Capítulo 15

En la parte oeste de la ciudad, dentro de la zona amurallada, en un segundo piso próximo a la oficina de correos, Bob Stookey oye cómo llaman a su puerta. Apoyado en el cabezal de una cama de muelles, deja boca abajo su manoseado libro de bolsillo —una novela de vaqueros que se llama Los forajidos de mezquite y cuyo autor es Louis L’Amour—, se pone las zapatillas de estar por casa y los pantalones, aunque la cremallera se resiste a subir.

Todavía se siente un poco aturdido y desorientado tras haber bebido como un cosaco esa tarde. Todo le da vueltas y el estómago se le retuerce mientras sale de la habitación dando tumbos y llega a la puerta trasera, que se abre a la oscuridad de un rellano de madera al que se accede por una escalera. Abre la puerta mientras eructa y se traga la bilis.

—Bob…, ha sido horrible… ¡Dios mío, Bob! —Megan Lafferty aparece sollozando en medio de la oscuridad de la escalera. Tiene la cara mojada y demacrada, los ojos hundidos e inyectados en sangre, parece que fuera a resquebrajarse de un momento a otro igual que una figurilla de cristal. Temblando de frío, se sube el cuello de la cazadora vaquera para intentar entrar en calor.

—Pasa, cariño —le dice Bob, abriendo la puerta del todo, al tiempo que nota que se le acelera el corazón—. Por el amor de Dios, ¿qué te ha pasado?

Megan camina a trompicones hasta la cocina, pero Bob tiene que sostenerla para que pueda sentarse en una silla de la atestada mesa del comedor. Ella se deja caer en la silla e intenta hablar, pero se atraganta con las lágrimas. Al verla llorar, Bob se arrodilla junto a la joven para acariciarle el hombro, pero Megan sólo puede enterrar la cabeza en su pecho y sollozar.

—Tranquila, cariño… Pase lo que pase… vamos a solucionarlo… —la consuela, abrazándola.

Ella sigue gimiendo, oprimida por el miedo y la angustia, mientras las lágrimas le empapan la camiseta interior. Él le sostiene la cabeza contra su pecho, acariciándole los rizos mojados; tras un momento tremendamente angustioso, Megan lo mira a los ojos:

—Scott está muerto.

—¿Qué?

—Lo he visto, Bob —habla entre jadeos, agitada por los sollozos—. Está…, está muerto y… se ha convertido en uno de ellos.

—Calma, cariño, respira hondo y cuéntame lo que ha pasado.

—¡Ni siquiera sé lo que ha pasado!

—¿Dónde lo has visto?

Entre jadeos, intentando respirar, con palabras entrecortadas, le describe la tenebrosa imagen de las cabezas cortadas.

—¿Dónde has visto eso? —sigue preguntando él.

A Megan se le acelera la respiración.

—En…, en…, en casa del Gobernador.

Intenta tragar saliva una y otra vez, pero las palabras le agarrotan la garganta.

—Cariño, ¿qué hacías tú en el piso del Gobernador? —quiere saber Bob, acariciándole el brazo.

Megan trata de contestarle sin éxito, aún llorando desconsolada y tapándose el rostro con las manos.

—Te traeré un vaso de agua —le dice él al final.

Bob va corriendo al fregadero para llenar de agua un vaso de plástico. La mitad de las viviendas de Woodbury carecen de los servicios más básicos, ya que no tienen ni calefacción ni agua corriente. Los pocos afortunados que disponen de estas comodidades forman parte del círculo más estrecho del Gobernador, ya que la improvisada cúpula de poder les ha otorgado ciertos beneficios. Por su parte, Bob se ha convertido en el nostálgico por excelencia, y el lugar en el que vive refleja esa actitud. Plagado de botellas vacías y envoltorios de alimentos, latas de tabaco para pipa y revistas de mujeres, mantas de lana y aparatos electrónicos, su apartamento tiene el aspecto de una cueva desvencijada.

Le lleva el vaso de agua a Megan, que bebe a sorbos mientras el líquido se le derrama por las comisuras de los labios y le moja la chaqueta; él la ayuda a quitársela mientras la joven acaba de beber. Es entonces cuando Bob se da cuenta de que Megan tiene la camisa mal abrochada y abierta a la altura del ombligo, mostrando varias marcas y arañazos en la zona del esternón, entre sus pálidos pechos. Lleva el sujetador torcido de tal forma que le queda el pezón al descubierto.

—Ven aquí, cariño —le pide, dirigiéndose al vestíbulo, donde tiene el armario en el que guarda la ropa de cama, saca una manta y envuelve a Megan. Eso ayuda a que ella, poco a poco, deje de llorar, aunque dando lugar a una respiración entrecortada y agitada. Está cabizbaja y con las manos en el regazo, abandonadas con las palmas hacia arriba, como si hubiera olvidado cómo usarlas.

—No tendría que… —intenta explicar lo ocurrido, todavía pronunciando las palabras con dificultad. Tiene los ojos cerrados y se limpia la nariz, que no para de moquearle—. ¿Qué es lo que he hecho, Bob? ¿Qué coño me está pasando?

—No te preocupes —la calma con dulzura, mientras le pasa el brazo por detrás—. Yo estoy contigo, cariño. Yo te cuidaré.

Megan se acurruca entre sus brazos y, con la cabeza apoyada en su hombro, en seguida adquiere una respiración más relajada, en forma de resuellos graves y prolongados, como si se estuviera durmiendo. Mientras, Bob reconoce en ella síntomas de estrés postraumático, ya que al tacto está helada, por lo que decide cubrirla más con la manta. Entonces, Megan le hunde el rostro en el cuello.

Bob respira hondo, invadido por un torrente de emociones.

La abraza con fuerza; intenta decirle algo, pero mil contradicciones le pasan por la cabeza. Está horrorizado por lo que le ha contado Megan, por las cabezas cortadas y el cuerpo desmembrado de Scott Moon y, sobre todo, por el hecho de que la joven haya hecho tal visita al Gobernador. Aun así, siente por ella un deseo no correspondido. La cercanía de sus labios, el susurro de su respiración acariciándole el cuello y el brillo de sus rizos de color frambuesa rozando su barbilla emborrachan a Bob con más rapidez y efusividad que una caja entera de bourbon de doce años, y ahora siente un ansia irrefrenable por besarle la cabeza.

—Todo irá bien —le murmura al oído—. Juntos lo solucionaremos.

—Bob… —lo llama, todavía confundida y tal vez un poco mareada—. Bob…

—Todo va a salir bien —le dice al oído, mientras le acaricia el pelo con una mano grasienta y nudosa.

Ella levanta la cabeza para darle un beso en su canosa mandíbula.

Bob cierra los ojos y se deja llevar.

Esa noche duermen juntos, pero a Bob le da miedo que al pasar más tiempo con ella, la relación se vuelva más cercana e íntima. Bob no ha tenido relaciones con ninguna mujer desde hace once años, cuando él y su última esposa, Brenda, dejaron de hacer el amor. Además, la bebida lleva años socavando su virilidad. Sin embargo, aún conserva la pasión latente en su interior, y siente un deseo tan fuerte por Megan que la garganta le arde como cuando bebe Everclear; como un dedo clavándose insistentemente en la base de su espalda.

Duermen profundamente, abrazados, enredados entre las sábanas empapadas de sudor de la cama de matrimonio que hay en la habitación interior. Para alivio de Bob, esa cercanía no da lugar, ni por asomo, al sexo.

En la oscuridad del segundo piso, los pensamientos calenturientos del hombre vacilan toda la noche entre sueños desdibujados en los que le hace el amor a Megan Lafferty en una isla desierta, en medio de aguas infestadas de zombies, y momentos repentinos de duermevela. Se maravilla ante el milagro de sentir tan de cerca la respiración arrítmica de Megan, de notar la calidez de su cadera contra su tripa, de respirar los rizos de su pelo e impregnarse de su dulce aroma almizclado. Le asombra sentirse tan completo y percibir la extraña vitalidad que le aporta la esperanza, algo que no le ocurre desde que comenzó la epidemia. La sospecha subyacente y los sentimientos encontrados en cuanto al Gobernador se han desvanecido en el limbo sombrío del dormitorio, y la paz momentánea que se cierne sobre Bob Stookey lo sumerge en un sueño profundo.

Justo después de amanecer, se despierta de golpe al oír un chillido penetrante.

Al principio cree que aún está durmiendo, pero el grito viene de fuera, y él lo interpreta como un eco fantasmal o como si una pesadilla estuviera dando los últimos coletazos, llegando a confundirse con la vigilia. A medias consciente, se vuelve en busca de Megan; pero su lado está vacío, y las mantas están enrolladas a los pies de la cama. Megan no está.

Bob se incorpora sobresaltado.

Se dirige a la puerta caminando descalzo por el suelo helado, cuando, de repente, otro grito atraviesa el viento invernal que sopla al exterior. Sin embargo, no repara en la silla tirada en el suelo de la cocina, ni en los cajones ni en las puertas de la despensa abiertos; signos de que alguien ha estado buscando entre sus pertenencias.

—¡Megan, cariño!

Corre a la puerta trasera, que se ha quedado entreabierta y traquetea con el viento.

—¿Megan?

Empuja la puerta y aparece dando tumbos en el rellano del segundo piso, cegado por el crudo resplandor del cielo encapotado y el viento helado que le azota el rostro.

—¡Megan!

No alcanza a entender por qué hay tanto revuelo alrededor del edificio. Hay gente bajo la escalera, al otro lado de la calle y en la esquina del aparcamiento de la oficina de correos —no más de unas diez personas—, y todos lo señalan a él o tal vez a algo que hay en el tejado. Todo es muy confuso. El corazón se le acelera. Empieza a bajar por la escalera, ignorando por completo el montón de cuerda enrollada alrededor de las pilastras de la terraza. Hasta que acaba de descender.

Bob se da la vuelta, helado como el mármol.

—¡Dios mío! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No…!

Megan cuelga de una soga que se ha atado alrededor del cuello, con la cara descolorida y lívida como la porcelana enmohecida.

Justo encima de la tintorería, Lilly Caul oye el alboroto desde su ventana y se hace con el ánimo para levantarse. Sube la persiana y ve mucha gente fuera, en sus portales, algunos señalan la oficina de correos con cara de preocupación y hablan entre sí, compungidos. La intuición le dice que algo horrible ha ocurrido, y cuando ve al Gobernador dando zancadas por la acera, con su abrigo largo y sus gorilas, Gabe y Bruce, a su lado, cargando los fusiles de asalto, corre a vestirse.

Tarda menos de tres minutos en ponerse la ropa, bajar corriendo la escalera trasera, atravesar una callejuela que separa dos edificios y pasar por los dos bloques y medio de pisos hasta llegar a la oficina de correos.

El cielo se agita, amenazante, y el viento escupe aguanieve; cuando Lilly ve a toda la gente arremolinada en la puerta de la casa de Bob, sabe de inmediato que ha ocurrido algo espantoso. Lo ve en la expresión de los curiosos, y también en el modo en que el Gobernador le habla a Bob: están apartados de la muchedumbre y miran al suelo mientras conversan en voz baja con rostros de preocupación y pena.

En medio del círculo de curiosos, Gabe y Bruce se arrodillan en el asfalto junto a algo que previamente han cubierto con una sábana. La imagen deja paralizada a Lilly, que se mantiene al margen, observando, mientras siente cómo el miedo le recorre la espalda en forma de gélido escalofrío. El hecho de que éste no sea el primer cadáver que ve tirado en una esquina le desgarra el alma.

—¿Lilly?

Se da la vuelta y ve a Martínez, que lleva una bandolera de balas que le cruza el pecho. Él le pone una mano en el hombro y le pregunta:

—Era amiga tuya, ¿verdad?

—¿Quién es?

—¿Todavía no te lo han dicho?

—¿Es Megan? —Lilly se abre paso hasta el cuerpo empujando a Martínez y al resto de curiosos—. ¿Qué ha pasado?

En ese momento, Bob Stookey aparece frente a ella para evitar que pase. La agarra por los hombros con cuidado.

—Para Lil, ya no hay nada que podamos hacer —le dice Bob.

—¿Qué ha pasado, Bob? —A Lilly se le empañan los ojos y se le hace un nudo en la garganta—. ¿Ha sido un caminante? ¡Dejadme!

Bob la sujeta por los hombros.

—No, Lilly. Eso no es lo que ha pasado. —La mujer ve en la mirada de Bob, cruda y vidriosa, un dolor profundo—. Estos hombres se ocuparán de ella.

—¿Está…?

—Se ha ido, Lil. —Bob mira hacia abajo tembloroso—. Se ha quitado la vida.

—¿Qué? ¿Qué ha pasado?

Bob, que sigue cabizbajo, murmura algo así como que no está seguro.

—¡Suéltame, Bob! —le grita Lilly, intentando abrirse paso entre los curiosos.

—¡Oye! ¡Quieta ahí! —Gabe, el hombre corpulento de cuello musculoso y pelo rapado, le corta el paso cogiéndola del brazo—. Sé que erais muy amigas.

—¡Dejadme verla! —exclama Lilly, soltándose del brazo; sin embargo, Gabe consigue cogerla por detrás para evitar que lo haga. La mujer se retuerce con rabia—. ¡Suéltame de una puta vez!

A tres metros, Bruce —el hombre negro de la cabeza rapada— se arrodilla junto al cadáver mientras pone un cargador nuevo en la semiautomática del calibre 45. Luego, ignorando el revuelo que se ha formado a sus espaldas, respira hondo, con una expresión en el rostro que mezcla pena y determinación, y se prepara para acabar una desagradable faena.

—¡Que me sueltes! —grita Lilly, retorciéndose aún en los brazos del hombre fornido, sin apartar los ojos del cadáver.

—Tranquilízate. —Gabe pega un bufido—. Lo estás haciendo más difícil de lo que ya es…

—¡Suéltala!

La voz, profunda y consumida por el tabaco, aparece por detrás de Gabe. Lilly y el hombre corpulento se quedan petrificados como si hubieran oído un sonido ultrasónico.

Ven por el rabillo del ojo al Gobernador en medio del círculo de curiosos, con las manos apoyadas en la cadera y luciendo dos Army calibre 45 de empuñadura perlada, una en cada costado, como si fuera un pistolero, y con el pelo al más puro estilo de una estrella del rock —negro como la tinta china— recogido en una coleta que se agita al viento. Las patas de gallo que enmarcan sus ojos y las arrugas que esculpen su mandíbula hundida se acentúan cuando se le ensombrece la expresión.

—Vamos, Gabe…, deja que la chica se despida de su amiga.

Lilly se abalanza sobre el cadáver tendido en el suelo y se pone de rodillas para verlo de cerca, tapándose la boca con la mano como si así contuviera la corriente de emociones que palpitan en su interior. En el instante en que se hace el silencio entre la multitud, Bruce le pone el seguro a la semiautomática y, observando a Lilly, se aparta tímidamente del cadáver.

También el Gobernador se mantiene a un respetuoso metro y medio de distancia.

Cuando la mujer echa la sábana hacia atrás y ve la cara amoratada de la que había sido Megan Lafferty, sólo puede apretar los dientes. Con los ojos hinchados pero cerrados y la mandíbula sometida al rigor mortis, la inexpresiva muñeca de porcelana parece haberse resquebrajado en mil grietas trazadas por los capilares marcados: los primeros signos de descomposición. Para Lilly es una visión espantosa, pero también tremendamente conmovedora, ya que no puede evitar recordar sus días juntas en el instituto Sprayberry; cuando se emborrachaban en la sala de estar, trepaban al tejado del edificio, les tiraban piedras a los de atletismo desde las gradas de la pista de baloncesto…

Megan ha sido durante muchos años su mejor amiga y, a pesar de sus defectos —que eran muchos—, Lilly la sigue considerando como tal, aunque ahora no pueda dejar de mirar los irreconocibles restos de su pendenciera amiga.

De repente, los párpados amoratados e hinchados de Megan se abren y dejan ver el ojo velado; sin embargo, Lilly ni se inmuta cuando el hombre negro de la cabeza rapada se acerca para disparar a bocajarro con su calibre 45, ya que antes de que acabe definitivamente con todo, retumba el grito del Gobernador:

—¡Bruce, no dispares!

Bruce lo mira de reojo mientras el Gobernador se le acerca y le dice en voz baja:

—Que lo haga ella.

Lilly sigue mirando al hombre del abrigo largo sin decir nada; tiene el corazón carbonizado y la sangre corre helada por sus venas.

Una atronadora tormenta eléctrica se acerca por el horizonte.

El Gobernador se sitúa junto a Bruce y le ordena:

—Vamos, Bruce. Dale el arma.

Tras un instante eterno, la pistola acaba en la mano de Lilly. En el suelo, lo que una vez fue Megan Lafferty se tensa y se convulsiona; el sistema nervioso se le acelera y muestra la dentadura negra y podrida. Las lágrimas nublan la visión de Lilly.

—Lilly, acaba con tu amiga —le insiste en voz baja el Gobernador desde detrás.

La mujer levanta el arma. La cabeza de Megan se alza hacia ella como un feto que emerge del líquido amniótico, chasqueando la mandíbula con voracidad. Lilly apunta a la frente del monstruo.

—Lilly, hazlo. Acaba con su desgracia.

Ella cierra los ojos; el gatillo le abrasa el dedo como un carámbano, y cuando vuelve a abrirlos, la cosa se levanta del suelo para atacarla directo a la yugular con sus dientes podridos.

Todo ocurre tan rápido que Lilly casi ni se percata de ello.

Se oye un disparo.

Lilly pierde el equilibrio y cae hacia atrás. El arma se le escapa de la mano mientras el cráneo de Megan estalla en una lluvia de sangre oscura, pintando la acera con un estarcido de materia gris. Finalmente, el cadáver reanimado se desploma sobre la sábana arrugada, mirando al cielo tormentoso con sus desafiantes ojos.

Por un momento, Lilly se queda inerte en el suelo, mirando las nubes, inmersa en un estado de confusión. ¿Quién ha disparado? Lilly no ha apretado el gatillo. ¿Quién lo ha hecho?

La mujer se seca las lágrimas para intentar prestarle atención al Gobernador, que está frente a ella con los ojos clavados en algo que tiene a su derecha.

Mientras balancea el brazo con el que ha disparado, Bob Stookey vigila el cadáver de Megan Lafferty con una pistola de policía del calibre 38 en la mano. Del cañón aún sale un hilo de humo.

La desolación que desprende el rostro ajado y arrugado de Bob es desgarradora.

Durante los días siguientes, nadie presta mucha atención a la variabilidad del tiempo.

Bob está demasiado ocupado tratando de llegar al coma etílico como para fijarse en algo tan trivial como la meteorología, y Lilly se está encargando de organizar un funeral decente para enterrar a Megan junto a Josh. El Gobernador, por su parte, pasa la mayor parte del tiempo preparando la siguiente batalla que se celebrará en el estadio. Tiene grandes planes para los próximos espectáculos: incorporar zombies en las luchas de gladiadores.

Gabe y Bruce se ocupan en un almacén auxiliar del sótano del estadio de la desagradable tarea de desmembrar a los guardias muertos. El Gobernador necesita carne humana para alimentar a la creciente reserva de zombies que esconde en un cuarto secreto de sus particulares catacumbas. Por eso, Gabe y Bruce reclutan a algunos jóvenes de la cuadrilla de Martínez para que manipulen las sierras eléctricas en el oscuro y purulento matadero cercano a la morgue en el que convierten los restos humanos en carnaza.

Mientras tanto, las lluvias de enero llegan a la ciudad amenazando lenta e insidiosamente.

Al principio, las fases más superficiales de la tormenta pasan casi desapercibidas —son chaparrones aislados que llenan las alcantarillas y limpian las calles— ya que las temperaturas se mantienen por encima de cero. Sin embargo, el cielo oscuro que se acerca por el horizonte empieza a preocupar a la gente. Nadie sabe con certeza —ni lo sabrá— por qué este invierno en Georgia está siendo tan anómalo. Los inviernos relativamente templados de los que suele gozar el estado se disipan ocasionalmente en lluvias torrenciales, unos cuantos copos de nieve o alguna que otra tormenta de hielo, pero nadie en el delta está preparado para la borrasca que está por llegar procedente de Canadá.

Esa semana, el Instituto Nacional de Meteorología, situado en Peachtree City, que todavía existe gracias a generadores y emisoras de radio de onda corta, emite una advertencia en todas las frecuencias en las que puede hacerlo. Sin embargo, son pocos los afortunados que pueden oír las noticias, un puñado de oyentes que escuchan al famoso meteorólogo Barry Gooden despotricando contra las tormentas de nieve de 1993 y las inundaciones de 2009.

Según Gooden, el tremendo frente frío que se cernirá sobre el sur de Estados Unidos durante las próximas veinticuatro horas colisionará con las húmedas, templadas y cálidas temperaturas del centro de Georgia, y es muy posible que el resto de las tormentas de invierno pasen como pequeños aguaceros. Con una previsión de vientos de ciento diez kilómetros por hora, además de peligrosas tormentas eléctricas y una mezcla de lluvia y aguanieve, el temporal promete causar estragos sin precedentes en la apestada Georgia. Y estos cambios drásticos de temperatura no sólo amenazan con convertir las lluvias en ventiscas, sino que, tal y como se supo en el estado un par de años antes y también se sabe ahora, amenazan con demostrar a los georgianos que la administración no está preparada para las inundaciones.

Durante el otoño de 2009, una fortísima tormenta provocó una crecida del río Chattahoochee que dio lugar a inundaciones en las áreas más pobladas de Roswell, Sandy Springs y Marietta. Las olas de cieno arrancaron casas de sus cimientos, las carreteras se inundaron y la catástrofe se contabilizó en decenas de muertos y cientos de millones de dólares en daños. Pero este año en particular, con este monstruo desplegándose por el Misisipi a una velocidad alarmante, promete romper esquemas.

Ese mismo viernes por la tarde, los primeros signos de un clima anormal se adentran rugiendo en la ciudad.

Al anochecer, sobre la barricada de Woodbury la lluvia cae en un ángulo de cuarenta y cinco grados y el viento sopla a ochenta kilómetros por hora, los inservibles cables de alta tensión del centro de la ciudad zumban y se agitan como látigos. Las descargas eléctricas convierten las callejuelas en intermitentes negativos de fotografías, al tiempo que se desbordan las cloacas de toda Main Street. Las calles y las tiendas quedan desiertas… Casi todos los habitantes de Woodbury se resguardan bajo techo esperando a que amaine…

Casi todos…, excepto un grupo de cuatro residentes que desafían la lluvia para reunirse de forma clandestina en una de las oficinas subterráneas del estadio.

—Alice, por favor, deja la luz apagada —pide una voz desde la oscuridad del otro lado del mostrador. Lo único que identifica al doctor Stevens es el pálido brillo que entre las sombras producen sus gafas de montura metálica.

El tamborileo amortiguado de la tormenta acentúa el silencio.

Alice asiente con la cabeza y permanece junto al interruptor de la luz frotándose las manos para calentárselas. Su bata de laboratorio adquiere un aspecto fantasmagórico en la lúgubre oficina sin ventanas que Stevens usaba antes como cuarto trastero.

—Tú nos has llamado, Lilly —murmura Martínez sentado en un taburete en la otra punta de la habitación y fumándose un puro, cuya punta brilla como una luciérnaga en la oscuridad—. ¿Qué te ocurre?

Lilly aparece entre las sombras junto a un armario de archivadores metálicos. Lleva puesto un impermeable militar de Josh que le viene tan grande que parece una niña jugando a los disfraces.

—¿Que qué me ocurre? Me ocurre que no quiero seguir viviendo así.

—¿Eso a qué viene?

—Viene a que este lugar está podrido hasta la médula; está enfermo, el Gobernador es el más enfermo de todos, y no creo que nada vaya a mejorar en un futuro cercano.

—¿Y…?

Ella se encoge de hombros.

—Estoy buscando soluciones.

—¿Cuáles?

Lilly sigue hablando, escogiendo las palabras con cuidado:

—Coger mis cosas e irme sería un suicidio seguro…, pero estaría dispuesta a hacerlo si ése fuera el único modo de escapar de esta mierda.

Martínez mira a Stevens, que está en la otra punta de la sala escuchando atentamente mientras limpia sus gafas con un pañuelo. Ambos intercambian miradas incómodas, hasta que, al final, Stevens se atreve a hablar:

—¿Y cuál es la alternativa realista?

Lilly se detiene y mira a Martínez.

—¿Confías en los tipos con los que trabajas en el muro? —le pregunta.

Martínez le da una calada al puro, el humo le rodea la cabeza como si fuera una máscara.

—Más o menos.

—¿Confías más en unos que en otros?

—Creo que sí —contesta él, encogiéndose de hombros.

—Y los tipos en los que más confías…, ¿crees que te dejarían en la estacada?

Martínez mira a Lilly.

—Lilly, ¿de qué estamos hablando?

Lilly toma aire. No tiene ni idea de si puede confiar en ellos, pero a ella le parecen los únicos individuos cuerdos de Woodbury, así que se atreve a mover ficha. Tras una larga pausa, les dice en voz baja:

—Estoy hablando de un cambio de régimen.

Martínez, Stevens y Alice intercambian más miradas de preocupación. El incómodo silencio late al ritmo de la tormenta. El viento azota cada vez más fuerte, los truenos hacen vibrar los cimientos del edificio.

Finalmente, el médico se pronuncia:

—Lilly, yo creo que no sabes lo que…

—¡No! —lo interrumpe, mirando al suelo y hablando con un tono frío y monótono—. Se acabaron las clases de historia, doctor. Ya no nos sirven. Ya no queremos conformarnos. Tenemos que acabar con ese tal Philip Blake… Eso es algo que todos, sin excepción, tenemos claro.

Una descarga de truenos retumba sobre sus cabezas. Stevens suspira angustiado.

—Con esa actitud te estás ganando a pulso una visita al ring.

Sin inmutarse siquiera, Lilly se dirige a Martínez:

—No te conozco muy bien, Martínez, pero pareces un tipo muy cabal…, alguien que podría liderar una sublevación y hacer que todo vuelva a su cauce.

—No juegues con fuego, pequeña…, o te quemarás —le advierte Martínez.

—No hace falta que me sigáis; ya me da igual. —Se dirige a todos ellos, mirándolos a los ojos—: Sabéis que tengo razón; que todo esto va a ir a peor si no hacemos nada para evitarlo. Si queréis acusarme de traición, hacedlo. Vosotros mismos. Pero puede que no tengamos más oportunidades para acabar con ese miserable, y yo ya no me voy a cruzar de brazos mientras veo como todo arde en llamas y cada día mueren más personas inocentes. Y sabéis que tengo razón —prosigue mirando al suelo—. Hay que acabar con el Gobernador.

Otro estruendo de truenos sacude el esqueleto del edificio, al tiempo que el silencio empieza a dominar en la sala. Alice apostilla:

—Tiene razón.