Josh aprieta el gatillo una vez.
La detonación rasga el cielo; los perdigones se clavan en la frente del enano más cercano. A seis metros, el pequeño cuerpo putrefacto se convulsiona hacia atrás y choca contra otros tres que llevan pintada de payaso la cara ensangrentada, rugen y dejan a la vista los dientes ennegrecidos. Los pequeños zombies, tan feos y tan amorfos como gnomos enclenques, quedan desperdigados a los lados.
Josh mira por última vez a los intrusos surrealistas que avanzan hacia él.
Detrás de los enanos, tropezando por el terraplén, se acerca un grupo heterogéneo de artistas muertos. Un gigante forzudo con bigote y retazos de músculos desgarrados junto a una obesa medio desnuda, a la que los michelines le bailan sobre los genitales, con los ojos lechosos enterrados en la cara grumosa como una masa rancia.
En la retaguardia, les siguen un grupo de monstruos de feria, contorsionistas y otros seres singulares. Tienen la cabeza diminuta por la encefalitis, baten las diminutas mandíbulas y caminan con torpeza junto a los trapecistas harapientos con lentejuelas mohosas y rostros gangrenosos. Van seguidos de amputados múltiples que se bambolean entre espasmos. La tropa se mueve dando tumbos, tan salvaje y hambrienta como un banco de pirañas.
Josh los esquiva cruzando de un salto el lecho del riachuelo.
Corre por la orilla opuesta y se mete en el bosque con la escopeta al hombro. No hay tiempo para recargarla. Ve a Lilly a lo lejos, corriendo a toda velocidad hacia una zona donde la arboleda es más densa. La alcanza en pocos segundos y le indica que vayan hacia el este.
Se desvanecen entre las sombras del bosque antes de que lo que queda del Circo Familiar de los Hermanos Cole termine de cruzar el riachuelo.
Durante el camino de vuelta hacia la gasolinera, Josh y Lilly tropiezan con una reducida manada de ciervos. Josh tiene suerte y abate de un tiro a una cierva joven. El tiro retumba por el cielo, lo bastante lejos de Fortnoy como para no llamar la atención, pero lo suficientemente cerca como para que puedan cargar con el trofeo hasta allí. El mamífero de cola blanca cae mientras se retuerce y lucha por respirar.
A Lilly le cuesta apartar la vista de la res muerta cuando Josh le ata las cuatro patas con el cinturón y la arrastra durante casi un kilómetro hasta Fortnoy. En este mundo de cadáveres semovientes, la muerte —en cualquier contexto, sea humana o animal— tiene nuevas consecuencias.
Esa noche los habitantes de la gasolinera están de mejor humor.
Josh prepara el ciervo en la parte de atrás del área de servicio, en las mismas pilas galvanizadas en las que ellos se bañan. Corta carne suficiente para varias semanas y guarda lo que sobra en el aparcamiento, donde cada día hace más frío. Luego prepara un festín de vísceras, costillas y falda. Lo cuece en el caldo que prepara con una sopa de pollo instantánea que ha encontrado en el último cajón de la mesa del despacho de la oficina de Fortnoy, con unas virutas de ajo silvestre y unos tallos de ortiga. Tienen unos cuantos melocotones en lata para acompañar el ciervo estofado. Comen hasta hartarse.
Los zombies los dejan en paz casi toda la noche. No hay señales del circo de muertos ni de ninguna otra manada. Josh nota que durante la cena Bob no puede quitarle ojo a Megan. Parece que se ha encaprichado de la chica y eso le preocupa. Hace días que el viejo se muestra arisco y borde con Scott (aunque el chico no se ha percatado porque suele estar siempre colocado). Sin embargo, Josh siente que los lazos que unen a su pequeña tribu se tensan. Como si los estuvieran poniendo a prueba.
Más tarde se sientan alrededor de la estufa de leña, fuman puros fabricados por Josh y comparten unos tragos de la reserva de whisky de Bob. Por primera vez desde que abandonaron la ciudad de las tiendas, quizá desde el comienzo de la plaga, se sienten casi normales. Hablan de escapar. Hablan de islas desiertas, de antídotos y de vacunas. Encuentran la felicidad y recuperan la estabilidad. Rememoran aquello que daban por sentado antes de la plaga: hacer la compra en el supermercado, jugar en el parque y salir a cenar, ver la tele y leer el periódico el domingo por la mañana, ir a conciertos y sentarse en un Starbucks y comprar en las tiendas de Apple, usar Internet y recibir cartas por el anacrónico correo postal.
Todos tienen sus placeres predilectos. Scott lamenta la extinción de la hierba de calidad, y Megan añora los tiempos en los que podía ir a su bar favorito —el Nightlies, en Union City— y disfrutar gratis de chupitos de pepino y brochetas de gambas. Bob añora el bourbon de diez años igual que una madre recuerda con pena la ausencia de un hijo. Lilly recuerda lo mucho que le gustaba ir de compras a las tiendas de ropa de segunda mano en busca de la bufanda, la blusa o la sudadera perfecta, los días en los que encontrar ropa usada no era una cuestión de supervivencia. Josh rememora las tiendas gourmet que había en el barrio de Little Five Point de Atlanta, donde tenían de todo, desde un buen kimchi hasta un poco común aceite de trufa rosa.
Aquella noche, bien por algún capricho del viento, bien por la combinación de sus risas y el crepitar de los troncos en el fuego, pasan desapercibidos durante horas los ruidos que flotan fuera, entre los árboles de la ciudad de las tiendas.
En un momento dado, cuando el grupo termina la cena y cada uno se dirige a su saco de dormir en el área de servicio, Josh cree oír algo extraño que resuena tras la brisa que tamborilea contra las puertas de cristal. Pero simplemente podría ser su imaginación o el viento.
Josh se ofrece a hacer el primer turno de guardia. Se sienta a vigilar en la oficina para asegurarse de que los ruidos son sólo eso. Pasa horas sin oír nada fuera de lo normal.
La oficina tiene una gran ventana de cristal en la fachada, aunque está casi toda cubierta por estanterías llenas de mapas y guías y pequeños ambientadores de pino. La mercancía polvorienta tapa toda señal de peligro procedente del lejano mar de pinos.
La noche pasa y al final Josh se queda dormido en la silla.
Tiene los ojos cerrados hasta las 4.43 de la madrugada, cuando el primer murmullo de motores sube por la colina y se despierta sobresaltado.
Lilly se espabila al oír los pesados pasos de unas botas cruzando la puerta de la oficina. Se incorpora y apoya la espalda contra la pared del garaje. Se le congela el trasero. No se da cuenta de que Bob ya está despierto entre su maraña de mantas al otro lado del garaje.
Bob Stookey se incorpora y examina el área de aparcamiento desde el saco de dormir. Parece que ha oído los ruidos de los motores unos segundos después de que despertaran y sacaran a Josh de la oficina.
—¿Qué diablos pasa? —masculla—. Parece como si estuvieran corriendo las 500 millas de Indianápolis ahí fuera.
—Todo el mundo arriba —dice Josh al entrar, mirando con desesperación el suelo grasiento en busca de algo.
—¿Qué pasa? —Lilly se quita las legañas; el pulso se le acelera—. ¿Qué es lo que pasa?
Josh se le acerca, se arrodilla y le habla con calma pero con premura.
—Hay follón ahí fuera. Hay vehículos que van a toda hostia, la verdad es que van como locos, y no quiero que nos pillen desprevenidos.
Lilly oye el característico ruido de las ruedas sobre la grava y el rugido de los motores cada vez más cerca. El miedo la atormenta y le reseca la boca.
—¿Josh, qué estás buscando?
—Vístete, muñeca, de prisa. —Josh mira al otro lado de la habitación—. Bob, ¿has visto esa caja de munición del calibre 38 que trajimos?
Bob Stookey hace un esfuerzo y se levanta. Con una expresión extraña se sube los pantalones de trabajo sobre los calzones largos. Un rayo de luna que cae del cielo ilumina su rostro surcado de arrugas.
—La puse en el mostrador —responde—. ¿Qué pasa, capitán?
Josh va a buscar la caja. Se mete la mano en la chaqueta de leñador, saca la 38 del cinturón, abre el cilindro y lo carga mientras habla.
—Lilly, ve a por los tortolitos. Bob, voy a necesitar que cojas tu escopeta para palomas y te reúnas conmigo en la parte de delante.
—¿Y si son amigos, Josh? —Lilly se pone la sudadera y se calza las botas llenas de barro.
—Entonces no hay de qué preocuparse. —Se da media vuelta y se dirige hacia la puerta—. Poneos en marcha —ordena antes de salir de la habitación.
Con el pulso a cien y la piel de gallina por el miedo, Lilly atraviesa primero el garaje, luego la puerta y, por último, el pasillo de la tienda. Una linterna ilumina su camino.
—¡Chicos! ¡En pie! —grita al llegar al almacén mientras golpea la puerta con fuerza.
Se oyen ruidos dentro de alguien que se levanta, de pies descalzos sobre el suelo frío. Megan, medio dormida y con cara de perplejidad, entreabre la puerta y asoma la cabeza por entre una nube de humo de marihuana.
—¿Qué pasa, colega? ¿Qué coño…?
—Despierta, Megan. Tenemos problemas.
La cara de Megan muestra al instante el miedo y la alerta.
—¿Caminantes?
Lilly niega con la cabeza.
—No creo. A menos que hayan aprendido a conducir.
Unos minutos más tarde, Lilly se reúne con Bob y Josh en la entrada de Fortnoy. Falta poco para que amanezca. La noche es fría y cristalina. Scott y Megan se acurrucan detrás de ellos en la puerta de la oficina, envueltos en mantas y abrazados.
—Ay, mi Dios —murmura Lilly para sí.
A menos de dos kilómetros, sobre la copa de los árboles colindantes, una enorme nube de humo se eleva y emborrona las estrellas. Detrás, el horizonte brilla con un rosa grisáceo y hace que el mar de pinos parezca estar en llamas. Pero Lilly sabe que lo que arde no es precisamente el bosque…
—¿Qué han hecho?
—Nada bueno —insinúa Bob, apretando la escopeta entre las manos.
—Atrás —dice Josh, quitando el percutor del 38 especial.
Los ruidos de los motores se acercan, están ya a unos pocos metros, subiendo por el camino de grava de la granja. Lo que origina aquel estruendo aún se mantiene oculto tras el velo de la noche y de los árboles que delimitan la propiedad. Los faros de los vehículos dibujan arcos fantasmagóricos. Los neumáticos resbalan por la guija. Los rayos de luz alumbran el cielo, luego las copas de los árboles y desembocan en la carretera.
Uno de los faros ilumina el cartel de Fortnoy.
—Pero ¿qué demonios les pasa? —farfulla Josh.
Lilly se queda mirando el primer vehículo que aparece, un sedán último modelo que da volantazos y termina por derrapar.
—Pero ¿qué coño…?
—¡No frenan! ¡¡No frenan!! —Bob se aparta de las luces halógenas gemelas de los faros.
El coche patina en el aparcamiento, ruge fuera de control por los cincuenta metros de gravilla que limitan Fortnoy; la parte trasera levanta una nube de polvo en el frío que precede al alba.
—¡¡Cuidado!!
Josh se pone en acción. Coge a Lilly de la manga y tira de ella para ponerla fuera de peligro, mientras Bob corre hacia la oficina y grita a todo pulmón a los tortolitos, que siguen abrazados en la entrada con los ojos abiertos de par en par:
—¡¡Salid de ahí!!
Megan empuja a su novio fumeta lejos de la puerta, por el cemento agrietado que rodea las isletas de los surtidores. El sedán aparece, cada vez más cerca. Es un Cadillac DeVille lleno de abolladuras que chirría y da vueltas fuera de control en dirección al edificio. Bob corre a por Megan. Scott suelta un grito incoherente.
Otro vehículo, un todoterreno arañado y con el maletero roto, entra serpenteando a toda velocidad en el aparcamiento. Bob coge a Megan y la empuja hacia el colchón de hierbas que hay en la parte posterior de las puertas de servicio. Scott busca ponerse a cubierto detrás de un contenedor. Josh y Lilly se agachan detrás de un coche siniestrado cerca del cartel de Fortnoy.
El sedán tumba el surtidor más cercano y sigue su camino con el motor rugiendo con furia. El otro vehículo da vueltas sin control. Conmocionada, Lilly lo observa todo a unos quince metros. El sedán choca contra el escaparate delantero y luego penetra en el edificio. Saltan chispas y vuelan los escombros.
Lilly se sobresalta por el estruendo provocado por el impacto, los cristales rotos y el metal abollado.
El coche sigue en marcha. Las ruedas traseras continúan girando y rechinando sobre el suelo, destruyen la mitad del edificio con la fuerza de un alud. Lilly agradece a Dios en silencio porque las reservas de combustible estén vacías; de lo contrario, todos habrían volado por los aires.
El todoterreno acaba por detenerse debajo del toldo, con los faros encendidos iluminando el edificio como si fuera el escenario de una de una obra teatral de locos.
Por un instante, el silencio cae sobre la propiedad hasta que el crepitar de las llamas y el gotear de fluidos lo llenan todo.
Josh sale con cautela de la parte trasera del coche con la 38 en la mano. Lilly lo sigue y está a punto de decir algo como: «¿Qué acaba de pasar?», cuando se da cuenta de que los faros del todoterreno apuntan al edificio, y una enorme luz blanca baña directamente la parte trasera del sedán.
Algo se mueve tras la ventanilla trasera del coche, resquebrajada en una maraña de constelaciones de cristal roto. Lilly ve la espalda de alguien que se da la vuelta con movimientos lentos y torpes. Es un rostro pálido y descolorido.
De repente, Lilly sabe exactamente lo que ha pasado.
Momentos después, los acontecimientos se suceden con rapidez en Fortnoy, y Josh, apremiante, les ordena en voz muy baja:
—Alejaos del edificio.
Al otro lado del aparcamiento, Bob, Megan y Scott siguen agazapados entre la hierba que hay detrás del contenedor. Se levantan con sigilo y empiezan a reaccionar.
—¡¡Chisss!! —Josh señala el edificio; hace gestos como para llamar la atención sobre el peligro que hay dentro y susurra lo bastante alto como para que se muevan—: ¡Rápido! ¡¡Venid aquí!!
Bob lo entiende al instante. Coge a Megan de la mano y se arrastra rodeando las llamas parpadeantes del surtidor de diesel. Scott los sigue.
Lilly se mantiene cerca de Josh.
—¿Qué vamos a hacer? Todas nuestras cosas están dentro.
La parte delantera de la estación y al menos la mitad del interior están destrozados. Hay chispas por todas partes, y las tuberías rotas inundan el suelo frío.
A la luz de los faros delanteros del todoterreno, una de las puertas traseras del sedán se abre y una pierna en descomposición, cubierta de andrajos, sale del vehículo entre espasmos agónicos.
—Olvídate del sitio, muñeca —le dice Josh en un susurro—. Se ha ido a la mierda. Olvídalo.
Bob y los demás se unen a Josh y Lilly y se quedan paralizados durante un instante, inmóviles por la conmoción, intentando recobrar el aliento. Bob todavía se aferra a la escopeta. Le sudan las manos. Megan tiene mal aspecto.
—¿Qué coño ha pasado? —murmura la chica en una pregunta casi retórica.
—Parece que intentaban huir —especula Josh—. Pero uno de los pasajeros recibió la mordedura de un infectado y mutó en el coche.
Un zombie sale del sedán, incrustado en lo que quedaba del edificio, como un feto deformado viniendo al mundo.
—Bob, ¿tienes las llaves?
Bob mira a Josh.
—Están en la camioneta.
—¿En el contacto?
—En la guantera.
Josh mira a los demás.
—Quiero que me esperéis todos aquí. No perdáis de vista al cadáver, puede que dentro haya más. Voy a por la camioneta.
Josh se da la vuelta para irse, pero Lilly lo detiene.
—¡Espera! ¡Espera! ¿Nos estás diciendo que vamos a tener que dejar todas nuestras cosas y provisiones?
—No hay elección.
Josh se va por el lado izquierdo de los surtidores humeantes, mientras los demás siguen conmocionados y sin habla. A siete metros se produce un ruido sordo en el todoterreno. Una puerta medio rota se abre. La luz del fuego brilla. Lilly se estremece. Megan da un grito ahogado cuando otro zombie sale del vehículo.
Bob intenta cargar la escopeta con las manos temblorosas.
Los demás retroceden hacia el camino. Scott está histérico y musita:
—¡Mierda, tío…! ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
La cosa que sale del todoterreno, irreconocible por las quemaduras, se tambalea hacia ellos, con la boca llena de baba negra. En el cuello de la camisa y el hombro izquierdo todavía crepitan llamas diminutas, y el humo le rodea como un halo. Parece un hombre mayor, tiene la mitad de la cara quemada y apenas se sostiene en pie mientras avanza seducido por el olor de los humanos.
Bob no consigue meter el cartucho correctamente, las manos le tiemblan demasiado.
Nadie ve los faros traseros al otro lado del aparcamiento, detrás de los coches siniestrados; nadie oye el ruido rítmico del motor de la camioneta ni el chirrido de las ruedas al empezar a moverse.
El zombie en llamas se acerca a Megan, que se da media vuelta para salir corriendo y en el intento tropieza con un montón de gravilla. Cae despatarrada sobre el cemento. Scott grita. Lilly intenta ayudarla a levantarse. Mientras tanto, Bob sigue luchando con la escopeta.
El caminante está a pocos centímetros cuando aparece el contorno borroso de metal.
Josh estrella la Ram directamente contra el zombie y el enganche del remolque empala a la cosa y lanza el cuerpo volando en una nube de chispas. El monstruo se parte por la mitad. El torso sale despedido en una dirección y las extremidades en otra.
Uno de los órganos ennegrecidos golpea a Megan en la espalda y la salpica de bilis, aceitosa y caliente, y de fluidos varios. Grita como una loca.
La camioneta para junto a ellos y todos suben a bordo. Tienen que arrastrar a Megan, que está histérica, por la portezuela de atrás. Josh pisa el acelerador y el coche sale zumbando del aparcamiento y coge el camino de grava azotado por el viento.
Todo ha sucedido en menos de tres minutos y medio… Un breve lapso en el que el destino de los cinco supervivientes cambia para siempre.
Deciden descender la colina y girar al norte, y atravesar el bosque que lleva a la ciudad de las tiendas. Van con extremo cuidado, con las luces apagadas y los ojos bien abiertos. En la parte de atrás, Megan mira por la ventanilla, mientras en la cabina Bob y Lilly —sentados junto a Josh— examinan el paisaje con suma concentración. Nadie dice nada. Todos albergan el horror al contemplar los daños que ha sufrido la ciudad de las tiendas. Los recursos del campamento son imprescindibles para que ellos sobrevivan.
Ya ha empezado a amanecer y detrás de los árboles una línea azul claro se extiende por el horizonte. La luz comienza a desterrar la oscuridad en los barrancos y las alcantarillas. El aire gélido huele a la carbonilla de fuego reciente. Josh mantiene las manos en el volante, y la camioneta serpentea entre los espectros que cubren la ciudad de las tiendas.
—¡Para, Josh! ¡¡Para!!
Pisa el freno en la cima de una colina desde la que se ve el extremo sur del campamento. La camioneta se detiene en seco.
—¡Dios mío!
—¡Por todos los santos!
—Demos media vuelta. —Lilly se muerde una uña y mira por un claro en el follaje. Puede entrever a lo lejos lo que queda de la ciudad de las tiendas. El aire apesta a carne quemada y a algo peor, algo asqueroso y letal, como una infección masiva—. Aquí no podemos hacer nada.
—Espera un segundo.
—Josh…
—Por el amor de Dios…, ¿qué ha pasado ahí abajo? —murmura Bob sin dirigirse a nadie en particular. Mira por el hueco entre los árboles que se abren como un proscenio sobre el prado que está cincuenta metros más abajo. Los primeros rayos de la mañana caen entre nubes de humo y hacen que la devastación parezca un montaje, como imágenes de una película de cine mudo—. Parece como si Godzilla hubiera atacado el lugar.
—¿Crees que alguien se volvió loco? —Lilly sigue mirando las ruinas humeantes.
—No creo —responde Josh.
—¿Crees que es obra de los zombies?
—No lo sé. Quizá fue un enjambre lo que produjo el incendio.
Abajo, en el prado, siguiendo los límites del campamento, hay aparcados coches en llamas sin orden ni concierto. Tiendas de campaña ardiendo de las que emanan nubes de humo negro que suben por el cielo acre. En el centro del campamento, la carpa de circo ha quedado reducida a un esqueleto de estacas de metal y guías. Cuerpos calcinados cubren el suelo. Por un instante, a Josh le recuerda al desastre del Hindenburg y a los restos del dirigible envuelto en llamas.
—Josh…
El hombre corpulento se vuelve y mira a Lilly. No le ve la cara porque está observando los límites del bosque a ambos lados de la camioneta. Su voz se hace varios tonos más grave, casi grogui por el terror:
—Josh, verás…, tenemos que irnos de aquí.
—¿Qué ocurre?
—¡Jesús, María y José! —Bob ve lo mismo que segundos antes había detectado Lilly. La tensión de la cabina puede cortarse con un cuchillo—. Sácanos de aquí, capitán.
—¿Qué estáis…?
Josh al fin ve el problema: las innumerables figuras entre los árboles, que salen de las sombras casi como si estuvieran sincronizadas, como un banco de peces salido de la profundidad de los mares. Algunos todavía despiden pequeñas nubes de humo por sus andrajos. Otros se tambalean como robots hambrientos, con los brazos extendidos y las garras tensas. Cientos y cientos de ojos lechosos y con cataratas reflejan la luz pálida del amanecer mientras, en el rocío de la mañana, rodean la camioneta. A Josh se le ponen los pelos como escarpias.
—¡Vamos, Josh!
Josh da un volantazo y acelera. Los trescientos sesenta caballos del motor rugen. La camioneta pasa de cero a cien, arremete contra una docena de zombies y de paso se lleva por delante un pequeño pino. El ruido es increíble. Las extremidades muertas y húmedas al desmembrarse se suman al crujido de la madera y a la sangre y a los escombros que cubren el parabrisas. La parte de atrás se mueve con violencia, embiste a un grupo de caminantes y zarandea a Megan y a Scott de un lado a otro de la caravana. Josh da marcha atrás, vuelve a la carretera y pisa el acelerador a fondo. Bajan la cuesta de la colina y se van por el mismo lugar por donde han venido.
A duras penas consiguen llegar al camino pavimentado que hay en la base de la colina antes de darse cuenta de que llevan tres zombies enganchados a la camioneta como si fueran percebes.
—¡Mierda! —Josh ve uno por el retrovisor, está colgado del vehículo por el lado del conductor, cerca de la parte trasera, con los pies en el guardabarros, enmarañado con las cuerdas del equipaje. Se le han quedado los andrajos asidos al enganche del remolque—. ¡Mantened la calma, llevamos unas cuantas lapas!
—¡¿Qué?! —Lilly mira por la ventanilla del copiloto y una cara muerta aparece detrás del cristal como el muñeco con resorte de una caja de sorpresas. La cara se retuerce y el viento le esparce la baba de color tinta. Lilly lanza un grito asustado.
Josh se concentra en la carretera. Da una vuelta salvaje y pone rumbo al norte a una velocidad constante de setenta y cinco kilómetros por hora. Va hacia la calzada de doble sentido dando volantazos para intentar librarse de los cadáveres.
La camioneta se mueve con violencia. Uno de los zombies cae y rueda por el suelo como un rodillo hasta quedar parado en la cuneta. De la parte de atrás llegan gritos ahogados, provocados por el ruido de un cristal al romperse. Lilly encuentra un palo de hierro grasiento de unos noventa centímetros de largo y con el extremo en forma de gancho.
—¡Lo encontré!
—¡Dámelo, princesa!
Josh echa un vistazo al retrovisor y ve que el monstruo se libera de sus ataduras y aterriza bajo las ruedas. La camioneta pasa por encima del cadáver y sigue avanzando.
Bob grita y resopla con voz cavernosa, se vuelve hacia la ventanilla de la caravana y levanta la palanca.
—¡Ponte a un lado, Lilly, y tápate la cara!
La mujer se hace un ovillo para protegerse, mientras Bob intenta golpear al zombie que hay en la ventanilla.
El gancho de la palanca impacta contra la ventana pero apenas arranca un trozo del cristal de seguridad reforzado. El zombie ruge, enredado en cuerdas elásticas. Es un aullido atonal, como un eco del efecto Doppler en el viento.
Bob grita y atiza con más fuerza; golpea una y otra vez con toda la fuerza posible hasta que el gancho rompe el cristal y se clava en la cara muerta. Lilly se da la vuelta.
La palanca penetra el cadáver por el paladar y se queda ensartada. Bob abre la boca de par en par, horrorizado. Tras el mosaico de cristales rotos, la cabeza cuelga suspendida al viento. Los ojos de botón, todavía animados, tienen un brillo apagado. Entre estertores, la boca espumeante se mueve alrededor del hierro, como si intentara comerse la palanca.
Lilly no puede mirar. Se hace un ovillo en el rincón y tiembla.
Josh da otro volantazo y el zombie se desprende y vuela hasta caer al suelo y desaparece entre las ruedas. El resto de la ventanilla también se desprende y acaba siendo un pañuelo arrugado de cristal agrietado que vuela por el interior de la cabina. Bob se estremece por la sobredosis de adrenalina. Josh conduce a toda velocidad. Lilly se mantiene en posición fetal en el asiento de atrás.
Por fin llegan a la carretera principal y Josh pone rumbo al norte, cada vez más de prisa, y grita lo bastante fuerte para que lo escuchen los de atrás:
—¡Sujetaos bien!
Sin más, Josh aprieta con fuerza el volante y acelera. Durante varios kilómetros serpentea entre vehículos abandonados, siempre con un ojo en el retrovisor. Tiene que asegurarse de que están a salvo, lejos del alcance del enjambre.
Consiguen poner ocho kilómetros entre ellos y el cataclismo antes de que Josh frene y pare la camioneta en el arcén de grava de un tramo de campos abandonados. El silencio se apodera del coche; sólo se oye el latido de sus corazones retumbándoles en los oídos y el ulular del viento.
Josh mira a Lilly y le pregunta:
—¿Estás bien, muñeca?
—De maravilla. —La mujer consigue tragar un nudo de miedo que le atenaza la garganta.
Josh asiente y grita lo bastante fuerte como para que lo oigan los que van en la caravana.
—¿Todos bien ahí atrás?
La cara de Megan en la ventanilla lo dice todo. Sus rasgos rubicundos son un poema de tensión. Levanta sin demasiada convicción ambos pulgares para indicar que todo va bien.
Josh se da la vuelta y mira el parabrisas. Está jadeando, como si acabara de correr un maratón.
—Está claro que esas malditas cosas se están multiplicando.
Bob se toca la cara, respira hondo y lucha contra los temblores.
—Creo que también están haciéndose más atrevidas.
Tras una pausa, Josh dice:
—Ha tenido que ser rápido.
—Sí.
—Los pobres idiotas no se enteraron de lo que se les venía encima.
—Sí. —Josh se limpia la boca—. Quizá deberíamos volver, intentar alejar a esos malditos del campamento.
—¿Para qué?
Bob se muerde el carrillo.
—No lo sé… Quizá haya supervivientes.
Se hace un largo silencio en la cabina hasta que Lilly afirma:
—Es improbable… Bob.
—Pero podrían quedar provisiones y material.
—Demasiado peligroso —interviene Josh, examinando el paisaje—. ¿Alguien sabe dónde estamos?
Bob saca un mapa del abarrotado compartimento de la puerta. Lo despliega con cuidado y sigue con la uña los diminutos capilares de las carreteras rurales. Todavía le cuesta respirar con normalidad.
—Creo que estamos en alguna parte al sur de Oakland, la tierra del tabaco. —Intenta mantener el mapa quieto entre sus manos temblorosas—. Estamos en una carretera que no sale en el mapa, al menos no en éste.
Josh mira a lo lejos la larga meseta entre dos granjas de tabaco. El sol de la mañana cae sobre la estrecha carretera «sin nombre» bordeada de hierbas y salpicada de coches abandonados cada veinte metros. A ambos lados, los cultivos se han desmadrado, los hierbajos y el kuzu se han adueñado de los guardarraíles. La naturaleza salvaje y abandonada de los campos es un reflejo de los meses que han pasado desde que se desató la plaga.
Bob dobla el mapa.
—¿Y ahora qué?
Josh se encoge de hombros.
—No he visto una granja en varios kilómetros. Parece que estamos en el culo del mundo, lo suficiente como para evitar otro enjambre de esas cosas.
Lilly se incorpora en el asiento.
—¿En qué piensas, Josh?
Pone el coche en marcha.
—En seguir hacia el sur.
—¿Por qué hacia el sur?
—Para empezar, porque nos alejaríamos de los núcleos de población.
—¿Y…?
—Y quizá, si nos seguimos moviendo…, podamos dejar atrás el frío del invierno.
Pisa un poco el acelerador y vuelve a la carretera hasta que Bob le coge del brazo.
—No tan de prisa, capitán.
Josh frena la camioneta.
—¿Y ahora qué pasa?
—No quiero ser aguafiestas —dice Bob, señalando el indicador de gasolina—. Pero anoche le eché las últimas gotas de mi reserva de combustible.
La aguja está justo por debajo del indicador de «vacío».