Justo en ese momento, un estallido de disparos resuena en el interior de la nave.
Lilly se mueve en la oscuridad mientras Josh se arrastra hacia el montón de madera, cuando la ventana próxima a la puerta principal revienta hacia el interior.
Tres zombies iracundos se han apoyado en la ventana ruinosa, que cede bajo su peso. Los cadáveres —dos hombres y una mujer—, se meten en la nave. Llevan heridas profundas en la cara, y a través del hueco de los pómulos arrancados se les ven las encías y los dientes como si fueran filas de marfil ennegrecido. Irrumpen en la oscuridad y un coro de gemidos invade el edificio.
Josh apenas tiene tiempo de procesarlo cuando escucha el barullo aproximándose desde la parte trasera de la nave sombría. Se vuelve y ve a un caminante formidable vestido con un peto —seguramente un antiguo granjero—, cuyos intestinos cuelgan como guirnaldas viscosas, que se tambalea hacia él formando una nube de motas de polvo y chocando como un borracho contra las cajas y las pilas de restos de raíles.
—¡Lilly! ¡Ponte detrás de mí!
Josh se mueve de un lado a otro hasta llegar a la pila de madera y coge una enorme tabla para usarla de escudo. Lilly lo agarra por la espalda; la respiración se le acelera por el miedo. Josh levanta la tabla y avanza hacia el gigantesco zombie con la misma inercia con la que un defensa se prepara para un derribo.
El caminante emite un quejido babeante cuando Josh lo golpea con la tabla.
La fuerza del impacto hace que el monstruoso cadáver salga disparado hasta caer en el suelo lleno de carbonilla. Josh vuelve a estamparle el madero desde arriba. Lilly se lanza sobre el panel, y el peso de ambos hace que la cosa gigante quede aplastada entre la carbonilla, moviendo desesperadamente las extremidades putrefactas y arañando el aire por los bordes de la madera con los dedos ennegrecidos.
Fuera, mezclado con el silbido del viento, se oye el repicar de la campana que da la alarma.
—¡Me cago en la puta!
Josh pierde el control. Una y otra vez golpea con la tabla al zombie. Lilly se aleja de Josh; el hombre se coloca encima de la tabla y empieza a patearla con sus botas; el cráneo del granjero se parte. Salta sin parar sobre la tabla profiriendo un rosario de gritos y rugidos entrecortados. El rostro se le retuerce de cólera.
La materia gris chorrea a borbotones por debajo del extremo superior de la tabla mientras se escucha un repugnante crujido. Los huesos del cráneo han cedido. El granjero se queda inmóvil. Un gran charco de fluido negro asoma por debajo de la madera.
Todo ocurre en cuestión de segundos: Lilly retrocede horrorizada, al tiempo que se oye una voz que viene de la calle de enfrente, se trata de una voz familiar, tranquila y serena:
—¡Al suelo, tíos! ¡Todos al suelo!
En algún rincón de su cerebro, Josh reconoce la voz de Martínez y, a su vez, recuerda que los otros dos caminantes se aproximan desde la entrada de la nave.
Josh salta de la tabla, mira alrededor y ve cómo los zombies se acercan a Lilly e intentan cogerla con sus brazos espásticos y sin vida. La mujer grita. Josh se tambalea hacia ella e intenta encontrar un arma, pero en el suelo no hay más que virutas de metal y serrín.
Lilly se echa atrás, gritando, y el estruendo de su chillido se funde con una voz resonante y autoritaria que viene de la entrada:
—¡Todos al suelo! ¡Todos al suelo! ¡¡Ahora!!
Josh lo oye y acto seguido tira de Lilly para tumbarla sobre la carbonilla.
Los muertos se yerguen sobre ellos con las bocas entreabiertas y babeantes; están tan cerca, que Josh puede oler el asqueroso hedor que expele su aliento fétido.
La pared frontal se ilumina al recibir una descarga de ametralladora que perfora una especie de collar de perlas por todo el tabique de yeso; de cada uno de los pequeños agujeros nace un haz de luz. La descarga se ceba con los troncos de los cadáveres andantes, que reciben los impactos como si estuvieran bailando un Watusi macabro en la oscuridad.
El ruido es atronador. Una lluvia de virutas de madera, metralla de escayola y trozos de carne descompuesta caen sobre Josh y Lilly, que se cubren la cabeza.
Josh vislumbra por el rabillo del ojo la danza sincronizada en la que los caminantes se sacuden y se convulsionan al ritmo de algún tambor arrítmico, mientras una oleada de luces cegadoras serpentea en la oscuridad.
Los cráneos estallan. Las partículas vuelan. Las figuras muertas se desinflan y se desploman. El fuego de artillería continúa. Los rayos finos de luz invaden la nave como si de una maraña de luz mortífera se tratara.
Se hace el silencio. Desde el exterior de la nave, el sonido amortiguado de los casquillos al caer al suelo llega a los oídos de Josh. Oye el débil tintineo producido por el cambio de cartuchos durante la recarga y el viento que ahoga una multitud de jadeos de agotamiento.
Un instante después, Josh se da la vuelta para ver a Lilly, que está tirada en el suelo —casi catatónica— a su lado, agarrándole con fuerza la camiseta y con la cara pegada a la carbonilla. Josh la abraza y le acaricia la espalda:
—¿Estás bien?
—Sí, muy bien… De fábula. —Parece como si hubiera despertado del terror y contempla cómo se expande el charco de fluido craneal. Los cuerpos yacen agujereados como coladores a pocos centímetros. La mujer se incorpora.
Josh se levanta, la ayuda a ponerse de pie y empieza a decirle algo cuando un crujido de madera le hace desviar la atención hacia la puerta.
Aparece Martínez. Habla de prisa, va directo al grano:
—¿Estáis bien?
—Sí, estamos bien —contesta Josh. De pronto, algo se oye a lo lejos: gritos encolerizados que resuenan en el viento; un choque amortiguado.
—Si estáis bien… —dice Martínez— tenemos otro fuego que apagar.
—Estamos bien.
Martínez se despide con un lacónico movimiento de cabeza, sale por la puerta y se desvanece a la luz encapotada del día.
Dos manzanas hacia el este de las vías del tren, cerca de la barricada, ha empezado una pelea. Las contiendas son el pan de cada día en la nueva Woodbury. Hace dos semanas, un par de guardias de la carnicería se emprendieron a golpes porque ambos decían ser los dueños de un ejemplar manoseado de Jovencitas, una revista porno. Como resultado, antes de que acabara el día, el doctor Stevens tuvo que arreglar la mandíbula dislocada de uno y curarle al otro la cuenca hemorrágica del ojo izquierdo.
Este tipo de reyertas ocurren casi siempre en entornos semiprivados —dentro de una casa y a altas horas de la madrugada— y surgen por los temas más triviales que uno pueda imaginar: alguien que mira mal a alguien, uno que cuenta un chiste que ofende a otro, un habitante que simplemente molesta a otro. Desde hace varias semanas, al Gobernador le preocupa el aumento de las peleas, que se dan cada vez con mayor frecuencia.
Pero lo que hasta hoy solían ser pequeñas trifulcas domésticas devino en un hecho público algo más multitudinario: se han lanzado a las manos a plena luz del día, en la puerta del centro de alimentos, delante de al menos veinte personas… Y ya es sabido que las masas suelen avivar la intensidad de la pelea.
Al principio, los espectadores miran con repugnancia a los dos jóvenes contrincantes aporreándose a puñetazo limpio, en plena ventolera invernal, con golpes llenos de rabia y desprecio y con los ojos encendidos de cólera.
Pero algo cambia en la multitud, y los gritos de desaprobación se vuelven vítores y aclamaciones. La sed de sangre se desata frente a la tribuna. La tensión de la plaga estalla en forma de furibundos chillidos de hiena, ovaciones psicóticas y puños levantados al aire por parte de los más jóvenes.
Martínez y sus hombres llegan en el momento álgido de la pelea.
Dean Gorman, un paletillo de Augusta vestido con ropa vaquera raída y tatuado al más puro estilo heavy metal, le patea las piernas a Johnny Pruitt, un porreta seboso de Jonesboro. Pruitt —que ha tenido la temeridad de criticar al equipo de fútbol de los Augusta State Jaguars— se tambalea y cae en el suelo arenoso con un gemido.
—¡Eh! ¡Parad ya! —Martínez se aproxima desde la parte norte de la calle con su M1, todavía caliente por el altercado en las vías del tren, en la cadera. Tres guardias le siguen los pasos, cada uno de ellos con un arma a la altura de la cintura. Mientras cruza la calle, a Martínez le cuesta ver la pelea desde el exterior del semicírculo que ha formado el entregado público.
Todo lo que ve es una nube de polvo, puños que van y vienen y espectadores que echan leña al fuego.
—¡Eh!
En el interior del círculo de mirones, Dean Gorman golpea las costillas de Johnny Pruitt con una bota con punta de acero, mientras el pobre gordo aúlla de dolor y rueda por el suelo. La gente se mofa. Gorman salta sobre el joven, pero Pruitt contraataca con un rodillazo en la entrepierna. Los espectadores gritan de júbilo. Gorman se encoge de lado para proteger sus partes íntimas antes de que Pruitt le dedique una tanda de reveses en la cara. La sangre que expulsa Gorman de la nariz se esparce por la arena en hebras oscuras.
Martínez empieza a dar empujones entre la masa para hacerse un hueco y acceder al centro de la pelea.
—¡Espera, Martínez!
El hombre nota que alguien lo agarra del brazo y se vuelve para mirar. Es el Gobernador.
—Espera un momento —le dice en voz baja el hombre enjuto con una chispa de interés en los ojos profundos. El bigote daliniano, oscuro y espeso, imprime un aire malicioso en su rostro. Lleva puesto un guardapolvo de color negro encima de una camisa azul de trabajo, vaqueros y botas moteras altas, cuyos flecos ondean majestuosos con el viento. Tiene pinta de paladín decimonónico, de proxeneta con estilo propio—. Quiero mirar una cosa.
Martínez baja el arma y asoma la cabeza en busca de movimiento.
—Me preocupa que alguien acabe con el culo muerto.
Para entonces, Johnny Pruitt tiene sus dedos gordinflones alrededor de la garganta de Dean Gorman, que ya se está poniendo blanco y jadea por falta de aire. En cuestión de segundos, la pelea ha pasado de ser salvaje a ser mortal, porque Pruitt no está dispuesto a soltarlo. La multitud estalla en vítores incoherentes y violentos mientras Gorman se agita y convulsiona. La cara transmuta a color berenjena. Se le hinchan los ojos, escupe saliva sanguinolenta.
—No te preocupes, abuelita —murmura el Gobernador con la mirada vacía y sin perder detalle.
Justo en ese momento, Martínez se da cuenta de que la mirada del Gobernador no está posada en la trifulca; sus ojos recorren el semicírculo de espectadores vociferantes. El Gobernador observa a los observadores, y parece estar memorizando cada rostro, cada rugido depredador, cada abucheo y cada grito.
Mientras tanto, Dean Gorman empieza a marchitarse en el suelo, sometido a los dedos de morcilla de Johnny Pruitt. El rostro de Gorman se vuelve del color del cemento y los ojos se le quedan en blanco. Deja de moverse.
—Vale, ya basta… Levántalo —le dice el Gobernador a Martínez.
—¡Que se aparte todo el mundo! —Martínez se abre paso entre el corrillo, sujetando la pistola con ambas manos.
El enorme Johnny Pruitt acaba por soltarlo a instancias de la M1. Gorman se convulsiona en el suelo.
—Llama a Stevens —le ordena Martínez a uno de los guardias.
La muchedumbre, todavía agitada por tanto alboroto, lanza un gruñido colectivo. Algunos de ellos refunfuñan y otros sueltan unos pocos abucheos, frustrados por el anticlímax.
A un costado, el Gobernador lo ve todo. Cuando los espectadores empiezan a dispersarse —moviendo la cabeza, desorientados—, el Gobernador se acerca a Martínez, que sigue de pie junto al agonizante Gorman.
Martínez mira al Gobernador:
—Sobrevivirá.
—Bien. —El Gobernador mira al suelo, donde está tirado el joven—. Creo que sé qué hacer con los guardias.
En ese mismo momento, en la oscuridad de una celda subterránea improvisada en la pista de carreras, cuatro hombres cuchichean entre sí.
—Nunca funcionará —asegura el primero con escepticismo mientras, sentado en un rincón con los bóxer empapados en orín, observa a su alrededor, entre las sombras, las siluetas en el suelo de sus compañeros de celda.
—Cierra la puta boca, Manning —dice el segundo, Barker, un palillo de veinticinco años que mira enfadado a sus compañeros desde detrás de largos y grasientos mechones de pelo. Barker fue el alumno estrella del comandante Gene Gavin en la base de Ellenwood, Georgia, donde se llevaban a cabo las misiones especiales del 221.º Batallón de Inteligencia Militar. Ahora, gracias al psicópata Philip Blake, Gavin está muerto y Barker ha quedado reducido a un bulto semidesnudo y harapiento en el sótano de unas catacumbas olvidadas de la mano de Dios, en la que subsiste a base de gachas frías y pan agusanado.
Los cuatro guardias llevan en «arresto domiciliario» unas tres semanas, desde que Philip Blake disparara a sangre fría al comandante Gavin delante de decenas de vecinos. Ahora lo único que les queda es el hambre y la furia. Barker, que está encadenado al bloque de hormigón que hay a la izquierda de la puerta principal cerrada con llave, puede saber de primera mano quién entra en la celda… Como por ejemplo Blake…, que ha estado bajando regularmente, arrastrando a los prisioneros, uno a uno, a que corrieran Dios sabe qué suerte infernal.
—No es idiota, Barker —opina un tercero llamado Stinson resollando desde la otra punta. Éste es más viejo y musculoso que los demás; un buen chico con los dientes picados, que alguna vez dirigió una requisición en la Guardia Nacional.
—Estoy de acuerdo con Stinson —dice Tommy Zorn desde un rincón. Está malnutrido, va vestido únicamente con ropa interior y tiene un sarpullido que se le ha extendido por todo el cuerpo. Zorn trabajaba como mensajero en el cuartel de la Guardia Nacional—. Es imposible que se lo trague.
—Lo hará si lo hacemos bien —replica Barker.
—¿Quién demonios va a hacerse el muerto?
—Eso es lo de menos. Seré yo quien le patee el culo cuando abra la maldita puerta.
—Barker, creo que este sitio te ha vuelto majara, en serio. ¿Quieres acabar como Gavin? ¿Como Greely, Johnson y…?
—¡Eres un cobarde hijo de la gran puta! ¡Vamos a acabar todos como ellos si no hacemos nada para solucionarlo!
El tono de Barker tiene la misma potencia que un cable de alta tensión y acaba con la conversación en un abrir y cerrar de ojos. Durante un buen rato, los cuatro guardias permanecen sentados y en silencio.
Al final, Barker dice:
—Lo único que nos hace falta es que uno de vosotros, maricas, se haga el puto muerto. Sólo pido eso. Ya me encargaré yo de dejarlo inconsciente cuando entre.
—El problema está en hacerlo creíble —contesta Manning.
—Pues restriégate de mierda.
—¡Ja, ja! Me parto de risa.
—Hazte un corte, frótate la sangre por la cara y deja que se seque. No sé… Frótate los ojos hasta que te sangren. ¿Quieres salir de aquí?
Se hace un largo silencio.
—Por el amor de Dios, sois de la jodida Guardia Nacional. ¿Queréis pudriros aquí como gusanos?
Se hace otro silencio, esta vez más largo, y entonces se oye a Stinson decir desde la oscuridad:
—De acuerdo. Lo haré.
Bob sigue al Gobernador a través de una puerta de seguridad que hay en un extremo de la pista, ambos bajan por un pequeño tramo de escaleras de acero, y después cruzan un angosto pasillo de hormigón por el que retumba el sonido de sus pasos y resuenan bajo una luz tenue. Las luces de emergencia —que funcionan con generadores— brillan por encima de sus cabezas.
—Ya lo tengo, Bob —dice el Gobernador mientras mueve un anillo con llaves maestras que lleva atado a su cinturón con una cadena larga—. Lo que este lugar necesita es… entretenimiento.
—¿Entretenimiento?
—Los griegos tenían el teatro, Bob…, y los romanos tenían el circo.
Bob no tiene ni idea de lo que quiere decir el Gobernador, pero lo sigue con obediencia mientras se limpia la boca. Necesita un trago con urgencia. Se desabrocha la chaqueta de color verde oscuro, mientras las perlas de sudor le resbalan por la frente arrugada. El sótano cavernoso de cemento que está debajo de la pista de carreras huele a humedad rancia y asfixiante.
Dejan atrás una puerta cerrada con llave. Bob cree oír los gritos apagados de los muertos vivientes. El hedor que desprende la carne en estado de descomposición se mezcla con la peste mohosa que se percibe en el pasillo. A Bob se le revuelve el estómago.
El Gobernador lo guía hasta llegar a una puerta metálica con una pequeña ventana que hay al fondo del pasillo. Una silueta se abalanza sobre el cristal reforzado.
—Hay que tener contentos a los ciudadanos —el Gobernador se calla cuando se detiene junto a la puerta para buscar la llave—. Tienen que estar dóciles, controlables, persuasibles.
Bob espera mientras el Gobernador inserta una gruesa llave de metal en la cerradura de la puerta, pero justo cuando el cerrojo está a punto de abrirse, el Gobernador se vuelve hacia Bob y le dice:
—Tuve algunos problemas con la Guardia Nacional de esta ciudad. Pensaron que podían ser los amos de Woodbury, que podían mangonear… Pensaron que podrían construirse un pequeño reino.
Confundido, mareado y con nauseas, Bob asiente con la cabeza sin decir nada.
—Tengo aquí metidos a un puñado en hielo —dice el Gobernador con un guiño, como si estuviera desvelándole a un niño el lugar secreto en el que está el tarro de las galletas—. Había siete —agrega con un suspiro—. Ahora sólo quedan cuatro… Nos los hemos cepillado en nada.
—¿Te los has cargado?
El Gobernador suspira mirando al suelo con cara de culpabilidad.
—Han estado haciendo un servicio mejor, Bob. Por mi niña…, por Penny.
A Bob le dan arcadas al darse cuenta de lo que está insinuando el Gobernador.
—En fin… —dice el Gobernador mientras se da la vuelta hacia la puerta—. Sabía que podían sernos útiles…, pero ahora sé cuál es el verdadero destino de esta gente —continúa diciendo con una sonrisa—. Son gladiadores, Bob. Sirven al bien común.
En ese momento, varias cosas ocurren a la vez: el Gobernador sube la persiana mientras presiona el interruptor de la luz. A través del cristal reforzado, una hilera de tubos fluorescentes —que hay situados en el techo— empiezan a parpadear, dejando a la vista el interior de una celda de hormigón de veintisiete metros cuadrados. En el suelo hay un hombre corpulento que lleva unos calzoncillos destrozados como única vestimenta. Está temblando, cubierto de sangre y tiene los dientes ennegrecidos. Una mueca de espanto se hace visible en su boca.
—Qué lástima —dice el Gobernador con gesto de preocupación—. Parece que uno de ellos se ha transformado.
En el interior de la celda —cuya puerta hermética amortigua todos los sonidos— los otros prisioneros gritan y tiran de las cadenas suplicando ser rescatados ante la amenaza del hombre devenido en zombie. El Gobernador busca en los bolsillos de su guardapolvo y saca su Colt del calibre 45 y mango de nácar. Comprueba el cargador y masculla:
—Quédate aquí, Bob. Será sólo un momento.
Abre la puerta, entra en la celda y el hombre detrás de la puerta se abalanza sobre él.
Barker deja escapar un grito incoherente al tiempo que asalta al Gobernador por detrás. La cadena que lo sujeta a la pared por el tobillo se estira al máximo, cede un poco y tira del gancho de la pared. El Gobernador se tambalea, se le cae el arma y besa el suelo con un gemido. La pistola sale despedida a varios metros.
Bob aparece gritando en la puerta, mientras que Barker consigue llegar a los tobillos del Gobernador y le clava las uñas largas y sucias. Intenta quitarle las llaves, pero el llavero está atascado bajo las piernas del Gobernador.
El Gobernador grita desesperado y se arrastra hacia la pistola.
Los demás hombres continúan chillando. Barker pierde la poca cordura que le queda, ruge como un salvaje dominado por una furia asesina e incandescente, abre la boca y muerde el talón de Aquiles del Gobernador, que aúlla de dolor.
Bob está petrificado detrás de la puerta entreabierta; horrorizado, no puede hacer otra cosa que mirar.
El Gobernador le da una patada al prisionero y araña el suelo intentando coger el arma. Los otros hombres intentan zafarse, vociferando advertencias incoherentes, mientras Barker se ceba con las piernas del Gobernador. Éste intenta alcanzar la pistola, que está a pocos centímetros, hasta que sus dedos largos y nudosos consiguen rodear la empuñadura de su Colt.
Con un movimiento rápido y continuo se vuelve, apunta a Barker con la pistola semiautomática y le vacía el cargador en la cara.
Un rosario de estruendos secos y abrasadores centellea en la celda. Barker cae hacia atrás como si fuera un títere mientras las balas le perforan el rostro y salen por la parte posterior del cráneo, dibujando plumas de neblina sangrienta. El fluido de color carmín oscuro rocía el muro de hormigón que hay junto a la puerta, y también alcanza a Bob, que da un paso hacia atrás, sobresaltado.
Al otro lado de la celda, los otros hombres siguen dando voces, una retahíla de palabras sin sentido y de súplicas encadenadas. El Gobernador se pone de pie.
—Por favor, por favor, yo no estoy contagiado, ¡no estoy contagiado! —Al otro lado de la celda, Stinson, el grandullón, se sienta y se protege la cara manchada de sangre sin dejar de gritar. Le tiemblan los labios, que se ha maquillado con el moho que cubre las paredes y la grasa de las bisagras de la puerta—. ¡Era un truco! ¡Un truco!
El Gobernador libera con el pulgar el cargador, que cae al suelo. Comienza a hiperventilar por la adrenalina, saca otro cargador del bolsillo trasero y lo mete en la empuñadura. Introduce el cartucho, amartilla la Colt y, con suma tranquilidad, apunta el cañón hacia el rostro de Stinson a la vez que le dice:
—Pues yo creo que eres un puto zombie.
Stinson se cubre la cara:
—Ha sido idea de Barker. Una estupidez. Por favor, yo no quería hacerlo. Barker había perdido la cabeza. Por favor… ¡Por favor!
El Gobernador aprieta el gatillo media docena de veces; el estruendo hace que la superficie quede cubierta de polvorín y de escombros. La pared del fondo estalla en un espectáculo de fuegos artificiales a pocos centímetros por encima de la cabeza de Stinson. La descarga destroza los oídos, y la celda se llena de chispazos y de balas que rebotan hasta el techo.
La única lámpara que hay en la celda explota en un torrente de partículas de vidrio que hace que todos se tiren al suelo.
El Gobernador deja por fin de disparar y se queda de pie, recobrando el aliento, sin parar de parpadear, mientras le dice a Bob, que está en la puerta:
—Lo que tenemos aquí, Bob, es una oportunidad para aprender.
En la otra punta de la celda, Stinson se ha meado encima. Está cabreado, avergonzado, pero ileso. Hunde su rostro entre las manos y solloza en voz baja.
El Gobernador cojea hasta el hombre fornido dejando tras de sí un rastro de gotas de sangre.
—Verás, Bob… Lo que estos muchachos llevan dentro les obliga a hacer mierdas como ésta… Y les hará superestrellas en la arena.
Stinson levanta la mirada con la cara llena de mocos cuando el Gobernador se le acerca.
—Ellos no lo saben, Bob. —El Gobernador le pone a Stinson el cañón en la cara—. Pero acaban de pasar el examen de ingreso a la escuela de gladiadores —dice, dedicándole a Stinson una mirada de desprecio—. Abre la boca.
—Venga, por favor… —Stinson hipa entre sollozos, muerto de miedo, casi sin aliento.
—Abre la boca.
Stinson abre la boca a duras penas. En la otra punta, junto a la puerta, Bob Stookey aparta la vista.
—Mira, Bob —continúa el Gobernador mientras penetra la boca del fornido Stinson con el cañón. La celda se llena de un silencio plúmbeo. Algunos de los presentes observan aterrorizados y absortos, otros prefieren mirar hacia otro lado—: «Obediencia, valor y… estupidez»; ¿ése es el lema de los Boy Scouts?
Sin avisar, el Gobernador aparta el dedo del gatillo, saca el arma de la boca del hombre compungido, se da la vuelta y cojea hacia la salida.
—¿Qué solía exclamar el popular Ed Sullivan?… ¡Va a ser todo un espectáculo!
El lugar se libera de tensión como una vejiga al vaciarse. El silencio se apodera de todo.
—¿Bob, me haces un favor? —murmura el Gobernador al pasar, de camino a la salida, junto al cadáver lleno de plomo del sargento de artillería Trey Barker—. Limpia todo esto…, pero no lleves los restos de este cabrón al crematorio. Llévalos al hospital —le ordena con un guiño—. Después yo me haré cargo.
Al día siguiente, antes del amanecer, Megan Lafferty está tumbada en posición supina, desnuda y helada, en un catre destartalado de un sórdido apartamento, los aposentos de algún guardia cuyo nombre no logra recordar. ¿Denny? ¿Daniel? Megan iba demasiado pedo anoche… Ahora el joven delgado con un tatuaje de una cobra entre los omóplatos se mueve encima de ella con pasividad rítmica, haciendo que el catre cruja y chirríe.
Megan piensa en otra cosa. Mira hacia arriba. Se detiene en las moscas muertas que hay en el cuenco de una lámpara de techo para intentar soportar la fricción horrible, dolorosa y pringosa que le produce la erección del hombre al entrar y salir de ella.
En el cuarto hay un catre, un tocador destartalado, cortinas pulguientas que están sobre la ventana abierta —por la que sopla de vez en cuando el viento de diciembre— y montones de cajas llenas de provisiones; algunas de las cuales Megan recibirá a cambio de sexo. Se da cuenta de que un cordón con trozos de carne cuelga de la percha de la puerta, y a primera vista los confunde con flores secas.
Sin embargo, al observar más detenidamente en la oscuridad, las flores se convierten en orejas humanas. Probablemente pertenezcan a los zombies… Un pequeño trofeo.
Megan intenta no pensar en las últimas palabras que le dijo Lilly. Fue la noche anterior; estaban sentadas alrededor de una hoguera que ardía en un bidón de gasolina: «Es mi cuerpo, amiga, y estamos viviendo tiempos difíciles.»
Megan justificó su comportamiento con un razonamiento lógico, pero Lilly —algo indignada— le contestó de forma contundente: «Prefiero morirme de hambre a prostituirme por comida.» Así, Lilly puso fin a su amistad de una vez por todas: «Me da igual, Megan. Estoy harta. Se acabó. No quiero saber nada más de ti.»
Ahora esas palabras resuenan en el inmenso vacío en que se ha convertido el alma de Megan. Ese agujero se formó en su interior hace años, como si fuera un cúmulo gigantesco de dolor o un pozo sin fondo lleno de odio que se cavó cuando era niña. Nunca ha sido capaz de llenar esa dolorosa carencia, y ahora este mundo de zombies lo ha destapado como si de una herida purulenta se tratara.
La chica cierra los ojos y se imagina sumergiéndose en un océano profundo y oscuro… hasta que un ruido la saca de su ensoñación.
Abre los ojos de par en par. El sonido que se oye fuera es inconfundible. Es débil, pero claramente perceptible a través del viento silencioso que corre antes del amanecer, resonando por los tejados: son los pasos furtivos de dos personas que caminan en la oscuridad.
Para entonces, el sin nombre de la cobra ya se ha cansado de copular y se ha apartado de encima de Megan. Huele a semen seco, mal aliento y sábanas impregnadas en orín, y empieza a roncar en cuanto apoya la cabeza en la almohada. Megan se levanta por inercia de la cama con cuidado de no despertar a su cliente drogado.
Camina de puntillas por el suelo helado para mirar por la ventana.
La ciudad duerme en la oscuridad tenebrosa. Los conductos de ventilación y las chimeneas que hay en los tejados de los edificios se recortan contra la luz apagada del cielo. Las dos siluetas apenas se ven en la penumbra, caminan hacia el extremo contrario de la valla oeste, echan nubes de vaho por la boca bajo la luz tenue de las altas horas de la madrugada. Una de las sombras es mucho más alta que la otra.
Megan reconoce primero a Josh Lee Hamilton y luego a Lilly, al tiempo que ambos se detienen a unos ciento cincuenta metros del extremo de la barricada. A Megan la inundan oleadas de melancolía.
Al ver cómo la pareja desaparece al otro lado de la valla, el sentimiento de pérdida hace que Megan caiga al suelo de rodillas, llorando silenciosamente en la hedionda oscuridad. Sus lágrimas parecen no tener fin.
—Tíramela, muñeca —murmura Josh a Lilly desde abajo, mientras ella se balancea con un pie en la parte más alta de la alambrada y el otro puesto en la cornisa que tiene detrás. Josh sabe muy bien que hay un guardia durmiendo a cien metros en dirección oeste, tirado en el asiento de una excavadora, con el campo de visión cubierto por el voluminoso contorno de un gran roble.
—Allá va —le contesta Lilly mientras se quita la mochila con torpeza y se la tira a Josh. Él la coge; pesa por lo menos cinco kilos y contiene un revólver de policía del calibre 38, un martillo de mango plegable, un destornillador, unas chocolatinas y dos botellas de plástico con agua del grifo.
—Ten cuidado.
Lilly desciende por la valla y salta al pavimento que hay al otro lado.
No pierden el tiempo caminando por los alrededores de la ciudad. El sol está saliendo, y tienen que asegurarse de que los guardias nocturnos no los vean antes de que Martínez y sus hombres se levanten y vuelvan a sus puestos. Lo cierto es que a Josh no le da buena espina el modo en el que se hacen las cosas en Woodbury. Parece que sus servicios son cada vez menos valiosos a la hora de hacer trueques. Ayer, por ejemplo, transportó alrededor de tres toneladas de paneles para construir vallas; sin embargo, Sam —el carnicero— se queja de que Josh no produce lo suficiente para pagar la deuda, incluso dice que se está aprovechando del sistema de intercambio, porque su trabajo no es equivalente a las lonchas de beicon y la fruta que recibe.
Y ésa es la razón por la que Josh y Lilly quieren escabullirse de la ciudad: para buscar provisiones por otros lados.
—No te alejes, princesa —le dice Josh a Lilly mientras la guía por el linde del bosque.
El sol empieza a salir, y ellos permanecen en las sombras mientras bordean el extenso cementerio que tienen a su izquierda. Los sauces centenarios cubren las tumbas de los caídos en la guerra civil bajo la luz espectral que precede al amanecer, haciendo que el lugar adquiera un tinte desolador. La mayoría de las lápidas están a ambos lados y algunas de las tumbas permanecen abiertas. Al pasar por el osario, Josh acelera el paso, e incluso le mete prisa a Lilly para llegar cuanto antes al cruce entre Main y Canyon Drive.
Deciden cambiar el rumbo hacia el norte y dirigirse hacia los campos de nogales que hay en las afueras de la ciudad.
—Mantente alerta por si ves algún reflector por ese lado de la carretera —le advierte Josh mientras empiezan a subir una cuesta para adentrarse en la arboleda—. O algún buzón, o cualquier tipo de señal que nos indique algún camino privado.
—¿Y qué pasa si no encontramos nada excepto árboles?
—Debe de haber una granja… Algo —dice Josh al tiempo que explora con la mirada entre los árboles que hay a ambos lados de la estrecha carretera.
Ya ha amanecido; sin embargo, los bosques que hay a ambos lados de Canyon Drive siguen sumidos en la oscuridad e infestados de sombras vacilantes. Los ruidos se confunden unos con otros, y las hojas secas se deslizan por el viento formando sonidos que recuerdan a pasos pesados. Josh se detiene abruptamente, abre la mochila, saca la pistola y revisa la recámara.
—¿Qué pasa? —dice Lilly al ver la pistola. Luego mira el bosque—. ¿Has oído algo?
—Está todo bien, muñeca. —Se coloca el arma en el cinturón y continúa subiendo la cuesta—. Mientras sigamos avanzando en silencio… todo irá bien.
Caminan otros cuatrocientos metros en completo silencio, uno detrás de otro, en guardia, y volviendo la mirada continuamente para fijarse en las ramas, que se mecen en la profundidad de la arboleda y que forman una sombra detrás de otra.
Los zombies no han vuelto a Woodbury desde el incidente de la nave del ferrocarril, pero a Josh le da la impresión de que el siguiente ataque está al caer, lo que le provoca cierto nerviosismo al verse tan lejos de la ciudad.
Justo entonces se topan con el primer rastro de lo que al parecer es una zona residencial: un enorme buzón metálico con forma de caseta de perro, situado al final de un camino privado sin nombre, en el que sólo se lee «L. Hunt» y los números «20034» grabados en el metal oxidado.
A unos cincuenta metros del primero encuentran más buzones, al menos una docena. Hay una hilera de seis al principio de una calle, y Josh empieza a pensar que les acaba de tocar la lotería. Saca el martillo de la mochila y se lo da a Lilly:
—Tenlo a mano, cariño. Vamos a seguir por la calle de los buzones.
—Yo voy detrás de ti —le dice ella, mientras sigue al hombre corpulento por el serpenteante camino de grava.
La primera monstruosidad aparece cual espejismo a primera luz de la mañana, tras los árboles, en medio de un claro, como si procediera del espacio exterior. Si esa casa estuviera situada en una avenida rodeada de árboles de Connecticut o Beverly Hills, no les sorprendería; pero aquí, en las desvencijadas tierras bajas de Georgia, a Josh casi lo deja boquiabierto.
Con tres pisos que se imponen sobre un prado impoluto, la solitaria mansión es un prodigio de arquitectura moderna, con vigas voladizas, balaustrada hasta el tope y tejados en pendiente. Es como una de las obras perdidas de Frank Lloyd Wright. Una piscina infinitamente llena de hojas se deja entrever en el jardín trasero, el abandono se hace evidente en los enormes balcones llenos de carámbanos y parches de nieve sucia que se aferran al suelo.
—Será la casa de algún magnate —dice Josh.
A medida que continúan avanzando por la calle y adentrándose entre los árboles encuentran más casas abandonadas.
Una de ellas parece un museo victoriano provisto de torreones gigantescos que se yerguen entre los nogales como si de un palacio morisco se tratara. Otra está construida casi toda en cristal, con una galería suspendida sobre una imponente colina. Cada residencia tiene piscina, establo, garaje para seis coches y jardín. Todas están a oscuras, cerradas, tapadas con paneles y tan muertas como un mausoleo.
Lilly se detiene frente a la maravilla revestida de cristal y observa las galerías:
—¿Crees que podríamos entrar?
—Dame el martillo, muñeca…, y apártate —le contesta Josh con una sonrisa.
Más allá de la comida caducada y de los indicios de robos anteriores —que habrán sido cosa del Gobernador y sus secuaces—, hallan un montón de provisiones. En algunos de los palacetes encuentran, además, ropa interior limpia, licoreras a rebosar y armarios llenos de ropa de cama perfumada. También dan con más herramientas que en una ferretería pequeña, armas, gasolina y medicamentos. Les sorprende que el Gobernador y sus hombres no hayan saqueado del todo estos lugares. La mejor parte es la ausencia de muertos vivientes.
Lilly se queda embelesada con el vestíbulo inmaculado de una cabaña de madera. Contempla maravillada las lámparas ornamentadas de Tiffany.
—¿Estás pensando lo mismo que yo?
—No lo sé, preciosa. ¿En qué estás pensando?
—Que podríamos quedarnos a vivir en una de estas casas, Josh.
—No lo sé…
—Iremos a la nuestra y pasaremos desapercibidos. —Ella mira alrededor.
Josh se lo piensa:
—Deberíamos ir paso a paso. Hacernos los tontos y ver si alguien más le ha echado el ojo.
—La mejor parte de todo esto es que ya han pasado por aquí…
Él deja escapar un suspiro.
—Déjame pensarlo, princesa. A lo mejor se lo digo a Bob.
Al registrar los garajes encuentran varios coches de lujo tapados con lonas. Empiezan a hacer planes de futuro considerando la posibilidad de viajar a otro lugar. En cuanto puedan hablar con Bob, tomarán una decisión. Vuelven a la ciudad esa misma noche. Cruzan a la parte amurallada por la zona en construcción situada al sur de la barricada.
Guardan el secreto de su hallazgo.
Por desgracia, ni Josh ni Lilly se han dado cuenta del único inconveniente que tiene el lujoso enclave. Casi todos los jardines traseros se extienden unos treinta metros hasta el borde de un alto precipicio de pendientes que termina en un cañón profundo. Y ahí abajo, en ese valle cubierto por un denso follaje, un centenar de zombies vaga sin rumbo por el lecho seco del río, chocando entre sí de un lado para otro, caóticamente, entre una maraña de ramas y enredaderas.
Cuando el olor y los ruidos de los humanos llame su atención, los cadáveres errantes tardarán un máximo de cuarenta y ocho horas en subir arrastrándose, metro a metro, por esa misma pendiente.