La gasolinera desierta está situada en lo alto de una colina, sobre los huertos. Está vallada por tres lados con una cerca de tablas de chilla por la que crecen hierbajos. Hay contenedores de basura aquí y allá y un cartel pintado a mano sobre dos isletas gemelas. Hay un surtidor de diesel, tres de gasolina y un cartel en el que se lee «COMBUSTIBLE Y CEBOS FORTNOY». El edificio de planta baja tiene un despacho diminuto, una tienda y un pequeño taller mecánico con una grúa montacargas.
Bob entra en el aparcamiento de cemento agrietado, con las luces de la camioneta apagadas para no llamar la atención. Ha caído la noche. La oscuridad es total. Sólo se oye el chirrido de las ruedas que crujen sobre cristales rotos. Megan y Scott echan un vistazo por la ventanilla trasera y ven las sombras de la propiedad abandonada mientras Bob se dirige a la parte de atrás del taller, lejos de las miradas curiosas de cualquier transeúnte.
Aparca la camioneta entre la carcasa de un sedán siniestrado y una pila de neumáticos; momentos después apaga el motor. Megan escucha el chirrido de la puerta del copiloto y ve que Josh Lee Hamilton sale de la camioneta y se acerca a la parte de atrás de la caravana.
—Quedaos aquí —ordena Josh en voz baja, serena, cuando abre la puerta y ve a Megan y a Scott acuclillados cerca de la ventana como un par de búhos. El hombre no ve las salpicaduras de sangre en las paredes. Comprueba el tambor de su 38, el acero azulado brilla en la oscuridad—. Voy a ver si hay de esas cosas.
—No pretendo ser maleducada, pero ¡hay que joderse! —dice Megan. Ya se le ha pasado el colocón, y ahora tiene una especie de exceso de adrenalina—. ¿Es que no habéis visto lo que nos ha pasado aquí detrás? ¿No habéis oído nada?
Josh se queda mirándola.
—Lo único que oí fue a dos fumetas pasándoselo en grande. Aquí dentro huele como si fuera el Mardi Gras de una casa de putas.[1]
Megan le cuenta lo ocurrido.
Josh mira a Scott.
—Me sorprende que hayas tenido el aplomo…, con el cerebro atontado de esa manera. —La expresión de Josh se suaviza. Suspira y le sonríe al chico—. Enhorabuena, júnior.
Scott suelta una risita burlona.
—El primero que mato, jefe.
—Ya, pues probablemente no será el último —le dice Josh, cerrando el tambor de un golpe.
—¿Puedo preguntar algo más? —insiste Megan—. ¿Qué hacemos aquí? Creía que teníamos bastante gasolina.
—La cosa está peliaguda ahí fuera, demasiado para viajar de noche. Es mejor que nos atrincheremos hasta que sea de día. Necesito que os quedéis aquí hasta que compruebe que está despejado.
Josh se marcha.
Megan cierra la puerta. Siente que Scott la mira en la oscuridad. Se da la vuelta y le devuelve la mirada. Él tiene una expresión extraña en los ojos. Ella le sonríe.
—Tío, he de admitir que eres muy hábil con las herramientas de jardín. Lo de la horca ha sido la leche.
Scott le devuelve la sonrisa. Se produce un cambio en su mirada —como si la viera por primera vez, a pesar de la oscuridad—, y se pasa la lengua por los labios. Se aparta un mechón rubio ceniza de los ojos.
—No ha sido para tanto.
—Venga ya. —Megan lleva un rato pensando en lo mucho que Scott Moon se parece a Kurt Cobain. El parecido irradia de él con una magia ancestral, su rostro resplandece en la oscuridad. Su olor, una mezcla de aceite de pachulí, marihuana y chicle, la embriaga como un hechizo.
Megan lo coge y le planta un beso en los labios. Él la coge del pelo y se lo devuelve. Muy pronto entrelazan las lenguas y se aprietan el uno contra el otro.
—Fóllame —susurra Megan.
—¿Aquí? —musita Scott—. ¿Ahora?
—Mejor no —contesta, mirando alrededor, casi sin aliento. Siente que el corazón se le sale del pecho—. Vamos a esperar a que Josh termine de inspeccionar y buscamos un sitio dentro.
—Guay —dice Josh, acercándose a ella y acariciándola por encima de la camiseta rota de Grateful Dead. Megan le mete la lengua en la boca; lo necesita ya, en ese instante. Necesita desfogarse.
La joven se aparta.
Se miran en la oscuridad. Jadean como animales salvajes dispuestos a matarse si no fueran de la misma especie.
Poco después de que Josh les confirme que no hay zombies en la costa, Megan y Scott encuentran un lugar en el que consumar la lujuria.
Los dos fumetas no engañan a nadie a pesar de sus descuidados intentos por ser discretos. Megan finge estar agotada y Scott se ofrece a arreglarle un sitio en el que dormir, en el suelo del almacén que hay en la parte trasera de la tienda. El almacén tiene dieciocho metros cuadrados de azulejos mohosos y tuberías a la vista. Apesta a pescado muerto y cebo de queso. Josh les pide que tengan cuidado. Algo indignado y con un dejo de envidia, sus ojos se vuelven blancos cuando los ve irse.
Los sonidos de la acción empiezan a llegar casi al instante, antes incluso de que Josh vuelva al pequeño despacho donde Lilly y Bob están sacando de una mochila todo lo que necesitan para pasar la noche.
—¿Qué diantres es eso? —le pregunta Lilly.
Josh menea la cabeza. En la otra habitación, los envites sordos de los cuerpos retumban en los pequeños cuartos de la zona de servicio. Cada pocos segundos se oye un suspiro o un gemido por encima del golpeteo rítmico del dale que te pego.
—El fuego de la juventud —dice exasperado.
—Es una broma, ¿no? —Lilly está de pie en la oficina a oscuras, temblando, parece estar a punto de desvanecerse en cualquier momento, mientras Bob saca de la maleta botellas de agua y mantas para la litera. Está nervioso y finge que no oye la pasión carnal desatada—. ¿Así que esto es lo que nos espera?
En Fortnoy no hay electricidad. Los tanques de combustible están vacíos y el aire en el interior del inmueble es tan frío como el de una cámara de refrigeración. En la tienda no queda nada, ni siquiera lombrices ni alevines en la nevera sucia. En el despacho hay una pila de revistas polvorientas, una máquina expendedora a la que le quedan unas pocas chocolatinas y unas bolsas de patatas fritas caducadas, rollos de papel higiénico, unas sillas anatómicas de plástico, una estantería con anticongelante y ambientador para coches y un mostrador de madera lleno de arañazos con una máquina registradora digna de una tienda de antigüedades. El cajón de la registradora está abierto y vacío.
—A ver si así se quitan la espinita de una vez por todas. —Josh saca del bolsillo de la chaqueta su último puro y lo examina. Mira alrededor en busca de un cenicero. Está todo patas arriba—. Parece que los chicos de Fortnoy se fueron a toda prisa.
Lilly se palpa el ojo morado.
—Sí. Imagino que los saqueadores estuvieron aquí antes que nosotros.
—¿Cómo vas? —le pregunta Josh.
—Viviré.
Bob levanta la vista de su caja de suministros.
—Siéntate, joven Lilly. —Coloca una de las sillas ergonómicas contra la ventana. La luz de la luna llena de otoño dibuja rayas plateadas en el suelo con sombras polvorientas. Bob se lava las manos con una toallita estéril—. Vamos a ver esas vendas.
Josh observa como Lilly se sienta, mientras Bob abre el botiquín de primeros auxilios.
—No te muevas —le indica con dulzura mientras le limpia las costras del ojo magullado con una gasa empapada en alcohol. La piel de debajo de la ceja se ha hinchado hasta alcanzar el tamaño de un huevo duro. Lilly hace gestos de dolor, algo que parece perturbar a Josh. Lucha contra el impulso de acercarse a ella, de abrazarla, de acariciarle el suave cabello. Le resulta demasiado duro ver caer sobre ese rostro delicado y amoratado esos mechones ambarinos y ondulados.
—¡Ay! —protesta Lilly—. Ten cuidado, Bob.
—Menudo ojo a la virulé. Aunque si lo mantenemos limpio, estará en condiciones para el viaje.
—¿El viaje adónde?
—Ésa sí que es una buena pregunta. —Bob le quita con cuidado las vendas elásticas de las costillas y palpa con suavidad las zonas amoratadas con las yemas de los dedos. La joven hace otra mueca de dolor—. Las costillas se soldarán siempre y cuando no te dé por practicar lucha libre o por correr un maratón.
Bob le cambia el vendaje de las costillas y le pone un parche en el ojo. Lilly mira al hombre corpulento.
—¿En qué piensas, Josh?
Josh echa un vistazo al sitio.
—Pasaremos la noche aquí. Haremos turnos de guardia.
Bob corta un trozo de esparadrapo.
—Aquí va a hacer más frío que en el culo de una estatua.
Josh suspira.
—He visto un generador en el taller y tenemos muchas mantas. Es un lugar bastante seguro y estamos en una posición lo suficientemente elevada como para poder ver si esas cosas se concentran ahí fuera antes de que vengan a por nosotros.
Bob termina lo que está haciendo y cierra el botiquín. Los ruidos que provienen de la fornicación cesan; se hace una breve pausa en la pasión. En ese momento de silencio, por encima del golpeteo de la señal pintada a mano azotada por el viento, Josh oye el clásico a cappella distante de los zombies. Es el zumbido característico de las cuerdas vocales muertas. Es como un órgano de iglesia roto; gemidos y gorjeos al unísono atonal que le ponen los pelos como escarpias.
Lilly oye el coro en la lejanía.
—Se están multiplicando, ¿verdad?
Josh se encoge de hombros.
—Quién sabe.
Bob mete la mano en el bolsillo de su chaleco gastado. Saca la petaca, le quita el tapón y se echa un trago reparador.
—¿Creéis que pueden olernos?
Josh se acerca a la ventana, echa un vistazo fuera, a la noche, y dice:
—Creo que desde hace semanas toda la actividad del «campamento Bingham» los ha estado atrayendo fuera del bosque.
—¿A cuánto crees que estamos del campamento base?
—A un kilómetro y medio, más o menos. —Josh mira las copas de los pinos, que a lo lejos forman un océano de ramas tan denso como el encaje negro. El cielo se ha despejado y ahora brillan en él una infinidad de estrellas heladas como el hielo.
Por el bordado de constelaciones suben nubes de humo de las fogatas provenientes de la ciudad de las tiendas.
—He estado pensando… —Josh se da la vuelta y mira a sus compañeros—. Esto no es el Ritz, pero si rastreamos la zona y encontramos munición para las armas… Es posible que sea mejor quedarnos aquí un tiempo.
La idea flota en el silencio de la oficina y empieza a calar en los presentes.
A la mañana siguiente, tras haber pasado una mala noche, durmiendo por turnos sobre el frío suelo de cemento con unas mantas raídas, el grupo se reúne para decidir una hoja de ruta. Toman café instantáneo hecho en el infiernillo Coleman de Bob, y Josh los convence de que lo mejor que pueden hacer por ahora es atrincherarse en la gasolinera. De esa manera, Lilly podrá terminar de restablecerse, y además podrán abastecerse en la ciudad de las tiendas.
Nadie pone objeciones. Bob ha encontrado una reserva de whisky bajo un mostrador de la tienda de cebos, y Megan y Scott pasan el tiempo colocándose y «disfrutando» en el almacén durante horas y horas. El primer día trabajan duro para que el lugar sea seguro. Por miedo a intoxicar a todo el mundo con los gases, Josh decide no utilizar los generadores en el interior, aunque tampoco quiere ponerlos en funcionamiento fuera porque le preocupa atraer visitas no deseadas. Encuentra una estufa de leña en el almacén y un montón de tablones viejos en la calle, junto a uno de los contenedores.
A base de poner la estufa de leña a todo trapo, la segunda noche en «COMBUSTIBLE Y CEBOS FORTNOY» consiguen aumentar la temperatura a unos niveles aceptables. Megan y Scott se mantienen calientes y siguen haciendo ruidos en la trastienda bajo varias capas de mantas. Bob toma suficiente whisky como para no sentir el frío; se lo ve molesto por los envites ahogados de los tortolitos. Al final está tan borracho que no puede ni moverse. Lilly le ayuda a meterse en el saco de dormir como si estuviera acostando a un niño; incluso le canta una nana —Circle Game, una canción de Joni Mitchell— cuando le remete la manta mohosa alrededor del cuello arrugado y envejecido. Es extraño, pero se siente responsable de Bob Stookey a pesar de que, supuestamente, es él quien cuida de ella.
Durante los días siguientes refuerzan puertas y ventanas y se asean en las enormes pilas galvanizadas que hay en la parte de atrás del taller. A regañadientes empiezan a acomodarse a una especie de rutina. Bob prepara su camioneta para el invierno desguazando piezas de los vehículos siniestrados, y Josh supervisa las misiones de reconocimiento a los lindes de la ciudad de las tiendas, que está a un kilómetro y medio en dirección oeste. Delante de las narices de los colonos, Josh y Scott consiguen robar leña, agua potable, unas cuantas tiendas de campaña en desuso, verduras enlatadas, una caja de cartuchos para la escopeta y otra de combustible en gel para cocinar. Josh se percata de que en el campamento las costuras del comportamiento civilizado se están deshilachando. Cada vez se oyen más discusiones. Los hombres suelen terminar sus peleas a puñetazos, beben demasiado… Es evidente que los colonos empiezan a acusar el estrés.
En la oscuridad de la noche, Josh mantiene «Combustible y Cebos Fortnoy» cerrado a cal y canto. Él y sus compañeros se quedan dentro, procuran no hacer ruido y no encender velas ni linternas a menos que sea estrictamente necesario. El viento sopla cada vez con más fuerza y transporta todo tipo de ecos, algo que provoca un estado de alteración casi permanente. Lilly Caul no termina de ver claro cuál es la peor amenaza de todas: los muertos, los vivos o el invierno que está al caer. Las noches se van haciendo más largas y llega el frío, que forma anillos de escarcha en las ventanas y penetra en los huesos. Aunque nadie habla mucho del tema, el invierno es la amenaza silenciosa que podría acabar con ellos de forma mucho más eficaz que cualquier ataque zombie.
Para luchar contra el aburrimiento y el miedo subyacente, algunos de los residentes de Fortnoy buscan aficiones. Josh empieza a liar cigarrillos caseros con hojas de tabaco que cosecha de los campos colindantes. Lilly escribe un diario y Bob encuentra en una caja sin etiqueta un tesoro con cebos y anzuelos viejos. Se pasa horas en la tienda, sentado en el mostrador, practicando compulsivamente la forma de lanzar el sedal para la pesca con mosca. Hace planes para pescar unas buenas truchas, corvinas o percas en las aguas superficiales de un río cercano. En el mostrador tiene siempre una botella de Jack Daniel’s de la que bebe día y noche.
Los demás son conscientes de la velocidad con la que Bob se pule el alcohol, pero ¿quién puede culparle? ¿Quién puede mirar mal a alguien por querer calmar los nervios en aquel purgatorio cruel? Bob no está orgulloso de lo mucho que bebe. De hecho, está avergonzado hasta la médula, pero precisamente por eso necesita «su medicina», para olvidar la vergüenza, la soledad, el miedo y las espeluznantes pesadillas de los búnkeres bañados en sangre en Kandahar.
El viernes, a altas horas de la madrugada, Bob anota la fecha en un calendario de papel: es nueve de noviembre. Está otra vez en el mostrador de la tienda, tirando el sedal, pillándose el pedo de siempre, cuando escucha ruidos en la trastienda. No ha visto a los tórtolos meterse a hurtadillas, ni huele a marihuana fumada en pipa. Tampoco ha oído las risillas ahogadas a través de las paredes de papel. Entonces se da cuenta de que hoy se le ha escapado otra cosa.
Deja de jugar con los anzuelos y echa un vistazo a la parte de atrás de la estancia. Detrás de un tanque de propano grande y abollado hay un agujero en la pared que ve claramente a la luz de la linterna. Se aparta del mostrador y se dirige hacia la bombona. La mueve de lugar, se arrodilla y descubre que en la pared hay un boquete de quince centímetros. Parece que ha sido la erosión del agua o bien, por cómo se curva y se deforma el yeso, por los veranos húmedos de Georgia. Bob mira hacia atrás para comprobar que está solo. Los demás duermen a pierna suelta en el área de servicio.
Los gemidos y los jadeos propios del sexo salvaje hacen que Bob centre toda su atención en el agujero de la pared.
Pega el ojo al agujero de quince centímetros y ve el almacén. La tenue luz de una linterna a pilas dibuja sombras en movimiento en el cielo raso. Las sombras se separan y se unen en la oscuridad. Bob se lame los labios. Se agacha y se acerca más al boquete. Casi se cae de lo borracho que está. Se apoya en el tanque de propano para mantener el equilibrio. Puede ver un trozo del culo respingón de Scott Moon, que sube y baja bañado por la luz amarilla. Megan está debajo de él, en éxtasis, con las piernas abiertas y los empeines curvados.
Bob nota una punzada en el pecho y el aliento apestoso en el garguero.
Lo que más le fascina no es el abandono desinhibido con el que los amantes se devoran el uno al otro, ni los gemidos casi animales. Lo que tiene cautivado a Bob es la piel color aceituna de la joven a la luz de la linterna, sus rizos castaño rojizos, desordenados sobre la manta que tiene bajo la cabeza, brillantes y lustrosos como la miel. Bob no puede quitarle los ojos de encima y siente que el deseo le desborda.
No puede apartar la vista ni siquiera cuando uno de los tablones cruje detrás de él.
—Bob, lo siento. No quería…
La voz viene de la penumbra del pasillo que lleva al despacho. Bob casi se cae al apartarse del agujero y darse la vuelta para mirar a su inquisidor. Tiene que agarrarse al tanque de propano para no caerse.
—No estaba. No es… No es lo que…
—No pasa nada. Yo sólo… Sólo quería asegurarme de que estabas bien. —Lilly está de pie en la puerta de entrada de la tienda, vestida con una sudadera, una bufanda y pantalones deportivos. Es su atuendo para dormir. Mira para otro lado, en sus ojos hay una mezcla de asco y pena. Tiene mejor el ojo morado y se mueve con más soltura, las costillas ya se le están soldando.
—Lilly, no estaba… —Bob se tambalea hacia ella, se coge las manos en un gesto de arrepentimiento. Entonces tropieza con un tablón suelto, vacila, y con un gemido cae de bruces al suelo. Es sorprendente pero la pasión carnal prosigue como si nada ocurriese en el cuarto de al lado, en una cadencia arrítmica de golpes y restregones de piel pegajosa.
—¿Estás bien, Bob? —Lilly corre a su lado, se arrodilla e intenta ayudarle a levantarse.
—Estoy bien, estoy bien. —La aparta con delicadeza. Se pone de pie, borracho, incapaz de mirarla a los ojos. No sabe qué hacer con las manos. Mira a su alrededor—. Me pareció oír algo sospechoso que venía de afuera.
—¿Sospechoso? —Lilly mira al suelo, y a la pared, y a cualquier parte menos a Bob—. Ah…
—Sí, pero no era nada.
—Qué bien. —Lilly se aleja de él—. Sólo quería comprobar que estabas bien.
—Estoy bien. Estoy bien. Es tarde, creo que iré a acostarme.
—Vale.
Lilly se da la vuelta y se marcha a toda prisa. Bob se queda solo a la luz de la linterna. Se queda de pie un momento, mirando al suelo. Entonces camina despacio hacia el mostrador. Encuentra la botella de whisky, le quita el tapón y se la lleva a los labios.
Se acaba lo que queda en tres tragos.
—Me pregunto qué pasará cuando se le acabe el alcohol.
Embutida en una chaqueta de esquí y un gorro de punto, Lilly sigue a Josh por un sendero estrecho y sinuoso entre columnas de pinos. El hombre camina entre el follaje con la escopeta en las manos. Va hacia el lecho de un arroyo seco cubierto de rocas y árboles caídos. Lleva una chaqueta raída de leñador y un gorro de lana. Cuando habla, se forman nubes de vaho delante de su boca.
—Encontrará más. No te preocupes por el viejo Bob. Los dipsómanos siempre se las apañan para encontrar más bebida. Si te soy sincero, me preocupa más que nos quedemos sin comida.
Los bosques están tan silenciosos como una capilla. Lilly y Josh ya están cerca de la orilla del arroyo. Los primeros copos de nieve del año caen entre las copas de los árboles, bailan al son del viento y se les pegan a la cara.
Llevan casi dos semanas en Fortnoy y ya han consumido más de la mitad del agua potable y casi toda la comida enlatada. Josh ha decidido que probablemente lo mejor sea usar la única caja de cartuchos que tienen para cazar un ciervo o una liebre, en lugar de utilizarla para defenderse de un ataque zombie. Además, las hogueras, los ruidos y la actividad de la ciudad de las tiendas de campaña han atraído a los cadáveres de la zona y los ha alejado de la gasolinera. Josh intenta recordar su infancia, cuando salía de caza con su tío Vernon a la montaña Briar; intenta recuperar el instinto y las cosas que aprendió. Antaño Josh fue un cazador con vista de águila, pero ahora tiene los dedos congelados y una vieja escopeta para matar ardillas.
—Estoy preocupada por él —dice Lilly—. Es un buen hombre pero tiene problemas.
—Todos los tenemos, Lilly. —Josh mira a la mujer, que baja por la ladera de la colina y pasa por encima de un tronco. Se la ve fuerte por primera vez desde el incidente con Chad Bingham. La cara se le ha curado, sólo tiene una leve decoloración. Ha bajado la hinchazón del ojo y ya no cojea—. A ti ha sabido apañarte bien.
—Sí. Me encuentro mucho mejor.
Josh hace una pausa al llegar al arroyo y la espera. Ella lo alcanza. Josh ve huellas en el barro compacto y seco del lecho del arroyo.
—Parece que los ciervos cruzan por aquí. Creo que si seguimos el afluente, nos encontraremos con uno o dos.
—¿Podemos descansar un momento?
—Claro —contesta el hombre, y la lleva a que se apoye en uno de los troncos. Lilly se sienta. Josh hace lo mismo, se pone a su lado, con la escopeta en el regazo, y suspira. Siente el impulso de pasarle el brazo por los hombros. ¿Está tonto o qué? ¿Cómo puede estar enamorado como un adolescente en medio de tantos horrores?
Josh mira al suelo.
—Me gusta como cuidáis el uno del otro, tú y el viejo Bob.
—Sí, y tú nos proteges a todos.
Josh suspira.
—Ojalá hubiera podido proteger mejor a mi madre.
Lilly lo mira.
—Nunca me has contado lo que pasó.
Josh respira hondo.
—Estuvo muy enferma durante varios años, eso te lo dije. Pensé que iba a perderla pronto… Pero vivió lo bastante para… —Deja de hablar. La pena le quema por dentro, se hace más profunda, es tan repentina que lo pilla por sorpresa.
Lilly ve el dolor en sus ojos.
—No pasa nada, Josh. No tienes por qué contármelo si no…
Josh hace un débil gesto con la mano, grande y morena.
—No me molesta contarte lo que pasó. Cuando empezó todo esto, yo todavía iba a trabajar todas las mañanas, intentando ganarme un sueldo. Por aquel entonces sólo había unos pocos zombies. ¿Te he dicho cuál era mi profesión?
—Me dijiste que eras cocinero.
Él asiente.
—Y era bueno, aunque esté mal que yo lo diga. —La mira y su voz se dulcifica—. Siempre he querido prepararte una cena como es debido. —Los ojos se le humedecen—. Mi madre me enseñó lo básico, que Dios la bendiga. Me enseñó a hacer un pudin de pan para chuparse los dedos. Daban ganas de abrazarla de lo bien que le salía. Te alegraba el corazón.
Lilly le dedica una sonrisa tierna, que luego se desvanece.
—Pero ¿qué le pasó a tu madre?
Josh se queda un rato mirando las hojas secas salpicadas de nieve, reuniendo las fuerzas para contarle la historia.
—Mi madre no tenía nada que envidiarle a Mohamed Ali. Era una luchadora nata. Durante años luchó contra esa enfermedad como una campeona. Y además era dulce. Era dulce a más no poder y era buena con todo el mundo: los descastados, los inadaptados, los tipos más tristes que te puedas imaginar, los indigentes, gente sin hogar… A ella eso no le importaba. Invitaba a todo el mundo a casa, y los llamaba «bizcochitos», y les preparaba pan de maíz y té helado hasta que la atracaban o se enzarzaban en una pelea en el salón.
—Parece que era una santa, Josh.
Vuelve a encogerse de hombros.
—Si te soy sincero, no era el mejor ambiente en el que crecer. Nos mudábamos mucho, cambiábamos de escuela cada dos por tres, y todos los días volvíamos a una casa llena de extraños. Pero yo quería a mi madre con locura.
—Ya veo por qué la querías tanto.
Josh traga saliva. Le resulta difícil hablar de esta parte de su pasado que tanto le atormenta en sueños. Mira la nieve en las hojas.
—Fue un domingo. Yo sabía que mi madre estaba empeorando, que estaba perdiendo el juicio. Un médico nos dijo que el alzheimer estaba a la vuelta de la esquina. Por aquel entonces, los zombies ya habían llegado a las viviendas sociales, pero todavía existía un sistema de contención: sirenas, alarmas y toda esa mierda. Ese día nuestra calle estaba cortada. Cuando me fui a trabajar, mi madre estaba sentada junto a la ventana, viendo como los cadáveres saltaban el cordón, mientras los SWAT intentaban cazarlos. No me pareció extraño. Pensé que mi madre estaría bien.
Hace una pausa. Lilly también se queda en silencio. Está claro que si no lo comparte con otro ser humano, acabará por volverse loco.
—Intenté llamarla por teléfono desde el trabajo, pero no había línea. Pensé que si no había noticias, era porque todo iba bien. Creo que eran las cinco y media cuando salí de trabajar.
Las palabras se le quedan clavadas en la garganta. Siente la mirada de Lilly fija en él.
—Estaba doblando la esquina de mi calle. Le enseñé el carné a un retén que estaba en el puesto de vigilancia, y fue entonces cuando me di cuenta de que había mucha actividad en mi edificio. Aparqué. Me gritaron que me largara y les dije: «Eh, tíos, calma, que yo vivo aquí.» Me dejaron pasar. Vi la puerta de nuestro bloque de apartamentos abierta, los policías entraban y salían. Algunos llevaban…
Josh se ahoga al intentar decirlo. Respira hondo. Se rodea el cuerpo con los brazos. Se limpia los ojos llorosos.
—Algunos llevaban, ¿cómo se dice? ¿Bolsas de polietileno? Eso donde meten órganos humanos y demás. Subí los peldaños de dos en dos. Creo que tiré al suelo a un policía. Llegué a la puerta de nuestro apartamento en el segundo piso, donde estaban los tipos de seguridad bloqueando la entrada. Los empujé a un lado y vi…
Josh siente que la pena le sube hasta la garganta y lo estrangula. Hace una pausa para coger aire. Las lágrimas le queman las mejillas.
—Josh, no tienes que…
—No, está bien. Necesito… Lo que vi allí… Supe en menos que canta un gallo lo que había pasado. Lo supe en cuanto vi la ventana abierta y la mesa puesta… Mamá había sacado la vajilla de su ajuar. No te creerías toda la sangre que había, en serio, aquello parecía un cuadro surrealista. —Josh siente que se le quiebra la voz y lucha contra la marea de lágrimas—. Había al menos seis de esas cosas en el suelo. Los del SWAT acabaron con ellos. De mamá… no quedaba… mucho. —Se ahoga. Traga saliva. En su cara se dibuja una mueca, como si estuviera conteniendo un océano de dolor—. Había trozos de ella… sobre la mesa; en la vajilla vi… sus dedos… Los habían repelado y quedaban los huesos junto a la salsera… Los despojos de su cuerpo estaban… tirados en una silla…, con la cabeza torcida a un lado y el cuello abierto…
—Oye, Josh, no tienes que… Lo siento… Lo siento muchísimo.
Josh la mira como si la viera por primera vez, flotando bajo la luz difusa y radiante de la nieve. Sus ojos ausentes, como en un sueño.
Lilly Caul encuentra la mirada del hombre corpulento, y el corazón le late con fuerza. Quiere abrazarlo, quiere consolar al coloso gentil, acariciarle los hombros y decirle que todo saldrá bien. Nunca se ha sentido tan cerca de otro ser humano y, mal que le pese, eso le está resultando demasiado duro… No se merece su amistad, su lealtad, su protección y su amor. ¿Qué puede decirle? ¿Que su madre está en un lugar mejor? Se niega a restarle importancia a este momento terrible y profundo con tópicos estúpidos.
Lilly está a punto de decir algo, cuando Josh empieza a hablar de nuevo en voz baja sin quitarle los ojos de encima. Es una voz que suena a cansancio, a derrota.
—Invitó a aquellos monstruos a comer judías y pan de maíz… Los invitó a entrar… Como si fueran perros vagabundos… Porque ella hacía esas cosas. Amaba a todas las criaturas del Señor. —El hombre corpulento se hunde. Las lágrimas resbalan por su mandíbula y caen sobre su chaqueta de leñador del Ejército de Salvación—. Seguro que los llamó «bizcochitos»… Hasta que… se la comieron.
Mientras las lágrimas corren por el enorme rostro moreno de rasgos esculpidos, Josh baja la cabeza y deja escapar un sonido alarmante, mitad sollozo, mitad risa sardónica.
Lilly se acerca y le pone la mano en el hombro. Al principio es incapaz de decir nada, y se limita a cogerle las manos gigantescas, que aprietan con fuerza la escopeta que tiene en el regazo. Él la mira, su expresión es una máscara de desolación emocional.
—Lo siento, estoy tan… —murmura. Su voz es apenas un susurro.
—Está bien, Josh, no pasa nada. Siempre estaré aquí para ti; ahora me tienes aquí.
Josh levanta la cabeza, se enjuga el rostro y consigue asomar un atisbo de sonrisa.
—Supongo que sí.
Lilly le da un beso fugaz en los labios, apenas algo más que un beso cordial entre amigos. Un beso que, quizá, dura sólo un par de segundos.
Josh suelta la escopeta, rodea a Lilly entre sus brazos y le devuelve el beso. Las emociones contradictorias la inundan cuando el hombre corpulento pone sus labios en los de ella. Siente que flota sobre la nieve mecida por el viento. No puede descifrar el torrente de sentimientos que la invade. ¿Siente pena por ese hombre? ¿Lo está manipulando otra vez? Sabe a café, a humo y a chicle Juicy Fruit. La nieve le roza las pestañas, el calor de los labios de Josh derrite el frío. Ha hecho tanto por ella. Le ha salvado la vida por lo menos en diez ocasiones.
Lilly abre la boca y aprieta el pecho contra el de él; Josh se aparta.
—¿Qué pasa? —Ella lo mira, busca sus ojos marrones, grandes y tristes. ¿Ha hecho algo malo? ¿Se ha pasado de la raya?
—Nada, muñeca. —Le sonríe, se inclina hacia ella y le da un beso en la mejilla. Es un beso tierno, suave, tal vez una promesa de más…—. No es el momento, ya sabes —dice, mientras recoge la escopeta—. Este lugar no es seguro… No está bien.
Por un instante, Lilly no sabe si se refiere al entorno o a ellos dos.
—Lo siento si he…
Josh le acaricia los labios con dulzura.
—Cuando llegue el momento…, quiero que sea perfecto…
Su sonrisa es la más ingenua, transparente y dulce que Lilly haya visto nunca. Le devuelve la sonrisa con los ojos llorosos. ¿Quién iba a pensar que en medio de todo ese horror encontraría a todo un caballero?
Lilly empieza a decir algo cuando un sonido agudo reclama toda su atención.
Josh oye el tamborileo de pisadas y empuja a Lilly con suavidad detrás de él. Apunta con el cañón oxidado de la escopeta para ardillas. Los sonidos se intensifican. Josh quita el percutor con el pulgar.
Al principio cree que son imaginaciones suyas. Por el camino, lanzando hojas y levantando polvo y escombros, se acerca una manada de animales que le resulta imposible de identificar; sólo ve un borroso pelaje que embiste por el follaje, y que va directamente hacia ellos.
—¡Al suelo! —Josh tira de Lilly y la protege detrás de un tronco en el fondo del lecho del arroyo.
—¿Qué pasa? —Lilly se agacha detrás de la madera carcomida por los gusanos.
—¡¡La cena!! —Josh coloca la mirilla a la altura de los ojos y apunta al ciervo que se acerca, pero algo le impide disparar. El corazón le late con fuerza y se le pone la piel de gallina cuando ve una pequeña nube de ciervos con las orejas puntiagudas y los ojos grandes como bolas de billar.
—¿Qué pasa?
El estruendo de los ciervos deja atrás a Josh. La estampida pasa junto a él, aplastando ramas secas y lanzando piedras.
Josh levanta la escopeta cuando ve las sombras oscuras que corren detrás de los animales.
—¡Corre, Lilly!
—¡¿Qué?! ¡No! —Se levanta de detrás del tronco y ve a los ciervos surcar el lecho del río—. ¡No voy a abandonarte!
—¡Cruza el riachuelo, yo iré detrás de ti! —Josh apunta con la escopeta a las formas que se acercan colina abajo y alborotan las hierbas silvestres.
Lilly ve esta otra manada, la de zombies, que avanza a trompicones hacia ellos, intentando no chocar contra los árboles y tropezando entre sí.
—¡Mierda!
—¡¡Vete, Lilly!!
Lilly se revuelve en el seno pedregoso y corre hacia la oscuridad del bosque vecino.
Josh retrocede, con la avanzadilla de los zombies en la mirilla acercándose a él.
De repente, en el instante previo al disparo, ve unas figuras desproporcionadas con unos atuendos de lo más extraños, disfraces y rostros mutilados hasta lo irreconocible. Entonces cae en la cuenta de lo que le había sucedido a los anteriores dueños de la carpa de circo, los desafortunados miembros del Circo Familiar de los Hermanos Cole.