Capítulo 11

—Sigo sin entender por qué no podemos quedarnos a vivir aquí —insiste Lilly al día siguiente.

En una de las mansiones revestidas de cristal, Lilly está tumbada en un sofá —exquisitamente tapizado de cuero— delante de un ventanal que se extiende por toda la fachada trasera de la primera planta, con vistas al jardín y a la piscina en forma de riñón y cubierta por una capa de nieve.

El viento gélido traquetea entre las ventanas y arroja un fino silbido de aguanieve contra el cristal.

—Ya sé que es una posibilidad —le contesta Josh desde la otra punta de la sala, mientras hace una selección de los utensilios de plata que ha encontrado en un cajón y los mete en una bolsa de tela. La noche empieza a caer en el segundo día de reconocimiento del lugar y ya se han abastecido de todo lo que se necesita para equipar una casa. También han escondido parte de las provisiones en naves y cobertizos situados en la zona exterior de la muralla. Han guardado armas de fuego, herramientas y víveres enlatados dentro de la caravana de Bob. Además, tienen planes de hacerse con uno de los vehículos, que están en buenas condiciones.

Josh suspira, se acerca a Lilly y se sienta en el sofá junto a ella.

—Todavía no tengo claro que este lugar sea seguro —le dice.

—Venga, hombre… Estas casas son como fortalezas; los propietarios las cerraron a cal y canto antes de despegar en sus jets privados. No puedo pasar ni una noche más en esa ciudad siniestra.

Josh la mira compungido:

—Nena, te prometo… que algún día se acabará toda esta mierda.

—¿De verdad crees eso?

—Estoy seguro, cariño. Alguien descubrirá qué es lo que fue mal… Algún científico del Centro de Control de Enfermedades inventará un antídoto que mantenga a los muertos donde tienen que estar.

Lilly se frota los ojos.

—Ojalá yo pudiera estar tan segura.

Josh le acaricia la mano.

—Lo superaremos, nena. Recuerdo que mi madre siempre afirmaba: «De lo único que puedes estar seguro en este mundo es de que nada es seguro porque todo cambia» —le dice con una sonrisa—. Lo único que no va a cambiar es lo que siento por ti.

Permanecen un rato sentados, inmersos en el silencioso vaivén que produce la cellisca. Algo se mueve fuera, al otro lado del jardín. Varias docenas de cabezas asoman por detrás del precipicio, una hilera de rostros corrompidos que Josh y Lilly todavía no han visto. Están de espaldas a la ventana, y el pelotón de zombies emerge de entre las sombras del barranco.

Lilly apoya la cabeza sobre el enorme hombro de Josh, absorta en sus pensamientos e ignorante de la amenaza inminente, cuando siente una punzada de remordimiento. Por la manera en que la mira, la toca y por cómo se le iluminan los ojos al despertar cada mañana en el frío camastro del apartamento de la segunda planta, la mujer se está dando cuenta de que Josh está cada día más enamorado de ella.

Una parte de Lilly ansía ese cariño y esa complicidad…, pero otra parte de ella sigue sintiéndose distante, lejana y culpable por haber permitido que la relación surgiera del miedo, por mero interés. Siente que le debe algo a Josh; sin embargo, ésa no puede ser la base de una relación. Lo que está haciendo está mal. Le debe la verdad.

—Josh… —le dice, mirándolo a los ojos—. Eres el hombre más maravilloso que he conocido en mi vida.

—Tú tampoco estás mal. —Él sonríe sin advertir la tristeza de su voz.

Mientras tanto, fuera ya se ve claramente a través de la ventana trasera cómo una cincuentena de zombies trepa por los salientes, clavando sus garras en el césped y arrastrando su peso muerto con convulsiones intermitentes. Algunos se ponen de pie con gran esfuerzo y caminan pesadamente hacia el edificio acristalado, chasquean la mandíbula al aire, hambrientos. Un anciano vestido con bata de hospital y con el pelo canoso es quien lidera la horda.

En el interior de la suntuosa vivienda protegida por los paneles de cristal, ignorantes de la amenaza que se aproxima, Lilly mide sus palabras:

—Has sido muy bueno conmigo, Josh Lee… No sé cuánto tiempo habría podido sobrevivir sin ti…, y siempre te estaré agradecida por eso.

Josh la mira y su sonrisa se desvanece:

—¿Por qué me da la sensación de que hay un «pero» al caer?

Lilly se humedece los labios, pensativa.

—Esta plaga, epidemia o lo que sea… cambia a las personas… y las obliga a hacer cosas impensables.

El rostro de tez oscura de Josh se derrumba.

—¿Qué me quieres decir, muñeca? ¿Qué te pasa?

—Sólo me parece que… No sé… puede que lo nuestro esté yendo muy de prisa.

Josh la mira como si intentara buscar las palabras adecuadas durante un largo instante. Se aclara la garganta.

—Creo que no te sigo.

Los cadáveres han llegado al jardín trasero. Al otro lado del grueso cristal no se los oye; el enorme regimiento avanza hacia la casa como un coro cacofónico, acallado por el tamborileo del aguanieve. Algunos de los caminantes —el anciano con bata, una mujer coja sin mandíbula y un par de víctimas quemadas— están a menos de veinte metros. Otros monstruos tropiezan como idiotas con el escalón de la piscina y caen sobre la lona nevada; mientras otros siguen a los líderes, con los ojos en blanco y sedientos de sangre.

—No me malinterpretes —le dice Lilly rodeada por el hermetismo de la majestuosa casa de cristal—. Yo siempre te querré, Josh… siempre. Eres maravilloso. Lo malo es… el mundo en el que vivimos, que lo corrompe todo. Yo nunca querría hacerte daño.

Los ojos de Josh se llenan de lágrimas.

—Espera. Un momento. ¿Estás diciendo que nunca se te habría ocurrido estar conmigo en otras circunstancias?

—No, por Dios, no… Me encanta estar contigo, pero es que no quiero que tengas una impresión equivocada.

—¿La impresión equivocada sobre qué?

—Pensando que lo que sentimos el uno por el otro surge… de algo sano.

—¿Y qué te hace pensar que nuestros sentimientos no son sanos?

—Me refiero a que el miedo lo jode todo. Estoy fuera de mis cabales desde que empezó toda esta mierda. No quiero que pienses que sólo te quiero para que me protejas o para asegurarme la supervivencia. A eso me refiero.

Con los ojos llenos de lágrimas, Josh traga saliva e intenta pensar algo que decir.

En cualquier otra circunstancia, ya se habría dado cuenta del hedor a carne rancia estofada en mierda que se expande por los alrededores de la casa. O habría oído el coro de bajos —que vienen no sólo del jardín trasero, sino también de la parte frontal y los laterales del terreno— amortiguado por las murallas que los protegen, con un murmullo tan profundo y grave que parece hacer vibrar los mismísimos cimientos. O habría visto por el rabillo del ojo, por las ventanas en forma de rombo del vestíbulo principal, tras las cortinas del salón, que venían a por a ellos en todas direcciones. Sin embargo, no ve ni siente nada, excepto el asalto a su corazón.

Aprieta los puños.

—¿Por qué demonios iba a pensar en algo así, Lil?

—¡Porque soy una cobarde! —le contesta con los ojos encendidos—. ¡Porque te abandoné a una muerte segura, joder! Nada podrá cambiar eso.

—Lilly, por favor, no…

—Vale…, escúchame. —Consigue controlar la emoción—: Lo que quiero decirte es que creo que deberíamos reflexionar y darnos…

—¡Dios mío! ¡Mierda!… ¡Mierda! ¡Mierda!

En un instante, la cara de susto de Josh borra cualquier tipo de pensamiento de la mente de Lilly.

Josh ve a los intrusos en un reflejo del cristal de una foto de familia que hay al otro lado del cuarto, encima de una espineta; un retrato enmarcado de los antiguos propietarios —incluido un caniche con lazos en el pelo— en el que lucen rigurosas sonrisas. Las siluetas fantasmales se mueven por la fotografía como si fueran apariciones sobrenaturales. Esta imagen superpuesta deja al descubierto una ventana trasera, justo detrás del sofá, en la que ahora puede verse un batallón de zombies que se amontona e intenta acceder a la casa.

Josh se da la vuelta de un salto justo a tiempo para ver cómo la ventana se resquebraja.

Los zombies más cercanos, cuyos rostros cadavéricos están aplastados contra el cristal, babean y dejan un rastro de bilis negra por toda la ventana. Todo pasa muy rápido. La finísima hendidura se extiende hacia los extremos como una tela de araña, mientras varias decenas más de cadáveres reanimados se estrujan los unos a otros y ejercen una enorme presión sobre la ventana.

El cristal se rompe justo en el instante en el que Josh le pega un tirón a Lilly y la levanta del sofá.

Un crujido espantoso, como si hubiera caído un rayo en la habitación, precede a la aparición de varios centenares de brazos extendidos hacia adelante, de mandíbulas batientes y de cadáveres que caen desde detrás del sofá en un maremágnum de cristales rotos. El viento húmedo arremete contra la imponente sala de estar.

Josh se mueve sin pensar demasiado en lo que hace, tira de la mano a Lilly y cruza la antesala abovedada para llegar a la puerta de la vivienda, mientras el coro infernal de cuerdas vocales descompuestas avanza gorjeando y amontonándose tras ellos, invadiendo la majestuosa vivienda con sonidos salvajes y hedor de muertos. Aturdidos y crispados por el apetito insaciable, los mordedores tardan poco en levantarse del suelo y reanudan la marcha, gruñendo de un lado a otro y dando bandazos para alcanzar a la presa.

Josh cruza el vestíbulo en un segundo para abrir la puerta principal.

Lo recibe una pared de muertos vivientes.

Él se estremece y Lilly empieza a chillar a la vez que retrocede sobresaltada, mientras la horda de brazos cadavéricos y dedos atenazadores intenta alcanzarlos. Detrás de los brazos, un mosaico de cráneos escupen y babean una sangre negra como el petróleo; otros muestran los tendones y la musculatura del tejido facial. Una de esas manos encrespadas engancha un extremo de la chaqueta de Lilly; Josh logra tirar de ella al tiempo que lanza un alarido:

—¡Hijos de puta!

En un subidón de adrenalina, el hombre coloca la mano en el borde de la puerta y la cierra de un golpe, apretando un puñado de brazos agitados. El impacto —combinado con la fuerza de Josh y con la calidad de la lujosa puerta— rompe cada una de las seis extremidades.

Los diversos miembros se esparcen y rebotan por todo el azulejo italiano.

Josh agarra a Lilly e intenta volver a la parte central de la casa, pero se detiene al pie de la escalera de caracol al ver que la vivienda está inundada de cadáveres errantes. Las cosas han accedido a través del ventanal del recibidor, situado en el ala este de la casa, luego han entrado por la puerta para perros que hay en el ala oeste, para finalmente serpentear por entre las grietas de la terraza que hay al extremo norte de la cocina. Los únicos humanos que hay en la mansión están rodeados.

Josh coge a la mujer por el cuello de la chaqueta y la levanta para subir unos escalones. A medida que lo hacen, él saca su pistola del calibre 38 y empieza a disparar. El primer tiro produce un fogonazo sin llegar a alcanzar el blanco, aunque sí descuelga una herramienta que estaba atornillada al dintel del porche. Josh no consigue dar al objetivo. Lleva a Lilly a pulso por la escalera, mientras la horda de gruñidos, rechinamientos y golpes los sigue con torpeza.

Algunos caminantes no pueden subir y se caen; sin embargo, hay otros que se sujetan con pies y manos y logran arrastrarse hacia arriba. Desde la parte central de la escalera, Josh dispara de nuevo y le perfora el cráneo a un zombie, esparciendo sangre por toda la barandilla y la araña. Otros cadáveres se desploman, produciendo un efecto dominó. Unos momentos después hay tantos amontonados, que empiezan a pasarse los unos por encima de los otros para trepar al mismo ritmo frenético que los salmones cuando desovan. Josh dispara una y otra vez. El fluido negro estalla con cada fogonazo, pero es inútil…, hay demasiados contra los que luchar. Josh lo sabe; Lilly también.

—¡Por aquí! —le grita Josh en cuanto llegan al segundo piso.

De repente, al hombre se le ocurre una idea mientras arrastra a Lilly por el pasillo, buscando la puerta que hay al final del mismo. Josh recuerda haber entrado en el dormitorio principal el día anterior para buscar medicamentos en el botiquín y admirar las vistas desde esa ventana. Y también se acuerda de un enorme roble haciendo las veces de centinela junto a la ventana.

—¡Por aquí!

Los cadáveres alcanzan el final de la escalera. Uno de ellos choca contra la barandilla y da un traspié hacia atrás, rodando por encima de media docena de zombies y haciendo caer a tres. El trío patina en la curvatura de la escalera, dejando un rastro de babas de sangre espesa.

Mientras tanto, en el otro extremo del pasillo, Josh llega a la puerta del dormitorio, la abre de una patada y mete a Lilly en la habitación. La puerta se cierra tras ellos de un portazo. El silencio y la calma del espacioso dormitorio —con mobiliario de estilo Luis XVI, una enorme cama con dosel, un lujoso edredón de Laura Ashley y una montaña de almohadas con sus fundas llenas de puntillas y florituras— generan un contraste surrealista con la amenaza atronadora y apestosa que viene de fuera.

Los pasos arrastrados empiezan a oírse. El hedor satura el ambiente.

—¡Saldremos por la ventana, muñeca! ¡Ahora vuelvo! —Josh da media vuelta para ir directo al baño, a la vez que Lilly sale por el enorme ventanal, adornado con cortinas de terciopelo, y se agazapa mientras espera jadeante.

Josh abre la puerta del baño de un golpe y se tambalea por el lujoso espacio, que huele a jabón y está decorado con azulejos italianos, cromo y vidrio. Entre la sauna sueca y la gigantesca bañera con jacuzzi, justo debajo del lavabo, hay un tocador del que saca un frasco marrón con alcohol de quemar.

En cuestión de segundos, el hombre vuelve con la botella abierta a la habitación principal; lo rocía todo y arroja el líquido por las cortinas, la ropa de cama y los muebles antiguos de caoba. La presión del peso muerto y el ruido de los cadáveres amontonándose contra la puerta del dormitorio hacen que crujan las juntas de madera. Esto enciende todavía más a Josh.

Entonces lanza el frasco vacío y sale por la ventana.

Al otro lado de los ventanales emplomados y delicadamente grabados, enmarcados con cortinas arrugadas, un gigantesco roble centenario se alza sobre las terrazas como un coloso artrítico con los miembros retorcidos, desnudo bajo la luz del invierno, más alto que la veleta que corona el tejado. Una de las ramas nudosas ha atravesado la ventana del segundo piso y ha ocupado parte de la habitación.

Josh hace un gran esfuerzo para abrir la ventana del medio, que tiene bisagras de hierro forjado.

—Vamos, cariño, ¡hay que abandonar el barco! —Le da una patada a la hoja, sube a Lilly al alféizar y la empuja por el hueco hacia el exterior helado.

—¡Trepa por las ramas!

Lilly consigue llegar a duras penas a la rama retorcida —del grosor de un codillo de cerdo, con una corteza gruesa como el estuco de cemento—, y enrosca a su alrededor brazos y piernas. Empieza a deslizarse por la rama. El viento azota. La caída de seis metros parece mayor, como si estuviera mirando a través de un telescopio. El tejado de la cochera aparece abajo, a apenas un salto de distancia. Lilly se acerca al tronco.

Tras ella, Josh vuelve a entrar en la habitación en el preciso momento en que la puerta cae derribada.

Los zombies se desperdigan por la habitación. Se caen unos encima de los otros, levantando los brazos, aturdidos. Uno de ellos —un hombre al que le falta un brazo, y en lugar de un ojo tiene una cuenca perforada, hueca y negra como un pozo— se abalanza rápidamente sobre Josh, que está junto a la ventana escarbando en su bolsillo a un ritmo frenético. La atmósfera se llena de quejidos cacofónicos, cuando Josh encuentra al fin su Zippo.

Justo cuando el cadáver tuerto se dispone a atacar, Josh enciende el mechero y lo tira sobre la falda que rodea la cama empapada en alcohol. Las llamas se dispersan de inmediato, y Josh le da un empujón a la cosa, que retrocede por inercia hasta la otra punta de la habitación.

El zombie rebota en el lecho ardiente, desgarbado sobre la alfombra de fuego, mientras las llamas arrasan las pilastras. Cada vez aparecen más cadáveres, agitados por la luz deslumbrante, el calor y el ruido.

Josh no pierde el tiempo y se va corriendo hacia la ventana.

La segunda planta de la casa de cristal tarda menos de quince minutos en arder, otros cinco hasta que la estructura se viene abajo envuelta en una marea de llamas y humo. El segundo piso se desploma sobre el primero, arrastra la escalera y engulle la guarida de muebles antiguos y azulejos exclusivos. En veinte minutos, más del ochenta por ciento del rebaño que ha llegado por el barranco es pasto de la tormenta de fuego y queda reducido a un montón de pavesas dispersadas entre las ruinas humeantes de la majestuosa casa.

Es curioso, pero durante esos veinte minutos el armazón de la vivienda —con su espectacular fachada revestida en ventanas de cristal— funciona como una chimenea, acelerando el avance del fuego y carbonizándolo todo a mayor velocidad. Las llamaradas se elevan y se acercan peligrosamente a las copas de los árboles, sin que esto produzca mayores daños. El resto de las casas que hay en la zona están diseminadas. La evidente nube de humo sigue eclipsada por las colinas arboladas y, al parecer, oculta a la población de Woodbury.

En el tiempo que la mansión demora en quemarse, Lilly reúne el valor suficiente como para saltar al tejado del garaje desde la rama más baja del roble, y luego bajar por la fachada trasera hasta llegar a la puerta del garaje. Josh va detrás de ella. En ese instante, sólo queda un puñado de muertos fuera de la casa, por lo que el hombre se deshace de ellos con las tres balas que le quedan en el arma.

Momentos después, acceden al garaje para recoger la mochila en la que habían guardado provisiones el día anterior. El pesado macuto de lona contiene una garrafa con dieciocho litros de gasolina, un saco de dormir, una cafetera de goteo, un kilo de café French Roast, bufandas de lana, una caja de pastelitos, blocs de notas, dos botellas de vino kosher, pilas, bolígrafos, mermelada de arándano, un paquete de pan ácimo y una bobina de cuerda de escalada.

Josh recarga su arma de policía con las últimas seis balas que lleva en el cargador rápido. A continuación, se pone el macuto al hombro y se dirigen a la puerta trasera para saltar el muro. Agazapados entre los hierbajos que cubren la esquina de entrada al garaje, esperan a que el último caminante se deje llevar por la luz y el ruido de las llamas antes de lanzarse al exterior de la propiedad y meterse en el bosque más próximo.

Juntos serpentean por los árboles sin mediar palabra.

A la luz del crepúsculo, la carretera del acceso sur parece desierta. Josh y Lilly caminan por la sombra siguiendo el cauce seco de un río, que tiene un trazado paralelo al asfalto serpenteante. Van en dirección este, descendiendo por el escarpado valle, de vuelta a la ciudad.

Caminan unos dos kilómetros en silencio, como el típico matrimonio que no se habla después de una discusión. Sin embargo, lo cierto es que el miedo y la continua descarga de adrenalina los ha dejado totalmente exhaustos.

El hecho de haber estado tan cerca del fuego y de la muerte ha dejado a Lilly en estado de pánico, ya que ahora se estremece cada vez que oye algo a ambos lados del camino y no consigue respirar con cierta normalidad. Tiene el olor pestilente de los zombies metido en la nariz y le da la impresión de oír ruidos entre los árboles, aunque puede que simplemente sean los ecos de sus propios pasos cansados.

Doblan, al fin, la última esquina de Canyon Road, cuando Josh empieza a hablar:

—¿Estás asegurando que me has utilizando?

—Josh, yo no…

—¿Para protegerte? ¿Es eso? ¿Así de fuertes son tus sentimientos?

—Josh…

—¿O me estás diciendo que lo que no quieres es que yo lo vea de esa manera?

—Yo no he dicho eso.

—Sí, nena, me temo que eso es exactamente lo que has dicho.

—Esto es absurdo. —Lilly mete las manos en los bolsillos de su chaqueta de pana mientras camina. Una capa de ceniza y suciedad ha tiznado el color de la tela, que se ve más oscura bajo la luz de la tarde—. Olvídalo. No tendría que haber empezado esa conversación.

—¡No! —Josh sacude lentamente la cabeza mientras camina—. No me voy a callar.

—¿De qué estás hablando?

—¿Crees que esto es algo pasajero? —le pregunta, mirándola a los ojos.

—¿A qué te refieres?

—¿Te crees que estás en un campamento de verano?… ¿Que volveremos a casa a finales de agosto habiendo perdido la virginidad sobre una hiedra venenosa? —le dice, con la voz crispada. Lilly nunca había oído a Josh Lee Hamilton hablar con ese tono. Su timbre de barítono expresa la rabia que siente, al tiempo que aprieta la barbilla intentando contener el dolor que no da tregua—. No puedes tirar esta piedrecita y esconder la mano.

Lilly suspira, exasperada, sin saber cómo seguir esta conversación. Continúa caminando a su lado, en silencio. El muro de Woodbury se divisa en la distancia y el extremo oeste de la zona en construcción aparece ante sus ojos, con la excavadora y la pequeña grúa inmovilizadas bajo la última luz del día. Por experiencia propia, los obreros saben que los zombies —al igual que los peces— muerden más durante las horas del crepúsculo.

—¿Qué demonios quieres que diga, Josh? —acaba preguntándole Lilly.

Él mira fijamente al suelo mientras camina y rumia sus cavilaciones. El macuto no para de hacer ruido al golpearle la cadera a medida que va avanzando.

—¿Qué tal si me pides disculpas? ¿Qué tal si me dices que lo has estado pensando y que lo que te pasa es que te da miedo tener tanta confianza con alguien porque no quieres que te hagan daño, o porque ya te lo han hecho; y te retractas, sí, te retractas, y me dices que me quieres tanto como yo a ti? ¿Te parece? ¿Eh?

Ella lo mira; le escuece la garganta a causa del humo y el miedo. Está sedienta. Está cansada, sedienta, confusa y asustada.

—¿Qué te hace pensar que me han hecho daño?

—La intuición.

Ella lo mira. La ira aprieta su abdomen como si fuera un puño.

—Ni siquiera me conoces.

Él la mira, con los ojos de par en par, amenazante:

—¿Te estás quedando conmigo?

—Hace apenas dos meses que empezamos a estar juntos. Todos estamos asustados. Nadie conoce a nadie. Lo único que queremos es… sobrevivir.

—¿Bromeas? ¿De verdad crees que no te conozco después de todo lo que hemos pasado juntos?

—Josh, yo no he…

—¿Me estás poniendo al mismo nivel de Bob y el drogata? ¿Soy como Megan y los tíos del campamento? ¿Como Bingham?

—Josh…

—Todo lo que me has estado diciendo en los últimos días… ¿Era mentira? ¿En serio?

—Te he dicho lo que sentía —contesta casi susurrando.

El remordimiento se apodera de ella. Por un instante, recuerda el momento en el que perdió a la pequeña Sarah Bingham, mientras los zombies se arremolinaban alrededor de la niña, junto a la carpa de circo, en aquel lugar abandonado a la buena de Dios. La impotencia. El terror paralizante que la invadió aquel día. La pérdida, la tristeza y el dolor… profundos como un pozo. Lo cierto es que Josh tiene razón. De noche, al hacer el amor, Lilly ha dicho cosas que son medias verdades. En parte, ella lo quiere, se preocupa y alberga sentimientos hacia él…, pero sólo para llenar un vacío que hay en su interior; un vacío que tiene que ver con el miedo.

—Me parece fantástico —zanja Josh Lee Hamilton, moviendo la cabeza.

Se aproximan a la abertura del muro que rodea la ciudad. La entrada, un hueco entre dos partes no construidas de la barricada, consta de una puerta de madera asegurada por un extremo con un cable. A unos cincuenta metros de distancia, un guardia está sentado en el tejado de un semitráiler, mirando en otra dirección, con una carabina M1 en el cinturón.

Al llegar a la puerta, Josh suelta el cable con rabia; y el traqueteo que produce al abrirse hace eco. A Lilly se le pone la carne de gallina.

—Josh, ten cuidado, nos van a oír —le susurra la mujer.

—Me importa una mierda —le contesta, abriéndole la puerta—. Esto no es una cárcel. No pueden impedirnos que entremos y salgamos.

Ella cruza la puerta tras él y caminan por una calle adyacente hasta llegar a Main Street.

A esas horas, sólo quedan unos pocos rezagados. Casi todos los habitantes de Woodbury están dentro de sus casas; cenando, bebiendo o emborrachándose para olvidar. Los generadores producen un zumbido inquietante tras los muros de la pista, y algunos de los focos parpadean desde lo alto. El viento trompetea a través de los árboles desnudos que hay en la plaza. Las hojas secas se acumulan en las aceras.

—Como te dé la gana —Josh vuelve a la carga. Giran a la derecha, mientras caminan hacia la zona este de Main Street, donde está situado su apartamento—. Seremos amigos con derecho a roce. Echaremos un polvo rápido de vez en cuando para liberar tensiones. Así de simple.

—Josh, eso no…

—Puedes obtener el mismo resultado con un botellín de cerveza y un vibrador, pero claro, el calor corporal no viene mal de vez en cuando, ¿verdad?

—Vamos, Josh. ¿Por qué tiene que ser así? Sólo trato de…

—No quiero hablar más de esto —dice él, mordiéndose la lengua, mientras van llegando al centro de alimentos.

Hay un grupo de hombres reunidos en la puerta del recinto, calentándose las manos con un brasero que han fabricado poniendo basura en un bidón de gasolina. Sam, el carnicero, está entre ellos. Lleva un abrigo que cubre el delantal impregnado en sangre. Cuando ve que dos figuras se aproximan por el oeste, frunce el cejo con desagrado a la vez que endurece el semblante.

—Muy bien, Josh. —Lilly hurga en los bolsillos mientras camina a buen paso para llevar el ritmo de Josh—. Lo que tú digas.

Pasan por el centro de alimentos.

—¡Hola, Milla Verde! —le grita Sam el carnicero con frialdad, mientras afila un cuchillo—. Ven aquí un momento, grandullón.

Lilly se detiene, asustada.

Josh se acerca a los hombres y, de forma rotunda, les comunica:

—Tengo un nombre.

—¡Joder!, pues perdone usted —se mofa el carnicero—. ¿Cómo era…? ¿Hamilburg? ¿Hammington?

—Hamilton.

El carnicero fuerza una sonrisa.

—Vale, vale, señor Hamilton. ¿Podría dedicarme un poco de su preciado tiempo, si no es mucha molestia?

—¿Qué quieres?

El carnicero sigue sonriendo con frialdad.

—Por simple curiosidad: ¿qué llevas en la mochila?

—No mucho. Unas cosas sin importancia —le responde, mirándolo fijamente.

—¿Y qué tipo de cosas sin importancia?

—Cosas que nos hemos encontrado por el camino. Nada que os pueda interesar.

—¿Sabes que todavía no me has devuelto el favor que te hice cuando te di unas cosas sin importancia hace un par de días?

—¿De qué estás hablando? —le pregunta Josh, sin apartar la vista de él—. He trabajado toda la semana.

—Pero todavía no me la has devuelto, hijo. Los árboles no dan gasoil para la calefacción.

—Me dijiste que con cuarenta horas sería suficiente.

El carnicero se encoge de hombros.

—Pues no me entendiste bien, jefe.

—¿Cuántas eran, entonces?

—Te dije que hicieras cuarenta, y otras cuarenta después. ¿Lo entiendes ahora?

El enfrentamiento verbal da lugar a un momento de incomodidad. La conversación alrededor del bidón de basura se da por acabada.

Todos miran a los dos interlocutores. El modo en que los fibrosos omoplatos de Josh se tensan bajo la chaqueta de leñador hace que a Lilly se le ponga la piel de gallina.

Josh acaba encogiéndose de hombros.

—Entonces seguiré trabajando —le dice.

Sam el carnicero inclina su cara delgada y llena de arrugas, señalando el macuto de Josh.

—También serán bienvenidas las cosas que quieras darme de esa mochila.

El carnicero se acerca a la mochila e intenta cogerla, pero Josh la pone fuera de su alcance.

El ambiente se altera como si hubiera habido un cortocircuito. Los otros hombres —casi todos abuelos holgazanes, con cara de cordero degollado y el pelo grasiento sobre la cara— retroceden instintivamente. La tensión aumenta. El silencio intensifica aún más la violencia latente; más allá del viento, el único ruido perceptible es el suave crujido del fuego.

—Déjalo ya, Josh —dice Lilly, dando un paso hacia adelante, tratando de mediar—. No es buena idea que…

—¡No! —contesta Josh, apartando el macuto de su lado, sin quitar la mirada de los ojos oscuros del carnicero, inyectados en sangre—. ¡Nadie va a llevarse esta mochila!

La voz del carnicero baja una octava, volviéndose escurridiza y oscura:

—Piénsalo bien antes de joderme, grandullón.

—Es que no te estoy jodiendo —asegura Josh—. Te lo voy a dejar clarito: lo que llevo aquí dentro es nuestro y punto. Y nadie nos lo va a quitar.

—¿El que lo encuentra se lo queda?

—Exacto.

Los abuelos dan otro paso atrás, mientras a Lilly le da la sensación de estar en medio de una pelea de gallos. La mujer pretende mediar de algún modo para calmar los ánimos, pero las palabras se le atragantan. Intenta tocarle el hombro a Josh, pero él rechaza el gesto con una sacudida. El carnicero clava su mirada en Lilly:

—Procura comentarle a tu amado que está cometiendo el error de su vida.

—No la metas en esto —le dice Josh—. Esto es entre tú y yo.

El carnicero se muerde la mejilla, pensativo.

—¿Sabes qué?… Soy un hombre justo. Y te daré otra oportunidad: dame lo que llevas ahí y la deuda estará saldada. Haremos como si este pequeño altercado nunca hubiera ocurrido. —Un gesto parecido a una sonrisa acentúa las arrugas de su rostro—. La vida es muy corta. ¿Me entiendes? Sobre todo en este lugar.

—Vamos, Lilly —le pide Josh, sin apartar la mirada de los ojos inexpresivos del carnicero—. Tenemos mejores cosas que hacer antes que apretar las mandíbulas.

Josh se aleja del recinto para retomar su camino.

El carnicero se abalanza sobre el macuto, gritando:

—¡Dame la puta mochila!

Lilly da un salto al verlos a ambos en medio de la calle.

—¡No lo hagas, Josh! —grita.

Josh se da la vuelta y arremete con toda la fuerza del brazo contra el pecho del carnicero. El movimiento es violento y preciso, y recuerda a los años en los que Josh jugaba al fútbol, cuando era capaz de despejar un campo para perseguir a un contrincante. El hombre del delantal ensangrentado cae hacia atrás, respirando con dificultad. Intenta levantarse, parpadeando sin parar a causa de la conmoción y la indignación que siente.

Josh vuelve sobre sus pasos:

—¡Lilly, he dicho que nos vamos!

La mujer no ve cómo el carnicero se retuerce en el suelo para buscar algo que lleva debajo del delantal; tampoco ve cómo el destello del acero azulado llena la mano del carnicero; no escucha el chasquido que delata que el mecanismo de seguridad está desactivado, ni se percata de la locura que inunda los ojos del hombre del delantal. Hasta que es demasiado tarde…

—¡Josh!

Lilly va por la acera, a unos tres metros de Josh, cuando la ráfaga se abre paso en el cielo, y el rugido de la nueve milímetros causa un estruendo que hace temblar las ventanas de toda la manzana (o al menos así lo parece). El instinto hace que Lilly se tire al suelo, golpeándose la cara contra el asfalto. El trastazo casi la deja sin respiración.

Sin embargo, recobra la voz y se pone a gritar, al tiempo que una bandada de palomas sale volando del tejado del centro de alimentos. Un enjambre de aves de carroña se dispersa por el cielo oscurecido como si formara un encaje de bolillos de color negro.