—No te muevas, cielo. —Bob Stookey ladea con cuidado la cabeza de Lilly para poder verle mejor el labio hinchado. Le aplica con suavidad una avellana de crema antiinflamatoria sobre la carne rasgada y cubierta de costras—. Ya casi he terminado.
Lilly da un respingo de dolor. Bob está arrodillado a su lado, con su botiquín de primeros auxilios abierto sobre la cama plegable en la que ella está tumbada boca arriba, mirando al techo de loneta. La tienda resplandece con los rayos pálidos del sol de la tarde, que brilla a través de las paredes de tela manchadas. El aire está frío y huele a desinfectante y a licor. Una manta envuelve la cintura desnuda de la joven.
Bob necesita un trago. Lo necesita y mucho. Otra vez le tiemblan las manos. Últimamente ha estado teniendo flashes de sus días en el Cuerpo Médico de Marines. Once años atrás sirvió en Afganistán, vaciando orinales en Camp Dwyer. Parece que fue hace mil años. Una experiencia que jamás podría haberlo preparado para esto. Por aquel entonces también le daba a la botella. Por culpa de la bebida estuvo a punto de abandonar la instrucción y la formación médica en San Antonio, y ahora Bob tiene la guerra en casa. Los cuerpos acribillados de metralla que apañaba en Oriente Medio no eran nada comparados con los campos de batalla que dejaron los comienzos de esta guerra. A veces tiene sueños sobre Afganistán, en los que los muertos vivientes infectan las filas de los talibanes, al mejor estilo Grand Guignol de París, con los brazos fríos, muertos y grises brotando de las paredes de las unidades quirúrgicas móviles.
Pero para él curarle las heridas a Lilly Caul es una tarea completamente distinta, mucho peor que ser médico de campo o que limpiar los restos tras un ataque zombie. Bingham se había lucido con ella. Por lo que podía ver, Lilly tenía al menos tres costillas rotas, una contusión grave en el ojo izquierdo —quizá con hemorragia vítrea o incluso con desprendimiento de retina— y un montón de moratones y laceraciones con muy mala pinta en la cara. Bob siente que no tiene ni suficientes conocimientos médicos ni el material necesario para fingir siquiera que la está tratando. Pero por estos lares, Bob es el único que puede intentarlo, así que ha improvisado una tablilla con sábanas, tapas de libros y vendas elásticas para cubrir el torso de Lilly, y le ha aplicado la cada vez más escasa crema antiinflamatoria en las heridas superficiales. El ojo es lo que más le preocupa. Tiene que observarlo, asegurarse de que cicatriza bien.
—Ya está —dice al terminar de ponerle la última gota de crema en el labio.
—Gracias, Bob. —Lilly apenas puede hablar por la hinchazón y cecea un poco—. Envía la factura a mi seguro médico.
Bob suelta una risa forzada y la ayuda a ponerse el abrigo sobre el torso vendado y los hombros amoratados.
—¿Qué demonios ha pasado ahí fuera?
Lilly suspira, sentada en la cama plegable, subiéndose con cuidado la cremallera del abrigo y encogiéndose de dolor.
—Las cosas se pusieron calentitas.
Bob encuentra su petaca abollada llena de licor barato, se reclina en una silla plegable y le da un buen trago terapéutico.
—A riesgo de decir una obviedad, esto no beneficia a nadie.
Lilly traga saliva como si estuviera comiendo cristales rotos. Le caen mechones color berenjena sobre los ojos.
—Me lo dices o me lo cuentas.
—Ahora mismo están reunidos en la tienda grande.
—¿Quiénes?
—Simmons, Hennessey, algunos de los viejos, Alice Burnside… Ya sabes… Los hijos y las hijas de la revolución. Josh está… En fin, nunca lo he visto así. Está hecho polvo, sentado en el suelo fuera de su tienda como una esfinge. No suelta prenda. Sólo mira al vacío. Dice que aceptará lo que decidan, sea lo que sea.
—¿Eso qué significa?
Bob le da otro trago a su «medicina».
—Lilly, todo esto es nuevo. Alguien ha asesinado a uno de los nuestros. No creo que esta gente se haya enfrentado antes a una situación así.
—¡¿Asesinado?!
—Lilly…
—¿Eso dicen?
—Yo sólo te lo cuento.
—Tengo que hablar con ellos. —Lilly intenta ponerse de pie, pero el dolor la tumba de nuevo en la cama plegable.
—Eh, quieta ahí, Kimosabi. Con calma. —Bob se inclina sobre ella y la endereza con cuidado—. Te he dado la suficiente codeína como para tumbar a un caballo.
—Maldita sea, Bob. No van a linchar a Josh por esto. No voy a permitirlo.
—Vayamos paso a paso. Ahora mismo no vas a ninguna parte.
Lilly agacha la cabeza. Una sola lágrima toma forma y cae de su ojo sano.
—Bob, fue un accidente.
Bob la mira.
—Oye, ahora céntrate en curarte, ¿vale?
Lilly levanta la vista y lo mira. El labio partido se ha hinchado y es tres veces más grande de lo normal. Tiene el ojo izquierdo rojo, la cuenca negra e hinchada. Se sube el cuello de su abrigo de segunda mano y se estremece de frío. Lleva unos cuantos accesorios curiosos que a Bob le llaman la atención: unas pulseras de cuentas y macramé y unas plumas diminutas trenzadas en los mechones de color ámbar que caen sobre su rostro destrozado. A Bob Stookey le resulta curioso cómo una chica todavía puede estar pendiente de la moda en un mundo como éste, pero es parte del encanto de Lilly Caul, parte de su ser. Desde la pequeña flor de lis que lleva tatuada en la nuca a los meticulosos cortes y los remiendos de sus pantalones. Es una de esas chicas capaces de conseguir transformar diez dólares y una tarde en una tienda de segunda mano en un vestuario completo.
—Es todo culpa mía —dice con la voz ronca y somnolienta.
—¡Y una mierda! —asegura Bob tras darle otro trago a la petaca deslustrada—. Esos dos ya están creciditos. Sabían lo que se hacían. —Toma un trago más. Quizá el alcohol empezaba a soltarle la lengua a Bob, porque siente una punzada de amargura—. Conociendo el carácter del amigo Chad, yo digo que hacía tiempo que se lo estaba buscando.
—Bob, eso no es…
Lilly se detiene al oír pasos fuera de la tienda de Bob. La sombra de un leviatán cubre la loneta. La silueta hace una pausa, y se queda quieta en una posición extraña fuera de la entrada cerrada con cremallera. A Lilly le resulta familiar la silueta, pero no dice nada.
Una mano enorme aparta con cuidado la puerta de tela; y una cara larga, surcada de profundas arrugas, echa un vistazo al interior.
—Me han dicho que podía… Me han dado tres minutos —afirma Josh Lee Hamilton con su voz de barítono ahogada y avergonzada.
—¿De qué estás hablando? —Lilly se sienta y mira a su amigo—. ¿Tres minutos para qué?
Josh se arrodilla delante de la puerta de tela y mira al suelo intentando dominar sus emociones.
—Tres minutos para despedirme.
—¿Para despedirte?
—Sí.
—¿Qué quieres decir con eso de «despedirte»? ¿Qué ha pasado?
Josh deja escapar un suspiro de pena.
—Han votado… Han decidido que la mejor forma de solucionar lo que ha sucedido es que haga las maletas, expulsarme del grupo.
—¡¿Qué?!
—Supongo que es mejor que ser ahorcado del árbol más alto.
—Pero tú no… Es decir…, fue un accidente.
—Sí, claro —asiente Josh—. El pobre tipo se tropezó con mis puños unas cuantas veces por accidente.
—En esas circunstancias, esta gente sabe qué clase de hombre era…
—Lilly…
—No. Está mal. Está… mal.
—Se acabó, Lilly.
Lilly lo mira.
—¿Te dejan llevarte provisiones? ¿Uno de los coches?
—Tengo mi moto. Me las arreglaré. Me las arreglaré…
—No… No. Esto es ridículo.
—Lilly, escúchame. —El hombre corpulento se abre camino y entra parcialmente en la tienda. Bob le mira con respeto. Josh se agacha y acaricia con cuidado el rostro magullado de Lilly. A juzgar por el modo en que aprieta los labios, le brillan los ojos y se le marcan las arrugas alrededor de la boca está claro que intenta contener una oleada de emociones—. Es lo que tengo que hacer. Es lo mejor. Estaré bien. Bob y tú cuidaréis el fuerte.
A Lilly se le llenan los ojos de lágrimas.
—Entonces me voy contigo.
—Lilly…
—Aquí no tengo nada.
Josh niega con la cabeza.
—Lo siento, muñeca… El billete es para una sola persona.
—Me voy contigo.
—Lilly, lo siento, pero no. Aquí, con el grupo, estarás más segura.
—Sí, justamente esto es muy seguro —dice con un tono glacial—. Un festival del amor.
—Es mejor que lo que hay ahí fuera.
Lilly lo mira con los ojos llenos de pena; por el rostro magullado empiezan a correrle las lágrimas.
—No puedes impedírmelo, Josh, es mi decisión. Me voy contigo. Si intentas detenerme, te perseguiré, te acosaré y te encontraré. Me voy contigo y no puedes hacer nada para impedirlo. No puedes detenerme, ¿entiendes? Así que hazte a la idea.
Se abrocha el abrigo, desliza los pies en las botas y empieza a recoger sus cosas. Josh la mira consternado. Los movimientos de Lilly son torpes, se ve obligada a hacer pausas frecuentes por el dolor.
Bob cruza una mirada con Josh, en su lenguaje no verbal se dicen lo importante. Mientras, Lilly junta su ropa, tirada por todas partes, la mete en una mochila y sale de la tienda.
Josh se detiene en la puerta de la tienda un instante y mira a Bob.
Bob se encoge de hombros y con una sonrisa cansada dice:
—Mujeres…
Quince minutos más tarde, Josh tiene las alforjas de su Suzuki Onyx llenas de latas de atún y de magra de cerdo Spam, bengalas, mantas, cerillas resistentes al agua, cuerda, una tienda de campaña canadiense enrollada, una linterna, una pequeña cocina de camping, una caña de pescar plegable, una pequeña pistola del calibre 38 y algunos platos desechables y especias que había cogido de la zona común. El día se había vuelto tempestuoso y el cielo estaba encapotado de cenicientas nubes oscuras.
El tiempo amenazador añade una capa más de ansiedad a los preparativos. Josh se está atando las bolsas y mira de reojo a Lilly, que está encogida debajo de una mochila demasiado llena, a tres metros del borde de la carretera, y hace una mueca de dolor cuando intenta ajustarse las correas de la mochila.
Desde la propiedad, un puñado de esos que se han autoproclamado líderes de la comunidad los observan estoicos. Tres hombres y una mujer de mediana edad. Josh quiere soltarles un comentario sarcástico, pero se muerde la lengua. En vez de eso, se vuelve hacia Lilly y le pregunta:
—¿Estás lista?
Antes de que Lilly pueda responder se oye una voz desde la punta este de la propiedad.
—¡Un momento, amigos!
Bob Stookey llega trotando junto a la valla, con una bolsa de viaje a la espalda. Se oye el tintineo de botellas, sin duda es la reserva privada de la «medicina» de Bob. El viejo oficial médico tiene una extraña mirada. Una mezcla de expectativa y pena. Se acerca con cautela.
—Tengo que preguntaros una cosa antes de que cabalguéis hacia la puesta de sol.
Josh se queda mirándolo.
—¿De qué va esto, Bob?
—Sólo contestadme una cosa —dice—. ¿Tenéis conocimientos médicos?
Lilly se acerca, confusa y con el cejo fruncido.
—Bob, ¿qué quieres?
—Es una pregunta muy sencilla. ¿Alguno de vosotros, niñatos, tiene un título sanitario oficial?
Josh y Lilly se miran. Josh suspira.
—No que yo sepa, Bob.
—Entonces deja que te pregunte algo más. ¿Quién carajo va a vigilar ese ojo para que no se infecte? —Señala el ojo hemorrágico de Lilly—. Y ya puestos, ¿quién va a comprobar que las costillas fracturadas se sueldan bien?
Josh mira al oficial médico.
—¿Qué intentas decirnos, Bob?
El hombre señala la hilera de vehículos aparcados a lo largo de la carretera de acceso de grava que tiene detrás.
—Si vais a mariposear por el prado salvaje, ¿no es más lógico que lo hagáis acompañados por un oficial médico del Cuerpo de Marines de Estados Unidos?
Ponen sus cosas en la cabina extragrande de la vieja camioneta Dodge Ram, un monstruo repleto de abolladuras y manchas de óxido. La parte de atrás lleva una caravana en la zona de carga. Las ventanas de la caravana son estrechas, alargadas y opacas como una botella de cristal llena de detergente. Josh y Lilly meten la mochila y las alforjas por la puerta trasera, entre montañas de ropa sucia y botellas medio vacías de whisky barato. Hay un par de literas plegables desvencijadas, una nevera grande, tres botiquines de primeros auxilios algo destartalados, una maleta vieja, un par de tanques de combustible, un maletín médico de cuero que parece salido de una tienda de empeños y varias herramientas de jardín tiradas contra la pared: palas, un azadón, unas pocas hachas y una horca que da bastante miedo. El techo abovedado es lo bastante alto para que un adulto pueda estar de pie, aunque encorvado.
Mientras coloca las maletas, Josh ve una escopeta del calibre 12 desmontada pero no ve cartuchos. Bob lleva una 38 de cañón corto, que lo más probable es que no sirva ni para dar en un blanco estático a diez pasos y sin viento; y eso suponiendo que Bob disparase estando sobrio, cosa poco frecuente. Josh sabe que si quieren sobrevivir necesitarán armas y munición.
Josh cierra la puerta y nota que alguien más los está observando desde la propiedad.
—¡Hola, Lil!
La voz le suena familiar, y cuando se da la vuelta, Josh ve a Megan Lafferty, la chica de los rizos castaños y sucios y la libido descontrolada. Está a un par de coches más allá, en el arcén de grava. Va cogida de la mano de un fumeta rubio con el pelo sobre la cara y una sudadera raída. ¿Cómo se llama el chico? ¿Steve? ¿Shawn? Josh no lo recuerda; de lo que sí tiene memoria es de haber tenido que soportar los cambios de cama de la chica durante todo el camino desde Peachtree.
Ahora los dos gandules están ahí de pie, mirándolos con la intensidad de unos buitres.
—Hola, Meg —contesta Lilly con suavidad y un tanto escéptica cuando sale de la parte de atrás de la camioneta y se coloca junto a Josh. Los ruidos que hace Bob dando martillazos bajo la capota de la camioneta llenan el incómodo silencio.
Megan no le quita los ojos de encima a Lilly.
—Lil, sólo quería decirte que…, pues…, que espero que no estés cabreada conmigo ni nada.
—¿Por qué iba a cabrearme contigo?
Megan mira al suelo.
—Por lo que te dije el otro día. No pensaba con claridad… Sólo quería… No sé. Quería disculparme.
Josh mira a Lilly, y durante el breve instante que tarda en responder ve con toda claridad la esencia de Lilly Caul. Sus rasgos amoratados se suavizan y en sus ojos sólo hay perdón.
—No tienes que pedirme disculpas, Meg —le responde a su amiga—. Aquí estamos todos intentando no perder la cabeza.
—Te ha pegado una buena tunda —dice Megan, valorando los daños en la cara de Lilly.
—Lilly, tenemos que irnos —interviene Josh—. Pronto será de noche.
El porreta le susurra a Megan:
—¿Vas a pedírselo o no?
—¿Pedirnos qué, Megan? —pregunta Lilly.
Megan se humedece los labios. Mira a Josh.
—Da asco cómo te han tratado.
Josh asiente, lacónico.
—Gracias, Megan, pero de verdad que tenemos que irnos.
—Llevadnos con vosotros.
Josh mira a Lilly, que mira fijamente a su amiga. Por fin, Lilly dice:
—Verás, es que…
—Es más seguro viajar en grupo, hombre —insiste entusiasmado el fumeta con su risilla tonta de fumador de hierba—. Estamos en plan guerrero total…
Megan levanta la mano, un gesto para que se calle.
—Scott, cierra el pico dos minutos. —Mira a Josh—. No podemos quedarnos aquí con estos capullos fascistas. No después de lo que ha pasado. Esto es un puto desastre, aquí ya nadie confía en nadie.
Josh se cruza de brazos y mira a Megan.
—Tú has contribuido a alborotar el ambiente.
—Josh… —lo interrumpe Lilly.
De repente, Megan baja la mirada con una expresión de desaliento.
—No, déjalo. Me lo merezco. Sólo es… que olvidé las reglas.
Durante el silencio que continúa lo único que se oye es el viento entre los árboles y los quejidos de Bob bajo el capó. Josh pone los ojos en blanco. No puede creer que esté a punto de acceder.
—Recoged vuestras cosas —dice al fin—. Y daos prisa.
Megan y Scott van en la parte de atrás. Bob conduce, Josh es el copiloto y Lilly va en un pequeño espacio que hay en la cabina detrás de los asientos, en una litera con pequeñas puertas correderas y un tablón tapizado que hace las veces de cama. Lilly se sienta en el viejo coche-cama y se agarra con fuerza al pasamano. En cada bache y cada curva nota una punzada de dolor en las costillas.
Ve como los árboles se oscurecen a ambos lados del camino cuando pasan por la carretera de acceso, que lleva a la salida de los huertos, azotada por el viento. El atardecer alarga las sombras y hace descender la temperatura. La ruidosa calefacción de la camioneta se enzarza en una batalla perdida contra el frío. La cabina huele a licor rancio, a humo y a cuerpos pestilentes. Por las rejillas de ventilación entra el olor a campos de tabaco y a fruta podrida. Es el perfume otoñal de Georgia. Es apenas perceptible, un aviso para Lilly, el anuncio de que están dejando atrás la civilización.
La joven empieza a visualizar cadáveres entre los árboles; cada sombra y cada rincón oscuro se le antoja una amenaza en potencia. En el cielo no hay aviones ni pájaros de ninguna especie. El firmamento está frío, muerto y tan silencioso como un gigantesco glaciar gris.
Cuando el sol se hunde en el horizonte llegan al desvío 362, la arteria que atraviesa el condado de Meriwether. Debido al creciente número de coches abandonados y accidentados, Bob conduce despacio y con calma. Mantiene la camioneta a cincuenta y seis kilómetros por hora. Con la llegada del anochecer, el crepúsculo invade las sinuosas colinas de pino blanco y campos de soja y los dos carriles de la carretera se tornan gris azulado.
—¿Cuál es el plan, capitán? —le pregunta Bob a Josh cuando ya han recorrido dos kilómetros y medio.
—¿Plan? —Josh enciende un puro y baja la ventanilla—. Creo que me estás confundiendo con uno de esos comandantes a los que solías coser en Irak.
—Nunca estuve en Irak —responde Bob. Lleva la petaca entre las piernas y le da un sorbo—. Cumplí con mi deber en Afganistán, y si te soy sincero cada vez lo echo más de menos.
—Sólo puedo decirte que me han dicho que me largue y en eso estoy.
Dejan atrás un cruce y una señal de tráfico en la que se lee «CARRETERA FILBURN». Es un sendero de una granja desolada repleta de zanjas que atraviesa dos campos de tabaco. Josh toma nota mentalmente y empieza a pensar si ahora que es de noche es sensato seguir en la carretera, a la intemperie.
—Aunque creo que lo mejor es no alejarse demasiado de… —empieza a decir Josh.
—¡Josh! —La voz de Lilly rompe el monótono traqueteo de la cabina—. ¡Mira!… ¡Zombies!
Josh se da cuenta de que Lilly está señalando a la autopista que tienen delante, a unos quinientos metros. Bob pisa el freno a fondo. La camioneta patina y Lilly sale disparada contra el asiento. El dolor le perfora las costillas como un trozo de cristal afilado, y se oye el golpe sordo de Megan y Scott al estamparse contra la pared de la caravana.
—¡Maldita sea! —Sigue con las manos curtidas firmemente agarradas al volante y los nudillos se le ponen blancos por la presión. El camión se para con un chirrido—. ¡Maldita sea su estampa!
Josh ve el grupo de zombies a lo lejos. Hay al menos cuarenta o cincuenta, o quizá más. La luz del crepúsculo engaña. Forman un enjambre alrededor de un autobús escolar volcado. A esa distancia, parece como si el coche hubiera derramado pequeños montones de ropa mojada que los muertos examinan con entusiasmo. Pero está claro que los montones son restos humanos y los cadáveres se están alimentando.
Las víctimas son niños.
—Podemos pisar el acelerador y pasar por encima de ellos —sugiere Bob.
—No…, no… —masculla Lilly—. ¿Lo dices en serio?
—Podríamos esquivarlos.
—No lo sé. —Josh tira el puro por la ventanilla; se le ha acelerado el pulso—. Las cunetas que hay en los laterales son empinadas, podríamos volcar.
—¿Qué sugieres?
—¿Qué clase de munición tienes para esa escopeta para ardillas que tienes ahí detrás?
Bob exhala un suspiro tenso.
—Tengo una caja de munición del veinticinco para tiro al plato, pero es del año catapún. ¿Y tu pistola para chicas?
—Lo que hay en el cargador. Creo que le quedan cinco cartuchos.
Bob echa un vistazo al retrovisor. Lilly ve una chispa de pánico en los ojos rodeados de arrugas. Él la mira y le pregunta:
—¿Alguna idea?
—Bueno…, aunque consigamos acabar con la mayoría, el ruido atraería a todo un regimiento. En mi opinión, lo mejor es evitarlos —responde Lilly.
Justo en ese momento, un golpe seco hace saltar a Lilly. Las costillas le provocan punzadas cuando se da la vuelta. En la estrecha ventanilla de la pared que separa la cabina de la caravana aparece el rostro angustiado y pálido de Megan. Golpea el cristal con la palma de la mano y Lilly lee en sus labios «Pero ¿qué coño hace?».
—¡Aguanta! ¡Todo va bien! ¡Tú, aguanta! —grita Lilly desde detrás del cristal. Se dirige a Josh y le pregunta:
—¿Tú qué crees?
Josh mira por la ventanilla el espejo retrovisor alargado y manchado de óxido. En el reflejo rectangular ve el cruce solitario que hay a casi trescientos metros más atrás, apenas visible con la luz que agoniza.
—Da marcha a atrás —le ordena.
Bob se queda mirándole.
—¿Que haga qué?
—Marcha atrás. De prisa. Vamos a coger esa carretera secundaria que tenemos detrás.
Bob pone marcha atrás. La camioneta da un bandazo.
El motor protesta y la fuerza de la gravedad los empuja a todos hacia adelante.
Bob se muerde el labio inferior y forcejea con el volante. Usa el espejo retrovisor para saber por dónde va. El camión se mueve hacia atrás, con la parte delantera coleteando como la cola de un pez al ritmo del chirrido de las marchas. La parte trasera se acerca al cruce.
Bob pisa el freno y Josh se clava en el asiento del copiloto cuando la parte trasera del vehículo patina por el arcén de la carretera de dos carriles y forma una maraña de cornejo, espadaña y limón silvestre que levanta una nube de hojas y escombros. Nadie oye el andar pesado de algo muerto que se revuelve detrás de los arbustos atropellados.
Hasta que es demasiado tarde, nadie oye a la cosa muerta salir a trompicones de entre el follaje ni clavar los dedos muertos en el parachoques trasero.
A causa de los violentos movimientos de la camioneta, los tripulantes del interior de la caravana acaban de bruces en el suelo. Ríen como locos. Megan y Scott no tienen ni idea de que hay un zombie en el escalón de la parte de atrás. Todavía muertos de risa, se encaraman a sus asientos improvisados con cajas de melocotones cuando la Dodge Ram pone la directa y vuela por la carretera de tierra perpendicular.
Dentro de la estrecha caravana, el aire está azul por el humo del cuenco de cannabis sativa que Scott encendió diez minutos antes. Ha estado guardando su alijo, mimándolo, temiendo el día inevitable en que se le acabe y tenga que aprender a cultivarlo en el suelo arenoso y arcilloso.
—Te has tirado un pedo al caer. —Scott se ríe a gusto de Megan, tiene los ojos semicerrados y rojos por el increíble colocón que lleva encima.
—Te aseguro que no —responde Megan, riéndose sin control, intentando mantener el equilibrio para no caerse de la caja—. Era mi puto zapato arañando el puto suelo.
—Y una mierda, tía. Te has tirado un buen pedo.
—Que no.
—Que sí. Te lo has tirado. Se te ha escapado y ha sido un auténtico pedo de chica.
Megan ríe a carcajadas.
—Pero ¿qué coño es eso de un pedo de chica?
Scott ríe con grosería.
—Es… Es como… Es como cuando suena la locomotora del tren: «chu-chuuu». Un pedo pequeño que podría…
Se parten de risa con un espasmo incontrolable de hilaridad cuando un rostro lívido con ojos lechosos aparece blanco como la luna en la superficie oscura de la ventana trasera de la caravana. Es un hombre de mediana edad, está casi lampiño y su calva parece un mapa surcado por venas azules y mechones de pelo gris como el agua de un lavavajillas.
Al principio, ni Megan ni Scott lo ven. No ven cómo el viento juega con sus cuatro pelos musgosos, ni sus labios grasientos que dejan entrever unos dientes ennegrecidos, ni los dedos torpes e insensatos que se meten por la rendija abierta de la ventanilla y empujan.
—¡Ay, mierda! —suelta Scott balbuceante, intentando hablar entre carcajadas al ver al intruso subir a bordo—. ¡Ay, mierda!
Megan se retuerce de risa, se sacude a carcajadas cuando Scott se gira y se cae de bruces y luego empieza a gatear como un loco por el suelo estrecho hacia las herramientas de jardín. Scott ya no ríe. El zombie tiene medio cuerpo dentro de la caravana. Gruñe y el aire se impregna del hedor de sus tejidos en descomposición. La chica se percata al fin de la presencia del intruso y empieza a toser y a resoplar. Su risa se vuelve un tanto incomprensible.
Scott intenta coger la horca. La camioneta da un volantazo. El zombie, que ya está dentro del todo, se tambalea como un borracho y se estampa contra la pared. Una columna de cajas cae al suelo. Scott coge la horca y la empuña.
Megan retrocede sobre sus posaderas y se acurruca en un rincón. El terror que reflejan sus ojos parece incongruente con las ráfagas de risita aguda y entrecortada. Como un motor que se niega a apagarse, sigue desternillándose de forma incomprensible y demencial, mientras Scott, de rodillas, carga con todas sus fuerzas contra el cadáver en movimiento que tiene delante.
Los dientes oxidados se clavan en la cara de la cosa cuando intenta darse la vuelta.
Una de las púas atraviesa el ojo izquierdo del muerto. Las otras se le clavan en la mandíbula y en la yugular, que despide sangre negra por toda la caravana. Scott suelta un grito de guerra y la horca se le resbala. El zombie se tambalea hacia atrás, hacia la ventanilla abierta sacudida por el viento. Por alguna razón, el segundo envite de su amigo hace que Megan suelte una sonora risotada enloquecida y convulsa.
Las púas se clavan en el cráneo de la cosa.
A Megan le resulta divertidísimo: el cómico hombre muerto se estremece como si lo hubieran electrocutado, con la horca hundida en el cráneo, los brazos moviéndose como aspas impotentes en el aire. Como un payaso tonto de circo con la cara pintada de blanco y grandes dientes negros postizos, el monstruo retrocede un par de pasos, hasta que la presión del viento lo absorbe y lo expulsa por la ventanilla trasera.
La horca se escapa de las manos de Scott, mientras el zombie se cae de la camioneta. El joven aterriza con el culo por delante sobre una parva de ropa.
Ambos se desternillan ante lo absurdo de la situación: un cadáver rodando por la carretera con la horca clavada en el cráneo. Gatean hasta la ventanilla trasera para ver aquel despojo humano que está cada vez más lejos y que aún sigue con la horca hundida, como si fuera una señal de tráfico.
Riéndose y con los ojos llorosos de la risa, Megan se dirige a la parte delantera de la caravana. Visualiza las nucas de Josh y de Lilly por la ventanilla de la cabina. Se los nota preocupados, aunque ignoran lo que acaba de ocurrir a escasos centímetros. Parecen señalar con el dedo algo a lo lejos, en la cima de la colina adyacente.
La chica no puede creer que nadie en la cabina haya oído el alboroto que tenían montado en la caravana. ¿Tan fuerte es el ruido de la carretera? ¿Habían ahogado con sus carcajadas el jaleo de la pelea? Megan está a punto de dar un puñetazo contra el cristal cuando por fin ve lo que están señalando.
Bob se sale de la carretera y se dirige a un sendero de tierra que conduce a un edificio que parece estar abandonado.