Capítulo 7

Exploran en vano la zona en busca de bidones de gasolina o de estaciones de servicio. Casi todos los vehículos que inundan este desolado tramo de carretera rural están calcinados o han sido abandonados con los depósitos vacíos. Descubren cadáveres solitarios que vagan por las granjas lejanas. Están a bastante distancia y son fáciles de eludir.

Deciden dormir en la Ram y establecer turnos de vigilancia. Racionan las latas de comida y el agua potable que les quedan. Estar tan alejados es una bendición y a la vez una desgracia: por un lado no hay hordas de zombies, pero desgraciadamente tampoco hay combustible ni provisiones, algo que no deja de ser preocupante.

Josh les pide a todos que durante su exilio en esta árida región del interior hablen en voz baja y que hagan el menor ruido posible.

La oscuridad llega y la temperatura desciende en picado. Josh mantiene el motor en marcha todo lo posible y luego usa la batería para poder mantener encendida la calefacción. Sabe que no podrá hacerlo mucho tiempo.

Esa primera noche duermen a pierna suelta apiñados en el vehículo. Megan, Scott y Bob duermen en la caravana. Lilly en la parte de atrás de la cabina y Josh en los asientos delanteros, donde apenas tiene lugar para estirarse.

Al día siguiente, Josh y Bob tienen suerte y encuentran una furgoneta a un kilómetro y medio al oeste. Tiene el eje trasero roto, pero el resto del vehículo está intacto y hasta tiene el depósito casi lleno. Consiguen sacar sesenta y ocho litros que reparten en tres bidones, y antes del mediodía regresan con el botín a la Ram. Se ponen en marcha en dirección sureste. Atraviesan otros treinta y dos kilómetros de granjas yermas antes de hacer un alto para pasar la noche en un puente ferroviario desolado, donde el viento canta un aria de tristeza al pasar por los cables de alta tensión.

En la oscuridad de la camioneta hedionda, discuten acerca de si deberían seguir moviéndose o no. Se quejan de las cosas pequeñas: de dónde les toca dormir, del racionamiento de la comida, de los ronquidos y de los pies apestosos. Se ponen de los nervios los unos a los otros. La superficie de la caravana tiene algo menos de diez metros cuadrados, y en gran parte está ocupada por la basura de Bob. Scott y Megan duermen como sardinas en lata contra la puerta de atrás, mientras Bob —medio ebrio— da vueltas en su delirio.

Viven así durante casi una semana, zigzagueando hacia el suroeste, siguiendo las vías del ferrocarril central del oeste de Georgia, aprovisionándose de combustible siempre que pueden. Llega el Día de Acción de Gracias, que pasa sin pena ni gloria, y nadie dice ni una palabra al respecto. Los ánimos están tensos. Las paredes de la caravana se les caen encima.

En la oscuridad, los ruidos que oyen detrás de los árboles son cada noche más cercanos.

Una mañana, bajo la luz de las primeras horas, mientras Scott y Megan hacen el vago en la parte de atrás, Josh y Lilly comparten un termo de café instantáneo sentados en el parachoques delantero. El viento parece más frío y el cielo está del color del plomo. El aire huele a invierno.

—Parece que va a nevar —comenta Josh en voz baja.

—¿Adónde ha ido Bob?

—Dice haber visto un riachuelo al oeste. Se ha llevado la caña de pescar.

—¿También se ha llevado la escopeta?

—El hacha.

—Estoy preocupada por él, Josh. Tiene temblores todo el tiempo.

—Estará bien.

—Anoche lo vi empinándose una botella de enjuague bucal.

Josh la mira. Las heridas de Lilly están casi curadas del todo. Por primera vez desde la terrible paliza no tiene derrames en los ojos y sus cardenales han desaparecido. La tarde anterior se quitó las vendas de las costillas y se dio cuenta de que podía andar casi con normalidad. Pero el dolor de haber perdido a Sarah Bingham todavía la atormenta. Josh puede ver cada noche la pena en su rostro somnoliento —ha estado observándola desde el asiento delantero cuando duerme—. Es la criatura más bella que ha visto. Anhela besarla otra vez, pero la situación no permite semejantes lujos.

—Estaremos mejor cuando encontremos más comida —dice Josh—. Estoy hasta las narices de latas frías de Chef Boyardee.

—También nos estamos quedando sin agua. Y hay otra cosa a la que le he estado dando vueltas y que no me tranquiliza, precisamente.

Josh fija la vista en ella.

—¿De qué se trata?

—¿Y si nos topamos con otra manada? Podrían volcar la camioneta, Josh. Lo sabes tan bien como yo.

—Por eso precisamente tenemos que seguir moviéndonos, tenemos que pasar desapercibidos y continuar hacia el sur.

—Lo sé, pero…

—Tenemos más posibilidades de encontrar provisiones si seguimos moviéndonos.

—Lo entiendo, pero…

Lilly deja de hablar cuando ve una figura que se acerca, aunque está muy lejos, quizá a trescientos metros. Está sobre el puente y avanza hacia ellos siguiendo las vías. Es una sombra estrecha, recortada en las motas de polvo del sol de la mañana, que parpadea entre las traviesas y las vigas. Se mueve demasiado rápido para ser un zombie.

—Hablando del rey de Roma… —dice Josh al reconocerlo.

El hombre de mediana edad se acerca con un cubo vacío y una caña de pescar plegable. Trota con rapidez por entre los raíles con la prisa pintada en el rostro.

—¡Eh, muchachos! —grita sin aliento cuando llega a la escalerilla que hay cerca del paso elevado.

—Baja la voz, Bob —le recuerda Josh, acercándose a la base del puente. Lilly lo sigue.

—Espera a ver lo que he encontrado —dice Bob, bajando la escalera.

—Has pescado uno grande, ¿a que sí?

Da un salto a tierra. Recobra el aliento. Los ojos le brillan de entusiasmo.

—No, señor. Ni siquiera he encontrado el dichoso riachuelo. —Esboza una sonrisa desdentada—. Pero lo que he encontrado es aún mejor.

El Walmart está en la intersección de dos autopistas rurales, a un kilómetro y medio al norte de las vías del tren. El enorme cartel tiene las típicas letras azules y la explosión de color amarilla, que se visualiza desde los puentes elevados que hay en los bosques. La ciudad más cercana está a varios kilómetros, pero estas tiendas cúbicas y aisladas han demostrado ser un negocio muy lucrativo. Aquí compran las comunidades agrícolas, especialmente las que viven cerca de las principales interestatales, como la Nacional 85. La salida a Hogansville está apenas a once kilómetros al oeste.

—Muy bien, así es como yo lo veo… —les dice Josh a sus compañeros después de aparcar en la entrada de la tienda, que está parcialmente bloqueada por una camioneta con el capó incrustado en el poste de una señal. El cargamento, en su mayoría tablones de madera, está esparcido por los carriles que conducen al gigantesco aparcamiento salpicado de vehículos abandonados. El lugar parece estar desierto, pero las apariencias engañan.

—Primero inspeccionamos el aparcamiento, luego damos un par de vueltas para hacernos una idea del terreno.

—Josh, a mí me parece que está vacío —comenta Lilly, mordiéndose la uña del pulgar desde su camastro de atrás. En los quince minutos que ha durado el trayecto por las polvorientas carreteras secundarias, Lilly se ha mordido todas las uñas hasta hacerse daño. Ahora continúa con una de las cutículas.

—A esta distancia es difícil de saber —interviene Bob.

—Mantened los ojos bien abiertos por si hay zombies o cualquier otro tipo de actividad —dice Josh. Pone una marcha corta y pasa por encima de los tablones.

Dan un par de vueltas a la propiedad, prestando atención a las sombras de las zonas de carga y descarga y a las entradas. En el aparcamiento todos los coches están vacíos, muchos de ellos completamente calcinados. La mayoría de las puertas de cristal que dan acceso a la tienda están hechas añicos. En la entrada principal, una alfombra de cristales rotos brilla en el frío sol de la tarde. El interior de la tienda está oscuro como una mina de carbón. Nada se mueve. En el vestíbulo hay unos cuantos cadáveres en el suelo. Fuera lo que fuese lo que sucedió aquí, pasó hace tiempo.

Luego del segundo reconocimiento, Josh aparca delante de la tienda pero deja el motor en marcha. Comprueba el cilindro de la 38 especial. Quedan tres balas.

—Muy bien, así es como yo lo veo…

—Yo voy contigo —dice Lilly.

—De eso nada. No vas a ir a ningún lado desarmada. No hasta que sepamos que el lugar es seguro.

—Cogeré una pala de la caravana —afirma Lilly. Mira atrás y ve la cara de Megan pegada a la ventanilla, expectante como un búho, estirando el cuello para poder observar a través del parabrisas. Lilly vuelve a mirar a Josh—. Cuatro ojos ven más que dos.

—Nunca discutas con una mujer —murmura Josh mientras abre la puerta del copiloto. Sale de la cabina y lo recibe el viento crudo de una tarde otoñal.

Van a la parte de atrás y abren la puerta de la caravana. Les dicen a Megan y a Scott que se queden en la cabina con el motor en marcha hasta que les den el aviso de que todo está despejado. A la más mínima señal de peligro tienen que tocar la bocina como locos. Los tórtolos no discuten las órdenes.

Lilly coge una de las palas y luego sigue a Josh y a Bob; los tres cruzan el umbral de cemento de la fachada delantera de la tienda. El ruido de sus pasos se convierte en crujidos cuando pisan los cristales rotos, pero el viento los ahoga.

Josh fuerza una de las puertas automáticas y entran en el vestíbulo.

Cerca de la entrada, tendido en un charco de sangre seca que ahora está negra como el carbón ven a un hombre mayor sin cabeza. Los restos lacerados de sus vísceras le salen por el cuello. Va vestido con el chaleco azul corporativo y lleva la insignia torcida, en la que se puede leer: «WALMART» arriba, y «ELMER K.» debajo. La enorme cara amarilla y sonriente del emblema está manchada de sangre. Mientras se adentran en la tienda vacía, Lilly mira durante un rato al pobre Elmer K. decapitado.

El aire está casi tan frío dentro como fuera y huele a moho, a descomposición y a proteínas rancias, igual que una mole de compost. Las constelaciones de agujeros de bala coronan el dintel del centro de cuidado capilar que hay a la izquierda; mientras que a la derecha se visualizan estridentes manchas de Rorschach, en este caso dibujadas con sangre, que cubren el acceso al sector de oftalmología. Los estantes están vacíos, porque alguien ya los ha desvalijado o esparcido por el suelo.

Josh levanta una mano gigantesca y ordena a sus compañeros que se detengan un momento para poder oír el silencio. Examina el espacio, en su mayor parte cubierto de cuerpos decapitados, y advierte signos de lucha imposibles de desentrañar, carritos de la compra volcados y basura. A la derecha, las filas de cajas registradoras están mudas y bañadas en sangre; a la izquierda, tanto la farmacia como la sección de cosmética, salud y belleza también están hechas un colador de agujeros de bala.

Hace una señal a los demás y prosiguen con cautela. Tiene la pistola lista. Mientras se adentran en las sombras, los pesados pasos de las botas crujen sobre los escombros.

Cuanto más se alejan de las puertas de entrada, más oscuros son los pasillos. La pálida luz del día apenas entra en las secciones de alimentación, a la derecha, donde los cristales rotos conviven con restos humanos. Tampoco llega a la sección de hogar y oficina, ni a la de moda, a la izquierda, donde la ropa está tirada por todas partes y hasta los maniquís han sido desmembrados. Las secciones del fondo de la tienda —juguetes, electrónica, deporte y calzado— están completamente a oscuras.

Sólo los rayos plateados de las luces de emergencia llegan a las profundidades de los pasillos sombríos.

Encuentran linternas en la sección de ferretería. Toman nota mental de todas las provisiones y objetos que pueden serles de utilidad. Cuanto más investigan, más se emocionan. Para cuando han dado la primera vuelta a los mil trescientos metros cuadrados de espacio comercial están convencidos de que la tienda es segura; sólo han encontrado unos pocos cuerpos humanos en fase de descomposición inicial, muchísimos estantes tirados en el suelo, y ratas que huyen al oír sus pasos. Es verdad que otros humanos ya han dejado sus huellas, pero como mínimo es un lugar seguro.

Al menos por ahora.

—Parece que estamos solos —dice Josh cuando el trío vuelve a estar al amparo de la luz difusa del vestíbulo principal.

Bajan las armas y las linternas.

—Por lo visto, ahí dentro se armó la marimorena —dice Bob.

—No soy detective. —Josh mira las paredes y los suelos cubiertos de manchas de sangre, que tranquilamente podrían pasar por pinturas de Jackson Pollock—. Pero creo que hace mucho algunos se transformaron aquí, y que luego vino más de uno a abastecerse con lo que quedaba en la tienda.

Lilly mira a Josh con el rostro encogido por la tensión; luego se detiene en el empleado sin cabeza.

—¿Crees que podríamos limpiar esto un poco y quedarnos por un tiempo?

Josh niega con la cabeza.

—Seríamos un blanco fácil. Este sitio es demasiado tentador.

—También es una mina de oro —añade Bob—. Queda mucho en los estantes de arriba y quizá haya más cosas en los almacenes de la parte de atrás. Nos vendría de perlas. —Le brillan los ojos, y Josh sabe que el bueno de Bob ha estado haciendo inventario de los estantes de bebidas alcohólicas, donde todavía quedan muchas botellas llenas de licor.

—He visto algunas carretillas y carros de mano en la sección de jardinería —informa Josh. Mira a Bob y a Lilly y sonríe—: Me parece que nuestra suerte ha cambiado a mejor.

En la sección de moda cargan tres carretillas con abrigos de plumas, botas de invierno, ropa interior térmica, gorros de lana y guantes. Añaden un par de walkie-talkies, cadenas para la nieve, cuerdas de remolque, una caja de herramientas, bengalas, aceite de motor y anticongelante. Avisan a Scott para que los ayude, y Megan se queda sola en la camioneta para vigilar por si aparecen intrusos.

En el sector de alimentación casi toda la carne, los derivados lácteos y los productos frescos han desaparecido o están estropeados. Aun así se abastecen de cajas de copos de avena, pasas y barritas de proteínas, fideos instantáneos, botes de mantequilla de cacahuete, carne enlatada, botes de sopa, salsa para espaguetis, zumo envasado, pasta, carne enlatada, sardinas, té y café.

Bob arrasa con lo que queda en la farmacia. Hace tiempo que alguien se llevó casi todos los calmantes, los barbitúricos y los ansiolíticos, pero encuentra lo suficiente como para abrir un consultorio privado. Coge Lanacane para el botiquín, amoxicilina para las infecciones, epinefrina para restablecer un corazón en paro, Adderall para mantener el estado de alerta, lorazepam para calmar los nervios, Celox para las hemorragias externas, naproxeno para el dolor, loratadina para abrir las vías respiratorias y una buena provisión de vitaminas.

De otras secciones adquieren artículos de lujo irresistibles. Son objetos que no son esenciales para la supervivencia, pero que ofrecen un alivio momentáneo a las duras condiciones en las que tienen que mantenerse con vida. Lilly escoge algunos libros de tapa dura, casi todos novelas, del quiosco de prensa. En el servicio de atención al cliente, Josh encuentra una caja de puros liados a mano de Costa Rica. Scott descubre un reproductor de DVD a pilas y selecciona unas cuantas películas. Se llevan también varios juegos de mesa, naipes, un telescopio y una pequeña grabadora digital.

Hacen un primer viaje a la camioneta y llenan la caravana a tope con todo lo que han cogido antes de volver a la cueva del tesoro a ver qué otras cosas de utilidad encuentran en la oscuridad de la parte de atrás de la tienda.

—Muñeca, apunta aquí con la linterna —le pide Josh a Lilly en el pasillo del sector de deportes. Josh coge dos bolsas deportivas resistentes que hay en la sección de maletas.

Mientras Lilly ilumina la zona catastrófica, en la que antes se vendían pelotas de fútbol y bates de béisbol, Scott y Bob están cerca, a la expectativa. La luz amarilla pasa por las raquetas de tenis y los palos de hockey, las bicicletas, la ropa deportiva y los guantes de béisbol esparcidos por el suelo manchado de sangre.

—Ahí, justo ahí —dice Josh—. No la muevas.

—¡Mierda! —exclama Bob detrás de Lilly—. Parece que llegamos tarde.

—Alguien se nos ha adelantado —masculla Josh cuando la linterna ilumina la vitrina en la que antes había cañas y demás aparejos de pesca. El escaparate ahora está vacío, pero es obvio que también contuvo escopetas de caza, pistolas de competición y armas de fuego legales de pequeño calibre. Los estantes de la pared de detrás de la vitrina están asimismo despejados—. Apunta con la linterna al suelo, cariño. A la débil luz de la linterna se ven unos pocos cartuchos y balas en el suelo.

Caminan hacia donde están las armas de fuego. Josh deja caer las bolsas de deporte y luego pasa detrás del mostrador. Ilumina el suelo; ve unas pocas cajas de munición, una botella de aceite para pistolas, un talonario de recibos y un objeto romo y plateado que sobresale.

—Un momento… Esperad un momento.

Se arrodilla. Busca bajo el mostrador y saca el extremo romo de acero de un cañón.

—Esto quería yo —dice, levantando el arma para que sus amigos puedan verla.

—¿Es un Águila del Desierto? —pregunta Bob, acercándose—. ¿Del calibre 44?

Josh sujeta el arma igual que hace un niño con su regalo de Navidad.

—No sé de qué clase es pero pesa un quintal. Debe rondar los cinco kilos.

—¿Puedo? —Bob sopesa la semiautomática—. Por Dios bendito… Es la Howitzer de las pistolas.

—Ahora lo que necesitamos son balas.

Bob comprueba el cargador.

—Fabricada por hebreos duros de pelar, funciona con gas… Es una semiautomática única. —Bob echa un vistazo a los estantes superiores—. Apunta allá con la linterna… A ver si hay algo del calibre 50 ahí arriba.

Momentos después, Josh encuentra varias cajas del calibre 50 en el estante más alto. Se estira y coge media docena.

Mientras, Bob libera el cargador, que cae en su mano grasienta. Le habla con susurros cariñosos, como si fuera su amante.

—Nadie diseña armas como los israelíes… Ni siquiera los alemanes. Esta chica mala podría hacerle un boquete a un tanque.

Tras un momento de sorpresa, todos sueltan una sonora carcajada. Ni siquiera Josh puede resistirse, a pesar de que son risas histéricas. Están todos al borde de un ataque y la risa los ayuda a liberar la tensión en el almacén silencioso y lleno de sangre y estantes saqueados. Han tenido un buen día.

Les ha tocado el premio gordo de este templo del consumismo y, lo más importante, han conseguido algo más que provisiones: han encontrado una pizca de esperanza. Quizá sobrevivan al invierno. Quizá vean la luz al final del túnel de esta pesadilla.

Lilly es la primera en oír un ruido. Deja de reír en el acto y mira a su alrededor como si acabara de despertar.

—¿Qué ha sido eso?

Josh tampoco se ríe.

—¿Has oído eso?

Bob la mira.

—¿Qué pasa, cielo?

—He oído algo —le dice en voz baja, presa del pánico.

Josh apaga la linterna y mira a Scott.

—Apaga la linterna, Scott.

Scott la apaga y la parte de atrás de la tienda queda sumida en las tinieblas.

El corazón de la mujer late desbocado. Todos agudizan el oído en un entorno completamente oscuro. La tienda está silenciosa. Entonces, otro crujido pone fin a la quietud.

Llega de la parte delantera de la tienda. Suena a tirón, como a metal oxidado, pero es débil, tan débil que es imposible de identificar.

Josh susurra:

—Bob, ¿dónde está la escopeta?

—Delante, con las carretillas.

—Vale.

—¿Y si es Megan?

Josh se queda pensativo. Mira hacia la vasta extensión de la tienda.

—¿Megan? ¿Estás ahí?

No hay respuesta.

Lilly coge aire. Está empezando a marearse.

—¿Crees que los zombies son capaces de forzar la puerta para entrar?

—Hasta una corriente de aire podría abrirla —dice Josh, buscando la 38 que lleva en el cinturón—. Bob, ¿qué tal se te da esa semiautomática de chico malo?

Bob ya ha abierto una de las cajas de munición. Intenta coger las balas con los dedos temblorosos.

—Mejor que a ti, capitán.

—Muy bien. Oye…

Josh empieza a susurrar instrucciones cuando les llega otro ruido, amortiguado aunque esta vez más claro. Es el sonido de las bisagras que chirrían cerca de la entrada. Alguien o algo está entrando en la tienda.

Bob mete las balas. Le tiemblan las manos. El cargador se le resbala y cuando cae al suelo las balas se desparraman con estrépito.

—¡Tío…! —exclama Scott en voz baja, con los nervios de punta, viendo a Bob arrodillado recoger las balas, de la misma manera que hace un niño al agrupar sus canicas.

—Escuchad —susurra Josh—. Scott, Bob y tú poneos en el flanco izquierdo e id hacia la entrada de la tienda por la sección de alimentación. Muñeca, tú sígueme. Cogeremos un hacha de la parte de jardinería por el camino.

Bob, todavía en el suelo, consigue meter todas las balas en el cargador. Lo cierra y se pone de pie.

—Entendido. Vamos, hijo. Manos a la obra.

Se separan y se mueven en la oscuridad hacia la luz de la entrada.

Lilly sigue a Josh por las sombras del centro del automóvil. Pasan entre los anaqueles destartalados, junto a pilas de basura en el suelo, cruzan la sección de hogar y oficina y la de manualidades. Se mueven con el mayor sigilo, procuran no ser vistos y avanzar juntos. Josh se comunica con gestos. Lleva la 38 en una mano y con la otra le indica a la mujer que se detenga.

Desde la entrada de la tienda llegan ruidos de pasos que ahora se oyen claramente.

Josh señala un expositor que hay tirado en la sección de bricolaje. Lilly se arrastra y se pone detrás de un escaparate de bombillas, y ve que el suelo está cubierto de rastrillos, tijeras de podar y hachas de un metro de largo. Coge una de éstas y, con el corazón a mil y la piel de gallina, vuelve junto a Josh rodeando el expositor.

Se acercan a la entrada principal. Lilly ve de reojo algún movimiento al otro lado de la tienda; son Scott y Bob, que van por la sección de alimentación. Lo que fuera que estaba intentando entrar en el Walmart ha dejado de hacer ruido. Lilly no oye nada más que los latidos desbocados de su corazón.

Josh hace una pausa detrás del mostrador de la farmacia, en cuclillas. Lilly se agacha a su lado. Josh le susurra:

—Quédate detrás de mí, y si una de esas cosas consigue pasarme por encima, dale un buen hachazo en la cabeza.

—Sé cómo matar a un zombie, Josh —responde Lilly cortante.

—Lo sé, preciosa. Sólo digo que te asegures de que el primer golpe sea lo bastante fuerte.

Lilly asiente.

—A la de tres —propone Josh en voz baja—. ¿Estás lista?

—Lista.

—Una, dos…

Josh se para en seco. Lilly oye algo que no encaja.

Josh la coge para que se quede quieta junto al mostrador de la farmacia. Paralizados por la indecisión, permanecen agachados durante un rato.

Un pensamiento incongruente cruza a gritos la mente de Lilly: «Los zombies no hablan.»

—¡Hola! —saludan en la tienda vacía—. ¿Hay alguien en casa?

Sumido en el pánico, Josh duda un momento detrás del mostrador, sopesando las posibilidades. La voz suena más o menos amistosa, definitivamente es de hombre y tiene un ligero acento.

Josh mira a Lilly. Ella sujeta el hacha como si fuera un bate de béisbol, lista para asestar un golpe; los labios le tiemblan de miedo. Josh levanta una mano en un gesto de «dame un segundo». Está a punto de entrar en acción, mueve el percutor de la pistola a la vez que oye otra voz que le hace cambiar de intención en el acto.

—¡Hijos de puta, soltadla!

Josh se lanza desde detrás del mostrador con la 38 en alto y lista para disparar.

Lilly le sigue con el hacha.

En el vestíbulo hay un grupo de seis hombres armados hasta los dientes.

—Calma. Calma, calma, calma… ¡Caramba! —El líder, el tipo que va a la cabeza del grupo, lleva un rifle de asalto con el cañón en posición de tiro. Tiene veintitantos años o a lo sumo treinta y pocos. Es alto, delgado y de piel oscura. Lleva un pañuelo pirata en la cabeza y una camisa de franela sin mangas que revela unos brazos muy musculosos.

Todo ocurre tan de prisa que a Josh no le da tiempo de registrar los acontecimientos. Está de pie, defendiendo su territorio, apuntando con la 38 al Hombre Pañuelo. Desde detrás de las cajas registradoras, con los ojos rojos muy abiertos, Bob Stookey carga contra los intrusos asiendo con ambas manos —estilo comando— el Águila del Desierto. Heroísmo de borracho.

—¡Soltadla! —El objeto de la disputa está detrás del tipo del pañuelo. Es la rehén de un joven miembro de la tropa invasora. Megan Lafferty se retuerce con furia, intenta zafar de la mano grasienta de un chico negro de mirada salvaje que le tapa la boca para que no chille.

—¡Bob! ¡No! —grita Josh con todo lo que dan de sí sus pulmones, y la potencia autoritaria de su voz parece poner freno a la galantería de Bob. El hombre de mediana edad se detiene al final de la hilera de cajas registradoras, a seis metros del tipo que tiene a Megan prisionera, se nota que sus emociones están a flor de piel.

—¡Todo el mundo quieto! —ordena Josh a su gente.

Scott Moon aparece detrás de Bob con la escopeta para ardillas entre las manos.

—¡Scott, cuidado con la escopeta!

El hombre con el pañuelo no baja el AK-47.

—Vamos a tranquilizarnos, amigos, venga… No queremos que esto se convierta en el tiroteo de OK Corral.[2]

Detrás del tipo de piel oscura hay otros cinco hombres con armas pesadas. Casi todos están en la treintena; hay algunos blancos y también gente de color; algunos van vestidos como cantantes de hip-hop, otros llevan monos y chalecos militares. Todos bien alimentados y descansados, incluso parecen estar un poco colocados. Lo más significativo es que por su aspecto se deduce que son capaces de ponerse a disparar sin ninguna clase de diplomacia.

—No queremos problemas —dice Josh, aunque está seguro de que el tono de voz, la tensión de la mandíbula y el hecho de que él tampoco ha bajado el arma se contradicen con el mensaje pacífico que ha enviado al Hombre Pañuelo—. ¿Verdad, Bob? ¿Verdad que está todo bien?

Bob farfulla algo inaudible. El Águila del Desierto sigue en posición de disparo. Por un instante, los dos grupos se miran unos a otros apuntando con las armas a puntos vitales de la anatomía humana. A Josh no le gusta un pelo.

Los intrusos tienen potencia de fuego suficiente como para acabar con una pequeña guarnición. Por otro lado, la gente de Josh tiene tres armas de fuego listas para disparar directamente al líder del grupo invasor. La pérdida del cabecilla sería un duro golpe para la dinámica de los secuestradores.

—Haynes, suelta a la chica —ordena el Hombre Pañuelo a su subordinado.

—Pero ¿qué pasa con…?

—¡He dicho que la sueltes!

El hombre de ojos salvajes empuja a Megan hacia sus camaradas; ella se tambalea, pero se las apaña para recuperar el equilibrio y llegar vacilante hasta Bob.

—¡Menuda panda de capullos! —gruñe.

—¿Estás bien, preciosa? —pregunta Bob, rodeándola con el brazo que tiene disponible, pero sin apartar la vista (ni el cañón) de los intrusos.

—Estos cabrones me han pillado por sorpresa —dice, masajeándose las muñecas y mirándolos con enfado.

El hombre del Pañuelo baja el arma y habla con Josh:

—Mira, en estos días no podemos correr riesgos… No os conocemos de nada; sólo cuidamos de los nuestros.

No muy convencido, Josh sigue apuntando con la 38 al pecho del Hombre Pañuelo.

—¿Y eso qué tiene que ver con secuestrar a una chica de una camioneta?

—Como he dicho, no sabíamos cuántos erais, ni a quién podría avisar. No sabíamos nada.

—¿Este sitio es vuestro?

—No… ¿A qué te refieres…? No.

Josh le dirige una sonrisa gélida.

—Entonces voy a sugerir lo que podemos hacer.

—Habla.

—Aquí dentro hay muchas cosas… ¿Por qué no nos dejáis salir y os quedáis con todo lo que queda?

El Hombre Pañuelo se vuelve hacia su gente:

—Bajad las armas, chicos. Venga. Calmaos. Vamos.

Reticentes, los demás intrusos obedecen.

El Hombre Pañuelo se vuelve hacia Josh.

—Me llamo Martínez… Siento que hayamos empezado con mal pie.

—Soy Hamilton, encantado de conocerte. Gracias por dejarnos pasar.

—Faltaría más… ¿Puedo darte un consejo antes de que zanjemos este asunto?

—Te escucho.

—Para empezar, ¿podríais dejar de apuntarnos?

Josh mira fijamente a Martínez mientras baja la pistola.

—Scott…, Bob, venga. No pasa nada.

Scott se echa la escopeta al hombro y se apoya en la cinta de una de las cajas para atender a la conversación. Bob baja de mala gana el cañón del Águila del Desierto, se la mete en el cinturón sin quitar el brazo de los hombros de Megan.

Lilly apoya el hacha en el mostrador de la farmacia, con la hoja en el suelo.

—Muchas gracias. —Martínez respira hondo y suspira—. Me pregunto una cosa. Parece que tenéis la cabeza bien amueblada. Tenéis todo el derecho a llevaros toda esa mercancía… Pero ¿puedo preguntaros adónde la vais a llevar?

—La verdad es que no la llevamos a ninguna parte —responde Josh—. Nos la llevamos puesta.

—¿Estáis viviendo en plan nómada?

—¿Hay alguna diferencia?

Martínez se encoge de hombros.

—Veras, sé que no tienes por qué fiarte de mí, pero tal como están las cosas… Podríamos beneficiarnos los unos de los otros. ¿Me entiendes?

—La verdad es que no. No tengo ni idea de adónde quieres ir a parar.

Martínez suspira.

—Voy a poner las cartas sobre la mesa: podríamos ir cada uno por su lado ahora mismo, en son de paz, deseándonos mucha suerte y tal…

—A mí me suena bien —dice Josh.

—Tenemos una opción mejor —añade el hombre.

—¿Cuál es?

—Un sitio amurallado, siguiendo la carretera. Gente como tú y como yo que intenta construir un sitio en el que vivir.

—Sigue.

—Se acabó el huir, eso es lo que te estoy diciendo. Hemos establecido una zona segura en la ciudad. No es gran cosa… aún. Hemos construido algunas murallas. Tenemos sitio para cultivar comida, generadores, calefacción… También tenemos lugar para cinco personas más.

Josh no dice nada. Mira a Lilly. No puede interpretar su expresión. Se la ve exhausta, asustada, confusa. Observa al resto de los suyos. Ve que Bob ladea la cabeza.

Scott mira al suelo. Megan mira con hostilidad a los intrusos, detrás de sus mechones de pelo rizado.

—Piénsatelo, hombre —continúa Martínez—. Podemos repartirnos lo que queda aquí dentro y decirnos adiós, o podemos unir fuerzas. Necesitamos manos buenas y fuertes. Si quisiéramos robaros, joderos o fastidiaros…, ya lo habríamos hecho. No tengo por qué darte problemas. Ven con nosotros, Hamilton. ¿Qué me dices? En la carretera sólo hay más mierda y el invierno que se acerca. ¿Qué me dices, amigo?

Josh se queda mirando a Martínez un buen rato, hasta que al final dice:

—Danos un minuto.

Se reúnen junto a las cajas registradoras.

—Tío, tienes que estar de broma —le dice Megan a Josh en un susurro tenso y grave. Los demás se concentran junto al hombre corpulento en un semicírculo—. ¿De verdad estás considerando irte con estos capullos?

Josh se humedece los labios.

—No lo sé… Cuanto más los miro, más me reafirmo en la idea de que están tan asustados como nosotros.

—Quizá podríamos ir al sitio y ver qué tal es —propone Lilly.

Bob mira a Josh.

—No puede ser tan malo. No comparado con vivir en un campamento de tiendas de campaña con una panda de exaltados. ¿Verdad?

Megan refunfuña.

—¿Es cosa mía o habéis perdido la chaveta?

—Megan, no lo sé —dice Scott—. ¿Qué podemos perder?

—Cierra el pico, Scott.

—Vale, mira —insiste Josh, levantando una mano y poniendo fin al debate—. No veo nada malo en seguirles y ver el sitio. No soltamos las armas, abrimos bien los ojos y ya decidiremos cuando estemos allí. —Mira a Bob, luego a Lilly—. ¿Os parece bien?

Lilly respira hondo y asiente.

—Sí… Me parece bien.

—Estupendo —gruñe Megan, siguiendo a los demás hacia la entrada.

Los grupos unen fuerzas y aun así tardan una hora en examinar el resto de la tienda en busca de los artículos que hacen falta en la ciudad. Buscan leña, fertilizante, tierra para plantas, semillas, martillos y clavos en las secciones de jardinería y reparaciones del hogar. Lilly nota cierta tensión en la tregua incómoda entre ambos contingentes. No pierde de vista a Martínez y se da cuenta de que hay una jerarquía tácita en la extraña banda de saqueadores. No cabe duda de que Martínez es el cabecilla y dirige a los demás a base de gestos y movimientos de cabeza.

El crepúsculo está al caer cuando llegan a la Ram de Bob y a los dos vehículos de la ciudad amurallada —una furgoneta y una camioneta— cargados hasta los topes. Martínez se pone al volante de la furgoneta y le dice Bob que les siga en la camioneta… Y así, el convoy se pone en marcha.

Con paso cansino abandonan el aparcamiento del Walmart y toman la carretera de acceso a la autopista. Lilly va en el compartimento de la litera, mirando por el parabrisas salpicado de insectos muertos. Bob se concentra en seguir a la ruidosa camioneta. Pasan junto a marañas de coches siniestrados y a los densos bosques que hay a ambos lados de la carretera rural. Detrás de los árboles, las sombras se hacen más largas y oscuras. Una tenue neblina de aguanieve ondea en el viento del norte.

En el crepúsculo gris metálico, Lilly apenas consigue ver el vehículo que va delante, a varios coches de distancia. Por el retrovisor se ve el brazo tatuado de Martínez, que lo apoya en la ventanilla mientras conduce.

Quizá sean sólo aprensiones de Lilly, pero está casi segura de que ve la cabeza de Martínez, con el pañuelo, que se vuelve hacia sus pasajeros y les dice algo, comparte algún cotilleo o detalle íntimo que sus camaradas festejan a lo grande.

Los hombres se ríen como locos.