Al día siguiente, la tormenta —que se ha convertido en un continuo bombardeo de lluvias torrenciales y gélida aguanieve— azota con una fuerza descomunal el sureste del estado de Georgia. Sometidos a la potencia de las sacudidas, los postes de teléfono se doblan, cayendo en medio de las carreteras atestadas de vehículos abandonados; el agua se desborda de las alcantarillas, sale a borbotones e inunda las granjas deshabitadas, al tiempo que las zonas más altas van cubriéndose de peligrosas capas de hielo.
Dieciocho kilómetros al sureste de Woodbury, el temporal golpea el mayor cementerio público del sur de Estados Unidos, que se encuentra en una hondonada llena de árboles próxima a la Autovía 36.
El Parque Memorial Edward Nightingale, en el que se exponen decenas de miles de tumbas históricas, está a tan sólo un kilómetro y medio al sur del Sprewell State Park. La capilla gótica y el centro de visitantes se encuentran en el sector este de la propiedad, a un tiro de piedra del centro médico de Woodland, uno de los hospitales más grandes del país. Este complejo de edificios —incluida la morgue de Woodland, así como el inmenso laberinto de salas de velatorio que llenan el espacio subterráneo del Nightingale—, repleto de zombies frescos desde las primeras semanas de la epidemia, bulle de muertos vivientes, algunos de los cuales eran cadáveres recientes que estaban a la espera de la autopsia o del entierro, y otros ya estaban descompuestos tras varios meses en las cajas, atrapados, hasta hoy, en sus cámaras.
El sábado a las 4.37 de la tarde, hora del este, el cercano río Flint empieza a desbordarse. Bajo las luces estroboscópicas de los relámpagos, las implacables moles de agua arrasan con bancos, graneros, vallas publicitarias, y arrojan, como juguetes rechazados por un niño enfadado, coches abandonados por los caminos rurales.
En cuestión de una hora se forman aludes de cieno. Toda la pendiente norte del cementerio cede y se desploma sobre el río Flint, una oleada marrón y viscosa que arrasa a su paso las tumbas del suelo, arrojando ataúdes antiguos por toda la colina. Los sepulcros se abren y vuelcan los restos mortales en el océano de barro, aguanieve y viento. Muchos de los cuerpos —sobre todo los que aún conservan los tejidos secos y momificados para moverse— empiezan a arrastrarse buscando zonas más altas y secas.
Los ventanales ornamentados que rodean el centro de visitantes del Nightingale se agrietan debido a la presión del torrente, y se desploman mientras los vientos huracanados se ocupan del resto y rompen los capiteles góticos en pedazos, destruyendo los campanarios y decapitando los tejados inclinados.
A poco menos de medio kilómetro hacia el este, las aguas destructoras devastan también el hospital y proyectan los escombros por puertas y ventanas.
Al ser arrojados a través de las grietas o engullidos por la tromba de agua que desplaza el viento huracanado y la presión atmosférica, los zombies que hay atrapados en el interior de la morgue salen al exterior.
Alrededor de las 5.00 de ese mismo día, una multitud de muertos, lo suficientemente grande como para llenar una necrópolis, desciende sobre los huertos y campos de tabaco vecinos como si una nueva especie de criaturas marinas apareciera en una playa. La corriente los hace caer unos sobre otros; algunos se quedan enganchados en los árboles, y otros quedan enredados en los utensilios de labranza. Algunos se desplazan a la deriva varios kilómetros por debajo del agua, agitándose en la intermitente oscuridad, movidos por el instinto y el hambre incipiente. Otros miles se quedan apilados en morrenas, valles y zonas escarpadas al norte de la autovía, emergiendo del cieno paleolítico con una mímica primaria y grotesca.
Incluso antes de finalizar la tormenta —que ya se va desplazando por toda la costa Este—, la población de muertos vivientes que acaba de colonizar el campo supera ya en número a la población de vivos que tenía la ciudad de Harrington, Georgia, antes de la plaga, que, según el cartel de la Autovía 36, ascendía a 4.011 personas.
Cuando acaba la tormenta, que pasaría a la historia, casi un millar de los cadáveres desperdigados empiezan a formar la manada de zombies más grande jamás vista desde la llegada de la epidemia. En la oscuridad lluviosa, los caminantes se van aglomerando progresivamente, hasta que acaba formándose una horda gigantesca en los campos desnivelados que se extienden entre Crest Highway y Roland Road. Es tal la densidad del enjambre que, a lo lejos, la parte superior de sus corrompidas cabezas puede confundirse con una tromba de agua oscura, salobre y pesada que se despliega por el terreno.
Únicamente debido al inexplicable comportamiento de los muertos —sea por instinto, olfato, feromonas o cualquier otro factor—, la horda acaba por desplazarse a través del cieno en dirección noroeste, directa hacia el núcleo de población más cercano —la ciudad de Woodbury—, que se encuentra a poco más de diez kilómetros.
Los últimos coletazos de la tormenta dejan las granjas y los campos del sureste de Georgia inundados de enormes y negras balsas de agua estancada, cuyas capas más superficiales se vuelven hielo negruzco, mientras las más profundas se mezclan con el barro.
La borrasca de lluvia y nieve, ahora debilitada, se desplaza por toda la zona, congelando los bosques y las montañas de los alrededores de Woodbury, dando lugar a un espectáculo maravilloso de ramas centelleantes, cables de alta tensión engalanados con carámbanos y sendas cristalinas que resultaría bello en cualquier otro contexto espacio-temporal libre de epidemias y de desesperación humana.
Al día siguiente, los habitantes de Woodbury se afanan en retomar el ritmo de vida habitual. El Gobernador ordena a sus grupos de trabajo que asalten granjas y busquen bloques de sal, que transportan en camionetas y posteriormente cortan con una sierra eléctrica en trozos manejables para esparcirlos por las carreteras y las calzadas. También han formado diques con sacos de arena en el sur de la ciudad, en las vías del tren, con la intención de evitar inundaciones y de mantener el agua controlada. Durante todo el día, bajo un cielo del color del hollín, los ciudadanos se dedican a barrer, echar sal, recoger nieve y apuntalar las zonas más dañadas.
—Bob, que siga el espectáculo —dice el Gobernador a última hora de la tarde desde el asiento que tiene reservado en el estadio.
La luz de las lámparas de calcio atraviesa el banco de niebla que cubre la pista, y el zumbido de los generadores se asemeja a una nota discordante en un concierto de fagot. El aire huele a humo, álcali y basura quemada.
El viento ondula la superficie de la pista, que parece un mar de barro tan denso como las gachas. La lluvia se ha cebado con el estadio, y ahora el campo, cubierto por más de medio metro de agua estancada, brilla bajo la luz de los focos. Las gradas forradas de hielo están casi desiertas, a excepción de un pequeño grupo de obreros que trabaja con palas y escobillas.
—¿Qué? —pregunta Bob Stookey, que está tirado en una butaca a espaldas del Gobernador.
Eructando casi inconscientemente y con la cabeza suspendida en un sopor etílico, Bob parece un niño abandonado. Tiene una botella vacía de Jim Beam en el asiento metálico de al lado, y otra que sostiene —medio llena— con la mano grasienta y entumecida. Lleva cinco días bebiendo sin parar desde que acabó mandando a Megan Lafferty al otro barrio.
Lo cierto es que un bebedor empedernido aguanta las borracheras mejor que cualquier otra persona. Antes de caer en la más profunda embriaguez, la mayoría de los bebedores ocasionales disfrutan del punto ideal de la borrachera —ese impulso despreocupado a la camaradería que ayuda a los tímidos a socializar— sólo durante unos instantes. Aunque Bob es capaz de alcanzar ese estado de aturdimiento con un litro de whisky y permanecer así durante varios días.
Pero en ese preciso instante, Bob Stookey se encuentra en el crepúsculo de su alcoholismo, ya que bebiendo casi cuatro litros de alcohol al día ha empezado a quedarse dormido, a perder la noción de la realidad y a tener alucinaciones y perder el conocimiento durante horas.
—He dicho que siga el espectáculo —repite el Gobernador, levantando la voz y acercándose a la valla metálica que hay entre él y Bob—. A esta gente le va a dar claustrofobia, Bob. Necesitan una catarsis.
—Claro que sí, joder —contesta el hombre mientras se le cae la baba, pudiendo apenas mantener la cabeza recta. En el reflejo del asiento de acero ve al Gobernador, que está a poco más de medio metro de él, mirándolo con expresión hostil a través de los huecos de la valla metálica.
A los febriles ojos de Bob, el Gobernador tiene un aspecto demoníaco bajo la fría luz de los focos Lucolux que hay por todo el estadio, que le dan un halo plateado a su pelo lacio y negro —de aspecto similar al plumaje de un cuervo— que lleva recogido en una coleta. Al respirar, expulsa nubecillas de vapor blanco, y los extremos de su bigote de Fu Manchú se mueven cuando dice:
—Esta pequeña tormenta no nos va a parar, Bob. Se me ha ocurrido algo que los va a dejar a todos alucinados. Espera y verás. Todavía no has visto nada.
—Suena… bien —contesta el borracho con la cabeza caída hacia adelante, mientras una sombra se cierne sobre su campo de visión.
—Será mañana por la noche, Bob. —La cara del Gobernador flota como si fuera una aparición fantasmal ante la mirada perdida de Bob—. Ya he aprendido la lección. De ahora en adelante, las cosas van a cambiar. Así son la ley y el orden, Bob. Va a ser una gran oportunidad para aprender. Y un gran espectáculo. Les va a cambiar la puta vida. Será aquí, en medio de todo este barro y esta mierda. Bob, ¿me oyes? Bob, ¿estás bien? Aguanta, camarada.
El hombre sufre otro desmayo y resbala en el asiento hasta caer al suelo. La última imagen que se le queda grabada en la mente es la cara del Gobernador agrietada por los rombos geométricos oxidados que forman la valla metálica.
—Por cierto, ¿dónde coño se ha metido Martínez? —pregunta el Gobernador mientras mira hacia atrás—. Hace horas que no sé nada de ese cabrón.
—Escuchadme bien —dice Martínez, clavando la mirada, uno a uno, en los ojos de los otros conspiradores, bajo la tenue luz de la nave junto a las vías del tren. Los cinco están en cuclillas, agolpados en un semicírculo mal hecho delante de Martínez, que se ha colocado al fondo, entre telas de araña y menos luz que en un sepulcro. Se enciende un cigarrillo y el humo envuelve su rostro, tan agraciado como astuto—. Una puta cobra no se atrapa con una red; hay que atacar con la mayor rapidez y firmeza posibles.
—¿Cuándo? —pregunta el más joven, que se llama Stevie. Agachado junto a Martínez, vestido con una cazadora negra brillante, el mulato de perilla, alto y desgarbado, parpadea nervioso con unas pestañas largas que enmarcan una mirada seria. La aparente inocencia de Stevie se contradice con su feroz habilidad para matar zombies.
—Pronto —le contesta Martínez, dándole otra calada al cigarro—. Lo sabréis esta noche.
—¿Dónde? —pregunta otro conspirador, un hombre mayor que lleva gabardina y bufanda, y responde al nombre del «Sueco». Una larga melena rubia, el rostro curtido y el pecho fornido, sobre el que siempre lleva colgada una bandolera de munición, le dan un aire de soldado de la resistencia francesa en la segunda guerra mundial.
—Ya os lo diré —le responde Martínez, mirándolo fijamente.
El Sueco suelta un suspiro exasperado.
—Martínez, nos estamos jugando el culo con esto. No te cuesta nada darnos más detalles de lo que vamos a hacer.
Interviene otro de ellos, un hombre negro que lleva un chaleco y se llama Broyles:
—Sueco, hay una razón para no darnos más detalles.
—¿Sí? ¿Cuál?
El hombre negro intercambia una mirada con el Sueco:
—El margen de error.
—¿Cómo?
El hombre negro mira a Martínez.
—Hay mucho que perder; podrían pillar a alguno antes de intentarlo, torturarnos y toda esa mierda.
Martínez asiente con la cabeza, todavía fumando:
—Algo así…, sí.
Un cuarto hombre, un antiguo mecánico de Macon que se llama Taggert, se mete en la conversación:
—¿Y qué haremos con los floreros?
—¿Bruce y Gabe? —pregunta Martínez.
—Sí… ¿Crees que podremos deshacernos de ellos?
Martínez le da otra calada al cigarro:
—¿Y tú qué crees?
Taggert se encoge de hombros.
—No creo que acepten hacer algo así. Blake los tiene tan cogidos por los huevos que hasta le limpian el culo.
—Exacto —dice Martínez, respirando hondo—. Por eso tenemos que acabar con ellos primero.
—Si os soy sincero —masculla Stevie—, la mayoría de las personas que viven en esta ciudad no se queja del Gobernador.
—Eso es verdad —añade el Sueco, asintiendo nervioso con la cabeza—. Yo diría que al noventa por ciento de estas personas les gusta ese hijo de puta, y que se conforman con su forma de hacer las cosas. Mientras la panza esté llena, el muro no se caiga y el espectáculo continúe… ¡Son como los alemanes en los años treinta con el puto Adolf Hitler!
—¡Cierra el pico! —Martínez tira el cigarro al suelo lleno de colillas y le da una patada con la punta de la bota—. Escuchadme bien todos… —Mira a los hombres uno a uno, al tiempo que habla con la voz agravada por los nervios—. Vamos a hacerlo, y vamos a hacerlo con rapidez y decisión… De lo contrario, acabaremos en el matadero, convertidos en comida para zombies. Va a tener un accidente. Eso es todo lo que os puedo decir ahora. Si no os gusta, ahí tenéis la puerta. No pasa nada. Es vuestra oportunidad. —Baja el tono—: Habéis sido buenos trabajadores, hombres honrados…, pero aquí no es fácil fiarse de la gente. Si queréis despediros e iros de aquí, no os lo tendré en cuenta. Pero hacedlo ahora, porque cuando esto empiece, ya no podréis dejarlo.
Martínez hace una pausa.
Nadie dice nada; ninguno abandona.
Esa noche, la temperatura cae en picado y el viento del norte azota. Por la avenida principal de Woodbury, las chimeneas echan humo de leña, y los generadores trabajan sin parar. En dirección oeste, los grandes arcos de luz situados sobre el estadio siguen encendidos, está casi todo preparado para el gran estreno mundial de la noche siguiente.
Sola en su apartamento del piso de arriba de la tintorería, Lilly Caul deja un par de revólveres y munición extra encima de la cama: dos Ruger Lite semiautomáticas del calibre 22 con un cartucho de repuesto y una caja de Stinger 32 granos. Martínez le ha dado las armas, además de una clase rápida de cómo recargarlas.
Da un paso atrás y con un gesto de inquietud se queda mirando las pistolas chapadas en oro. El corazón se le acelera y la garganta se le seca al recordar el miedo y la desconfianza que sentía antes. Se detiene. Cierra los ojos e intenta deshacerse del miedo que le oprime el pecho. Vuelve a abrirlos, levanta la mano derecha y la agita como si fuera de otra persona. Pero la mano no se mueve. Está petrificada.
Luego saca una mochila grande de debajo de la cama para meter las armas, la munición, un machete, una linterna, hilo de nailon, tranquilizantes, cinta aislante, un bote de Red Bull, un mechero, un rollo de lona, unos mitones, prismáticos y un chaleco de repuesto. Después cierra bien la mochila y vuelve a dejarla debajo de la cama.
Quedan menos de veinticuatro horas para que comience la misión que cambiará el curso de su vida.
Lilly se pone un anorak, botas aislantes y un gorro. Comprueba la hora en el reloj de cuerda que tiene en su mesita de noche.
Cinco minutos más tarde, a las 11.45, cierra la puerta con llave y sale a la calle.
La ciudad está desierta esa fría medianoche, el aire va cargado del olor amargo del azufre y la sal congelada. Lilly tiene que caminar con cuidado por las aceras escarchadas, a su paso las botas producen sonoros crujidos. Mira a su alrededor, pero las calles están vacías, así que continúa caminando hasta el apartamento de Bob rodeando la oficina de correos.
La escalera de madera en la que Megan se ahorcó, invadida por el hielo de la tormenta, cruje y resuena mientras Lilly sube.
Llama a la puerta de Bob. No obtiene respuesta. Llama de nuevo. Nada. Dice su nombre en voz baja, pero nadie contesta, tampoco se oye nada dentro. Finalmente, intenta abrir la puerta y se da cuenta de que está abierta, así que entra.
La cocina está oscura y en silencio, el suelo lleno de platos rotos y charcos de líquidos derramados. Por un momento, Lilly se pregunta si debería haber traído un arma de fuego. Se asoma a la sala de estar, a su derecha, y ve que todos los muebles están destrozados y rodeados de montones de ropa sucia por el suelo. Hay algo pegajoso en la pared. Lilly se traga el miedo y sigue buscando.
—¿Hay alguien en casa?
Se asoma a la habitación que hay al final del pasillo y encuentra a Bob sentado en el suelo, apoyado en la cama deshecha, con la cabeza suspendida hacia adelante. Vestido con una camiseta de tirantes llena de manchas y unos pantalones cortos tipo bóxer que dejan ver unas piernas huesudas y blancas como el alabastro, está tan borracho que al principio Lilly lo da por muerto.
Sin embargo, le nota la respiración en el pecho y ve la botella medio vacía de Jim Beam que sostiene débilmente con la mano derecha.
—¡Bob! —le grita Lilly.
Se abalanza sobre él para levantarle la cabeza con cuidado y apoyarla en la cama. Lleva el pelo grasiento pegado hacia un lado, y con los ojos soñolientos e inyectados en sangre balbucea:
—Hay muchos… Van a…
—Bob, soy Lilly. ¿Puedes oírme? ¡Bob! Soy yo, Lilly.
Bob agita la cabeza.
—Van a morir… No los hemos atendido…
—Despierta, Bob. Sólo es una pesadilla. Tranquilo, estoy aquí.
—Se retuercen como gusanos… Son demasiados… Es horrible…
Ella se pone de pie, se da la vuelta y sale corriendo de la habitación hasta llegar al final del pasillo, donde está el cochambroso baño, llena de agua un vaso mugriento para ofrecérselo. Después le quita la botella de la mano con cuidado y la estampa contra la pared de la otra punta de la habitación, donde se rompe en mil pedazos salpicando todo el papel pintado de flores. Bob se sobresalta por el ruido.
—Toma, bébete esto —le pide Lilly, ofreciéndole un poco, pero él se atraganta. Al toser, Bob sacude las manos con impotencia intentando concentrarse en ella, pero los ojos no le responden. Ella le acaricia la frente mojada por la fiebre:
—Sé que lo estás pasando mal, Bob, pero te vas a poner bien. Yo te ayudaré, vamos.
Lilly lo levanta cogiéndolo por las axilas, tirando de su peso muerto para llevarlo a la cama, y le coloca la cabeza en la almohada. Después le pone las piernas bajo las mantas y lo tapa hasta el cuello, diciéndole con dulzura:
—Sé lo duro que ha sido para ti perder a Megan, pero tienes que seguir adelante.
Él frunce el cejo con un gesto de dolor que deforma su rostro pálido, arrugado y demacrado, mientras sus ojos recorren el techo. Parece alguien a quien han enterrado vivo y ahora trata de respirar, arrastrando las palabras:
—Yo no quería…, nunca…, no era mi intención…
—Tranquilo, Bob. No hace falta que digas nada. —Lilly le acaricia la frente—. Lo has hecho bien. Todo va a salir bien. Todo va a cambiar. —Le toca el rostro y nota que tiene la piel helada. Empieza a cantar en voz baja. Como solía hacer antes, canta la canción «Circle Game», de Joni Mitchell.
La cabeza de Bob empapada en sudor reposa sobre la almohada, empieza a respirar más lentamente. Los párpados le pesan, igual que antes, y se pone a roncar. Lilly sigue cantando un buen rato.
—Vamos a acabar con él —susurra Lilly al oído del hombre durmiente.
Sabe que él ya no oye nada de lo que le dice, aunque quiera hacerlo; pero Lilly no le está hablando a él, sino a alguna parte muy profunda de su alma.
—Ya es tarde para echarnos atrás… Vamos a acabar con él…
La voz de Lilly se va apagando mientras decide buscar una manta y pasar el resto de la noche junto a Bob, esperando que el fatídico día amanezca.