Capítulo 12

Lilly Caul recordará ese día durante toda su vida. Nunca olvidará la alfombra de sangre y trozos de carne —como los nudos de un tapiz— brotando de la nuca de Josh Lee Hamilton, cuya herida se aprecia un nanosegundo antes de asimilar por completo el estruendo provocado por la Glock de nueve milímetros. Recordará haber dado un salto y haberse caído sobre el asfalto a dos metros de Josh, haberse roto una muela y haberse mordido la lengua con uno de los incisivos. Entonces recordará el pitido en los oídos y las pequeñas y brillantes gotas de sangre cubriendo el dorso de sus manos y sus antebrazos.

Pero Lilly recordará, sobre todo, la imagen de Josh Lee Hamilton desplomándose en el asfalto como si estuviera sufriendo un desmayo, con sus enormes piernas temblando cual muñeca de trapo. Puede que eso fuera lo más extraño de todo: cómo el gigante se había desplomado, desprovisto al instante de su esencia. Nadie espera que una persona de esas características pueda morir con tanta facilidad: como si cayera una gran secuoya, o como si un edificio simbólico fuera demolido, haciendo temblar la tierra por el impacto. Pero lo cierto es que ese día, bajo la menguante luz azulada del invierno, Josh Lee Hamilton había sido abatido sin un solo gemido.

Se había desplomado y había caído silenciosamente en el asfalto.

Instantes después, Lilly siente como su cuerpo se ve abrumado por los escalofríos, la piel de gallina y la visión borrosa y nítida, como si su espíritu estuviese elevándose más allá de la tierra. Pierde el control de sí misma. Se pone de pie sin siquiera ser consciente de ello.

Con pasos débiles e involuntarios como las zancadas de un autómata, se ve a sí misma acercándose al hombre derrotado.

—No… Por favor, no, por favor… —balbucea mientras se acerca al gigante. Está arrodillada en el suelo. Las lágrimas inundan su rostro mientras acude a él para acunar su enorme cabeza y mascullar—: Que alguien… llame a un médico…, que… alguien… ¡Que alguien llame a un puto médico!

El rostro de Josh se retuerce entre los brazos ensangrentados de Lilly en un sufrimiento agónico, como si se debatiera entre una expresión u otra.

Con los ojos en blanco, se esfuerza en parpadear por última vez, como buscando el rostro de Lilly para así atesorarlo en su postrero aliento:

—Alicia…, cierra la ventana.

La sinapsis desencadena los recuerdos de su hermana mayor, que se desvanecen en su cerebro malherido como un ascua que se apaga.

—Alicia, cierra la…

Su rostro se queda inerte y los ojos se endurecen, incrustados en las cuencas como canicas.

—Josh, Josh… —Lilly lo zarandea como si intentara reactivar una máquina.

Pero se ha ido. Las lágrimas le impiden ver, todo se ha vuelto borroso. Siente la humedad del cráneo perforado de Josh en las muñecas, al tiempo que nota que algo le presiona la nuca.

—Déjalo marchar —le dice una voz grave, henchida de furia.

Lilly nota cómo alguien tira de ella, separándola del cuerpo de Josh; es una enorme mano masculina que agarra con sus dedos el cuello de su camiseta, tirando de ella hacia atrás.

En su interior algo se desgarra.

El paso del tiempo parece ralentizarse y descontrolarse, como en un sueño, mientras el carnicero aparta a la chica del cuerpo. La empuja contra el bordillo y ella se golpea la cabeza por detrás.

Desde el suelo, mira al hombre desgarbado del delantal. El carnicero está frente a ella, con la respiración acelerada y agitado por la adrenalina. A sus espaldas, los vejestorios se apoyan en la fachada de la tienda, mirando la escena asombrados, encogidos en sus ropajes anchos y harapientos.

En los edificios contiguos, entre las luces del atardecer, la gente acude a los portales y las esquinas.

—¡Mira lo que habéis hecho! —El carnicero acusa a Lilly, apuntándole con la pistola en la cara—. ¡He intentado ser justo!

—Déjalo ya —le pide ella, cerrando los ojos—. Déjalo ya y vete.

—¡Te mataré, zorra! —le grita el carnicero, y le da una bofetada—. ¿Me estás oyendo? ¿Me estás viendo?

De repente, unos pasos resuenan a lo lejos: alguien se acerca corriendo. Lilly abre los ojos.

—Eres un asesino —le dice con sangre entre los dientes. La nariz también le sangra—. Eres peor que un puto caminante.

—Eso es lo que tú piensas —contesta él, dándole otra bofetada—. Pero ahora escúchame.

Un sentimiento de humillación se apodera de Lilly y la hace ponerse de pie.

—¿Qué quieres?

Desde las calles cercanas se oye un murmullo y pasos presurosos acercándose, pero el carnicero sólo escucha su propia voz:

—Tú serás quien me pague la deuda pendiente de Milla Verde, niñata.

—Vete a la mierda.

El carnicero se agacha para cogerla por el cuello de la chaqueta.

—Vas a mover ese culito flaco hasta que…

Lilly levanta la rodilla con la fuerza suficiente como para golpear los testículos del carnicero y llevarlos a la altura del hueso pélvico. El hombre se tambalea sorprendido, soltando un jadeo comparable al sonido que hace el vapor saliendo de un conducto estropeado.

Lilly se pone de puntillas para clavarle las uñas en la cara. Las lleva mordidas, así que no le hace mucho daño, aunque consigue que el carnicero se eche atrás. Él responde con un manotazo, el golpe le roza el hombro y la hace estremecer. Ella contraataca con otra patada en los huevos.

El carnicero se tambalea intentando sacar la pistola.

Justo entonces, Martínez llega corriendo a la escena del crimen, seguido por dos de sus hombres.

—¿Qué coño está pasando? —grita Martínez.

El carnicero se ha sacado la Glock del cinturón y se vuelve hacia los hombres que acaban de llegar.

De inmediato, un fornido y confuso Martínez se lanza sobre el carnicero y lo golpea con la culata de su M1 en la cadera, se puede oír el crujir de los huesos. Al carnicero se le cae la Glock de la mano al tiempo que emite un bramido mucoso.

Uno de los guardias —un chico negro que lleva una sudadera ancha— llega a tiempo para recoger a Lilly y llevársela de allí. Sin embargo, ella intenta volver, retorciéndose en los brazos del joven, mientras el guardia la mantiene controlada.

—¡Estate quieto, hijo de puta! —grita Martínez, apuntando con el fusil de asalto al carnicero tambaleante; pero, casi de inmediato antes de que Martínez se dé cuenta, el carnicero coge el cañón de la M1.

Los dos hombres forcejean para quedarse con el arma, hasta que llevados por la inercia tropiezan con el barril llameante, que vuelca dejando una estela de chispas, mientras ellos se aproximan a la puerta de la tienda.

El carnicero arroja a Martínez contra la puerta de cristal, que se quiebra formando minúsculos fragmentos, al mismo tiempo que Martínez golpea con el fusil la cara del carnicero.

El carnicero retrocede con un gesto de dolor, y quita la M1 del alcance de Martínez. El fusil de asalto sobrevuela la acera. Algunos espectadores se alejan atemorizados, mientras otros curiosos llegan desde todas las direcciones soltando una ristra de gritos encolerizados. El otro guardia —un hombre mayor con gafas de aviador y camiseta andrajosa— mantiene alejada a la multitud.

Martínez le propina al carnicero un fuerte derechazo en la mandíbula que lo hace traspasar el cristal roto de la tienda y aterrizar en el suelo embaldosado del vestíbulo, que ahora está cubierto de cristales.

Martínez lo persigue, y le lanza un aluvión de duros golpes que dejan al carnicero tirado en el suelo sin poder levantarse, derramando hebras rosadas de saliva mezclada con sangre. Enajenado, el carnicero intenta sin éxito cubrirse el rostro y contraatacar, pero Martínez sigue dominando el enfrentamiento. El golpe final, un fuerte puñetazo en plena mandíbula, lo deja inconsciente.

A la escena le sigue un momento de incómodo silencio, durante el que Martínez trata de recobrar el aliento. Se sitúa junto al hombre del delantal, frotándose las manos e intentando volver a sus cabales. Fuera del centro de alimentos, el clamor de la muchedumbre se ha convertido en un insoportable estruendo —en el que casi toda la gente aclama a Martínez—, como si un público perturbado animara a su jugador de fútbol preferido.

Él ni siquiera entiende lo que acaba de ocurrir. Nunca le había gustado Sam el carnicero; sin embargo, jamás hubiera imaginado que algo así podría ocurrir, ni que el carnicero acabaría disparando a Hamilton.

—¿Qué coño tienes en la cabeza? —le pregunta Martínez al delirante hombre tirado en el suelo, sin siquiera esperar una respuesta.

—Es evidente que quiere ser una estrella.

La voz procede de la puerta destrozada que hay a espaldas de Martínez.

Se da la vuelta y en la puerta ve al Gobernador. Con los vigorosos brazos cruzados y largos mechones de pelo ondeando en la brisa, el hombre posee una expresión enigmática en el rostro; una mezcla siniestra de aturdimiento, desprecio y curiosidad.

Gabe y Bruce permanecen detrás de él como si fueran adustos tótems.

—¿Que quiere ser qué? —le pregunta Martínez, más confuso que nunca.

La expresión del Gobernador cambia: sus ojos oscuros brillan de inspiración y su ahora poblado y puntiagudo bigote se mueve cuando cambia el gesto, algo que en Martínez infunde prudencia.

—Antes que nada —exhorta el Gobernador con voz apagada e impasible—, cuéntame qué ha ocurrido exactamente.

—No ha sufrido, Lilly…, piensa en eso… No ha sentido dolor…, se ha apagado como una vela. —Bob se sienta en el bordillo junto a Lilly, que está destrozada, cabizbaja, las lágrimas le caen sobre el regazo. Bob ha dejado su botiquín de primeros auxilios en la acera, a su lado, y le cura las heridas de la cara con una gasa empapada en yodo—. Es un privilegio en el mundo de mierda en que vivimos.

—Podría haberlo impedido —le dice Lilly con una voz debilitada e inexpresiva que la hace parecer una muñeca de porcelana cayéndose a pedazos. Le arden los ojos de tanto llorar—. Sí, Bob. Podría haberlo hecho.

El silencio se extiende, se oye el viento traquetear en los conductos de ventilación y en los cables de alta tensión. Prácticamente toda la población de Woodbury se ha congregado en Main Street para curiosear en la escena del crimen.

El cuerpo de Josh está tendido boca arriba y tapado con una sábana junto a Lilly. Alguien lo ha cubierto hace sólo unos minutos, pero los extremos de la tela ya están empapados con manchas de sangre de las heridas de la cabeza de Josh. Lilly extiende la pierna con ternura y lo acaricia y masajea compulsivamente, como si fuera a despertarlo. De la coleta se le han soltado varios mechones de pelo castaño oscuro, que el viento esparce por todo su rostro magullado y afligido.

—Silencio, cariño —le pide Bob, mientras guarda el frasco de Betadine en el botiquín—. No podías hacer nada. De verdad.

Bob mira con preocupación el cristal roto de la puerta de entrada del centro de alimentos. Apenas puede ver al Gobernador y sus hombres en el vestíbulo, hablando con Martínez. El cuerpo inconsciente del carnicero se ve entre las sombras, y el Gobernador lo señala, explicándole algo a Martínez.

—Esto es una puta vergüenza —comenta Bob, mirando al infinito—. Es una puta jodida vergüenza.

—No tenía ni un ápice de maldad —dice Lilly en voz baja, mientras observa como la sangre sigue empapando la parte superior de la sábana—. Yo no estaría viva si no fuera por él… Me ha salvado la vida, Bob. Él sólo quería…

—¿Señorita…?

Lilly mira hacia arriba al oír una voz desconocida, y detrás de Bob ve a un hombre mayor con gafas de sol y bata blanca de laboratorio. Una cuarta persona, una chica de veintitantos con trenzas rubias, permanece junto al hombre. Ella también lleva una bata de laboratorio desgastada, y un estetoscopio y un tensiómetro cuelgan de su cuello.

—Éste es el doctor Stevens, Lilly —le informa Bob, asintiendo con la cabeza mientras mira al médico—. Y ella es Alice, su enfermera.

La chica le hace a Lilly un gesto de respeto al tiempo que prepara el tensiómetro.

—Lilly, ¿te importa si echo un vistazo a los moratones que llevas en la cara? —le pregunta el médico mientras se arrodilla a su lado y se introduce los auriculares del estetoscopio en los oídos. Ella no contesta; sólo vuelve a mirar al suelo fijamente. El médico le examina con cuidado el cuello y el esternón y le mide las pulsaciones. También estudia las heridas palpando la zona de las costillas—. Mi más sentido pésame, Lilly —le susurra el médico.

Lilly no dice nada.

—Algunas heridas son antiguas —comenta Bob, levantándose.

—Al parecer, tiene fisuradas las costillas ocho y nueve, y también la clavícula —afirma el médico, chasqueando los dedos debajo del forro polar—. Todas las lesiones están casi curadas, y no se aprecia ningún problema en los pulmones —observa mientras se saca el estetoscopio de los oídos y se lo pone alrededor del cuello—. Lilly, si necesitas algo, dínoslo.

Ella asiente con la cabeza.

El médico mide las palabras:

—Lilly, sólo quiero que sepas… —Hace una pequeña pausa, tratando de escoger las palabras adecuadas—. En esta ciudad no somos todos… así. Aunque ya sé que no te sirve de consuelo —le dice. Mira a Bob, luego observa la ventana destrozada del centro de alimentos y vuelve a mirar a Lilly—. Lo único que te digo es que si alguna vez necesitas hablar con alguien, si te preocupa algo o necesitas algo…, no dudes en venir a la clínica.

Al ver que Lilly no reacciona, el médico suelta un suspiro y se pone de pie. Luego intercambia miradas de preocupación con Bob y Alice.

Bob vuelve a arrodillarse junto a Lilly, y le susurra dulcemente:

—Lilly, cariño, tenemos que levantarnos e irnos de aquí.

Al principio, apenas lo oye; de hecho, ni siquiera entiende lo que dice. Lo único que hace es mirar abajo y acariciar la pierna del cadáver, mientras se abre un gran vacío en su interior. En clase de antropología, en el Instituto Tecnológico de Georgia, descubrió a los indios algonquin y su creencia en que es necesario apaciguar las almas de los muertos. Por ese motivo, después de la cacería, aspiran el último respiro del oso agonizante para honrarlo y asimilarlo en su propio cuerpo, además de hacerle un homenaje. Sin embargo, a Lilly el cadáver de Josh Lee Hamilton sólo le inspira desolación y pérdida.

—¿Lilly? —la voz de Bob suena como si viniera de un universo lejano—. Cariño, ¿qué te parece si nos vamos de aquí?

La mujer sigue en silencio.

Bob le hace un gesto con la cabeza a Stevens. El médico le hace otro a Alice, y ésta se da la vuelta y hace señales a dos hombres de mediana edad que esperan con una camilla plegable. Los dos hombres —conocidos de Bob de la taberna— se acercan. Despliegan la camilla a pocos centímetros de Lilly y se arrodillan junto al cadáver, cuando empiezan a levantar el cuerpo gigantesco para situarlo sobre la camilla, Lilly comienza a llorar.

—Dejadlo en paz —murmura, sin apenas poder pronunciar palabra.

—Vamos, Lilly —le dice Bob, poniéndole la mano sobre el hombro.

—¡He dicho que lo dejéis en paz! ¡Que no lo toquéis! ¡Quitadle las putas manos de encima!

Sus gritos de angustia alteran la quietud de la calle, azotada por el viento, llamando la atención de todos. Los curiosos que observan desde el otro lado de la calle detienen sus conversaciones y miran hacia arriba. Los que están en los portales se acercan a las esquinas para ver qué está pasando. Por su parte, Bob se despide de los conocidos, y Stevens y Alice abandonan el lugar sumidos en un incómodo silencio.

El disturbio ha llevado a algunas personas a salir del centro de alimentos, y ahora permanecen junto a la entrada destrozada, estupefactas ante los trágicos acontecimientos.

Bob levanta la mirada y ve al Gobernador allí parado, con los brazos cruzados en medio del recibidor, observando todo lo ocurrido con sus ojos oscuros y astutos. Entonces, Bob se acerca tímidamente a la entrada.

—Se pondrá bien —le susurra al Gobernador—. Sólo está un poco desorientada.

—Nadie puede culparla. De un momento para otro ha perdido su plato diario de comida —le contesta mientras se muerde el interior de la mejilla, pensativo—. Déjala un rato en paz. Ya limpiaremos después todo este desastre. —Sigue pensando, sin quitarle los ojos de encima al cuerpo tendido junto al bordillo—. ¡Gabe, ven aquí!

Gabe, un hombre fornido que lleva un jersey de cuello alto y el pelo rapado, acude a la llamada.

El Gobernador le ordena en voz baja:

—Quiero que despiertes a ese carnicero de mierda, que lo lleves al calabozo y lo dejes allí con los guardias.

Gabe asiente con la cabeza, volviendo a entrar en el centro de alimentos.

—¡Bruce! —llama a su número dos el Gobernador. El negro de la cabeza afeitada y la camiseta de Kevlar que lleva una AK-47.

—Sí, jefe.

—Quiero que cojas a toda esa gente y te la lleves a la plaza.

El hombre negro inclina la cabeza con un gesto de incredulidad.

—¿A todos? —pregunta.

—Ya me has oído: a todos —contesta el Gobernador, con un guiño—. Vamos a hacer una pequeña reunión de vecinos.

—Vivimos tiempos violentos. Estamos bajo una presión continua. Todos los días de nuestra vida.

Con una voz grave y ronca que se alza por encima de los árboles desnudos y las antorchas, el Gobernador vocifera a través de un megáfono que Martínez encontró un día en el desaparecido parque de bomberos. El sol se ha puesto en la ciudad, y ahora todos los habitantes se arremolinan alrededor de la sombría glorieta situada en el centro de la plaza. El Gobernador está de pie en los peldaños de piedra de la estructura, para dirigirse a sus subordinados con la estentórea autoridad de una mezcla entre un político y un orador insaciable.

—Sé que estáis agotados —prosigue, moviéndose por los escalones y metiéndose al público en el bolsillo. Su voz resuena por toda la plaza, haciendo vibrar los escaparates de toda la calle—. Durante los últimos meses nos hemos enfrentado al dolor más profundo…, hemos perdido a los nuestros.

Se detiene para darle dramatismo a su discurso, y comprueba que la mayoría de los asistentes están cabizbajos, los ojos brillantes por el reflejo de la luz de las antorchas. Siente el peso del dolor cayendo sobre todo el mundo. Y se sonríe por dentro, esperando pacientemente que ese momento pase.

—Lo que ha sucedido hoy en la tienda no tendría que haber ocurrido. Vivís al límite; lo sé. Pero no tendría que haber ocurrido, porque es un síntoma de enfermedad. Y tenemos que tratar esa enfermedad.

Por un instante, vuelve a mirar en dirección este, y ve cómo esas siluetas afligidas se amontonan alrededor del cadáver cubierto del hombre negro. Bob se arrodilla para consolar a Lilly, acariciándole la espalda, mientras mira, como en estado de trance, al gigante caído cubierto con una sábana empapada de sangre.

El Gobernador vuelve a dirigirse a su público:

—A partir de hoy, vamos a estar más protegidos. De ahora en adelante, las cosas serán diferentes. Os prometo… que las cosas van a cambiar. Vamos a tener nuevas normas.

Y continúa, fulminando a cada uno de los espectadores con la mirada:

—¡Lo que nos separa de esos monstruos es la civilización! —exclama, poniendo tanto énfasis en la palabra «civilización», que los tejados retumban—. ¡Orden! ¡Ley! En la Antigua Grecia ya tenían esta mierda, porque sabían lo que les convenía. Lo llamaban «catarsis».

Algunos rostros lo miran con expresión de inquietud y expectación.

—¿Veis aquel estadio de allí? —pregunta a través del megáfono—. ¡Miradlo bien!

Se vuelve para hacerle una señal a Martínez, que está oculto en la sombra, en la base de la glorieta. Martínez aprieta el botón de su walkie-talkie y en voz baja le dice algo a su interlocutor. El Gobernador ha insistido en que los tiempos estuvieran sincronizados.

—A partir de esta noche —continúa el Gobernador, mientras la oleada de cabezas presta atención al gran platillo volante erigido en una zona yerma al oeste de la ciudad, como si fuera un tazón inmenso cuya silueta se alza contra las estrellas—. ¡A partir de ya! ¡Será nuestro nuevo teatro griego!

Desde el estadio, con la misma fastuosidad que sugiere un gran despliegue de fuegos artificiales, los grandes focos de xenón empiezan a centellear uno tras otro, emitiendo ruidos metálicos y estallidos de luz plateada. El espectáculo provoca un sonoro suspiro colectivo en todos los que están apiñados alrededor de la glorieta, e incluso algunos se ponen a aplaudir.

—¡La entrada es libre! —exclama el Gobernador, que siente que la energía aumenta, haciendo saltar chispas como si tuviera electricidad estática, dominándolos a todos—. El casting ya ha empezado. ¿Queréis luchar en el ring? Pues tenéis que romper las reglas. Sólo eso. Infringir la ley.

Los observa a la vez que hace una pausa, invitándoles a decir algo. Algunos se miran entre ellos y otros asienten con la cabeza, mientras los demás están expectantes como si fueran a gritar «aleluya» de un momento a otro.

—¡Todo aquel que infrinja la ley tendrá que luchar! Así de simple. Si no sabéis cuál es la ley, sólo tenéis que preguntar. O leeros la puta Constitución. U ojear la Biblia. Ama al prójimo: ésa es la regla de oro. Así es… Pero escuchadme bien: si amáis al prójimo demasiado… os va a tocar luchar.

Algunas voces lo vitorean, y el Gobernador se crece, echando más leña al fuego:

—¡De ahora en adelante, si le tocáis los huevos a alguien, habréis infringido la ley, y tendréis que luchar!

Así, más personas se suman al alboroto, gritando con todas sus fuerzas.

—¡Si robáis, tendréis que luchar!

La multitud aclama al orador con un fervoroso coro de alaridos.

—¡Si disparáis a la mujer de alguien, tendréis que luchar!

Ahora se unen más voces, desatando todo su miedo y su frustración.

—¡Si asesináis a alguien, tendréis que luchar!

Los vítores empiezan a degenerar en una cacofonía de gritos de enfado.

—¡Si os metéis con alguien y sobre todo si matáis a alguien, tendréis que luchar! En el estadio. Frente a Dios. A muerte.

El clamor acaba convirtiéndose en un batiburrillo de aplausos, voces y gritos, y el Gobernador decide esperar a que el estruendo amaine, del mismo modo en que las olas se disipan.

—El espectáculo empieza esta noche —anuncia casi susurrando por el megáfono, que produce interferencias—. Empieza con el chiflado de la tienda: Sam el carnicero. Que se cree juez, jurado y verdugo.

El Gobernador señala el estadio y grita con una voz que se asemeja a la de un líder espiritual:

—¿Estáis preparados para que se haga justicia? ¿Estáis listos para que la ley actúe?

El público estalla enfervorizado.

Lilly levanta la mirada y advierte a sólo unos metros de distancia el repentino éxodo de unas cuarenta personas. La muchedumbre se dispersa en forma de masa ruidosa, moviéndose en grupo —como una ameba gigante, con puños levantados y vítores enfurecidos—, embistiéndose los unos a los otros para llegar a la pista de carreras, que está emplazada en un lugar dominado por la penumbra y la luz artificial, a unos doscientos metros en dirección oeste.

A Lilly se le revuelve el estómago por el simple hecho de verlo.

—Bob, ya puedes llevarte el cadáver —murmura, apartando la mirada de él.

Junto a ella, Bob se agacha para acariciarle la espalda.

—Cuidaremos de él, cariño.

—Dile a Stevens que quiero hacer el funeral —le pide, mirando al infinito.

—Claro.

—Lo enterraremos mañana.

—Me parece bien, cielo.

Lilly observa cómo en la distancia la multitud avanza hacia el estadio. De repente, una serie de espantosas imágenes de películas de terror antiguas le vienen a la mente: una muchedumbre de gente del pueblo portando antorchas y armas rudimentarias se dirige al castillo de Frankenstein, reclamando la muerte del monstruo.

Siente un escalofrío al darse cuenta de que ahora todos se han convertido en monstruos. Todos. También Lilly y Bob. Ahora Woodbury es el monstruo.