Capítulo 9

Durante su tercer día en la ciudad, las lluvias invernales cubren Woodbury con un manto de tristeza gris oscuro. Llega principios de diciembre, ya ha pasado el Día de Acción de Gracias, y no se ha apretado ningún gatillo. La humedad, al igual que el frío, empieza a notarse dentro de las tiendas. Los montones de arena que hay en Main Street se convierten en charcos de barro; las cloacas se desbordan y expulsan agua contaminada. Una mano humana surge del otro lado de una rejilla.

Josh acaba de tomar la decisión de cambiar su mejor cuchillo de cocina —un Shun japonés— por ropa de cama, toallas y jabón; ha convencido a Lilly para llevar todas sus cosas al piso de arriba de la tintorería, donde pueden coger esponjas de baño y, además, conseguir un refugio temporal más cómodo que el dormitorio de la caravana. Lilly se queda allí la mayor parte del día, escribiendo su diario fervorosamente y planificando la huida en un rollo de papel de regalo. Josh la vigila de cerca, pero siente que algo va mal…, algo que él no es capaz de expresar.

Scott y Megan no aparecen por ningún sitio, y Lilly sospecha que su amiga —que vive con el porreta bajo el mismo techo— se está prostituyendo a cambio de droga.

Por la tarde, Bob Stookey se encuentra a una pareja con la que comparte intereses en las entrañas de la pista de carreras, cuyo laberinto de taquillas de hormigón, instalaciones y zonas de servicio se ha convertido en un hospital improvisado. Mientras la lluvia azota las vigas de metal y los puntales del estadio —emitiendo un zumbido monótono y sibilante a través de los cimientos del edificio—, un hombre de mediana edad y una mujer joven acompañan a Bob en su recorrido.

—Tengo que decir que Alice ha sido una fantástica aprendiz de enfermera —comenta el hombre, que lleva gafas de leer y bata de laboratorio, mientras guía a Bob y a la joven desde la puerta de entrada hasta la atestada sala de reconocimiento. El caballero se llama Stevens y es un tipo elegante, inteligente e irónico que a Bob le parece de otro mundo. La enfermera neófita, con rigurosa bata raída, aparenta menos años de los que realmente tiene. Lleva el pelo recogido en una trenza hacia atrás, que deja despejado su rostro juvenil.

—Sigo trabajando en ello —asegura Alice, acompañando a los hombres a través de la habitación débilmente iluminada, mientras el suelo zumba debido a las vibraciones que emite el generador central—. Me he quedado en segundo año de Enfermería.

—Vosotros dos sabéis mucho más que yo —reconoce Bob—. Yo soy sólo artillería vieja.

—Dios sabe que tuvo su bautismo de fuego el mes pasado —comenta el médico tras detenerse junto a un equipo de rayos X—. Hemos tenido un período de mucha actividad.

Bob mira a su alrededor y, al ver las manchas de sangre y los rastros de aquel completo caos, pregunta por lo ocurrido.

El médico y la enfermera cruzan miradas incómodas.

—El poder corrompe.

—¿Qué quieres decir?

El médico suspira.

—En lugares como éste se ve cómo funciona la selección natural, porque sólo los auténticos psicópatas sobreviven. No es nada agradable —afirma el médico. Luego respira y le sonríe a Bob—. Aunque sigue estando bien tener un profesional sanitario cerca.

Bob se limpia la boca.

—No sé si yo sería de gran ayuda, pero debo admitir que me gustaría aprender de un médico de una vez por todas —dice, acercándose a una de las viejas y maltratadas máquinas—. Ya veo que todos tenéis una vieja Siemens; yo manejé una cuando estuve en Afganistán.

—Sí, y no es que sea de lo mejor, pero al menos disponemos de lo básico después de haber saqueado los hospitales de la zona: bombas de infusión, suero intravenoso, un par de monitores, electrocardiogramas, electroencefalogramas… Sin embargo, vamos escasos de medicamentos.

Bob les detalla los medicamentos que ha conseguido en Walmart:

—Podéis usar los que queráis. Tengo un par de maletines de médico con lo clásico. También tengo vendas. Si necesitáis algo, sólo tenéis que pedirlo.

—Gracias, Bob. ¿De dónde eres?

—Nací en Vicksburg, pero estaba viviendo en Smyrna cuando llegó el cambio. ¿Y vosotros?

—Atlanta —contesta Stevens—. Tenía una pequeña consulta en Brookhaven cuando todo se fue al infierno.

—Yo también soy de Atlanta. —La chica se suma a la conversación—. Fui al colegio en el estado de Georgia.

En el rostro de Stevens se manifiesta una expresión amable.

—¿Has bebido, Bob?

—¿Qué?

El médico señala la petaca que se deja entrever en el bolsillo trasero de Bob.

—¿Has bebido hoy?

El hombre baja la cabeza, alicaído y avergonzado.

—Sí, señor. He bebido.

—¿Bebes todos los días?

—Sí, señor.

—¿Licor?

—Sí, señor.

—No es mi intención ponerte en evidencia, Bob —le dice el médico, dándole palmaditas en la espalda—. No es de mi incumbencia. No pretendo juzgarte, pero ¿podrías decirnos exactamente cuánto bebes al día?

Bob se hace más pequeño por la humillación que siente.

Alice mira hacia otro lado en señal de respeto. Bob se traga la vergüenza.

—No tengo ni la más remota idea. A veces me bebo un par de copas, pero si la puedo conseguir, me bebo una botella entera —le responde, mirando al médico—. Entendería que no me quisieras cerca de tu…

—Tranquilo, Bob. No lo entiendes. Me parece fantástico.

—¿Qué?

—Sigue bebiendo. Bebe todo cuanto puedas.

—¿Disculpa?

—¿Nos invitas a un trago?

Bob saca la petaca lentamente, sin quitarle los ojos de encima al médico, y se la ofrece.

—Te lo agradezco —dice Stevens mientras acepta la botella y hace un gesto de agradecimiento antes de darle un trago. Luego se limpia la boca y le ofrece la bebida a Alice.

La chica lo rechaza.

—No, gracias, es muy temprano para mí.

Stevens le da otro trago y luego le devuelve la petaca.

—Si te quedas aquí, vas a tener que beber hasta caer redondo.

Sin decir nada, Bob vuelve a meterse la petaca en el bolsillo.

Stevens sonríe de nuevo, pero hay un dejo desgarrador en su sonrisa.

—Eso es lo que te receto, Bob. Que te emborraches tanto como puedas.

Al otro lado de la pista de carreras, en el extremo norte del estadio, un individuo enjuto y encorvado sale por una puerta metálica camuflada y mira al cielo. La lluvia ha cesado, dejando tras de sí un techo bajo de nubes de hollín. El hombre enjuto lleva consigo un paquete envuelto en una manta de lana raída, del color de la hierba muerta, atada por arriba con un cordel de cuero.

El hombre enjuto tiene el pelo negro como el plumaje de un cuervo, lacio por la humedad, y lo lleva recogido en una coleta. Cruza la calle y empieza a caminar por la acera.

A medida que avanza, su mirada preternatural está atenta a cuanto sucede a su alrededor, abarcando todo aquello que encuentra a su paso. En las últimas semanas, los sentimientos que lo embargaban han amainado, y ha logrado acallar las voces que surgen de su cabeza. Se siente fuerte. Esta ciudad es su raison d’être; el combustible que lo mantiene vivo y lo sostiene.

Está a punto de girar la esquina en el cruce de Canyon y Main cuando percibe la silueta de un hombre mayor —el borracho que llegó días atrás, acompañado de un negro y unas chicas— saliendo del almacén rumbo al extremo sur de la pista de carreras. El señor de edad avanzada se detiene un instante para darle un trago a la petaca, por lo que el hombre enjuto puede ver, a pesar de que están a una calle de distancia, cómo le cambia la expresión cuando se traga la bebida —y percibe la quemazón que ésta le produce.

A lo lejos, al notar como el alcohol le corre por el gaznate, el hombre enjuto ve que el borracho hace una mueca que le resulta extrañamente familiar; una contorsión en el rostro que denota vergüenza y desconsuelo, y que provoca en el hombre delgado una sensación de extrañeza y emotividad, casi de ternura. El señor tira la petaca y se dispone a caminar hacia la calle Mayor con el andar característico (mitad cojera, mitad vaivén provocado por el alcohol) que tienen los vagabundos tras pasar muchos años de penuria en las calles. El hombre enjuto lo sigue y, unos minutos más tarde, no puede evitar llamar al borrachín.

—¡Eh, compadre!

Bob Stookey oye una voz áspera, con un ligero acento sureño, resonando en la brisa, pero no logra adivinar de dónde proviene.

Se detiene en un margen de Main Street y mira a su alrededor. Debido a la lluvia torrencial, la ciudad está prácticamente desolada.

—¿Eres Bob, no? —le dice la voz, acercándose cada vez más, hasta que, por fin, Bob ve una silueta aproximándose por detrás.

—Ah, hola… ¿Qué tal?

El hombre camina sin prisa hacia Bob, dejando entrever una sonrisa forzada.

—Estoy bien, gracias, Bob —contesta. Varios mechones de pelo caen sobre sus facciones marcadas. Lleva un paquete envuelto en una manta empapada que gotea y mancha el suelo. La gente de la zona ha empezado a llamarle «el Gobernador», y a Bob se le ha quedado grabado este mote, porque a este tipo le viene como anillo al dedo—. ¿Qué tal te estás acomodando en nuestra pequeña aldea?

—Muy bien.

—¿Has conocido al doctor Stevens?

—Sí, señor. Es un buen hombre.

—Llámame «Gobernador» —le recuerda, suavizando la sonrisa—. Al parecer, todo el mundo me llama así y, ¿qué demonios?, me gusta cómo suena.

—«Gobernador», pues —responde Bob, mirando el paquete que lleva en la mano. La manta chorrea sangre. Bob aparta la mirada de inmediato, asustado, pero finge no haber visto nada—. Está lloviendo a mares.

El hombre le muestra una sonrisa imperturbable.

—Acompáñame, Bob.

—Claro.

Se dirigen hacia la muralla provisional, que separa la zona comercial de las calles adyacentes, por la acera agrietada. El ruido de las pistolas de clavos se oye a pesar del viento. La muralla se extiende por toda la zona sur del distrito comercial.

—Me recuerdas a alguien. —El Gobernador rompe el silencio.

—Seguro que no es a Kate Winslet. —Bob ya ha bebido lo suficiente como para que se le suelte la lengua. Se sonríe y sigue—: Ni tampoco a Bonnie Raitt.

—Touché. —El Gobernador echa un vistazo al paquete que lleva en la mano y se da cuenta de que la acera se está llenando de gotitas de sangre—. Lo estoy poniendo todo perdido.

Bob desvía la mirada y se esfuerza por cambiar de tema:

—¿No os preocupa que todo ese estruendo atraiga a los zombies?

—Está todo controlado, Bob, no te preocupes. Tenemos hombres situados en la entrada de los bosques, e intentamos mantener el martilleo al mínimo.

—Es bueno saberlo… Creo que os va bastante bien por aquí.

—Lo intentamos.

—Le he dicho al doctor Stevens que puede coger de mi reserva los suministros médicos que necesite.

—¿Tú también eres médico?

Bob le habla de Afganistán, de marines heridos y de cuando consiguió la medalla honorífica.

—¿Tienes hijos?

—No, señor… Llevaba toda la vida junto a Brenda, mi esposa. Teníamos una pequeña caravana a las afueras de Smyrna; no vivíamos mal.

—Estás mirando el bulto que llevo, ¿verdad, Bob?

—No, señor… Sea lo que sea, no es asunto mío. No me concierne.

—¿Dónde está tu mujer?

Bob camina más despacio, como si el simple hecho de hablar de Brenda Stookey le pesara.

—La perdí en un ataque de caminantes, poco después de que el infierno se instalara.

—Lo siento mucho. —Se aproximan a un tramo de la muralla. El Gobernador se detiene y llama varias veces a la puerta, un empleado la empuja y ésta levanta una nube de polvo al abrirse. Saluda al Gobernador con un gesto y espera a que pasen—. Mi casa está un poco más arriba —le dice a Bob, inclinando la cabeza hacia el este de la ciudad—. Es un pequeño edificio de dos plantas. Ven conmigo, te invito a tomar algo.

—¿A la mansión del Gobernador? —bromea Bob. No puede evitarlo, es cosa de los nervios y del bebercio—. ¿No tienes leyes que aprobar?

El Gobernador se para, esboza una sonrisa y le dice:

—Ya sé a quién me recuerdas.

En ese breve instante, bajo el cielo encapotado, el hombre enjuto —que a partir de aquel momento se cree «Gobernador»— experimenta un seísmo en su cerebro. Está viendo al típico anciano de Smyrna, tosco, arrugado y alcohólico. La viva imagen de Ed Blake, el padre del Gobernador. Ed Blake tenía la misma nariz respingona, la misma frente prominente y las mismas patas de gallo alrededor de los ojos vidriosos. Ed Blake también era un gran bebedor, igual que ese tipo, y también tenía el mismo sentido del humor. Hacía los mismos chistes con el mismo regusto etílico, los mismos comentarios mordaces. Eso cuando no se dedicaba a abofetear a los integrantes de su familia con el dorso de aquellas manos grandes y callosas.

De repente, otra faceta oculta del Gobernador —una que había enterrado en las profundidades— sale a la superficie en forma de añoranza arrolladora y casi le provoca vértigo recordar al gran Ed en tiempos mejores: un simple agricultor pueblerino, que se esforzaba mucho por luchar contra sus demonios y ser un padre ejemplar.

—Me recuerdas a alguien a quien conocí hace mucho tiempo —dice el Gobernador, suavizando el tono de voz al mirar a los ojos a Bob Stookey—. Venga, vamos a tomarnos una copa.

Durante el trayecto a pie por la zona segura, los dos hombres conversan tranquila y abiertamente, como si fueran viejos amigos.

En un momento determinado, el Gobernador le pregunta a Bob qué le ocurrió a su esposa.

—Vivíamos en un parque de caravanas… —relata Bob poco a poco y con dificultad, renqueando al recordar días malos—. Un día nos vimos superados por los zombies. Yo había salido a buscar comida cuando ocurrió; para cuando volví, ya habían entrado en casa.

Deja de hablar. El Gobernador no dice nada, sólo camina en silencio, atento.

—Se la estaban comiendo y yo intenté apartarlos con todas mis fuerzas…, pero… supongo que mordieron lo suficiente como para que se transformase.

Hace otra pausa angustiosa. Bob se lame los labios secos. El Gobernador sabe que el hombre necesita una copa, que su droga es fundamental para alejar los recuerdos.

—No fui capaz de matarla —dice con un resuello ahogado. Los ojos se le llenan de lágrimas—. No estoy orgulloso de haberla abandonado. Seguro que hizo amigos después de aquello, porque a pesar de que tenía el brazo y el abdomen destrozados, todavía podía andar… Luego habrá atacado a otros, y yo soy el responsable de esas muertes.

Se detiene.

—A veces es difícil despedirse —aventura el Gobernador mientras echa un vistazo al pequeño y horroroso fardo que transporta. El goteo ha disminuido, y la sangre se ha coagulado hasta tomar la consistencia de la melaza. Es entonces cuando el Gobernador se da cuenta de que Bob contempla con el cejo fruncido las gotas de sangre, sumido en sus pensamientos. Hasta parece estar sobrio.

—¿Se te ha transformado alguien? —dice Bob, señalando el espantoso paquete.

—No eres tan tonto, ¿verdad?

Bob se limpia la boca, pensativo.

—Nunca se me ocurrió alimentar a Brenda.

—Venga, Bob, quiero enseñarte algo.

Llegan al edificio de dos plantas situado al final de la manzana. El hombre acompaña al Gobernador al interior.

—Ponte detrás de mí un segundo, Bob. —El Gobernador mete la llave en el cerrojo de la puerta que está al final del pasillo de la segunda planta. La puerta se abre con un chasquido; un gruñido profundo se cuela a lo lejos—. Bob, te agradecería que no comentaras nada de lo que estás a punto de ver.

—Tranquilo…, soy una tumba.

Bob sigue al Gobernador hasta llegar a un apartamento de dos habitaciones amueblado de forma rudimentaria que apesta a carne podrida y a desinfectante. Las ventanas están pintadas con esmalte negro. En el vestíbulo hay un espejo de cuerpo entero tapado con papel de periódico y cinta aislante. Una puerta abierta delata un contorno ovalado donde antes había un espejo de baño. Han quitado todos los espejos del apartamento.

—Ella lo es todo para mí —asegura el Gobernador.

Bob lo sigue a través de la sala de estar, luego cruzan un pasillo corto y entran en un pequeño lavadero, donde se encuentra el cadáver viviente de una niña encadenado a un perno atornillado a la pared.

—Santo cielo… —dice Bob sin acercarse. La zombie, que lleva un pichi y coletas, como si estuviera lista para ir a misa, gruñe, escupe y se sacude, tensando una y otra vez la cadena a la que está sujeta. Bob da un paso atrás—. Santo cielo.

—Tranquilízate, Bob.

El Gobernador se arrodilla frente a la pequeña cosa muerta y deja el paquete en el suelo. La niña da mordiscos al aire, chasqueando los dientes ennegrecidos. El Gobernador desenvuelve el fardo, y asoma una cabeza humana que muestra una cavidad a un lado del cráneo producida por un disparo a bocajarro.

—Dios mío…

Bob repara en la cabeza y en su pulposa concavidad lateral, plagada ya de gusanos, con un corte de pelo a lo militar, como si hubiera pertenecido a un soldado o a un marine.

—Ésta es Penny…, es hija única —le explica el Gobernador cuando lanza la cabeza ensangrentada hacia el cadáver encadenado—. Somos de una pequeña ciudad llamada Waynesboro. La madre de Penny, mi querida esposa Sarah, murió en un accidente de coche antes del cambio.

La niña se alimenta.

Bob observa desde la puerta —horrorizado y cautivado a la vez— cómo la pequeña zombie sorbe y mastica la masa encefálica de la cavidad craneal igual que si pelase una langosta.

El Gobernador la mira comer. El ruido de los sorbos llena el ambiente.

—Mi hermano Brian, algunos amigos y yo fuimos a buscar pastos más verdes. Penny también vino. Viajamos hacia el oeste y acabamos quedándonos un tiempo en Atlanta; conocimos a muchas personas y perdimos a otras tantas. Seguimos yendo hacia el oeste.

El pequeño cadáver se acomoda, se apoya en la pared y escarba con sus deditos teñidos de escarlata dentro de la calavera en busca de más delicias.

La voz del Gobernador baja una octava:

—Tuvimos un encontronazo con unos indeseables en un huerto no muy lejos de aquí —balbucea. No llora, pero le tiembla un poco la voz—. Mi hermano tenía que cuidar de Penny mientras yo los ahuyentaba…, y una cosa llevó a la otra.

Bob está paralizado. Se ha quedado mudo al entrar en ese cuarto lleno de azulejos sucios, cañerías a la vista y manchas de moho. Observa a la diminuta cosa abominable, que ahora muestra una cadavérica expresión de alegría. De la boquita de piñón cuelgan hebras de materia gris. Los ojos redondos y brillantes se le ponen en blanco cuando se reclina.

—Mi hermano la cagó del todo y mataron a mi niña —explica el Gobernador, con la cabeza tan gacha que la barbilla le toca el pecho. Su voz se torna más grave por la emoción—. Brian era un tipo débil, ése era su problema. —Mira a Bob con los ojos muy abiertos y llorosos—. Sé que tú lo entiendes, Bob. No podía separarme de mi hijita.

Bob lo entiende. Le duele el alma sólo de pensar en Brenda.

—Me siento culpable de que mataran a Penny —confiesa el Gobernador, cabizbajo—. Empecé a alimentarla con restos mientras seguíamos hacia el oeste. Para cuando llegamos a Woodbury, los remordimientos habían vuelto loco de remate a Brian.

Esa cosa que una vez fue una niñita tira la calavera como quien tira una concha de ostra vacía, y mira alrededor con los ojos lechosos como si acabara de despertar de un sueño.

—Tuve que acabar con Brian como si se tratase de un perro enfermo —murmura el Gobernador, casi para sí mismo. Da un paso para acercarse a eso que una vez fue su hija. Su voz apenas es oíble—. A veces, todavía veo a mi Penny en esta cosa… cuando está tranquila como ahora.

Bob traga saliva. Una marea de emociones lo atormenta. Siente repulsión, tristeza, miedo, nostalgia e incluso compasión por aquel hombre trastornado. Agacha la cabeza.

—Has sufrido mucho.

—Mira eso, Bob —le dice el Gobernador, señalando al pequeño zombie. La niña, o lo que sea, levanta la cabeza para mirar al Gobernador con una expresión de enojo. Pestañea, y un ligero rastro de lo que fue Penny Blake brilla desde el fondo de sus ojos—. Mi hija sigue ahí. ¿A que sí, bichito?

El Gobernador se sitúa junto a la criatura encadenada, se arrodilla y le acaricia la pálida mejilla.

Bob se pone nervioso y empieza a decir:

—Cuidado, no querrás que te…

—Mira mi niñita preciosa. —El Gobernador acaricia el pelo enmarañado de la pequeña zombie, que vuelve a pestañear. El rostro lívido cambia; frunce el cejo y aparta los labios ennegrecidos para mostrar los dientes de leche podridos.

Bob da un paso hacia adelante:

—¡Cuidado!

La cosa que fue Penny chasquea la mandíbula sobre la piel desnuda de la muñeca del Gobernador, pero él aparta la mano justo a tiempo.

—¡Huy!

El pequeño zombie hace tensar la cadena, se pone de puntillas e intenta coger a su presa…, pero el Gobernador retrocede. Le habla como si se tratase de un niño:

—¡Pequeña traviesa! ¡Casi pillas a papá!

Bob se marea. Tiene náuseas y siente que está a punto de echar el hígado por la boca.

—Hazme un favor, Bob: mete la mano en el paquete en el que estaba la cabeza.

—¿Qué?

—Hazme el favor; coge la golosina que queda dentro.

Bob se aguanta el vómito y se da la vuelta, encuentra el paquete en el suelo y mira dentro. En el fondo del la bolsa hay un dedo humano blanquecino, aparentemente masculino, envuelto en un coágulo de sangre. Tiene pelo en los nudillos y del extremo por el que fue arrancado sobresale un pequeño trozo de hueso.

Algo se afloja dentro de Bob —tan bruscamente como una banda elástica al romperse— en el instante en que saca un pañuelo del bolsillo y se agacha para recoger el dedo.

—¿Por qué no haces los honores, amigo mío? —le sugiere el Gobernador, que está de pie junto a la zombie, henchido de orgullo y con las manos en las caderas.

Bob siente como si su cuerpo hubiera empezado a moverse solo, a pensar por su cuenta.

—Sí…, claro.

—Adelante.

Bob se queda a varios centímetros de donde llega la cadena, mientras la cosa que una vez fue Penny le gruñe, echa espumarajos y tira del perno con fuerza.

—Vale…, ¿por qué no?

Bob alimenta a la criatura sosteniendo el dedo todo lo lejos que puede.

El pequeño cadáver toma el bocado, cae de rodillas, lo coge con las dos manos y lo engulle con voracidad. Los nauseabundos sonidos húmedos inundan la lavandería.

Los dos hombres permanecen de pie, uno al lado del otro, y la miran. El Gobernador rodea con el brazo a su nuevo amigo.

A finales de esa semana, los hombres de la muralla se han extendido hasta el final de la tercera manzana de la calle Jones Mill, donde se encuentra la oficina de correos, que tiene las ventanas tapadas con tablones pintarrajados con grafitis. En la muralla contigua al aparcamiento, algún gracioso ha dejado su impronta y ha pintado con aerosol la frase «ASÍ ES COMO SE ACABA EL MUNDO: NO CON UN TIRO, SINO CON UN ZOMBIE», que recuerda constantemente el fin de la sociedad y del Estado tal y como se conocían hasta entonces.

El sábado, Josh Lee Hamilton acaba en una cuadrilla, cargando carretillas llenas de restos de madera desde un extremo de la acera al otro con el fin de cambiar su fuerza bruta por comida, para que Lilly y él puedan seguir alimentándose. Ya no le quedan objetos de valor para hacer trueque, y durante los dos últimos días, ha estado realizando trabajos menores, como vaciar letrinas y limpiar carcasas de animales. Aun así, trabaja con gusto por Lilly.

Lo que siente hacia ella es tan intenso que hasta llora por las noches a escondidas, cuando la mujer duerme entre sus brazos en la oscuridad desolada de su piso sin ascensor. Le resulta irónico haber encontrado el amor en medio del caos de la plaga. Invadido por una especie de esperanza imprudente, y por los efectos secundarios de ensueño de la primera relación íntima de su vida, el hombre apenas lamenta la ausencia de los otros miembros de su grupo.

La pequeña camarilla parece haberse dispersado en el viento. Algunas noches, Josh ve a Megan, borracha y casi desnuda, arrastrándose a lo largo de las barandillas de los edificios residenciales. Josh no tienen ni idea de si todavía está con Scott; de hecho, el chico está desaparecido. Nadie sabe dónde está, y lo más triste es que a nadie parece importarle. Sin embargo, a Megan los negocios le van viento en popa. Entre los cincuenta habitantes de Woodbury, las mujeres no llegan a una docena, y de éstas sólo hay cuatro que tienen el síndrome climatérico.

Mucho más desconcertante resulta el hecho de que Bob haya ascendido a la categoría de mascota de la ciudad. Es evidente que el Gobernador —ese psicópata en cuya capacidad de liderazgo Josh confía tanto como en la de un zombie para entrenar un equipo de béisbol de la liga infantil— se interesa por el viejo Bob, pues lo agasaja con buen whisky y barbitúricos y hace que goce de cierto estatus.

Sin embargo, el sábado por la tarde Josh aleja todo esto de su mente mientras descarga una carretilla de baldosas en el final de la muralla provisional. Otros operarios van arriba y abajo por los flancos de la barricada, clavando tablones. Algunos emplean martillos, otros usan pistolas de clavos. El ruido es molesto, aunque no resulta insoportable.

—Déjala ahí, tío, junto a los sacos de arena. —Martínez le da la orden con un gesto de camaradería. Lleva un fusil de asalto M1 en la cadera.

Martínez tiene puesto su característico pañuelo pirata y una camiseta de camuflaje sin mangas. Sigue siendo el tipo afable de siempre. Josh no logra entender a ese hombre. Parece ser la persona más tranquila de Woodbury, aunque hay que reconocer que en la ciudad el listón tampoco es muy alto. Es el encargado de supervisar los continuos cambios de turno de los guardias que vigilan las murallas. No suele confraternizar con el Gobernador, aunque ambos parecen ser uña y carne.

—Procura hacer el menor ruido posible, hermano —añade con un guiño.

—Entendido. —Josh asiente con la cabeza, y luego empieza a descargar baldosas de diez por quince en el suelo. Deja la chaqueta de leñador. El sudor comienza a gotearle por el cuello y la espalda. Remata la faena en apenas unos minutos.

Martínez se le acerca:

—Ve a cargarla otra vez antes de que llegue la hora de comer.

—¡Recibido! —dice Josh. Luego se da la vuelta y emprende su camino, empujando la carretilla vacía. Se ha dejado la chaqueta, con el revólver del calibre 38 dentro, colgada de un poste de la alambrada.

De tanto en tanto, Josh se olvida que lleva un arma en el bolsillo de la chaqueta. No la ha usado desde que llegó a Woodbury, porque los guardias lo tienen todo bajo control.

De hecho, en la última semana, sólo se han producido unos pocos ataques en los límites de los bosques que rodean Woodbury o en los bordes de las carreteras, y fueron sofocados de inmediato por los reservistas.

Según Martínez, los mandamases de la ciudad han descubierto un cargamento de armas en un cuartel de la Guardia Nacional al que se llega andando desde la ciudad; un arsenal entero de artillería al que el Gobernador le sacará todo el partido.

Lo cierto es que los ataques de los zombies son lo que menos le preocupa al Gobernador. Los residentes de Woodbury están empezando a flaquear; la gente salta a la mínima y empiezan a atacarse los unos a los otros.

Josh recorre las dos manzanas que hay entre la zona en obras y la nave en menos de cinco minutos; va pensando en Lilly y en la idea de forjar un futuro a su lado. Absorto en sus pensamientos, no percibe el hedor que lo envuelve a medida que se va acercando al pequeño edificio revestido de madera que se encuentra junto a las vías del tren.

La nave sirvió de almacén para la terminal sur de la Compañía Ferroviaria de Chattooga y Chickamauga. Durante el siglo XX, fue la línea de tren en la que los trabajadores cargaban los fardos de hojas tiernas de tabaco para enviarlos al norte, a Fayetteville, donde se procesaban.

Josh cruza con dificultad el largo y estrecho edificio y aparca la carretilla en la puerta. La nave se levanta diez metros sobre el suelo, en el punto más alto del tejado de dos aguas. Las vías están viejas, desconchadas y marcadas por el abandono. Hay una sola ventana que se encuentra junto a la puerta, es alargada, está rota y tapada con tablas de madera. El lugar parece un museo en ruinas, una reliquia del Viejo Sur, aunque ahora los operarios lo usan para mantener la madera seca y guardar materiales de construcción.

—¡Josh!

Josh se detiene en la entrada al oír una voz familiar que le llega desde atrás, transportada por la brisa. Se da la vuelta y ve a Lilly acercándose. Lleva su original atuendo de siempre: sombrero de ala ancha, pañuelos de colores, un abrigo de piel de coyote, que obtuvo mediante un trueque con una mujer de la ciudad, y una sonrisa cansada en el rostro delgado.

—Me has alegrado la vista, jovencita —le dice Josh mientras la coge con delicadeza para abrazarla. Ella le responde con el mismo gesto, aunque no de un modo desenfrenado, y, una vez más, Josh se pregunta si está yendo demasiado rápido; o si la compleja química que hay entre ambos ha cambiado por haber hecho el amor; o, quizá, si es que simplemente él no está a la altura de sus expectativas. Lo cierto es que Lilly parece contenerse un poco en su afectividad. Aunque sólo un poco. Sea como sea, Josh trata de quitarse estas ideas de la cabeza, que tal vez no sean otra cosa que estrés.

—¿Podemos hablar? —le pregunta ella, mirándolo fijamente con una expresión apagada.

—Claro… ¿Me echas una mano?

—Tú primero —le contesta ella, señalando la entrada. Josh se da la vuelta, para desencajar la puerta.

El olor a carne putrefacta mezclada con el aire mohoso y asfixiante que hay en la oscuridad de la nave no se percibe al entrar. Tampoco se dan cuenta del hueco que separa los dos tramos construidos con yeso en la parte trasera de aquel lugar, ni del peligro que implica que el fondo del edificio quede peligrosamente expuesto al bosque. Como mínimo, la nave se extiende treinta metros en la oscuridad, cubierta de telarañas y de raíles viejos, tan oxidados y corroídos que se camuflan en la tierra.

—¿Qué te pasa, muñeca? —Josh cruza el suelo de carbonilla para llegar a un montón de restos de madera. Las baldosas de diez por quince parecen sacadas de un granero, porque están pintadas de color rojo oscuro, desconchadas y pringadas de barro.

—Tenemos que irnos de aquí, Josh, tenemos que huir de esta ciudad antes de que ocurra algo terrible.

—Nos iremos pronto, Lilly.

—No, Josh. Hablo en serio, escúchame. —Lo agarra del brazo y tira de él para darle la vuelta y quedar cara a cara—. Me da igual que Megan, Scott y Bob se queden…, nosotros tenemos que irnos. Woodbury parece un sitio acogedor, hasta diría que tiene cierto «encanto rural», pero en el fondo está podrido.

—Lo sé… Tan sólo déjame…

Se calla al advertir por el rabillo del ojo una sombra al otro lado de la ventana.

—Dios mío, Josh, ¿has…?

—Ponte detrás de mí —le dice a Lilly mientras se percata de varias cosas a la vez: advierte el olor a rancio que impregna la nave mohosa, el ruido inarticulado de unos gruñidos que surgen de la parte trasera del edificio y, por último, el haz de luz natural que entra por el hueco de un rincón.

También cae en la cuenta de lo peor: se ha dejado la pistola en la chaqueta.