A Bob Stookey le puede la curiosidad. Después de acompañar a Lilly al apartamento de la tintorería y de darle diez miligramos de Alprazolam para que pudiera dormir, va a ver a Stevens, quien le dice que ya han hecho todo lo necesario para llevar el cuerpo de Josh a la morgue improvisada que hay en los sótanos del estadio. Más tarde, Bob vuelve a su caravana para coger del maletero una botella de whisky sin abrir y llevársela al estadio.
En cuanto llega a la entrada sur, le da la impresión de que los gritos de la muchedumbre, amplificados por los altavoces metálicos del estadio, hacen retumbar la estructura de la construcción como si fueran las olas del mar impactando contra un acantilado. Bob atraviesa a tientas el fétido túnel que lo transporta a la luz. Cuando cruza la puerta sur, se detiene y le da un buen trago a la botella, algo que le ayuda a relajarse y aplacar los nervios. Sin embargo, el whisky le abrasa la garganta y le hace llorar.
Avanza hacia la luz.
Lo primero que ve en el campo son formas indefinidas y borrosas, oscurecidas por las enormes rejas de malla que separan al público de la pista. A ambos lados, las gradas están casi vacías. Los asistentes buscan las zonas más elevadas y se sientan diseminados en las filas superiores, aplaudiendo, animando y estirando el cuello para no perderse el espectáculo. Bob parpadea ante el brillo estridente de las lámparas de arco; el aire huele a goma quemada y a gasolina, Bob entrecierra los ojos para ver qué está ocurriendo.
Da un paso adelante, se apoya en la valla y observa a través de la tela metálica.
En el campo embarrado, dos hombres corpulentos luchan entre sí. Sam el carnicero —que sólo lleva puesto un bañador deportivo salpicado de sangre, y enseña el pecho fofo y la barriga que le sobresale por encima del cinturón— aporrea con un palo de madera a Stinson —guardia nacional, musculoso y de mediana edad—. Stinson, con sus pantalones oscuros de camuflaje llenos de fluidos corporales, se tambalea y da un salto atrás, intentando esquivar el ataque con un machete de medio metro en la mano. Con el extremo del palo, cubierto de pequeños clavos oxidados, el carnicero golpea la cara pastosa de Stinson, haciéndole sangre.
Stinson retrocede, escupe saliva y grandes chorros de sangre.
El público dedica una salva de aplausos y gritos de enfado al ver que Stinson da un traspié. La luz blanquecina muestra cómo el corpulento guardia bate la arena al desplomarse en el suelo, cayéndosele el machete en toda la mugre. Antes de que su oponente pueda moverse, el carnicero vuelve al ataque con el palo; los clavos atraviesan la yugular y el pectoral izquierdo de Stinson. Se oyen los alaridos de los espectadores.
Bob se vuelve un momento, se siente mareado y con náuseas. Tratando de que el alcohol le alivie el miedo, bebe otro trago de whisky; y luego otro, y otro. Hasta que se encuentra en plenas condiciones para volver a mirar el espectáculo. Mientras, el carnicero sigue apaleando a Stinson, que no deja de derramar sangre, que a la luz amarillenta es tan negra como el alquitrán, esparciéndola por todo el campo de césped muerto.
En cada puerta de la espaciosa pista de tierra que rodea el campo hay varios guardias, con rifles de asalto y listos para disparar, que observan la lucha. Bob sigue bebiendo whisky al tiempo que evita presenciar el horroroso asesinato, intenta dirigir la mirada hacia las zonas más altas del estadio, pero la pantalla gigante está en blanco, apagada; estropeada, tal vez.
Casi todas las salas VIP de cristal situadas a lo largo de uno de los laterales del estadio están desiertas…, todas excepto una.
Por la ventana de la sala central, con expresión inescrutable, el Gobernador y Martínez contemplan el espectáculo.
Bob bebe unos dedos más de licor —ya lleva media botella— y se da cuenta de que está evitando establecer contacto visual con el resto de los asistentes; sin embargo, con el rabillo del ojo distingue rostros jóvenes, viejos, masculinos y femeninos embobados con la sangrienta pelea. Muchos tuercen la expresión con cierto deleite enfermizo; otros se ponen de pie y levantan las manos como si estuviera presente el Mesías.
En el campo, el carnicero le asesta a Stinson un último golpe en el riñón, y le clava el extremo de clavos en la rolliza zona lumbar. En sus últimos momentos de vida, a Stinson le sale sangre a borbotones, se retuerce entre convulsiones, se hunde en la tierra, respira con dificultad y babea entre risas de perturbado. El carnicero alza el palo y se sitúa frente a la multitud. Los espectadores lo ovacionan.
Asqueado, mareado y debilitado por el horror, Bob Stookey traga un poco más de whisky y baja la cabeza.
—¡Creo que ya hay un vencedor!
Mediante el sistema de megafonía, la voz llega amplificada a todo el público y se retroalimenta con chillidos estridentes y electrónicos. Bob levanta la cabeza y ve al Gobernador hablando a través de un micrófono en el interior de la sala VIP central. Aun desde lejos, intuye un desconcertante brillo de deleite en los ojos del Gobernador, como dos minúsculas estrellas, que le hace bajar nuevamente la cabeza.
—¡Un momento! ¡Damas y caballeros, todavía no hemos acabado!
Bob vuelve a mirar.
En el campo, el hombre musculoso del suelo ha revivido. Se arrastra para alcanzar el machete, lo empuña con la mano resbaladiza y bañada en sangre, y se retuerce para acercarse al carnicero, que está de espaldas. Con la última pizca de energía, Stinson se abalanza sobre su rival al mismo tiempo que el carnicero se vuelve e intenta cubrir su rostro ante la cuchillada.
La hoja afilada penetra lo suficiente en el cuello como para quedarse clavada.
Con el machete incrustado en la yugular, el carnicero se tambalea y cae hacia atrás. Stinson está ebrio de ira; debido a la pérdida de sangre se tambalea de forma sobrecogedora como si fuera un caminante zigzagueante. La muchedumbre rompe en abucheos. Entonces recupera el machete y le asesta al demacrado carnicero un nuevo golpe con el que le corta la cabeza por entre las cervicales cinco y seis.
Los espectadores se enardecen ante la imagen de la sangre del carnicero inundando el suelo.
Agarrándose a la tela metálica, Bob aparta la mirada y se arrodilla. Se le revuelve el estómago y vomita en el suelo de cemento de la platea. Se le cae la botella, aunque no se rompe. Acompañado por el clamor de la masa que se difumina como toda su visión de una realidad desdibujada e indefinible, devuelve entre arcadas todo lo que lleva en el estómago.
Vomita una y otra vez, hasta que no le queda nada que tirar, tan sólo unas finas hebras de bilis que cuelgan de sus labios. Después vuelve a tumbarse en la primera fila de asientos vacíos para beberse lo que queda en la botella.
Vuelve a oírse la voz amplificada:
—¡Amigos, a esto lo llamamos justicia!
En ese mismo momento, fuera del estadio, las calles de Woodbury podrían confundirse con las de cualquier pueblo fantasma del interior de Georgia abandonado por la llegada de la epidemia.
A simple vista, todos los habitantes parecen haber desaparecido en combate: están reunidos en el estadio, embelesados ante los últimos coletazos de la battle royale. Incluso la acera de enfrente del centro de alimentos está vacía, ya que Stevens y sus colaboradores han limpiado todas las pruebas de la escena del crimen y han trasladado el cuerpo de Josh a la morgue.
Ahora, en la oscuridad, mientras los ecos apagados de la multitud se arremolinan con el viento, Lilly Caul camina sola vestida con un forro polar, vaqueros desgastados y un top hecho trizas. No puede dormir ni pensar; tampoco puede parar de llorar. Oye el ruido del estadio como si en su interior revolotearan mil insectos. Lo único que ha logrado el Xanax que le ha suministrado Bob es atenuar el dolor como si cubriera con un velo la estampida de pensamientos que inunda su cabeza. Tiritando de frío, se para en un portal frente a una droguería habitada.
—No es de mi incumbencia —dice una voz que surge de entre las sombras—. Pero una chica como tú no debería andar sola por estas calles.
Lilly se da la vuelta y advierte el destello de unas gafas de montura metálica en un rostro en la oscuridad.
—¿Qué más da? —le pregunta, entre suspiros y cabizbaja.
En la luz parpadeante de las farolas, el doctor Stevens avanza con las manos en los bolsillos, la gabardina abotonada hasta el cuello y una bufanda.
—¿Cómo lo llevas, Lilly?
Ella lo mira con los ojos bañados en lágrimas.
—¿Que cómo lo llevo? Estoy perfectamente —le contesta, intentando respirar, aunque siente como si tuviera los pulmones llenos de arena—. Siguiente pregunta estúpida.
—Deberías descansar un poco —le aconseja, mirándole los moratones—. Todavía sigues en estado de shock, Lilly. Necesitas dormir.
Ella se esfuerza por sonreír.
—Ya dormiré cuando me muera —le responde, se encoge y mira al suelo llorando—. Lo más gracioso es que casi ni lo conocía.
—Parecía un buen hombre.
—¿Sigue existiendo eso? —interroga al médico, mirándolo fijamente a los ojos.
—¿A qué te refieres con «eso»?
—A las buenas personas.
—Creo que no.
Lilly traga saliva y baja la cabeza.
—Tengo que salir de este lugar —afirma, estremeciéndose entre sollozos—. No lo soporto más.
—Bienvenida al club —asiente Stevens.
Se hace un momento de silencio incómodo.
—¿Cómo lo haces? —Lilly se frota los ojos.
—¿Cómo hago qué?
—Seguir aquí…, acostumbrarte a esta mierda. Pareces una persona sensata.
—Las apariencias engañan. Aun así, yo… sigo aquí por la misma razón que todos —responde, encogiéndose de hombros.
—¿Y esa razón es…?
—El miedo.
Lilly mira las baldosas. No dice nada. ¿Qué podría decir? La antorcha de la acera de enfrente se apaga, las sombras se precipitan por los rincones y las hendiduras que separan los edificios. Lilly trata de combatir el cansancio que la invade. No quiere volver a dormir nunca más.
—Muy pronto estarán todos fuera —comenta el médico, señalando con la cabeza el estadio que se ve a lo lejos—. Pero eso será cuando hayan consumido la siniestra ración que Blake tenía preparada para ellos.
Lilly niega con la cabeza:
—Este sitio parece un puto manicomio, y el tipo ese se lleva la palma entre todos los locos.
—Lilly, te propongo algo —dice el médico, mirando hacia el otro extremo de la ciudad—: demos un paseo evitando las aglomeraciones.
A ella se le escapa un suspiro de dolor, se encoge de hombros y murmura:
—Como quieras…
Esa noche, el doctor Stevens y Lilly pasean durante una hora en el aire frío y vigorizante, deambulan de aquí para allá a lo largo de la alambrada que rodea la zona este de la ciudad y por las vías de tren abandonadas situadas dentro del perímetro de seguridad. Mientras conversan, la muchedumbre ya saciada de sangre vacía poco a poco el recinto para volver a sus viviendas. Durante la caminata, el médico, en voz baja —quizá para evitar los atentos oídos de los guardias, que están situados en las esquinas estratégicas a lo largo de toda la barricada y equipados con pistolas, prismáticos y walkie-talkies—, lleva el hilo de la charla.
Los guardias mantienen comunicación constante con Martínez, quien ya ha advertido a sus hombres de los puntos más peligrosos cercanos a los muros y, sobre todo, de las colinas arboladas que hay en dirección sur y oeste. Sin embargo, a Martínez le preocupa que el ruido de las peleas de gladiadores pueda atraer a los zombies.
Mientras caminan por las afueras de la ciudad, Stevens sermonea a Lilly acerca de los peligros de conspirar contra el Gobernador, le aconseja que no diga más de la cuenta y pone ejemplos que la desconciertan: Julio César y los dictadores beduinos, y cómo en los pueblos del desierto, las épocas de miseria dieron lugar a regímenes brutales, golpes de Estado y sublevaciones violentas.
Stevens termina la conversación hablando de las desgracias que ha traído la epidemia zombie, y también sugiere, como efecto adverso para la supervivencia, la necesidad de un líder sanguinario.
—Yo no quiero vivir así —dice Lilly al final, caminando junto al médico por una empalizada de árboles desnudos.
El viento les arroja en la cara una fina aguanieve que les escuece la piel y cubre el bosque con una delicada capa de hielo. Aunque nadie parece recordarlo, sólo quedan doce días para que llegue Navidad.
—No hay alternativa, Lilly —murmura el médico, cabizbajo, con la bufanda bien enrollada alrededor del cuello.
—Siempre hay alternativas.
—¿Eso crees? Yo lo dudo. —Avanzan unos pasos en silencio. El médico mece lentamente la cabeza mientras camina—. Lo dudo.
Lilly lo mira fijamente.
—Josh Hamilton no se volvió malo. Mi padre sacrificó su vida por mí. —Intentando evitar que le caigan las lágrimas, Lilly coge aire—. Es sólo un pretexto: las personas nacen malas…, y toda esta mierda es el detonante para que se muestren tal como son.
—Entonces que Dios nos ampare —concluye el médico entre dientes, más para sí mismo que para que Lilly le oiga.
Al día siguiente, bajo un cielo plomizo y gris como el acero, un pequeño contingente entierra a Josh Lee Hamilton en un ataúd improvisado. Lilly, Bob, Stevens, Alice y Megan asisten junto a Calvin Deets, un compañero del grupo de trabajo con el que Josh había hecho amistad en el último par de semanas.
Deets es un hombre mayor, demacrado y fumador empedernido —probablemente con un enfisema avanzado—, que de pasar tanto tiempo al sol tiene la cara arrugada. Por respeto, se queda detrás de la primera fila que ocupan los amigos más cercanos, cogiendo el casco de obra con sus manos nudosas, mientras Lilly pronuncia unas palabras.
—Josh se crió en una familia religiosa —dice Lilly con voz ahogada y mirando hacia abajo, como si estuviera dirigiéndose al suelo helado—. Creía que todos acabaremos en un lugar mejor.
Hay otras tumbas recientes esparcidas por el pequeño parque, algunas con cruces hechas a mano o lápidas con piedras cuidadosamente apiladas. El montón de tierra que han echado encima del ataúd de Josh sobresale más de un metro por encima del nivel del suelo, ya que han tenido que meter los restos en la funda de un piano que Deets encontró en un almacén. Es lo único que han podido encontrar para guardar el cadáver del gigante caído. Bob y Deets tardaron varias horas en cavar un agujero decente en el terreno helado.
—Todos esperamos que Josh esté en un lugar mejor, porque… —A Lilly se le quiebra la voz. Cierra los ojos y las lágrimas ruedan por sus mejillas. Bob se acerca y le pone el brazo en la espalda en señal de apoyo, pero Lilly se ahoga entre sollozos. No puede continuar.
—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén —susurra Bob.
Los demás responden con un murmullo. Nadie se mueve. El viento, que se agita y deja un manto de polvo de nieve en todo el parque, les pellizca el rostro.
Bob le pide amablemente a Lilly que se aleje del sepulcro:
—Venga, cielo…, vamos adentro.
Sin embargo, Lilly se resiste; mientras los demás van abandonando el lugar afligidos y con la cabeza gacha, ella arrastra los pies hacia Bob. Por un momento parece que Megan —que lleva puesta una cazadora de cuero desgastada que debió haberle dado algún benefactor anónimo tras un chute— intenta acercarse a Lilly, quizá para decirle algo. Pero la chica de pelo castaño y ojos verdes e inexpresivos suelta un suspiro de angustia y mantiene la distancia.
Stevens, protegiéndose del viento con la solapa de la bata de laboratorio, le hace un gesto con la cabeza a Alice para volver juntos al recinto deportivo. A medio camino para llegar a la avenida principal —y fuera del alcance del oído de los demás—, la enfermera le pregunta al médico:
—¿Has notado el olor?
Él asiente.
—Sí, viene con el viento del norte.
Alice mueve la cabeza y suspira.
—Sabía que esos idiotas traerían problemas con todo ese ruido. ¿Crees que deberíamos decírselo a alguien?
—Martínez ya lo sabe. —El médico señala la torre de control que tienen a sus espaldas—. Se están poniendo muy chulos. Que Dios nos asista.
—Vamos a tener mucho trabajo los próximos días, ¿verdad? —comenta Alice con un suspiro.
—En el guardia usamos la mitad de las reservas de sangre que teníamos, así que necesitaremos más donantes.
—Pues yo donaré —le contesta Alice.
—Te agradezco el gesto, cariño, pero tenemos suficiente A positivo hasta Pascua. Además, si te saco más sangre tendré que enterrarte al lado del tipo grande.
—¿Sigue faltando 0 positivo?
—Es como buscar una aguja muy pequeña en un pajar muy pequeño —responde Stevens, encogiéndose de hombros.
—No le he preguntado a Lilly ni tampoco al nuevo, no sé cómo se llama.
—¿Scott? ¿El borracho?
—Sí.
—Nadie le ha visto el pelo desde hace días —dice el médico, negando con la cabeza.
—Nunca se sabe…
Con las manos en los bolsillos, el médico sigue negando mientras corre a resguardarse a los arcos de hormigón que hay a cierta distancia:
—Sí, nunca se sabe…
Esa noche, de vuelta en la casa del piso de arriba de la tintorería, Lilly está cansada, y por eso agradece a Bob que se haya quedado un poco más. Además, él ha hecho la cena —su especialidad de cecina de ternera Stroganoff, cortesía de la marca de comidas preparadas Hamburger Helper—, que acompañaron con el whisky de malta escocés de Bob y Ambien genérico para mitigar los pensamientos negativos de Lilly.
Al otro lado de la ventana del segundo piso, los ruidos, débiles y lejanos, se hacen cada vez más audibles, y aunque inquietan a Bob, intenta reconfortar a Lilly. Algo está pasando en las calles. Quizá haya una pelea. Sin embargo, Lilly es incapaz de prestarle atención al lejano alboroto de voces y pasos.
Tiene la sensación de estar flotando; en cuanto apoya la cabeza en la almohada, se sumerge en un estado de semiinconsciencia. En el apartamento, los suelos vacíos y las ventanas cubiertas de sábanas la zambullen en el más puro olvido. Aunque antes de caer por el precipicio del sueño profundo, se da cuenta de que el rostro estropeado de Bob se le acerca.
—¿Por qué no huimos juntos, Bob?
La pregunta permanece en el aire. Bob se encoge de hombros y contesta:
—Ni siquiera lo había pensado.
—Ya no nos ata nada aquí.
Bob mira hacia otro lado.
—El Gobernador dice que pronto va a empezar a ir todo bien —afirma él.
—¿Qué tenéis entre manos?
—¿A qué te refieres?
—Te tiene pillado, Bob.
—Eso no es cierto.
—Pues no lo entiendo. —Lilly se duerme. Apenas ve al hombre que hay sentado a su lado en la cama—. Él no es bueno, Bob.
—Sólo intenta…
Lilly apenas oye que alguien toca a la puerta e intenta mantener los ojos abiertos. Bob sale a abrir, Lilly sólo consigue estar despierta el tiempo suficiente como para identificar al visitante.
—Bob… ¿Quién es? —pregunta.
Se oyen pasos. Dos sombras aparecen junto a la cama como si de apariciones fantasmales se tratase. Lilly hace un gran esfuerzo para no cerrar los párpados.
Bob aparece acompañado de un hombre enjuto, demacrado, con los ojos oscuros, bigote a lo Fu-Manchú perfectamente cuidado y pelo negro como el carbón. El hombre se acerca sonriendo, mientras Lilly se sumerge en un estado de inconsciencia.
—Que duermas bien, amorcito —la saluda el Gobernador—. Ha sido un día muy largo.
Los patrones de comportamiento de los caminantes siguen desconcertando y fascinando a los habitantes más intelectuales de Woodbury. Algunos creen que los cadáveres se mueven como abejas en una colmena, llevados por algo mucho más complejo que el hambre pura y dura. Hay teorías que sostienen que los zombies están rodeados de señales invisibles, parecidas a las feromonas, que modifican su comportamiento según la composición química de la presa. Otros suponen que más allá de sentirse meramente atraídos a ciertos sonidos, olores o movimientos, utilizan respuestas sensoriales codificadas. Sin embargo, aunque ninguna hipótesis se ha consolidado, la mayoría de los habitantes de Woodbury sí tienen claro algo en cuanto al comportamiento zombie: la llegada de una horda, sea del tamaño que sea, provoca miedo, pavor y un tremendo respeto. Las manadas suelen aumentar de tamaño de manera espontánea y derivar en peligrosas ramificaciones. Por muy pequeña que sea —como el grupo de muertos que se ha formado ahora al norte de la ciudad, atraído por el ruido de la lucha de gladiadores de la noche anterior—, una manada es capaz de volcar un camión, tirar abajo postes como si fueran palillos de madera o derrumbar el muro más alto.
Durante las últimas cuarenta y ocho horas, Martínez ha estado coordinando todos los sistemas de protección para evitar el ataque inminente. Los guardias de los extremos noroeste y nordeste del muro han estado supervisando la evolución del grupo, que empezó a convertirse en manada a kilómetro y medio de distancia. Los guardias han estado enviando mensajes a través de la cadena de mando para avisar de que el grupo había pasado de estar formado por una docena de zombies a alrededor de cincuenta, y se ha estado desplazando en zigzag a través de los árboles de Jones Mill Road, cubriendo la distancia que separa los bosques más profundos y las afueras de la ciudad a una velocidad de ciento ochenta metros por hora, aumentando en número a medida que avanza. Aunque, al parecer, la horda se mueve con más lentitud que los pequeños grupos de caminantes. De esta manera, ha tardado quince horas en cubrir una distancia de trescientos sesenta metros.
Ahora algunos empiezan a emerger por la zona limítrofe del bosque, arrastrándose por los campos abiertos que rodean las arboledas y la ciudad. Parecen juguetes rotos caminando bajo la luz brumosa del atardecer, como soldaditos de cuerda que chocan unos contra otros mientras corren tras la estela de humo que expulsan unos motores en mal estado, con las bocas ennegrecidas contrayéndose y expandiéndose como pupilas. Incluso a esa distancia, la luna creciente refleja sus ojos blanquecinos, que titilan como monedas a la luz.
Martínez tiene tres ametralladoras Browning del calibre 50 —cortesía del depósito de armas de la Guardia Nacional que saquearon— situadas en puntos clave a lo largo del muro.
Una está en el capó de la retroexcavadora que hay en el extremo oeste. Otra, encima de una plataforma elevadora situada en el extremo este. Por último, la tercera está en el techo de un semitráiler, en el límite de la zona de construcción. Las ametralladoras están controladas por francotiradores que ya están en sus puestos equipados con auriculares.
Unas bandoleras largas y brillantes, repletas de balas incendiarias y perforantes, cuelgan de cada arma, además disponen de más cartuchos en unas cajas de acero cercanas a cada punto.
Otros guardias toman posiciones a lo largo del muro —en escaleras y máquinas excavadoras— armados con rifles semiautomáticos y de largo alcance cargados con balas de 7,62 milímetros capaces de perforar tabiques y metal laminado. Estos hombres no llevan auriculares, pero saben cómo esperar las señales manuales de Martínez, situado en lo alto de una grúa-pórtico que hay en el aparcamiento de la oficina de correos y equipado con un receptor. Dos enormes lámparas de carbón —obtenidas en un saqueo al teatro de la ciudad— están conectadas al generador, que traquetea entre las sombras del muelle de carga de la oficina de correos.
Una voz chisporrotea en la radio de Martínez:
—Martínez, ¿estás ahí?
Martínez aprieta el botón en el que pone «HABLAR»:
—Recibido, jefe, adelante.
—Bob y yo estamos yendo hacia allí, así que ahora tendremos que conseguir un poco de carne fresca.
—¿Carne fresca? —le pregunta Martínez, frunciendo el cejo bajo el pañuelo que le cubre la cabeza.
La voz crepita a través del minúsculo altavoz:
—¿Cuánto tiempo nos queda antes de que empiecen los juegos y la diversión?
Martínez fija su mirada en el oscuro horizonte, los zombies más cercanos están a unos trescientos metros. Pulsa el botón:
—Puede que pase una hora hasta que podamos darles un tiro en la cabeza a nuestros colegas; tal vez menos.
—Vale —dice la voz—. Llegaremos en cinco minutos.
Bob sigue al Gobernador por Main Street en dirección a una caravana de semirremolques aparcados en semicírculo en el exterior del saqueado centro comercial de decoración Menards. Expuesto al viento gélido del invierno, el Gobernador camina enérgicamente, casi dando saltos y taconeando con las botas en las baldosas.
—En momentos como éste —le comenta a Bob mientras caminan juntos— debes de sentirte como si hubieras vuelto a la mierda de Afganistán.
—Sí, señor, a veces me lo parece. Recuerdo una vez que recibí una llamada para conducir hasta el frente y recoger a unos marines que acababan su turno. Era de noche y hacía un frío que pelaba, igual que hoy. Las alarmas antiaéreas estaban sonando y todos esperaban un tiroteo. Me dirigí con el APC a las trincheras dejadas de la mano de dios en el desierto, ¿y qué me encuentro? Un puñado de putas del pueblo haciéndoles mamadas a los soldados.
—No me jodas.
—Fue así. —Bob niega con la cabeza con cara de sorpresa mientras camina junto al Gobernador—. Justo en pleno ataque aéreo. Les dije que pararan y que se vinieran conmigo antes de que yo me fuera sin ellos. Una de las putas subió con ellos en el APC, y yo me preguntaba qué coño estaba pasando. Joder, me entraron ganas de irme de ese puto lugar.
—Normal.
—Arranqué con la tía allí detrás. Seguro que no adivinas lo que pasó después.
—No me dejes en vilo, Bob —le pide el Gobernador con una sonrisa.
—De repente oigo un golpe en la parte de atrás, y me doy cuenta de que la tía es una insurgente, y de que lleva encima una bomba caminera para detonarla en el vehículo. —Bob menea la cabeza de nuevo—. El cortafuegos me salvó la vida, pero la lió bien. Uno de los hombres perdió una pierna.
—Esto es la hostia, joder —dice el Gobernador maravillado cuando ya están llegando al círculo de camiones de dieciocho ruedas. Ya es de noche, la luz de una antorcha ilumina el costado de un camión de Piggly Wiggly con un cerdo sonriente mirándoles en la penumbra—. Espera un momento, Bob. —El Gobernador golpea el tráiler con el puño—. ¡Travis! ¿Estás ahí? ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
En medio de una nube de humo de tabaco, la puerta trasera se abre con un chirrido de bisagras. Un hombre negro y fornido asoma la cabeza por el remolque.
—Hola, jefe… ¿En qué puedo ayudarte? —le pregunta.
—Llévate de inmediato uno de los tráileres vacíos al muro norte. Nos veremos allí y te diremos qué hacer. ¿Entendido?
—Entendido, jefe.
El hombre negro se baja del remolque y desaparece al otro lado del camión. El Gobernador respira hondo y guía a Bob por el círculo de camiones, para luego ir al norte por una carretera alternativa en dirección a la barricada.
—La hostia lo que es capaz de hacer un tío por echar un polvo —reflexiona el Gobernador a medida que avanzan por el camino de tierra.
—¿A que sí?
—Esas chicas con las que has venido, Bob…, Lilly y…, ¿cómo se llama? —quiere saber el Gobernador.
—¿Megan?
—Sí, ésa. ¿A que está buena?
—Sí, es un pibón —contesta Bob, relamiéndose.
—Va un poco provocativa, pero… ¿quién soy yo para juzgar? —Hace otro gesto lascivo—. Estamos aguantando como podemos. ¿A que sí, Bob?
—Tienes toda la razón. —Bob avanza unos pasos—. Entre tú y yo… Creo que me gusta.
El Gobernador mira al hombre mayor con una extraña mezcla de lástima y sorpresa.
—¿Esa chica? ¿Megan? Eso es estupendo, Bob. No tienes de qué avergonzarte.
Bob camina cabizbajo.
—Desearía pasar una sola noche con ella. —Su voz se vuelve dulce—. Sólo una. —Mira al Gobernador—. Pero bueno… Sé que es un sueño imposible.
Philip inclina la cabeza hacia el hombre mayor, y le dice:
—Puede que no, Bob… Puede que no.
Antes de que Bob pueda articular una respuesta, presencian una serie de explosiones metálicas frente a ellos. Unos estallidos procedentes de las lámparas de carbón, que de repente agrietan la lejana oscuridad de los extremos del muro, unos rayos plateados de luz se abren paso a través de los campos cercanos y de las filas de árboles, iluminando la horda de muertos vivientes que se acerca.
El Gobernador guía a Bob por el aparcamiento de la oficina de correos hasta llegar a la grúa-pórtico, donde Martínez ya se prepara para dar orden de abrir fuego.
—¡No dispares, Martínez! —La voz atronadora del Gobernador llama la atención de todos.
Martínez mira a los dos hombres con nerviosismo.
—¿Seguro, jefe? —le pregunta al Gobernador.
El ruido atronador de un camión Kenworth surge de detrás del Gobernador, acompañado por los pitidos delatores de un semitráiler que va marcha atrás. Bob advierte por el rabillo del ojo cómo un dieciocho ruedas vuelve a su posición en la puerta norte. El tubo de escape vertical empieza a echar humo, y Travis se asoma por la ventanilla del conductor mientras golpea el volante mordiendo un cigarrillo.
—¡Dame tu walkie! —le dice el Gobernador a Martínez, que ya está bajando por la escalera metálica fijada a un lateral de la grúa. Detrás del Gobernador, Bob lo ve todo a una distancia considerable. Hay algo en todo esto que inquieta al hombre mayor.
Fuera del muro, la manada de zombies errantes se aproxima a menos de doscientos metros.
Cuando Martínez acaba de bajar la escalera, le cede el aparato al Gobernador, que aprieta el botón y grita al micrófono:
—¡Stevens! ¿Me recibes? ¿Tienes puesta la radio?
Después de oír unas interferencias, obtiene respuesta del médico:
—Sí, te recibo, pero no…
—Cállate un momento. Quiero que lleves a ese idiota de Stinson, el guardia, al muro norte.
La voz vuelve a sonar entrecortada:
—Stinson se está recuperando todavía, después de perder tanta sangre en el…
—¡Y una puta mierda! No me discutas, Stevens… ¡Hazlo ya, joder!
El Gobernador apaga la radio y se la lanza a Martínez.
—¡Abrid la puerta! —grita el Gobernador a dos obreros que portan picos y tienen expresión de preocupación mientras esperan órdenes.
Los dos obreros intercambian miradas.
—¡Ya me habéis oído! —prosigue el Gobernador—. ¡Abrid la puta puerta!
Los dos obreros acatan sus órdenes tirando del cerrojo, la puerta se abre y deja pasar una ráfaga de viento frío y rancio.
—Así estamos tentando a la suerte —murmura Martínez para sí mismo, poniendo más munición en su rifle de asalto.
El Gobernador ignora su comentario y grita:
—¡Travis! ¡Vuelve a tu posición!
El camión vibra, pita y traquetea mientras se dirige marcha atrás hacia la puerta.
—¡Bajad la rampa!
Bob sigue observando, irritado por lo que está ocurriendo, mientras Eugene salta gruñendo de la cabina, bordea el camión y se coloca detrás.
Abre de golpe la puerta y despliega la rampa hasta el suelo.
En el resplandor de las luces, el contingente zombie se aproxima a unos ciento ochenta metros.
A sus espaldas, Bob oye unos pasos arrastrados que le llaman la atención.
Desde el sombrío centro de la ciudad, entre el parpadeo de los contenedores de basura ardiendo, el doctor Stevens llega ayudando a caminar al guardia herido, que renguea con el mismo ritmo letárgico de un noctámbulo.
—Mira eso, Bob —dice el Gobernador, mirando de reojo al hombre mayor—, le da mil putas vueltas a lo de Oriente Medio.