que avanza hacia la puerta este. Comienza a silbar sintiéndose el amo del mundo, hasta que, de repente, deja de hacerlo y se detiene para sacar la calibre 38 que lleva en el cinturón. Algo va mal.

Se para de golpe en medio del túnel. La puerta este, que se ve a unos seis metros girando una esquina, está completamente desierta. Ni rastro de Gabe. La puerta que da al exterior —una persiana de listones de madera que cubre la entrada— deja pasar finas hebras de luz, y por las rendijas puede verse que provienen de los faros de un coche parado.

En ese momento, el Gobernador ve el cañón del rifle de asalto M1 de Gabe tirado en el suelo, en la esquina, sin nadie alrededor.

—¡Me cago en la puta! —espeta el Gobernador, levantando la pistola al volverse.

La luz azul de un táser crepita en su rostro y lo proyecta hacia atrás.

Martínez se mueve con rapidez; lleva el táser en una mano y una porra de cuero en la otra.

La descarga de cincuenta kilovoltios lanza al Gobernador contra la pared, y se le cae el arma de la mano.

Martínez golpea con fuerza al Gobernador en la sien, la porra produce un ruido seco que se asemeja a un repique de campanas enmudecido. El Gobernador se retuerce y da sacudidas junto a la pared, tratando de mantenerse de pie. Mientras intenta contraatacar, grita con la rabia confusa del que sufre un infarto, las venas del cuello y las sienes hinchadas.

El Sueco y Broyles aguardan detrás de Martínez, uno a cada lado, listos para ponerle la cinta aislante y la cuerda. Martínez vuelve a golpear al Gobernador con la porra, que esta vez cumple su cometido. El Gobernador se retuerce en el suelo, con los ojos en blanco. El Sueco y Broyles se acercan al cuerpo del Gobernador, tembloroso y encogido en posición fetal.

Lo atan y lo amordazan en menos de sesenta segundos. Después, Martínez llama con un silbido a los hombres que esperan fuera, y la persiana de madera se abre.

—A la de tres —musita Martínez, guardando el táser y volviendo a colocarse la porra en el cinturón para poder coger al Gobernador por los tobillos atados—. ¡Una, dos… y tres!

Sacudidos por un fuerte viento, Broyles coge al Gobernador por los hombros, Martínez lo sujeta por las piernas y el Sueco los guía hacia la furgoneta, que bordean hacia la parte trasera.

La puerta del maletero ya está completamente abierta para que puedan meter al Gobernador.

En cuestión de segundos, los hombres entran en la furgoneta sin ventanas por la puerta trasera y la cierran, dan marcha atrás y se alejan de la entrada.

El vehículo se para en seco, pero arrancan en cuanto el piloto pone el cambio de marchas y, segundos después, lo único que queda en la entrada del estadio es una nube de monóxido de carbono.

—¡Despierta, saco de mierda! —Lilly abofetea al Gobernador; éste abre los ojos con un parpadeo en el suelo de la furgoneta, que va alejándose del estadio.

Gabe y Bruce están atados y amordazados con cinta aislante frente a la abarrotada zona de carga. El Sueco apunta a los hombres, desorientados y con los ojos abiertos de par en par, con una pistola Smith & Wesson del calibre 45. A ambos lados de la zona de carga hay cajas con armamento militar, desde balas perforantes hasta bombas incendiarias.

—Tranquila, Lilly —le pide Martínez, agachado cerca de la parte delantera, con un walkie-talkie en la mano. Tiene la cara compungida y mirada nerviosa, como un hereje rebelándose contra la Iglesia. Se da la vuelta y aprieta el botón para decir en voz baja:

—Sigue con los faros apagados al Jeep, y avísame si ves algún merodeador.

El Gobernador va recobrando la conciencia poco a poco, mira a su alrededor y parpadea sin parar mientras mide la firmeza de sus ataduras: grilletes elásticos, cuerda de nailon y mordaza de cinta aislante.

—Escúchame, Blake —le dice Lilly al hombre tirado en el suelo ondulado—. «Gobernador», «Presidente», «Mierda Real» o como quiera que te llames. ¿Te crees una especie de dictador benevolente o qué?

Los ojos del Gobernador siguen inspeccionando todos los rincones de la furgoneta aunque sin centrarse en nada en especial, como un animal en una jaula antes de que lo maten.

—Mis amigos no tenían por qué morir —continúa Lilly, mirando al Gobernador desde arriba. Los ojos se le humedecen un instante y se odia a sí misma por ello—. Podrías haber hecho algo grande de este lugar…, podrías haberlo convertido en un hogar para que la gente viva tranquila y protegida… en vez de en el espectáculo retorcido y enfermizo que es ahora.

Junto a la parte delantera de la furgoneta, Martínez pulsa el transmisor.

—Stevie, ¿has visto algo?

Por el altavoz se oye chirriar la voz del joven:

—Negativo… Por ahora nada. ¡Espera! —Se oye una interferencia seguida de unos crujidos y la voz de Stevie a lo lejos—: ¿Qué coño es eso?

Martínez manosea el walkie-talkie.

—Stevie, repite eso. No lo he pillado.

Interferencias… Crujidos…

—¿Stevie? ¿Me oyes? ¡No podemos alejarnos mucho de la ciudad!

La voz intermitente de Stevie se mezcla con los ruidos:

—¡Para, Taggert! ¡Para! ¿Qué coño pasa? ¿Qué coño es esto?

En la parte trasera de la furgoneta, Lilly se limpia los ojos y mira al Gobernador muy de cerca.

—¿Sexo a cambio de comida? ¿En serio? ¿Ésa es tu sociedad ideal…?

—¡Lilly! —le grita Martínez—. ¡Déjalo ya! ¡Tenemos un problema! —Pulsa el botón de nuevo—. ¡Broyles, para la furgoneta!

En ese momento, los ojos del Gobernador, que se ha despertado por completo, ya han detectado a Lilly, y empieza a mirarla con una rabia silenciosa que le quema el alma. Pero a ella no le importa; ni siquiera se da cuenta.

—Todas esas peleas y ese miedo que los ha vuelto a todos catatónicos… —Le da la sensación de estar escupiéndole—. ¿Ésa es tu puta sociedad ideal?

—¡Me cago en la puta, Lilly! —Martínez se vuelve para mirarla—. ¡Haz el favor!

El vehículo frena de golpe con un chirrido, arrojando a Martínez contra la pared delantera y a Lilly sobre el Gobernador y las cajas de munición, que con el impacto se desparraman por el suelo. El walkie-talkie sale rodando hasta acabar sobre un petate, y el Gobernador rueda de un extremo a otro y consigue despegarse la cinta aislante de la boca.

Por la radio se oye un chillido de Broyles:

—¡Acabo de ver un caminante!

Martínez alcanza el transmisor, lo enciende y aprieta el botón.

—¿Qué coño está pasando, Broyles? ¿Por qué pegas golpes en…?

—¡Hay otro! —grita—. Hay un par; han salido de… ¡Joder!… ¡Joder!… ¡Mierda, joder!

Martínez vuelve a apretar el botón:

—Broyles, ¿qué coño está pasando?

—Hay más de los que… —informa por el transmisor.

Las interferencias disipan la voz por un instante, pero a continuación, la voz de Stevie irrumpe en medio del ruido:

—¡Dios mío, hay un montón, y están saliendo de…! —Siguen las interferencias—. ¡Salen del bosque, tío, no paran de salir!

Martínez grita al transmisor.

—¡Stevie, contéstame! ¿Los dejamos ahí y volvemos? —Más interferencias—. ¡Stevie! ¿Me recibes? ¿Damos media vuelta? —pregunta Martínez.

—¡Son demasiados, tío! ¡Nunca había visto tantos! —vocifera Broyles.

Un estallido de interferencias se mezcla con el ruido de un disparo y de cristales rotos, lo que hace que Lilly se ponga de pie. Sabe lo que está pasando, por eso se dispone a sacar la Ruger. Con el arma en la mano abre la puerta mirando a todos lados con atención.

—Martínez, vuelve a llamar a tus hombres. ¡Diles que salgan de aquí!

Martínez pulsa otra vez el botón:

—¡Stevie! ¿Me oyes? ¡Sal de aquí, vuelve! ¡Da la vuelta! ¡Vamos a buscar otro sitio! ¿Me oyes? ¡Stevie!

Un grito desesperado de Stevie brota del altavoz justo antes de que otra ráfaga de ametralladora resuene en el aire… seguido por un espantoso sonido metálico… y finalmente un terrible choque.

—¡Esperad! ¡Son muchos más! ¡Son demasiados, joder! ¡Esperad! ¡Estamos jodidos! ¡Estamos jodidos del todo!

La furgoneta da sacudidas mientras a gran velocidad el motor cambia a marcha atrás, y debido a la fuerza centrípeta, acaban todos golpeándose contra la pared delantera. Lilly se golpea con la balda de las armas y tira al suelo unas cuantas carabinas, que caen como astillas.

Gabe y Bruce ruedan por el suelo, chocando el uno contra el otro y, sin que los demás se den cuenta, Gabe consigue quitarle el grillete a Bruce.

—¡Sois unos gilipollas, ahora vamos a morir todos! —grita Bruce.

La furgoneta pasa por encima de un objeto, y de otro, y de otro…, cada impacto desequilibra el chasis, Lilly se agarra al reposabrazos y con la otra mano escudriña la carga.

Martínez va por el suelo a gatas en busca del walkie-talkie que se le ha caído, mientras el negro calvo les escupe e insulta. El Sueco, harto de tener que soportarlo, le apunta con su calibre 45 diciendo:

—¡Cierra la puta boca!

—¡Sois tan gilipollas que ni…! —le espeta el negro.

La parte trasera de la furgoneta choca contra un cuerpo indeterminado y las ruedas traseras patinan y derrapan sobre una superficie resbaladiza y pegajosa; la inercia los manda a todos a un rincón. Todas las pistolas caen desde arriba sobre sus cabezas. Gritando de rabia y con la cinta aislante colgando de la barbilla, el Gobernador intenta esquivar una caja que cae sobre él.

Cuando el vehículo se queda parado, todos guardan silencio.

Pero entonces da una sacudida. El balanceo los deja a todos en vilo. La voz de Broyles suena entrecortada por el transmisor perdido, diciendo algo así como «demasiados» o «saliendo», hasta que irrumpe el rugido de la AK-47 —que Broyles dispara desde uno de los asientos delanteros— seguido de un estallido de cristales rotos y gritos humanos.

Vuelve a hacerse el silencio. Y la quietud. Excepto por los quejidos graves, ahogados y nasales de cientos de voces de muertos, que amortiguados por los laterales de la furgoneta suenan como una turbina gigantesca. Luego, algo vuelve a golpear el vehículo, haciendo que se balancee de un lado a otro con una especie de fuerte convulsión.

Martínez coge un rifle, tira de la palanca, se inclina hacia la ventana trasera y sujeta el arma con firmeza. En ese momento, una voz profunda y rota por el whisky resuena desde atrás.

—Yo que tú no lo haría.

Lilly mira hacia abajo y ve al Gobernador con la mordaza suelta, intentando apoyarse en la pared con ojos incandescentes. La mujer le apunta con la Ruger.

—Tú ya no nos das órdenes —le advierte, apretando los dientes.

La furgoneta se mueve de nuevo hacia un lado. Se hace un silencio atronador.

—Tu plan de mierda se ha ido al carajo —le dice el Gobernador con una risilla sádica. Tal vez los tics que tiene en la cara son secuelas de algún trauma.

—¡Cállate!

—Pensaba que nos dejaríais ahí fuera para que nos comieran los caminantes y si te he visto no me acuerdo.

Lilly le apunta a la frente con su pistola del calibre 22.

—¡He dicho que te calles!

La furgoneta se mueve de nuevo. Martínez se queda parado sin saber qué hacer. Se da la vuelta para decirle algo a Lilly, cuando una súbita sacudida cerca de la cabina les pilla a todos por sorpresa.

Bruce ha conseguido desatarse las manos y, de repente, le da un empujón al Sueco para quitarle la pistola del cinturón. Al caer al suelo la calibre 45 se dispara con una detonación tan fuerte que daña los tímpanos. La explosión despide esquirlas metálicas que le rozan la bota izquierda al Sueco, que apoyado contra la pared trasera lanza un grito.

Con un sutil movimiento, sin dar tiempo a Martínez ni a Lilly a disparar, el hombre negro y corpulento recoge la 45 humeante y pega tres tiros en el pecho al Sueco. La sangre salpica la pared ondulada que tiene a sus espaldas; profiere un grito ahogado, se retuerce y resbala hasta caer al suelo.

Desde la parte de atrás, Martínez apunta al hombre negro y dispara dos ráfagas rápidas y controladas en la misma dirección, aunque para ese entonces, Bruce ya está intentando esconderse entre un montón de cajas de cartón. Sin embargo, las balas perforan el cartón, el metal y la fibra de vidrio, desatando pequeñas explosiones dentro de las cajas que hacen que un montón de serrín, chispas y papeles se mezclen en el aire como si fueran meteoritos.

Todos caen al suelo; Bruce consigue empuñar su cuchillo Bowie —que tenía escondido en el tobillo— para quitarle los grilletes a Gabe. Todo ocurre muy deprisa en la zona de carga. Lilly apunta a los dos matones, mientras Martínez se abalanza sobre Bruce. El Gobernador grita algo así como: «¡No les matéis!». Gabe se suelta y corre a por una de las carabinas del suelo; Bruce intenta rajar con el cuchillo a Martínez, que en el intento de esquivar el ataque choca con Lilly, estampándola contra las puertas traseras…

El cerrojo se suelta por el impacto del cuerpo de Lilly contra la doble puerta.

Para su sorpresa, las puertas se abren de golpe, dejando la entrada libre a un enjambre de cadáveres andantes.