Capítulo 14

Mientras los cadáveres andantes se arrastran hasta la entrada, atraídos por el ruido y el olor del miedo, los gritos provenientes del interior del tráiler vacío, amplificados por el suelo de metal ondulado y las paredes de acero que lo recubren, representan una interminable aria agónica que obliga a Bob —que aguarda detrás de la grúa— a mirar hacia otro lado. Ahora más que nunca, el hombre necesita beber. Beber hasta emborracharse. Necesita empaparse de alcohol hasta que se le nuble la vista.

Casi todos los muertos que componen la manada —que adoptan todas las formas y tamaños, en varios niveles de descomposición y cuyas caras se retuercen por su insaciable ansia de sangre— se apretujan al dirigirse a la parte trasera del tráiler. El zombie que los encabeza se tropieza al pie de la rampa, dándose de cara contra el peldaño con un sonoro «¡plaf!». Los demás lo siguen de cerca, subiendo por la pendiente, mientras Stinson permanece dentro sin parar de chillar, perdiendo el juicio por completo.

Cuando los primeros caminantes acuden a rastras a por su ración de comida, el corpulento guardia, atado con cadenas y cinta aislante a la pared frontal del tráiler, se mea encima.

Fuera del tráiler, Martínez y sus hombres vigilan a los rezagados que rodean la barricada; casi todos pululan sin rumbo alrededor de las deslumbrantes luces incandescentes, inclinan la oscura cabeza y dirigen los ojos vidriosos hacia arriba, como si los gritos provinieran del cielo. Tan sólo un puñado de caminantes ha perdido la oportunidad de comer, y los hombres armados con una calibre 50 los observan, aguardando órdenes para acabar con ellos.

El tráiler se llena de especímenes —las ratas de laboratorio que colecciona el Gobernador— hasta que unas tres docenas de caminantes se arremolinan alrededor de Stinson. Le sigue un frenesí carnívoro invisible, hasta que los gritos degeneran en un penoso y asfixiante llanto, al tiempo que un último zombie sube pesadamente por la rampa y desaparece en el interior del improvisado matadero portátil. Las voces casi salvajes en la parte trasera del tráiler continúan hasta que Stinson acaba reducido a una sollozante y suplicante cabeza de res metida en un matadero, despedazada por los sucios dientes y uñas de los muertos vivientes.

Fuera, en la fría oscuridad de la noche, Bob siente que su alma se contrae como si fuera una pupila. Tiene tal necesidad de beber que está tiritando, apenas oye la voz estruendosa del Gobernador.

—¡Vamos, Travis!… ¡Ahora ve y hazlo! ¡Cierra la puerta!

El conductor del camión camina con cuidado hasta la parte trasera del trepidante tráiler de la muerte y coge la cuerda que cuelga del borde de la puerta. Tira de ella con firmeza y la puerta se cierra de golpe con un crujido oxidado. Rápidamente, Travis pasa el pestillo para luego alejarse del tráiler como si de una bomba de relojería se tratara.

—¡Llévalo a la pista, Travis! ¡Ahora nos vemos allí!

El Gobernador vuelve junto a Martínez, que está esperando en la parte inferior de la escalera de la grúa.

—Ahora ya podéis divertiros —le dice el Gobernador.

Martínez aprieta el botón de la radio y ordena:

—Bueno, chicos… Ya podéis deshaceros del resto.

Bob se sobresalta ante el repentino estallido de artillería pesada, que desata un cúmulo de ruido y chispas que iluminan el cielo. En la oscuridad, las balas trazadoras dibujan estelas de color rosa, que se mezclan con el brillo de las lámparas de carbón, y dan en el objetivo provocando una llovizna de sangre negra. Bob vuelve a desviar la mirada; no le interesa ver como los caminantes se deshacen en mil pedazos. Sin embargo, el Gobernador piensa de otro modo.

Se sube hasta la mitad de la escalera de la grúa para ver el espectáculo.

En cuestión de instantes, las balas punzantes destripan a los rezagados. Los cráneos estallan, lanzando al aire volutas de materia gris, pelo y dientes, rompiendo en mil pedazos sus huesos y cartílagos. Algunos zombies siguen de pie durante un buen rato, en una danza macabra mientras las balas los atraviesan, con los brazos levantados a la luz de los focos del escenario. En el resplandor, les explotan las entrañas y despiden trozos de carne y tejidos blandos.

La salva cesa con la misma brusquedad con la que comenzó, y el silencio golpea con fuerza los oídos de Bob.

Por un momento, el Gobernador saborea su victoria, ahora que el goteo se desdibuja al mezclarse con el eco distante de la pólvora cayendo sobre los árboles.

Los últimos caminantes han quedado hundidos en la tierra, rodeados de charcos de sangre y trozos de carne en descomposición, otros son una masa indefinida de carne semihumana. Estos montones de carne desprenden vapores que se funden con el aire congelado, aunque es por la fricción de las balas y no por algún tipo de calor corporal.

El Gobernador abandona su puesto.

Mientras el camión de Piggly Wiggly avanza con muchos caminantes dentro, Bob hace un gran esfuerzo para tragarse el vómito inminente.

Ahora que Stinson ha quedado reducido a un comedero de carne y hueso vacío, el espantoso fragor que venía del interior del tráiler se ha apagado ligeramente. A medida que el camión se aproxima al aparcamiento del estadio, los sonidos amortiguados de los zombies alimentándose se desvanecen.

El Gobernador se acerca a Bob:

—Seguro que te vendría bien beber un poco.

A Bob no se le ocurre ninguna respuesta.

—Vamos a tomarnos algo bien fresquito —le sugiere el Gobernador, dándole golpecitos en la espalda—. Pago yo.

A la mañana siguiente, la zona norte ya está limpia, y toda huella de la masacre ha sido borrada. La gente se ocupa de sus cosas como si no hubiera pasado nada, y el resto de la semana discurre sin novedades.

Durante los cinco días siguientes, atraídos por el estruendo de la horda, varios caminantes entran en el perímetro de las ametralladoras; pero, por lo general, la ciudad está tranquila. La Navidad viene y se va con pocas celebraciones, ya que casi todos los habitantes de Woodbury han dejado de mirar el calendario.

Al parecer, los pocos amagos de júbilo navideño que pueda haber no hacen sino agravar las nefastas circunstancias. Martínez y sus hombres decoran un árbol en el vestíbulo del juzgado y ponen un poco de espumillón en la glorieta de la plaza, pero eso es todo. El Gobernador pone música navideña en el sistema de altavoces del estadio, aunque lo cierto es que esto resulta más desconcertante que otra cosa. La temperatura sigue siendo moderada —ya no hay nieve—, y se mantiene alrededor de los ocho grados.

En Nochebuena, Lilly acude a la enfermería para que Stevens le haga una revisión de las heridas; luego, éste la invita a una pequeña fiesta navideña improvisada. Alice también está con ellos, abren latas de jamón y boniatos e, incluso, para brindar por los viejos tiempos, por tiempos mejores y por Josh Lee Hamilton, una caja de cabernet que el doctor tenía escondida en la despensa.

A Lilly le da la impresión de que el médico la observa de cerca en busca de signos de estrés postraumático, depresión o cualquier otro tipo de desorden mental.

Sin embargo, resulta irónico, ella nunca ha tenido una vida más asentada y equilibrada que ahora, y sabe qué quiere: sabe que no puede vivir así durante más tiempo y está esperando a que llegue el momento oportuno para escapar. Tal vez sea la propia Lilly quien está observando.

Quizá sea la propia Lilly la que, inconscientemente, esté buscando aliados, cómplices o colaboradores.

A media tarde llega Martínez —Stevens lo había invitado a tomar algo—, y Lilly se da cuenta de que no es la única que quiere irse. Al tomar varias copas, Martínez se pone muy hablador y confiesa su temor a que el Gobernador los deje en la estacada. Eso les lleva a debatir cuál sería el mal menor —aguantar la locura del Gobernador o tirarse al vacío sin red—, pero no son capaces de llegar a ninguna conclusión, y siguen bebiendo.

Al final, la noche se convierte en una bacanal de villancicos desafinados y reminiscencias de navidades pasadas, lo cual acaba deprimiéndolos más, si cabe.

Cuanto más beben, peor se sienten. Aun así, entre todos estos acontecimientos etílicos, Lilly se da cuenta de algunas cosas —triviales e importantes por igual— acerca de esas tres almas en pena: que el doctor Stevens es el peor cantante que ha conocido en su vida, que Alice está enamorada de Martínez y, a su vez, que Martínez suspira por su ex mujer, que vive en Arkansas.

Y lo más importante es que a Lilly le da la sensación de que compartir su desgracia les ayuda a estar más unidos, y esa unión puede serles muy útil.

Al día siguiente, con las primeras luces de la mañana —después de haber dormido en una camilla de la enfermería—, el sol invernal deslumbra a Lilly Caul al salir a la calle. El cielo azul turquesa parece querer impedir que la mujer siga sintiéndose atrapada en el purgatorio. Mientras se abrocha la chaqueta de lana hasta arriba y empieza a caminar rumbo al este de la ciudad nota que todo le da vueltas.

A esa hora hay muy pocas personas en la calle, ya que al ser la mañana del día de Navidad todos tienen una excusa para quedarse en casa. Sin embargo, Lilly tiene ganas de visitar el parque que hay en la zona este de la ciudad, que está situado en un prado al que se accede atravesando un campo de manzanos desnudos.

Allí está la tumba de Josh, junto a cuya lápida todavía se ve el montón de tierra fresca.

Lilly se arrodilla en el extremo de la tumba y agacha la cabeza.

—Feliz Navidad, Josh —susurra al viento, con la voz áspera y rota por el sueño y la resaca.

El crujir de las ramas es la única respuesta que recibe.

Respira hondo.

—Hay cosas que he hecho…, como la manera en que te he tratado…, de las que no estoy orgullosa —dice. Intenta no llorar, pero el dolor la ahoga. Se traga las lágrimas—. Sólo quiero decirte… que no has muerto en vano, Josh…, porque me has enseñado muchas cosas…, y has sido muy importante en mi vida.

Lilly mira la arena blanca pero sucia que hay debajo de sus rodillas y procura aguantar las lágrimas.

—Tú me has enseñado a no asustarme —murmura a sí misma, al suelo, al viento—. Antes no nos lo podíamos permitir…, pero ahora… estoy preparada.

Su voz se va apagando poco a poco mientras ella sigue allí, arrodillada durante largo tiempo, sin darse cuenta de que se está clavando las uñas en la pierna con tanta fuerza que se ha hecho sangre.

—Ya estoy preparada…

El Año Nuevo se acerca.

Una madrugada, asaltado por la melancolía propia de esa época del año, el hombre que se hace llamar el «Gobernador» se encierra en el cuarto interior de su segundo piso con una botella de carísimo champán francés y una fuente cromada llena de órganos humanos variados. La pequeña zombie encadenada a la pared que hay al otro lado del lavadero gruñe y escupe al verlo. Su cara otrora angelical está ahora esculpida por el rigor mortis, su piel amarillenta como el queso Stilton florecido y sus dientes de leche ennegrecidos. El lavadero, iluminado por unas bombillas colgando del techo y revestido con fibra de vidrio, está ahora impregnado de restos pestilentes: carne podrida, aceites infectados y moho.

—Tranquila, cariño —le susurra el hombre que se hace llamar de distintas formas, mientras se sienta en el suelo frente a ella, con la botella en un lado y el recipiente en el otro. Saca un guante de látex de su bolsillo y se lo pone en la mano derecha—. Papá te ha traído cositas para que te llenes la tripita.

A continuación, saca una oreja fina de color marrón violáceo de la caja de vísceras y se la lanza.

Estirando ruidosamente la cadena, la pequeña Penny Blake también se abalanza sobre el riñón humano que cae al suelo con un «plaf». Agarra el órgano con sus dos manitas y engulle el tejido humano con una entrega salvaje, hasta que se le llenan los dedos de bilis sangrienta y la cara se le mancha del fluido, que tiene la misma consistencia que la salsa de chocolate.

—Feliz Año Nuevo, cariño —le dice el Gobernador, tratando de descorchar la botella de champán. El corcho se resiste. Aprieta con los dedos hasta que logra destaparla y el líquido dorado y espumoso llena las desgastadas baldosas. El Gobernador no tiene ni idea de si de verdad es Nochevieja; sólo sabe que el día se acerca…, y que podría ser esa noche.

Se detiene a mirar fijamente el charco de champán que se extiende por el suelo formando una espuma carbonatada que se filtra por las juntas del parquet. Y, de repente, empieza a recordar cómo celebraba la Nochevieja de niño.

Antes solía esperar la Nochevieja durante meses. Un año, cuando vivía en Waynesboro, él y sus amigos compraron un cerdo entero el día 30, y lo empezaron a asar lentamente al lado de la casa de sus padres, en una barbacoa de ladrillos —al estilo hawaiano—; la fiesta duró dos días. El grupo local de bluegrass, The Clinch Mountain Boys, se tiró toda la noche tocando; Philip traía buena hierba, y pasaron todo el día de fiesta. Se acostó con…

El Gobernador parpadea. No logra recordar si era Philip Blake quien hizo eso en Nochevieja o si era Brian Blake. No recuerda dónde acaba un hermano y dónde empieza el otro. Mira fijamente el suelo, parpadeando cada vez más de prisa, y en el champán ve reflejada una imagen inexpresiva, borrosa y distorsionada de su rostro, de su bigote daliniano —que ahora está negro como el hollín— y de sus ojos profundos y brillantes que desprenden un destello de locura. Se mira a sí mismo y ve a Philip Blake en el pasado. Pero algo va mal. Philip también puede ver un rostro fantasmal superpuesto en su cara: su lívido y asustado alter ego llamado «Brian».

Los ruidos acuosos y turbadores que hace Penny al comer se desvanecen en sus oídos, desaparecen a lo lejos, al mismo tiempo que Philip le da el primer trago al champán. El alcohol, frío y áspero, le quema la garganta a medida que va tragando. Ese sabor le recuerda a tiempos mejores. Le recuerda a las vacaciones, a las reuniones familiares, a los amantes que se encuentran después de estar separados… Lo destroza por dentro. Porque sabe quién es: «El Gobernador —Philip Blake—, el que manda.»

Pero… Pero…

Brian se pone a llorar. Tira la botella y derrama más champán, mojándole los pies a Penny, que ignora la guerra invisible que se está librando en la mente de su cuidador. Aunque Brian cierre los ojos, las lágrimas se precipitan desde el párpado y resbalan por su cara formando densos arroyos.

Llora por las Nocheviejas pasadas, por esos momentos felices vividos entre amigos… y entre hermanos. Llora por Penny, y llora por su desconsolada situación, de la cual se siente culpable. Le resulta imposible apartar de su mente el instante que tiene grabado a fuego en la retina: Philip Blake y una chica en medio de un charco de sangre en el límite del bosque norte de Woodbury.

Mientras Penny sigue comiendo, sorbiendo ruidosamente y relamiéndose los labios mortecinos, y Brian sollozando, un ruido inesperado irrumpe en la habitación.

Alguien llama a la puerta del Gobernador.

El sonido, que toma forma en pequeños estallidos —vacilantes y tímidos—, tarda unos instantes en llegarle, y pasa un rato hasta que Philip Blake se da cuenta de que en el pasillo alguien está aporreando la puerta.

La crisis de identidad cesa de inmediato, y el Gobernador corre un tupido velo sobre ella para recobrar su característica rudeza.

De hecho, es Philip quien se levanta, se quita los guantes de látex, se arregla la ropa, se saca con la manga los mocos de la barbilla, se pone las botas de caña alta, se recoge los mechones de color negro obsidiana que le tapan la cara, se traga las lágrimas y sale del lavadero, cerrando la puerta tras de sí.

También es Philip, con su típico aire chulesco, quien cruza la sala de estar. El ritmo cardíaco se le ralentiza, los pulmones se le llenan de oxígeno y, con la personalidad totalmente transformada de nuevo en el Gobernador de mirada transparente y astuta, acude a abrir la puerta tras cinco tandas de golpes.

—¿Qué coño es tan urgente como para venir a estas…? —se pregunta.

Al principio no reconoce a la mujer que hay al otro lado de la puerta, y se detiene.

Esperaba que fuera uno de sus hombres —Gabe, Bruce o Martínez— el que lo molestase con alguna historieta sin importancia o algo que le había ocurrido a alguno de los inquietos vecinos.

—¿Llego en mal momento? —pregunta Megan Lafferty casi con un ronroneo, apoyándose en el marco de la puerta, mostrando escote con la blusa desabrochada debajo de la chaqueta vaquera.

El Gobernador clava su mirada inquebrantable en ella.

—Cielo, no sé a qué estás jugando, pero ahora mismo estoy ocupado.

—He pensado que te vendría bien un poco de compañía —afirma con falsa inocencia. Los sugerentes rizos color vino que le caen sobre la cara y sus rasgos de drogadicta le dan un aire de fulana barata. Lleva tanto maquillaje que parece un payaso—. Pero si estás ocupado, lo entiendo.

El Gobernador suspira, esboza una sonrisilla y le contesta:

—Algo me dice que no has venido precisamente a por una taza de azúcar.

Megan le lanza una mirada provocativa. Tiene un tic nervioso en la cara que se hace evidente por el modo en que mira de un lado a otro de la puerta desde las sombras del pasillo vacío, y también por cómo se acaricia compulsivamente el símbolo chino que lleva tatuado en el codo. Y es que nadie entra ahí, porque las dependencias privadas del Gobernador tienen prohibido el paso incluso para Gabe y Bruce.

—Es que… he pensado… que… —le insiste tartamudeando.

—No tienes por qué asustarte, nena —le contesta el Gobernador.

—Yo no quería…

—Vamos, pasa —le pide, cogiéndola del brazo— antes de que te dé algo.

Se la lleva hacia dentro y cierra la puerta de un golpe. Ella se sobresalta al oír un cerrojo que se cierra. La respiración se le acelera, y el Gobernador no puede evitar mirar más allá del escote, sus turgentes pechos moviéndose de arriba abajo, su figura de reloj de arena y sus generosas caderas.

La chica está para mojar pan. El Gobernador intenta acordarse de la última vez que usó un condón. ¿Le quedará alguno? ¿Habrá alguno en el botiquín?

—¿Quieres tomar algo?

—Vale. —Megan echa un vistazo al mobiliario espartano de la sala de estar: los retazos de moqueta, las sillas desiguales y el sofá sacados de un camión del Ejército de Salvación. De repente, frunce el cejo y se frota la nariz, probablemente porque ha detectado el hedor que sale del lavadero e inunda todo el piso—. ¿Tienes vodka?

El Gobernador le sonríe.

—Creo que queda algo —responde, y acude a la despensa próxima a la ventana destrozada que da a la calle, saca una botella y sirve unos dedos de la bebida en vasos de cartón—. Seguro que también queda algo de zumo de naranja —murmura al encontrar un envase medio lleno de zumo.

A continuación, vuelve junto a ella con las bebidas. Megan se bebe la suya de golpe, como si hubiera estado varios días perdida en el desierto y ése fuera su primer trago. Después se limpia la boca con una servilleta y suelta un pequeño eructo.

—Perdón…

—Eres un encanto —le dice el Gobernador con una sonrisa—. La verdad es que Bonnie Raitt no tiene nada que envidiarte.

Ella mira al suelo.

—He venido porque me preguntaba si…

—Sí, dime.

—El tipo del centro de alimentos me dijo que tenías material. ¿No tendrás Demorol, por una de ésas?

—¿Duane?

—Me dijo que tenías buena mierda —repite, asintiendo con la cabeza.

El Gobernador le da un trago a la bebida.

—No sé cómo Duane se ha enterado de eso.

Megan se encoge de hombros.

—Es que…

—¿Por qué has venido? —El Gobernador la mira fijamente—. ¿Por qué no se la pides a tu amigo Bob? Tiene un arsenal en la caravana.

Ella sigue encogiéndose de hombros.

—No sé, pero me preguntaba si… tú y yo… podríamos hacer un trato —propone, mirándole y mordiéndose el labio inferior.

El Gobernador nota como toda la sangre se le concentra en la entrepierna.

Megan y él echan un polvo a la luz de la luna en una habitación contigua. Totalmente desnuda, empapada en sudor y con los mechones de pelo pegados a la cara, salta sobre su erección con el mismo ímpetu insustancial que mueve a los caballitos de feria. No siente ni miedo, ni emoción, ni remordimiento, ni vergüenza; nada. Sólo siente el dolor que le produce la fricción del movimiento mecánico de los sexos.

Todas las luces de la habitación están apagadas, la única iluminación proviene del travesaño que hay más arriba de las cortinas, por el que entran los rayos plateados de la luna de invierno y se abren paso a través de las motas de polvo, coloreando la pared desnuda que hay a espaldas de la butaca Lazy Boy de segunda mano del Gobernador.

Él está tirado en el sillón, su cuerpo desnudo y larguirucho se retuerce debajo de Megan, que mueve la cabeza hacia atrás al ritmo del latido de las venas de su cuello. Sin embargo, él no hace ruido y tampoco parece sentir mucho placer, por lo que lo único que oye Megan es su vibrante respiración mientras el hombre se mueve incesantemente dentro de ella.

A pesar de sentir que el orgasmo de él se acerca de manera inminente, la visión periférica de Megan se concentra en la pared que tiene detrás. En la habitación no hay ni cuadros, ni mesitas, ni lámparas; en la pared sólo se aprecia la sombra de unos cuantos objetos rectangulares. Al principio, Megan piensa que se trata de aparatos electrónicos, ya que la forma le recuerda a un expositor de una tienda de electrodomésticos, pero ¿qué iba a hacer este tipo con dos docenas de televisores? Megan aprecia en seguida un burbujeo que proviene de los televisores.

—¿Qué coño te pasa? —le gruñe el Gobernador, que está debajo de ella.

Intentando acomodar la vista a las sombras que proyecta la luna en la habitación, Megan se da la vuelta, pero le inquieta algo que se mueve dentro de las cajas rectangulares. Ese movimiento espectral hace que su cuerpo se contraiga, presionándole a él los genitales.

—Nada, nada… Perdona…, es que… no he podido evitar…

—¡Me cago en la puta! —brama el Gobernador, al tiempo que tiende la mano para sacar del cajón una linterna de pilas.

La luz revela varios acuarios, uno al lado del otro, con cabezas humanas.

Megan grita de miedo, se aparta del Gobernador y cae al suelo. Le cuesta respirar. Se ha quedado tendida boca abajo en la moqueta húmeda, con la carne de gallina, boquiabierta ante los recipientes de cristal.

Las cabezas de zombies, penosamente cortadas, se retuercen y se agitan dentro de los contenedores de líquido perfectamente apilados, a través de los cuales se ven sus bocas palpitantes —como si de pescados moribundos se tratara— y sus ojos en blanco encapsulados en la nada.

—¡Todavía no he acabado! —le dice el Gobernador, al tiempo que se lanza sobre ella, le da la vuelta y le abre las piernas. Sigue erecto y la penetra con violencia, ejerciendo una fricción tan dolorosa que Megan se estremece con espasmos agónicos—. ¡Estate quieta, joder!

Una de las caras, expuesta en el último recipiente de la izquierda, a Megan le resulta familiar, y se queda petrificada al verla. Mientras el Gobernador la penetra sin piedad, ella permanece sin moverse en el suelo, atónita, mirando de soslayo la pequeña cabeza sumergida entre burbujas que ocupa el último acuario. Le resulta familiar ese pelo decolorado que se suspende en el líquido formando una extraña corona de algas alrededor de un rostro masculino con los labios entreabiertos, largas pestañas y nariz puntiaguda.

Megan identifica la cabeza cortada de Scott Moon justo en el instante en el que el Gobernador acaba la faena y se corre dentro de ella.

Algo se derrumba en el interior de Megan Lafferty, de manera tan definitiva e irreparable como un castillo de arena demolido por el peso de las olas del mar.

Un instante después, el Gobernador le dice:

—Ya puedes levantarte, cariño…, ve a lavarte.

Habla sin rencor ni desprecio, como cuando un examinador le comunica a la clase que la prueba ha finalizado.

Luego la encuentra horrorizada ante el acuario que contiene la cabeza de Scott Moon, y se da cuenta de que es la hora de la verdad, su gran oportunidad, el punto de inflexión en plenas fiestas navideñas. Y un hombre decidido como Philip Blake siempre sabe dónde encontrar oportunidades, en qué momento aprovecharse de su superioridad. Nunca titubea ni retrocede, nunca se amedrenta ante el trabajo sucio.

El Gobernador se agacha para subirse los calzoncillos —los lleva enrollados en los tobillos—. Está de pie y mira desde arriba a la mujer, que ahora se ha colocado en posición fetal.

—Venga, preciosa…, aséate y hablamos.

Megan pega la cara al suelo y murmura:

—Por favor, no me hagas daño.

El Gobernador se agacha para pellizcarle el cogote —nada serio, simplemente como toque de atención— y le ordena:

—No te lo voy a repetir… Levanta el culo y métete en el baño.

Se pone de pie con esfuerzo y se abraza a sí misma, como si fuera a romperse de un momento a otro.

—Por aquí, cielo. —La agarra del brazo desnudo, la saca de la habitación y la lleva al baño.

Mientras la observa, el Gobernador, apoyado en la puerta, se siente culpable por haberla tratado tan mal, pero también sabe que Philip Blake no desperdiciaría un momento como éste. Philip haría lo que hay que hacer, sería fuerte y decidido; sin embargo, la parte del Gobernador que se hacía llamar «Brian» sólo quiere llegar hasta el final.

Megan se inclina sobre el lavabo y coge la esponja con las manos temblorosas. Abre el grifo y se lava tímidamente.

—Juro por Dios que no se lo contaré a nadie —murmura entre lágrimas—. Yo sólo quiero volver a casa…, sólo quiero estar sola.

—Por eso quiero hablar contigo —le responde el Gobernador desde la puerta.

—No se lo contaré…

—Mírame, nena.

—No se…

—Tranquilízate. Respira hondo. Mírame. He dicho que me mires, Megan.

Ella lo mira con la barbilla temblorosa y el rostro humedecido por las lágrimas.

—Ahora estás con Bob —le dice, mirándola fijamente.

—¿Qué? No te entiendo. —Se seca los ojos—. ¿Que estoy qué?

—Estás con Bob —repite él—. ¿Te acuerdas de Bob Stookey, el tipo con el que llegaste?

Ella asiente con la cabeza.

—Pues ahora estás con él. ¿Me entiendes? De ahora en adelante, estás con él.

Ella vuelve a asentir con la cabeza.

—Y una cosa más —le dice el Gobernador en voz baja, casi como si estuviera improvisando una idea—. No se lo cuentes a nadie…, o tendré que poner tu preciosa cabecita junto a la del borracho ese.

Unos minutos después de que Megan Lafferty saliera de allí, mezclándose con las sombras del pasillo, tiritando e hiperventilando en el momento de ponerse el abrigo, el Gobernador se encierra en la habitación de al lado. Se tira en su Lazy Boy y se queda mirando su entramado de peceras.

Se queda ahí un rato, observándolas y sintiendo un gran vacío. Oye los quejidos amortiguados que se filtran por las habitaciones de la casa. Esa cosa que antes era una niña vuelve a tener hambre. El Gobernador siente náuseas subiéndole por la garganta; se le humedecen los ojos y se le agarrotan las entrañas. Está alterado. Le aterroriza haber hecho lo que acaba de hacer, le hiela los tendones.

Un instante después, se inclina hacia adelante, se cae de la silla y se arrodilla al sentir una arcada. Lo que quedaba de su cena acaba esparcido por la mugrienta moqueta. Todo lo que llevaba en el estómago le cae sobre las manos y las rodillas; acaba apoyándose en una pata de la silla, tratando de tomar aire.

Una parte de él —esa parte olvidada que se hacía llamar «Brian»— lo asfixia al sentir repulsión por su otro yo. No puede respirar. No puede pensar. Aun así, se obliga a seguir mirando esas cabezas hinchadas e inundadas que le devuelven la mirada mientras forman y escupen burbujas en el interior de las peceras.

Quiere mirar a otro lado. Quiere salir corriendo de la habitación y huir para siempre de esas cabezas cortadas que se contraen y burbujean, pero sabe que tiene que seguir mirando hasta que se le adormezcan los sentidos. Tiene que ser fuerte.

Tiene que prepararse para lo que está por llegar.