Capítulo 8

El convoy hace dos altos en el camino a la ciudad amurallada. La primera, en el cruce de la Autopista 18 con la 103, donde un centinela armado habla un momento con Martínez antes de hacerle una señal a los vehículos para que avancen. No muy lejos, en una cuneta, hay un montón de restos humanos, todavía humeantes; los han quemado en una pira funeraria improvisada. La segunda parada la hacen en un control de carretera cerca del cartel que da la bienvenida a Woodbury. El temporal de aguanieve deviene en nieve húmeda que cae en ráfagas angulares sobre la calzada empedrada. Es un fenómeno que a principios de diciembre no suele producirse en Georgia.

—Parece que tienen una potencia de fuego importante —comenta Josh desde el asiento del conductor mientras espera que los dos hombres con uniformes militares de camuflaje y rifles M1 terminen de hablar con Martínez, que está a una distancia equivalente a tres coches. Las sombras que crean los faros delanteros del vehículo ocultan los rostros distantes mientras hablan, con la nieve formando remolinos alrededor. Los limpiaparabrisas de la Ram van de un lado a otro con un ritmo hosco; Lilly y Bob guardan silencio y observan nerviosos la conversación.

Llega la oscuridad de la noche y la falta de una red de suministro eléctrico le da a la periferia de la ciudad un aire medieval. Aquí y allá hay hogueras en barriles de petróleo, y se ven signos de escaramuzas recientes y daños en los valles boscosos y los pinares que circundan la ciudad. A lo lejos, los tejados chamuscados, los tráileres con agujeros de bala y los cables de alta tensión rotos son las huellas de conflictos pasados.

Josh ve que Lilly está estudiando una señal verde oxidada que hay un poco más adelante, visible a la luz de los faros de los coches. Está plantada en la tierra blanca y arenosa.

BIENVENIDO A

WOODBURY

1.102 HABITANTES

Lilly se vuelve hacia Josh y pregunta:

—¿Te da buena espina todo esto?

—El jurado aún está deliberando, pero parece que estamos a punto de recibir nuevas órdenes.

Más adelante, en motas luminosas de nieve que pasan por delante de los faros, Martínez se aleja de su interlocutor, se sube el cuello de la camisa y trota hacia la Ram. Camina con determinación, pero luce una sonrisa simpática en el rostro moreno. Vuelve a subirse el cuello para protegerse del frío y se acerca a la ventanilla de Josh.

Josh baja la ventanilla.

—¿Cuál es el trato?

Martínez sonríe.

—Al menos por ahora, necesito que entreguéis las armas de fuego.

Josh se queda mirándolo.

—Lo siento, hermano. De eso nada.

La sonrisa afable no desaparece.

—Son las reglas de la ciudad. Ya sabes cómo son estas cosas.

Josh niega despacio con la cabeza.

—De eso nada.

Martínez se muerde el labio, pensativo, y luego vuelve a sonreír.

—Lo comprendo perfectamente. Oye, mira, ¿podrías dejar la escopeta para conejos en la camioneta?

Josh suspira.

—Supongo que sí.

—¿Y podríais mantener las pistolas escondidas, de modo que no se vean?

—Podríamos.

—Muy bien. Si queréis que os haga el recorrido turístico, tengo que ir con vosotros. ¿Os cabe uno más?

Josh se da la vuelta hacia Bob y asiente. El hombre de mediana edad se encoge de hombros, se quita el cinturón de seguridad, se da la vuelta y se apretuja a Lilly en el compartimento de atrás.

Martínez camina hacia el lado del copiloto y sube a la cabina. Huele a humo y a lubricante.

—Conduce con cuidado, primo —dice, enjugándose la humedad de la cara y señalando a la furgoneta que tienen delante—. Sigue a la furgoneta.

Josh pisa el acelerador de la camioneta y sigue a la furgoneta más allá del puesto de control.

Tropiezan con una serie de vías de ferrocarril y entran en la ciudad por el suroeste. Lilly y Bob guardan silencio en el compartimento trasero, mientras Josh examina los alrededores. A su derecha tiene un cartel en el que se lee «PIGGLY IGGLY». Se yergue sobre un aparcamiento cubierto de cadáveres y cristales rotos. La parte izquierda de la tienda de alimentación está derrumbada, como si la hubieran volado con dinamita. Una valla alta de tela metálica, arrancada y rota en algunos tramos, se extiende paralelamente a la carretera que llaman «autopista de Woodbury» o «calle mayor». Hay montones de restos humanos espeluznantes y remiendos de basura metálica chamuscada expuesta en la grava, tierra blanca y arenosa que prácticamente brilla en la oscuridad nevada. Es un espectáculo estremecedor que recuerda a una zona de guerra abandonada en medio de Georgia.

—Tuvimos una escaramuza con una manada de zombies hace un par de semanas. —Martínez enciende un Viceroy y abre la ventanilla un palmo. El humo se arremolina en el viento salpicado de nieve y se desvanece como un fantasma—. Las cosas se desmadraron durante una temporada, pero al final prevalecieron las mentes sensatas. En breve hay que tomar una curva pronunciada a la izquierda.

Josh sigue a la furgoneta por una curva en forma de horquilla que lleva a un tramo más estrecho de carretera.

En la oscuridad inmediata, tras un velo de niebla y viento, se materializa el corazón de Woodbury. Cuatro manzanas de edificios de ladrillo de principios de siglo y cables de alta tensión que ocupan una intersección central de comercios, casas de madera y bloques de apartamentos. Una valla de tela metálica lo rodea casi todo y hay zonas en obras que parecen haber sido añadidas recientemente. Josh se acuerda de cuando a esta clase de sitios los llamaban «puebluchos de mala muerte».

Woodbury ocupa una extensión de unas doce manzanas en todas direcciones, con espacios públicos al norte y al oeste que se han ganado a los bosques y humedales. De las chimeneas de algunas azoteas y de las rejillas de ventilación salen densas columnas de humo negro, bien por la combustión de un generador, o bien por la de estufas de leña y hogares. Casi todas las farolas del alumbrado de las calles están apagadas, aunque algunas centellean en la oscuridad, al parecer, alimentadas por generadores. El convoy se acerca al centro de la ciudad, y Josh ve que la furgoneta aparca junto a una obra.

—Llevamos meses trabajando en la muralla —explica Martínez—. Ya tenemos casi dos manzanas totalmente protegidas y estamos planeando expandirla, hacer la muralla más grande a medida que crece la ciudad.

—No es mala idea —murmura Josh mientras observa la extensa muralla hecha con troncos y tablones de madera, restos de cabañas y desguace. Mide por lo menos cuatro metros y medio de alto y se extiende a lo largo de la carretera de Jones Mill. Hay tramos en los que todavía lucen las cicatrices de los ataques recientes de muertos vivientes e incluso, pese a la oscuridad y la nieve, se ven las marcas de garras, y los agujeros de bala y las manchas de sangre, negras como el alquitrán, que a Josh le llaman poderosamente la atención.

El lugar transpira una violencia latente, como un pueblo olvidado del Lejano Oeste.

Josh para la camioneta frente a la fortificación. Desde la parte trasera de la furgoneta, uno de los jóvenes vestidos como raperos baja de un salto, se dirige hacia una línea de empalme que evidencia las bisagras de una puerta y la abre lo suficiente como para dejar que pasen los dos vehículos. La caravana traquetea por la entrada y Josh la sigue.

—Somos alrededor de cincuenta personas —continúa Martínez, dándole una buena calada al Viceroy y echando el humo por la ventana—. Eso de ahí a la derecha es una especie de almacén. Ahí guardamos todas nuestras provisiones, el agua embotellada, los medicamentos, etcétera.

Josh ve un viejo cartel, casi ilegible, de «PIENSO Y SEMILLAS DEFOREST». La entrada está fortificada y reforzada con rejas en las ventanas y paneles de acero. La vigilan dos guardias armados que se están fumando un cigarrillo en la entrada. La puerta se cierra tras ellos y avanzan despacio, adentrándose un poco más en la zona amurallada. Hay más residentes observando el recorrido de los coches. La gente forma grupos en las aceras y en los vestíbulos, con el rostro tapado por las bufandas y los pañuelos. Nadie parece especialmente amigable ni feliz de tener visitas.

—Tenemos un médico que atiende en el antiguo Centro Médico del Condado de Meriwether. —Martínez tira la colilla por la ventanilla—. Esperamos expandir la muralla una manzana más de aquí a finales de semana.

—No está nada mal —comenta Bob desde el asiento de atrás, tomando nota de todo con sus ojos desvaídos—. Si no te molesta, ¿puedo preguntarte qué diantres es eso?

Josh mira hacia la parte más alta de un gigantesco edificio a pocas manzanas de la zona amurallada. Bob lo señala con el dedo. En la oscuridad, parece como si un platillo volador hubiera aterrizado en medio de un huerto. El terreno está rodeado de caminos de tierra y de unas pequeñas luces que parpadean en la nieve sobre el borde circular.

—Era una pista de carreras —sonríe Martínez. A la luz verde del salpicadero la sonrisa de Martínez es casi lupina, diabólica—. A los palurdos les encantan las carreras.

—¿Y por qué «era»? —pregunta Josh.

—El jefe estableció nuevas reglas la semana pasada. Se acabaron las carreras de coches. Hacen demasiado ruido y el jaleo atrae zombies.

—¿Tenéis un jefe?

La sonrisa de Martínez se transforma en algo indescifrable.

—No te preocupes, primo. Lo conocerás muy pronto.

Josh mira a Lilly por el rabillo del ojo. Ella está enfrascada en la tarea de morderse las uñas.

—No estoy seguro de que vayamos a quedarnos mucho tiempo.

—Eso es cosa vuestra. —Martínez se encoge de hombros en un gesto neutral. Se pone unos mitones de cuero Carnaby y se sube el cuello de la chaqueta—. Tú sólo recuerda esos beneficios mutuos de los que te hablé.

—Lo haré.

—Todos los apartamentos están habitados, pero aún quedan sitios en el centro de la ciudad en los que os podéis quedar.

—Es bueno saberlo.

—En cuanto nos hayamos expandido, podrán elegir entre un montón de lugares para vivir.

Josh no dice nada.

A Martínez se le borra la sonrisa de los labios. Bajo la luz verde, parece como si estuviera recordando tiempos mejores, quizá a su familia, quizá algo doloroso.

—Me refiero a sitios con camas confortables, intimidad…, vallas de madera y árboles.

Se hace un largo silencio.

—Deja que te haga una pregunta.

—Dispara.

—¿Cómo acabaste aquí?

Martínez suspira.

—Si te soy sincero, te juro que no me acuerdo.

—¿Cómo es eso?

Vuelve a encogerse de hombros.

—Estaba solo… Mordieron a mi ex mujer; mi hijo desapareció. Todo me importaba una mierda, sólo quería matar zombies. Me dio por arrasarlo todo. Me cargué a un buen número de esos cabrones tan feos. La gente de aquí me encontró inconsciente en una cuneta y me recogieron. Te juro por Dios que eso es todo lo que recuerdo. —Inclina la cabeza como si estuviera intentando hacer memoria—. Me alegro de que lo hicieran, especialmente ahora.

—¿Qué quieres decir?

Martínez se queda mirándolo.

—Este lugar no es perfecto pero es seguro, y cada vez lo será más, gracias en gran medida al tipo que ahora está al mando.

Josh lo mira.

—¿Te refieres a ese Jefe al que has mencionado antes?

—A ese mismo.

—¿Y dices que vamos a tener ocasión de conocerlo?

Martínez levanta una mano enguantada como diciendo «espera». Saca una pequeña radio del bolsillo de la camisa de franela.

—Haynes, llévalos al juzgado… Nos están esperando.

Josh y Lilly intercambian una mirada significativa cuando el vehículo al que siguen deja la calle mayor y se dirige hacia la plaza del pueblo, en la que una estatua de Robert E. Lee custodia un cenador cubierto de kuzu. Se acercan al edificio gubernamental de piedra que está en el extremo opuesto del parque. La oscuridad velada por la nieve le confiere a los escalones de piedra y al pórtico una palidez fantasmagórica.

La sala de reuniones está en la parte de atrás de los juzgados, al final de un largo y estrecho pasillo revestido con puertas de cristal que llevan a los despachos privados.

Josh y compañía llegan a la abarrotada sala de reuniones con las botas que chorrean en el suelo de parquet. Están exhaustos y sin ganas de conocer al comité de bienvenida de Woodbury, pero Martínez les pide que tengan paciencia.

Mientras esperan, la nieve golpea los altos ventanales. Hay estufas eléctricas en funcionamiento y el lugar está iluminado con faroles Coleman. Da la impresión de que ha sido testigo de unos cuantos enfrentamientos. Las paredes de escayola agrietada tienen cicatrices producto de la violencia. El suelo está lleno de sillas plegables tiradas y montones de documentos. Cerca de la bandera hecha jirones del estado de Georgia, Josh ve rastros de sangre en la pared de enfrente. En las entrañas del edificio se oyen las vibraciones de los generadores.

Esperan algo más de cinco minutos. Josh va de un lado a otro, Lilly y los demás se sientan en las sillas hasta que el eco de unas botas retumba en el pasillo. Alguien está silbando mientras los pasos se acercan.

—Bienvenidos, amigos. Bienvenidos a Woodbury. —El timbre de voz que llega desde la puerta es grave, nasal y cargado de buen humor.

Todas las cabezas se vuelven.

En la puerta hay tres hombres de pie con enormes sonrisas en el rostro que no encajan del todo con las miradas frías y herméticas. El hombre que está en medio irradia una extraña energía; lo cual hace que Lilly piense en pavos reales y peces luchadores de Siam.

—Aquí siempre vienen bien las buenas personas —anuncia al entrar en la sala.

El hombre está en los huesos y va vestido con un jersey raído. Tiene el pelo negro desgreñado y un atisbo de barba y bigote. Parece que ha empezado a recortárselo a lo Fu Manchú. Tiene un extraño tic que apenas se nota: pestañea mucho.

—Me llamo Philip Blake —dice—. Os presento a Bruce y a Gabe.

Los otros dos hombres, ambos más viejos, van pegados como perros guardianes a los talones del joven. No emiten grandes expresiones de bienvenida, salvo un par de gruñidos y gestos de consentimiento, todo ello sin despegarse de los talones del tal Philip.

Gabe, el que está a la izquierda, es caucásico. Parece una boca de incendio, tiene el cuello ancho y corte de pelo militar. Bruce, el de la derecha, es un negro adusto con la cabeza ónice rapada. Los dos llevan el dedo en el gatillo de sendos rifles de asalto que les cruzan el pecho. Por un instante, Lilly no logra apartar la vista de las armas.

—Lamento la artillería pesada —comenta Philip, señalando las armas detrás de él—. Tuvimos una pequeña escaramuza el mes pesado y las cosas se pusieron feas por un tiempo. Ahora no podemos correr riesgos. Nos jugamos demasiado. ¿Cómo os llamáis?

Josh le presenta al grupo. Va de uno en uno por la habitación y termina con Megan.

—Te pareces a alguien que conocí —le dice Philip a Megan mientras le da un repaso con la mirada. A Lilly no le gusta el modo en que ese tío mira a su amiga. Es muy sutil, pero le molesta.

—Me lo dicen mucho —contesta Megan.

—O quizá a una famosa. ¿No os recuerda a una famosa, muchachos?

Los «muchachos» que están detrás de él no parecen tener opinión propia. Philip chasquea los dedos.

—¡A la chica de Titanic!

—¿Carrie Winslet? —especula el que se llama Gabe.

—Serás tonto de remate… No es Carrie sino Kate. Kate. Es Kate Winslet.

Megan le lanza a Philip una sonrisa coqueta.

—Suelen decirme que me parezco a Bonnie Raitt.

—Me encanta Bonnie Raitt —afirma Philip con entusiasmo—. «Let’s Give ‘Em Something to Talk About’».

Josh se decide a hablar:

—¿Así que tú eres el mentado «Jefe»?

Blake se da la vuelta hacia el hombre corpulento.

—Culpable. —Philip sonríe, se acerca a Josh y le extiende la mano—. Josh, ¿verdad?

Josh le da un apretón de manos; su expresión sigue siendo neutral, educada, respetuosa.

—Muchas gracias por acogernos, aunque no sé cuánto nos quedaremos.

Philip vuelve a sonreír.

—Acabas de llegar, amigo mío. Descansa. Échale un vistazo al lugar. No vas a encontrar otro más seguro para vivir, créeme.

Josh asiente.

—Parece que tienes el problema de los zombies bajo control.

—No voy a mentirte: nos dan mucha guerra. Cada poco tiempo se produce el ataque de una manada. La situación se puso fea hace un par de semanas, pero ya tenemos la ciudad bajo control.

—Eso parece.

—Básicamente, funcionamos con trueque. —Philip Blake echa un vistazo a la sala y examina a los recién llegados, de la misma forma que un entrenador tantea a los nuevos jugadores de su equipo—. Por lo que sé, ayer tuvisteis suerte en Walmart.

—No nos fue mal.

—Podéis coger lo que os haga falta mediante intercambio.

—¿Intercambio de qué?

—Bienes, servicios… Lo que sea que podáis ofrecer. Podéis quedaros todo el tiempo que queráis siempre y cuando respetéis a vuestros conciudadanos, no os metáis en líos, cumpláis las reglas, echéis una mano… —Mira a Josh—. En estos lares nos hacen falta caballeros con tus… condiciones físicas…

Josh se lo piensa.

—¿Así que eres el representante electo?

Philip mira a sus guardias, éstos le sonríen y Philip empieza a desternillarse. Se limpia los ojos, que le lloran de la risa, y ladea la cabeza.

—Soy más bien un… ¿Cómo se dice? Presidente en funciones… ¿Pro témpore?

—¿Qué?

Philip mueve la mano como quitándole importancia a la cuestión.

—Míralo así. No hace mucho este sitio estaba bajo el dominio de unos gilipollas sedientos de poder, les quedaba grande. Vi que hacía falta un líder y me ofrecí voluntario.

—¿Voluntario?

La sonrisa desaparece del rostro de Philip.

—Tomé el mando, amigo. En estos tiempos es necesario un liderazgo firme. Aquí hay familias. Mujeres y niños. Ancianos. Hace falta alguien que vigile las puertas, alguien… decidido. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí, claro —asiente Josh.

Detrás de Philip, Gabe todavía se ríe y murmura:

—Presidente en funciones…, mola.

Del otro lado de la sala, Scott, sentado en el alféizar de la ventana, interviene:

—Colega, la verdad es que tienes pinta de presidente con esos dos tíos que parecen haber salido del servicio secreto.

Un silencio incómodo se impone en el grupo. La sonrisita de fumeta de Scott va haciéndose más débil. Philip se da la vuelta para mirar al drogata, en la otra punta de la sala.

—¿Cómo te llamas, jovencito?

—Scott Moon.

—Bien, Scott Moon. Yo no sé nada de presidentes. No me veo de jefe del Ejecutivo —dice Philip con una sonrisa fría—. Yo, como mucho, sería gobernador.

Esa noche la pasan en el gimnasio del instituto de la ciudad. Es un antiguo edificio de ladrillo situado fuera de la zona amurallada, en el linde de una pista de atletismo salpicada de tumbas. En las vallas de madera se ven las marcas de un reciente ataque de zombies. En el interior del gimnasio, la cancha de baloncesto está llena de catres improvisados. Huele a orina, a sudor y a desinfectante.

A Lilly la noche se le hace eterna. Los pasillos fétidos y las bovedillas que conectan las aulas a oscuras crujen y se quejan con el viento. Los extraños que duermen en el gimnasio se revuelven en sus catres, tosen, estornudan y murmuran elucubraciones febriles. Cada pocos minutos, algún niño se echa a llorar.

En un momento dado, Lilly mira a la litera que tiene al lado, en la que Josh duerme como un tronco, y ve que el hombre corpulento se despierta sobresaltado de una pesadilla.

Lilly alarga el brazo y le da la mano; el hombre la coge.

A la mañana siguiente, los cinco recién llegados se sientan en círculo alrededor del catre de Josh. La luz cenicienta refleja las motas de polvo y hace dibujos sobre los enfermos que yacen en posición fetal entre las sábanas sucias y raídas. A Lilly le recuerda a los campamentos de la guerra civil, a las morgues provisionales, al purgatorio.

—¿Es cosa mía, o este sitio es muy raro? —pregunta en voz baja a sus compañeros de viaje.

—Te quedas corta —dice Josh.

Megan bosteza y se estira.

—Es mucho mejor que dormir en el pequeño calabozo sobre ruedas de Bob.

—En eso tienes razón —afirma Scott—. Prefiero mil veces un catre de mierda en un gimnasio apestoso.

Bob mira a Josh.

—He de admitir, capitán, que hay razones para quedarse aquí una temporada.

Josh se ata los cordones de las botas y se pone la chaqueta de leñador.

—No sé qué pensar de este lugar.

—¿Tú qué opinas?

—No lo sé. Creo que habrá que decidir sobre la marcha.

—Estoy de acuerdo con Josh —dice Lilly—. Este sitio tiene algo que no me gusta.

—¿Cómo es posible? —Megan se atusa los rizos con los dedos—. Es seguro y tienen provisiones y armas.

Josh se pasa la mano por la boca, pensativo.

—Mirad, yo no soy quién para deciros qué tenéis que hacer. Pero no bajéis la guardia. Cuidaos los unos a los otros.

—Tomamos nota —dice Bob.

—Bob, creo que por ahora deberíamos cerrar con llave la camioneta.

—Recibido.

—Y ten a mano tu 45.

—Entendido.

—Y tenemos que recordar dónde está la camioneta, ya sabéis, por si acaso.

Todos están de acuerdo. Unos momentos después, deciden separarse e investigar, ver cómo es Woodbury a la luz del día. Quedan en encontrarse al mediodía, en el instituto, y entonces verán si se quedan o se van.

La fuerte luz de la mañana sorprende a Lilly y a Josh cuando salen del gimnasio. Se levantan el cuello del abrigo para protegerse del viento. Sigue nevando y el día se ha vuelto tempestuoso. A Lilly le ruge el estómago.

—¿Te apetece desayunar? —le pregunta a Josh.

—En la camioneta tenemos las cosas del Walmart, si es que te sientes capaz de comer otra vez carne seca y latas de Chef Boyardee.

Lilly se estremece.

—Creo que no puedo ni ver una lata de espaguetis.

—Tengo una idea. —Josh se mete la mano en el bolsillo de la chaqueta de franela—. Vamos, invito yo.

Tuercen hacia el oeste y caminan por la calle mayor. La ciudad se muestra ante ellos. Casi todos los escaparates de las tiendas están vacíos, sellados con tablones o con rejas. El pavimento está lleno de marcas de patinazos y de manchas de aceite. En algunas ventanas se ven agujeros de bala. Los viandantes van a lo suyo. Aquí y allá se ve el terreno desnudo cubierto de arena blanca y sucia. Es como si toda la ciudad estuviera hecha de arena.

Nadie los saluda cuando entran en la zona amurallada. Casi todos los que están fuera a esas horas llevan fardos o materiales de construcción. Parece que todo el mundo tiene prisa. Es tan deprimente como una prisión. Los cuadrantes de la ciudad están divididos por vallas temporales de madera. El rugido de las excavadoras vaga en el viento. Al este, en el horizonte, un hombre con un rifle deportivo va de un lado a otro por la parte alta de la pista de carreras.

—Buenos días, caballeros —saluda Josh a tres viejos que están sentados en unos barriles en la puerta de la tienda de pienso y semillas. Miran a Lilly y a Josh como buitres.

Uno de los ancianos, un trol arrugado con un abrigo raído y un sombrero de ala ancha, les dedica una sonrisa de dientes picados.

—Buenas, grandullón. Sois nuevos por aquí, ¿verdad?

—Llegamos anoche —responde Josh.

—Qué suerte.

Los tres cuervos se miran y se ríen como si les hubiera contado un chiste.

Josh sonríe y no le da importancia.

—Tengo entendido que éste es el centro de alimentos.

—Se podría decir que sí. —Más risas sofocadas—. No pierdas de vista a tu hembra.

—No lo haré —contesta Josh y coge a Lilly de la mano. Suben la escalera y entran.

Una luz tenue cae sobre la tienda larga y estrecha. Huele a trementina y a moho. Le han arrancado los estantes, en su lugar hay cajas hasta el techo con papel higiénico, alimentos no perecederos, agua embotellada, ropa de cama y mercadería sin rotular. Una mujer mayor embutida en un abrigo y que lleva una bufanda es la única clienta. Ve a Josh y pasa junto a él sin siquiera mirarle. El aire frío se mezcla con el calor artificial de la calefacción y el crepitar de la tensión humana. En la parte de atrás de la tienda, entre sacos de semillas que llegan al techo, hay un mostrador improvisado. Detrás hay un hombre en silla de ruedas, flanqueado por dos guardias armados.

Josh se dirige al mostrador.

—¿Cómo está usted?

El hombre en la silla de ruedas le lanza una mirada hermética.

—Vaya, vaya. Menudas dimensiones tienes —comenta, torciendo la barba larga y enmarañada. Lleva un mono descolorido del ejército y una coleta plomiza y grasienta atada con una cinta. Su rostro es un mapa de degradación de color, con los ojos legañosos enrojecidos y una úlcera en la nariz.

Josh ignora el comentario.

—Me preguntaba si tenéis frutas y verduras. O quizá huevos que nos pudierais vender.

El hombre de la silla de ruedas lo observa. Josh nota la mirada recelosa de los guardias armados. Son dos jóvenes negros que parecen estar disfrazados de pandilleros.

—¿Qué tienes a cambio?

—Hemos traído un cargamento de artículos de un Walmart, con Martínez… Me preguntaba si podríamos llegar a un acuerdo.

—Eso es entre Martínez y tú. ¿Qué otra cosa puedes ofrecerme?

Josh va a contestar cuando se da cuenta de que los tres hombres están mirando a Lilly, y el modo en que lo hacen lo cabrea sobremanera.

—¿Qué me das por esto? —dice al fin Josh, arremangándose la camisa y jugueteando con el cierre de su reloj de pulsera. Se lo quita y lo pone sobre el mostrador. No es un Rolex, pero tampoco se trata de un Timex. El cronógrafo le costó trescientos pavos diez años atrás, cuando ganaba un buen dinero con el catering.

El Hombre Silla de Ruedas mira con desdén el objeto brillante sobre el mostrador.

—¿Qué diablos es eso?

—Es un Movado. Vale unos quinientos.

—Pues aquí no los vale.

—Danos un respiro, ¿vale? Llevamos semanas comiendo latas.

El hombre coge el reloj y lo examina con cara de asco, arrugando la nariz ampollada como si el reloj estuviera bañado en heces.

—Te daré cincuenta dólares en arroz y judías, tocino y sucedáneo de huevo.

—¡Venga, hombre! ¿Cincuenta dólares?

—También tengo unos melocotones blancos que acaban de llegar. Eso es todo.

—No lo sé. —Josh y Lilly se miran. La mujer se encoge de hombros. Josh vuelve la vista al Hombre Silla de Ruedas—. No sé.

—Os durará una semana.

Josh suspira.

—Es un Movado, tío. Es una máquina de primera.

—Mira, no voy a discutir con…

Una voz de barítono llega desde atrás de los guardias e interrumpe la conversación.

—Pero ¿qué problema hay?

Todos se vuelven para mirar al individuo que se acerca al mostrador desde el almacén limpiándose las manos ensangrentadas con una toalla. Es un hombre maduro, alto y demacrado, y lleva un delantal de carnicero manchado a más no poder, salpicado de sangre y médula. En el rostro cincelado y quemado por el sol brillan unos ojos azules, fríos como el hielo, que miran a Josh.

—¿Hay algún problema, Davy?

—Todo va de maravilla, Sam —dice el hombre de la silla de ruedas sin apartar los ojos de Lilly—. Esta gente no está conforme con mi oferta y están a punto de irse.

—Espera un momento. —Josh levanta las manos en un gesto de arrepentimiento—. Lamento si os he ofendido, pero yo no he dicho que…

—No se regatea: lo tomas o lo dejas —anuncia Sam, tirando la toalla sanguinolenta en el mostrador y mirando a Josh—. A menos que… —Parece haber cambiado de opinión—. Olvídalo.

—¿A menos que qué?

El carnicero mira a los demás y luego se muerde el labio, pensativo.

—Verás, aquí lo que la mayoría de la gente hace es trabajar para pagar sus deudas, ya sea en la construcción de la muralla, arreglando vallas, colocando sacos de arena o actividades parecidas. Le sacarás más partido a tu dinero si incluyes tus músculos en la transacción. —Le da un repaso a Lilly con la mirada—. Por supuesto, una persona puede proporcionar toda clase de servicios para sacar más provecho. —Sonríe—. Especialmente una persona del sexo femenino.

Lilly se da cuenta de que los hombres de detrás del mostrador la están mirando con una sonrisa lasciva. Al principio la pilla desprevenida y simplemente se queda ahí, de pie, sorprendida. Luego siente que toda la sangre se le acumula en las mejillas. Se marea. Quiere darle una patada al mostrador y destrozar ese lugar que apesta a moho, tirar las cajas al suelo y decirles a todos que se jodan. Pero el miedo, ese miedo que le bloquea la garganta —su viejo castigo— la paraliza. Se pregunta qué diablos le pasa. ¿Cómo ha sobrevivido todo este tiempo sin que la hayan mordido? ¿Por qué no puede enfrentar a un puñado de cerdos machistas?

—Vale, ¿sabéis qué? No hace falta —interviene Josh.

Lilly mira al hombre corpulento y ve que tiene la mandíbula apretada. Se pregunta si Josh se refiere a que no hace falta que ella venda favores sexuales o a que no hace falta que esos matones hagan comentarios machistas de mal gusto. La tienda se queda en silencio. Sam le sostiene la mirada a Josh.

—No tan de prisa, grandullón. —Los implacables ojos azules del carnicero desprenden un profundo desdén. Se limpia las manos pegajosas en el delantal—. Con una señorita con ese tipazo podrías estar nadando en huevos frescos y filetes durante un mes.

Las risitas de los hombres se tornan carcajadas, pero el carnicero apenas sonríe.

Tiene la mirada impasible fija en Josh, tan tensa que saltan chispas. A Lilly se le acelera el corazón.

Le pone a Josh una mano en el brazo, que se tensa bajo la chaqueta de leñador, con los tendones tan rígidos como cables telefónicos.

—Vamos, Josh —susurra—. No pasa nada. Coge tu reloj y vámonos.

Josh sonríe respetuosamente a los hombres, que siguen a las risotadas.

—Conque huevos frescos y filetes. Ésa sí que es buena. Quedaos el reloj. Aceptamos el beicon, las judías, el sucedáneo de huevo y lo demás.

—Ve a buscar su comida —ordena el carnicero sin apartar la mirada de Josh.

Los guardias desaparecen en la trastienda durante un momento para preparar el pedido. Vuelven con una caja llena de bolsas de papel marrón con manchas de aceite.

—Gracias —dice Josh con calma, recogiendo la comida—. Os dejamos con vuestros quehaceres. Que tengáis un buen día.

Josh escolta a Lilly hacia la puerta. La mujer es muy consciente de que los hombres le miran el trasero sin ningún tipo de disimulo.

Esa tarde, en uno de los sectores vacíos del norte de la ciudad, se produce una conmoción que llama la atención de todos los residentes.

Al otro lado de la alambrada metálica, detrás de una arboleda, se oyen unos chillidos nauseabundos. Josh y Lilly perciben los gritos y se acercan a la zona.

Cuando llegan al montículo de grava y suben a la cima para poder ver qué pasa a lo lejos, ya han sonado tres tiros entre los árboles que están a ciento treinta metros.

Josh y Lilly se agachan a la luz del sol moribunda. Desde detrás de una pila de escombros ven a cinco hombres cerca del boquete de la valla. Uno de ellos es Philip Blake, el que se ha autoproclamado Gobernador. Lleva un abrigo largo y lo que parece ser una pistola semiautomática en la mano. La tensión se palpa en el aire.

Delante de Blake, en el suelo, enredado en la alambrada metálica rota, un adolescente que sangra por varias heridas de mordiscos intenta librarse desesperadamente de la tela metálica, excavando la tierra con las manos para poder volver a casa.

En las sombras del bosque, justo detrás del chico, hay tres zombies amontonados en el suelo con sendos tiros en la cabeza. Lilly tiene bastante claro lo que ha pasado: al parecer, el chico salió a explorar el bosque y fue atacado, herido e infectado; después intentó volver a un lugar seguro. Ahora se retuerce sobre el terreno, atemorizado y dolorido. Philip, de pie a su lado, lo mira con la misma frialdad y la misma falta de emoción que un sepulturero.

Lilly se sobresalta cuando oye el disparo de la pistola de nueve milímetros de Blake. El cráneo del chico estalla. El cuerpo cae al instante.

—No me gusta este sitio, Josh. No me gusta ni un pelo. —Lilly está sentada en el parachoques trasero de la Ram, bebiendo café tibio de un vaso de plástico.

En la oscuridad de su segunda noche en Woodbury, la ciudad ya ha absorbido en sus entresijos a Megan, a Scott y a Bob, como un organismo pluricelular que se alimenta del miedo y de la sospecha, y que requiere a diario de nuevas formas de vida. Los líderes de aquel lugar les han ofrecido un sitio donde vivir, un estudio encima de una droguería con las ventanas cubiertas de tablones. Está al final de la calle mayor, fuera de la zona amurallada, pero lo bastante alto como para ser un lugar seguro. Megan y Scott ya han llevado allí casi todas sus cosas, e incluso han cambiado sus sacos de dormir por cinco centavos de maría cultivada en la ciudad.

Bob ha encontrado por casualidad una taberna en la zona segura, y ha cambiado la mitad de su botín del Walmart por cupones para bebida, para disfrutar así de la camaradería de otros borrachos.

—A mí tampoco me entusiasma, muñeca —le dice Josh mientras se mueve inquieto detrás de la camioneta, en el frío aire de la noche. Ha preparado la cena en el infiernillo Coleman de la caravana. Tiene las manos aceitosas por la grasa del beicon. Se las limpia en la chaqueta de leñador. Lilly y él se han quedado cerca de la camioneta durante todo el día, intentando decidir qué van a hacer—. Pero tampoco es que tengamos muchas opciones ahora mismo. Este sitio es mejor que la carretera.

—¿De verdad? —Lilly tiembla de frío y se sujeta el cuello del forro polar—. ¿Estás seguro?

—Al menos está protegido.

—¿Protegido de qué? Lo que me preocupa no son las vallas ni las murallas que mantienen a los cadáveres ahí fuera…

—Lo sé. Lo sé. —Josh enciende un puro y echa un par de bocanadas de humo que serpentean al viento—. Las cosas están bastante feas por aquí, pero hoy en día es así en todas partes.

—¡Jesús! —Lilly sigue temblando mientras intenta tomar a sorbos su café—. ¿Dónde se ha metido Bob?

—Está con sus colegas, los bebedores, en el «abrevadero».

—¡Por Dios santo!

Josh se acerca a ella y le pone la mano en el hombro.

—No te preocupes, Lil. Descansaremos, trabajaré para que podamos aprovisionarnos bien… Y nos largaremos de aquí a finales de semana.

Lilly le mira.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo. —La besa en la mejilla—. Yo te protegeré, princesa. Siempre. Siempre…

Lilly le devuelve el beso.

Josh la abraza y la besa en los labios. Ella le rodea el cuello grueso con los brazos. Las enormes manos del hombre encuentran la cintura de Lilly y sus besos se vuelven más apasionados, más desesperados. Se abrazan con fuerza. Josh la lleva al interior de la caravana, a la intimidad de la penumbra.

Ni siquiera se dan cuenta de que la puerta de la caravana queda abierta. Se olvidan de todo, excepto de sí mismos, y empiezan a hacer el amor.

Es mucho mejor de lo que habían soñado… En la oscuridad, Lilly se deja llevar. Por la puerta se entrevé la luz de la luna llena, Josh deja escapar su deseo en una serie de gemidos profundos. Se quita el abrigo y la camiseta; a la luz del plenilunio su piel es casi color índigo. Lilly se desabrocha el sujetador y el peso etéreo de sus senos se esparce por el torso desnudo del hombre. El vello del vientre se le eriza cuando Josh la penetra.

Se entregan con vehemencia. Lilly se olvida de todo, incluso del mundo hostil que hay un poco más allá de la caravana.

Un minuto, una hora…, el tiempo deja de tener sentido, se torna borroso.

Más tarde, se tumban con las piernas entrelazadas entre la basura de la caravana. La mujer apoya la cabeza en el gigantesco bíceps de Josh. Se tapan con una manta para protegerse del frío.

Josh acaricia con sus labios el lóbulo de la oreja de Lilly y le susurra:

—Nos las arreglaremos.

—Sí —afirma ella en un murmullo.

—Sobreviviremos.

—Claro que sí.

—Juntos.

—Por supuesto. —Lilly deja caer el brazo derecho sobre el pecho de Josh y mira sus ojos tristes. Se siente rara y algo aturdida—. He estado pensando en este momento desde hace mucho.

—Yo también.

Dejan que el silencio los abrace, los transporte… Yacen juntos, totalmente ajenos al peligro que los acecha. Sin saber que el mundo brutal que los rodea se cierne sobre ellos.

Y sobre todo, sin saber que los están vigilando.