—Chicas, escuchadme. —Lilly se vuelve rápidamente hacia la más pequeña de las Bingham y la coge en brazos—. Necesito que vengáis conmigo.
—¿Por qué? —Sarah mira a Lilly con la clásica cara de enfado adolescente—. ¿Qué pasa?
—Por favor, cariño. No preguntes —dice Lilly con calma, y su mirada directa a los ojos pone firme a Sarah como si tuviera la fuerza de una espuela. Sarah se da la vuelta a toda velocidad y coge a las gemelas de la mano, luego empieza a escoltarlas hacia la salida.
Al llegar a la entrada de la tienda, Lilly se para en seco al ver al primer zombie salir de entre los árboles a menos de cuarenta metros. Es un hombre grande con la cabeza calva del color de un cardenal y los ojos blancos y lechosos. Da media vuelta y vuelve a meter a las niñas en el pabellón, apretando a Ruthie entre sus brazos y murmurando en un susurro.
—Cambio de planes, chicas. Cambio de planes.
Lilly se apresura a llevarlas de vuelta a la tenue luz y al aire mohoso de la carpa vacía. Sienta a la niña de siete años sobre la hierba aplastada, junto a un baúl.
—Vamos a estar muy calladitas —susurra Lilly.
Sarah está de pie con una gemela a cada lado. Tiene el rostro horrorizado y los ojos abiertos de par en par de puro miedo.
—¿Qué está pasando?
—Sólo quedaos aquí y no hagáis ruido. —Lilly corre de nuevo a la entrada de la carpa y pelea con el trozo de loneta que sirve de puerta y que está enrollado a tres metros de alto, atado con unas cuerdas. Tira de éstas hasta que la loneta cae y cubre la entrada.
El plan original, el que cruzó la mente de Lilly, era esconder a las niñas en un vehículo, a ser posible en uno que tuviera las llaves puestas, por si acaso había que huir a toda velocidad, pero ahora Lilly sólo puede pensar en esconderse en silencio en el pabellón vacío con la esperanza de que los otros campistas repelan el ataque zombie.
—Vamos a jugar a otra cosa —ordena Lilly cuando vuelve al lugar en el que se han acurrucado las niñas. Un grito resuena en algún lugar de la propiedad. Lilly intenta contener sus temblores y una voz le repite en la cabeza: «Maldita sea, zorra estúpida. Actúa con un par de huevos por una vez en tu vida. Hazlo por estas niñas.»
—Vamos a jugar a otra cosa, vale, muy bien… A otra cosa —repite Sarah, con los ojos vidriosos por el miedo. Ya sabe qué está pasando. Aprieta con fuerza las manos de las gemelas y sigue a Lilly hacia el espacio que hay entre dos torres de cajas de fruta.
—Vamos a jugar al escondite —le dice Lilly a la pequeña Ruthie que ha enmudecido de terror. Lilly consigue colocar a las cuatro niñas tras las cajas. Las pequeñas se quedan en cuclillas, en silencio y con la respiración agitada—. Tenéis que estar muy quietas y muy, muy, muy calladas. ¿De acuerdo?
Durante un tiempo, la voz de Lilly parece consolarlas, aunque incluso la más pequeña sabe que no es un juego, que no están fingiendo.
—Vuelvo en seguida —le susurra Lilly a Sarah.
—¡No! ¡Espera! ¡No te vayas! —Sarah agarra el bajo de la chaqueta de Lilly y se aferra a ella como si le fuera la vida. Los ojos de la adolescente son una súplica.
—Sólo voy a coger algo al otro lado de la carpa. No me voy a ninguna parte.
Lilly consigue liberarse y gatea por la alfombra de hierba aplastada hacia la pila de cubos que hay cerca de la mesa central. Coge la pala que está apoyada contra la carretilla y vuelve a arrastrarse hacia el escondite.
Fuera de la carpa azotada por el viento, durante todo ese tiempo los horribles sonidos se superponen y se hacen más fuertes más allá del pabellón. El viento trae otro grito, seguido de pasos enloquecidos, y entonces se oye un hacha partir un cráneo. Lydia gimotea, Sarah la hace callar y Lilly se pone en cuclillas delante de las chicas, con la vista borrosa por el terror.
El aire gélido levanta las faldas de las paredes de la carpa y por un breve instante, bajo el espacio que dejan a la vista, Lilly entrevé en directo la matanza. Al menos hay dos docenas de caminantes. Sólo se ven sus pies vacilantes y llenos de barro, como una brigada de víctimas de un ictus puestas de pie, y todos convergen en la zona cubierta por la carpa. Los pies de los supervivientes que corren, la mayoría mujeres y ancianos, huyen en todas las direcciones.
El espectáculo del ataque distrae temporalmente a Lilly de los ruidos que se oyen detrás de las chicas.
A pocos centímetros de las piernas de Sarah, un brazo cubierto de sangre se arrastra por debajo de la tela de la tienda.
La mayor de las Bingham lanza un alarido cuando la mano se aferra a su tobillo, con las uñas negras clavándose como espuelas. El brazo pelado y andrajoso está metido en la manga raída de una mortaja, y la chica se estremece de miedo. Moviéndose por instinto, la adolescente se arrastra lejos de él, pero la fuerza con que retrocede tira del zombie hasta meterlo en la tienda.
Un coro disonante de gritos y chillidos sale de las gargantas de las hermanas, mientras Lilly con la pala entre las manos se pone de pie de un salto. Le sudan las palmas. El instinto entra en acción. Lilly se da la vuelta y levanta la pala bien alto. Con una furia capaz de romper el caparazón de una tortuga, el cadáver muerde el aire en el mismo instante en que la adolescente consigue zafarse y huye a gatas por el suelo frío, arrastrando al zombie con ella, entre gritos y sollozos incomprensibles.
Lilly le asesta un palazo en el cráneo antes de que tenga oportunidad de hincar los dientes putrefactos. El impacto produce un sonido apagado que permanece en el aire como el zumbido de un gong roto. El chasquido del cráneo al romperse produce una vibración que se extiende hasta las muñecas de Lilly, que está horrorizada.
Sarah se libra de los dedos fríos y se pone de pie con dificultad.
Lilly descarga otro palazo, y otro más y el vientre plano de la pala de hierro repica como las campanas de una iglesia, y la cosa muerta se desinfla en un chorro rítmico de sangre arterial y materia gris en descomposición. Tras el cuarto palazo el cráneo cede. Se resquebraja con un sonido húmedo y una espuma negra y burbujeante se esparce por la hierba aplastada.
En ese momento, Sarah ya se ha reunido con sus hermanas. Las unas se aferran a las otras. Todas tienen los ojos abiertos a más no poder y gimotean aterrorizadas mientras retroceden hacia la salida, con la gran puerta de loneta ondeando al viento ruidosamente detrás de ellas.
Lilly se aparta del cuerpo mutilado en el traje harapiento de raya diplomática, se da la vuelva y empieza a correr hacia la entrada que está a ocho metros. De repente se para en seco y agarra a Sarah por la manga.
—Espera, Sarah, espera. ¡Espera!
En el otro extremo de la carpa de circo, la puerta gigante de loneta flota hacia arriba en el aire y deja entrever al menos media docena de zombies, que se adentran con movimientos espasmódicos en la carpa. Son todos adultos, hombres y mujeres, vestidos con ropa de calle salpicada de sangre, apelotonados en una extraña formación. Sus ojos agusanados están cubiertos por una película de cataratas, fijos en las chicas.
—¡Por aquí! —Lilly tira de Sarah hacia el extremo opuesto de la carpa, que está a unos cuarenta y cinco metros, y la adolescente coge a la más pequeña en brazos. Las gemelas corren tras ellas, resbalando sobre el suelo mojado de hierba aplastada. Lilly señala los pies de la pared de loneta, que ahora está a treinta metros, y susurra sin aliento:
—Voy a escurrirme por debajo de la tienda.
Consiguen recorrer la mitad del trayecto cuando otro cadáver se cruza en su camino.
Aparentemente, este monstruo viscoso y mutilado, vestido con un pantalón vaquero de peto, y cuya mitad de la cara parece haber reventado en un estallido de pulpa roja y dientes, se ha colado por debajo de la carpa y ahora va derecho hacia Sarah. Lilly se interpone entre el zombie y la chica y da un palazo con todas sus fuerzas. La pala choca contra el cráneo desfigurado y envía a la cosa tambaleante a un lado.
El zombie se estampa contra el pilar central y la inercia y el peso muerto arrancan la viga de su punto de anclaje. La estructura cede. Se oye un crujido como el del casco de un barco al romper el hielo y tres de las cuatro niñas de los Bingham lanzan gritos agudos cuando la descomunal carpa se colapsa, rompe con su peso los postes de refuerzo más pequeños como si fueran cerillas y arranca las estacas del suelo. El techo cónico se hunde como un gigantesco suflé.
La tienda cae sobre las chicas y el mundo se vuelve oscuro y asfixiante y se llena de movimientos deslizantes.
Lilly lucha contra el denso y pesado tejido y se esfuerza por orientarse. Con el peso repentino de una avalancha, la carpa le cae encima. Entonces escucha los gritos amortiguados de las niñas y ve la luz del día a quince metros. Con la pala en una mano, gatea hacia atrás, hacia la luz.
Al fin roza con un pie el hombro de Sarah. Lilly grita:
—¡Sarah! ¡Dame la mano! ¡Coge a las niñas con la otra mano y tira!
Como suele suceder cuando se produce una catástrofe, para Lilly en ese momento el tiempo empieza a transcurrir más despacio, y varias cosas ocurren casi a la vez. Lilly llega al final de la tienda y emerge de debajo de la carpa caída. El viento helado la espabila, y tira de Sarah con toda su alma. Sarah, por su parte, tiene cogidas a dos niñas, que salen con ella de un tirón, sus voces infantiles chillan como una tetera en ebullición.
Lilly se pone de pie y ayuda a Sarah con las dos pequeñas.
Falta Lydia, la menor por «media hora entera», como dice Sarah, de las gemelas. Lilly aparta a las otras chicas lejos de la tienda y les pide que no se acerquen pero que tampoco se vayan muy lejos; entonces se da media vuelta, mira la carpa y ve algo que hace que deje de latirle el corazón.
Hay unos bultos moviéndose bajo la carpa caída. Lilly suelta la pala y se queda mirando. Las piernas y la columna vertebral paralizadas como bloques de hielo. Le cuesta respirar. Sólo puede mirar el pequeño bulto de tela que se mueve enloquecido a menos de diez metros. Es la pequeña Lydia luchando por escapar. La loneta amortigua sus gritos.
La peor parte, la que deja petrificada a Lilly Caul, es ver a los otros bultos acercándose a velocidad constante, como ratas, hacia la niña.
En ese momento, el miedo hace saltar un fusible en el cerebro de Lilly, el fuego purificador de la rabia viaja por sus tendones y le llega a la médula.
Lilly entra en acción. El subidón de adrenalina la lleva al borde de la carpa caída, la ira alimenta sus músculos como si fuera combustible para cohetes. Tira de la loneta y se la pone sobre la cabeza, se agacha, intenta llegar a la niña y le grita:
—¡Lydia, cariño, estoy aquí! ¡Ven conmigo, bonita!
Bajo la lona, en la pálida oscuridad difusa, Lilly ve a la niña, está a cuatro metros, revolviéndose como un renacuajo e intentando escapar de las garras de la loneta. La joven grita otra vez y se mete bajo la lona. Se estira y consigue coger el jersey de Lydia. Lilly tira con todas sus fuerzas y es entonces cuando ve en la oscuridad, a pocos centímetros de la niña, un brazo harapiento y una cara mohosa. Está intentando coger la zapatilla de Hello-Kitty de Lydia con la torpeza de un borracho. Las uñas podridas y rotas se clavan en la suela justo cuando Lilly tira de la niña y consigue sacarla de entre los pliegues pestilentes de la carpa.
Lilly y la niña retroceden tambaleándose hacia la fría luz del día.
Se arrastran unos pocos metros, y luego Lilly logra atraerla hacia sí para darle un abrazo de oso.
—Está bien, pequeña, está bien. Te tengo. Estás a salvo.
La niña solloza e intenta respirar, pero no hay tiempo para consolarla. Las rodea el estrépito de voces y tiendas. Están atacando el campamento.
Todavía de rodillas, Lilly hace un gesto a las otras niñas para que se acerquen.
—Muy bien, chicas, escuchadme. Tenemos que movernos de prisa. No os separéis y haced exactamente lo que yo os diga. —Lilly resopla y jadea al ponerse de pie. Coge la pala, se da la vuelta y ve como el caos se apodera de la ciudad de las tiendas.
Más caminantes han caído sobre el campamento. Algunos se mueven en grupos de tres, cuatro y cinco, gruñendo y babeando con un hambre voraz.
Entre el pandemonio y los gritos de los colonos que huyen en cualquier dirección, los motores que se ponen en marcha, el ruido de los hachazos y los tendederos que se desploman, algunas de las tiendas vibran por las violentas luchas que se producen en su interior. Los atacantes se cuelan por los resquicios y acosan a los inquilinos paralizados.
Una de las tiendas más pequeñas se colapsa por un lateral, en uno de los extremos unas piernas hacen la tijereta. Otra tiembla en un festín frenético, las traslúcidas paredes de nailon muestran las siluetas, como borrones de tinta, de gruesas gotas de sangre.
Lilly ve un camino despejado hacia una hilera de coches aparcados a cincuenta metros y mira a las niñas.
—Necesito que me sigáis, ¿vale? No os separéis de mí y no hagáis ningún ruido. ¿Entendido?
Asienten con la cabeza, y Lilly tira de las niñas hacia el aparcamiento… Y hacia la contienda.
Los supervivientes de esta inexplicable plaga han aprendido en seguida que la principal ventaja de la que disfruta un humano respecto a un zombie es la velocidad. En circunstancias «normales», un humano puede dejar atrás con facilidad incluso al cadáver más veloz y estable. Pero ante una manada, esa superioridad física desaparece. El peligro aumenta de forma exponencial con cada muerto viviente adicional…, hasta que un tsunami de dientes rotos y garras ennegrecidas que se mueven a cámara lenta engulle a la víctima.
Lilly aprende esta cruda realidad de camino al coche más cercano.
Es un Chrysler 300 plateado, viejo y abollado, con el maletero en el techo. Está en la curva de acceso del camino de grava, a cuarenta y cinco metros de la carpa, aparcado en ángulo bajo la sombra de una acacia. Las ventanillas están cerradas, pero Lilly cree que no tendrán demasiadas dificultades para entrar, aunque no sabe si podrá hacerlo arrancar. Hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que las llaves estén dentro del vehículo; hace tiempo que la gente las deja puestas por si hay que huir a toda velocidad.
Desgraciadamente, la propiedad está plagada de caminantes, y Lilly y las niñas apenas consiguen atravesar nueve metros de campo salpicado de matorrales antes de que numerosos atacantes las rodeen por los flancos.
—¡Poneos detrás de mí! —grita Lilly a sus protegidas y empieza a blandir la pala.
El hierro oxidado se estampa contra la mejilla de una mujer que lleva una bata de estar por casa manchada de sangre, y lanza a la zombie contra un par de mordedores vestidos con petos llenos de grasa que se tambalean como bolos al caer al suelo. Pero pese al golpe la cosa muerta consigue mantener el equilibrio, vacila un instante y vuelve a por más.
Lilly y las niñas consiguen acercarse trece metros más al Chrysler cuando otra batería de monstruos les cierra el paso. La pala vuela y aplasta el puente de la nariz de un joven cadáver. Otro golpe aterriza en la mandíbula de una zombie que lleva un abrigo de visón. Y otro le rompe el cráneo a una bruja jorobada a la que los intestinos le salen por el camisón de hospital, pero la vieja sólo se tambalea y da un par de pasos atrás.
Al fin las chicas llegan al Chrysler. Lilly busca a tientas la puerta del copiloto y la encuentra. Gracias a Dios, no está cerrada con llave. Con cuidado y presteza mete a Ruthie en el asiento delantero mientras la manada de caminantes se cierne sobre el sedán. Lilly busca las llaves en la ranura de la columna del volante. Otro golpe de suerte.
—Quédate en el coche, cariño —le dice Lilly a la niña de siete años. Luego cierra la puerta de un portazo.
Entonces llega Sarah con las gemelas a la puerta derecha del asiento de atrás.
—¡Sarah, cuidado!
El grito angustiado de Lilly se eleva por encima del jaleo que lo llena todo. Una docena de zombies se ciernen sobre Sarah por la espalda. La adolescente abre la puerta de atrás pero no tiene tiempo de meter a las gemelas en el coche. Las dos pequeñas tropiezan y caen de bruces sobre la hierba.
Sarah lanza un alarido primitivo. Lilly intenta interponerse con la pala entre la adolescente y los atacantes y consigue aplastar el cráneo gigantesco de un hombre negro en descomposición que viste chaqueta de cazador. Lo manda dando tumbos a los arbustos. Pero hay demasiados caminantes que avanzan a trompicones desde todos los rincones para alimentarse.
Durante el caos que se produce a continuación, las gemelas consiguen meterse en el coche y cerrar la puerta.
A punto de perder la cabeza, con los ojos inyectados en sangre, Sarah se da la vuelta, lanza un alarido y aparta de un empujón a un zombie que avanza lentamente hacia ella. Encuentra una brecha, se abre paso a empujones y corre.
Lilly ve cómo Sarah echa a correr hacia la carpa de circo.
—¡Sarah, no…!
La adolescente consigue cubrir la mitad de la distancia antes de que una impenetrable manada de cadáveres se cierna sobre ella, le cierre el paso, la tire al suelo y la someta. Su cuerpo cae con fuerza sobre el suelo, mientras más zombies se apelotonan a su alrededor. El primer mordisco le atraviesa el jersey por la cintura, y de paso se lleva un trozo de vientre que le arranca un grito que revienta los tímpanos. Sobre la yugular caen dientes hambrientos y una marea de sangre oscura empieza a recorrerle el cuerpo.
A menos de veinticinco metros, cerca del coche, Lilly lucha contra una manada cada vez más numerosa de muertos vivientes. En total, quizá haya unos veinte; mientras rodean el Chrysler, la mayoría presenta los efectos de la adrenalina ante un festín frenético. Las bocas ennegrecidas trabajan y mastican con ferocidad; detrás de las ventanillas bañadas en sangre, los rostros de las tres pequeñas observan catatónicas el horror.
Lilly golpea con la pala una y otra vez, aunque sus esfuerzos son inútiles frente a la multitud creciente. Los mecanismos de su cerebro se atascan mortificados por los espeluznantes sonidos de la muerte de Sarah, al otro lado de la propiedad. Sobre la adolescente hay al menos una docena de caminantes, rasgando, masticando y arrancando fragmentos de su abdomen sangrante. De su cuerpo tembloroso manan ríos de sangre. Cerca de la hilera de coches, a Lilly se le encoge el estómago al golpear con la pala otro cráneo, su mente se hace añicos y entra en cortocircuito por el miedo; pero al menos logra centrarse en un único plan de acción: mantenerlos alejados del Chrysler.
La urgencia categórica de ese único imperativo, mantenerlos lejos de las niñas, galvaniza a Lilly y envía una descarga de energía por la columna vertebral. Se da la vuelta y golpea con la pala el panel frontal del Chrysler.
El golpe metálico resuena. Dentro del coche, las niñas saltan del susto. Las caras cianóticas de los muertos se vuelven hacia el ruido.
—¡Venga! ¡Venga! —Lilly corre lejos del Chrysler, hacia el coche más próximo de la desorganizada hilera de vehículos. Es un viejo Ford Taurus con una ventana tapada con cartón. Golpea con todas sus fuerzas el borde de la carrocería produciendo otro sonido seco y metálico que atrae la atención de más muertos. Se aleja hacia el siguiente coche. Golpea la pala contra el panel delantero izquierdo. Resuena otro golpe metálico.
—¡Venga! ¡Venga! ¡Venga!
La voz de Lilly se eleva por encima del clamor como el aullido de un animal enfermo, agudo por el miedo, ronco por el trauma, atonal, con un dejo de locura. Golpea con la pala un coche tras otro sin saber muy bien lo que está haciendo, sin controlar del todo sus actos. El ruido atrae a más zombies perezosos.
Lilly tarda apenas unos segundos en llegar al final de la hilera de vehículos y con la pala golpea el último. Es una camioneta oxidada Ford S-10. Aunque para entonces casi todos los atacantes han caído presa de su llamada, y ahora —lentos, torpes y estúpidos— vagan hacia el sonido de sus gritos traumatizados.
Los únicos zombies que quedan en el claro son los seis que siguen devorando a Sarah Bingham en el suelo, junto a la gigantesca y ondulante carpa de circo.
—¡Venga! ¡Venga! ¡Venga! ¡Venga! ¡Venga! ¡Venga! ¡Venga! ¡Vengaaaaa! —En la carretera de grava, Lilly se da la vuelta y echa a correr colina arriba, hacia los árboles.
Tiene el pulso acelerado, la visión borrosa y los pulmones le piden aire. Suelta la pala, y al ascender el suave suelo forestal clava sus botas de montaña en el lodo; se mete entre los árboles, se golpea el hombro contra el tronco de un abedul, el dolor le recorre el cerebro y ve las estrellas; se mueve por instinto. Una manada de zombies sube la cuesta tras ella.
Serpentea por entre el bosque y pierde el sentido de la orientación.
El tiempo pierde su significado. Siente que se mueve a cámara lenta, como en un sueño, sus gritos se niegan a salir de la garganta, las piernas se hunden en las arenas movedizas invisibles de las pesadillas. La oscuridad se cierne sobre ella a medida que el bosque se hace más denso y profundo.
Lilly piensa en Sarah, la pobre Sarah, con su dulce jersey rosa, ahora bañado en su propia sangre. Y la tragedia hunde a Lilly, la lanza al suelo suave cubierto de agujas de pino y materia en descomposición, al ciclo infinito de la muerte y la regeneración. Lilly deja escapar un paroxismo de dolor en un sollozo sin aliento, las lágrimas le corren por las mejillas y humedecen el humus.
Nadie oye su llanto, que dura mucho tiempo.
La patrulla de búsqueda encuentra a Lilly a media tarde. Capitaneados por Chad Bingham, el grupo de cinco hombres y tres mujeres, armados hasta los dientes, ve la chaqueta azul claro de forro polar de Lilly detrás de un leño seco a unos mil metros al norte de la ciudad de las tiendas de campaña, en la oscuridad gélida de la profundidad del bosque, en un pequeño claro, bajo un toldo de ramas de pino taeda. Parece estar inconsciente, echada sobre unos arbustos.
—¡Cuidado! —le dice Chad Bingham a su segundo al mando, un mecánico delgaducho de Augusta llamado Dick Fenster—. Si todavía se mueve, es posible que ya haya mutado.
En el aire gélido se ven los vahos nerviosos. Fenster se acerca con cuidado al claro, lleva su treinta y ocho milímetros de cañón corto desenfundada, sin seguro y con el gatillo tembloroso. Se arrodilla junto a Lilly, la repasa con la mirada de arriba abajo y se vuelve hacia el grupo.
—¡Está bien! Está viva… No la han mordido ni nada… ¡Sigue consciente!
—No por mucho tiempo —farfulla Chad Bingham por lo bajo mientras camina hacia el claro—. Esta zorra de mierda ha matado a mi pequeña…
—¡Eh! ¡Eh! —Megan Lafferty se interpone entre Chad y el leño seco—. Espera un momento.
—Aparta de mi camino, Megan.
—Tienes que respirar hondo.
—Sólo voy a hablar con ella.
Una pausa incómoda se cuela entre los presentes. Los demás miembros de la patrulla de búsqueda esperan detrás, entre los árboles, cabizbajos, con la cara larga y exhausta que refleja el trabajo horrendo del día. Algunos hombres tienen los ojos rojos, destrozados por la pérdida.
De vuelta de su expedición en busca de leña, encontraron la ciudad de las tiendas en un estado lamentable. Humanos y zombies cubrían el terreno empapado de sangre. Dieciséis colonos asesinados. Algunos habían sido devorados, entre ellos nueve niños. Josh Lee Hamilton hizo el trabajo sucio de rematar a los caminantes que quedaban y a los desafortunados humanos cuyos restos quedaron intactos. Nadie más tuvo la presencia de ánimo para disparar en la cabeza a sus amigos y a sus seres queridos a fin de garantizar su descanso eterno. Es extraño, pero últimamente el período de incubación se ha vuelto más impredecible. Algunas víctimas se reaniman a los pocos minutos de ser mordidas. Otras tardan horas, incluso días, en transformarse. De hecho, en ese momento, Josh sigue en el campamento, supervisando a la cuadrilla de recogida, preparando a las víctimas para el funeral colectivo. Tardarán otras veinticuatro horas en volver a plantar la carpa de circo.
—Escucha, tío, en serio —le dice Megan Lafferty a Chad. De repente ha bajado la voz y hay urgencia en el tono suave—. Sé que estás hecho polvo, pero ha salvado a tres de tus hijas… Te lo aseguro, lo vi con mis propios ojos. Desvió la atención de los caminantes hacia ella. Joder, arriesgó su vida.
—Yo… —Chad tiene pinta de que va a ponerse a llorar o a gritar—. Yo sólo quiero hablar.
—Tienes una esposa en el campamento que va a perder la cabeza de pena… Te necesita.
—Yo sólo…
Otro silencio incómodo. Entre las sombras de los árboles, uno de los otros padres empieza a sollozar en silencio, con la pistola lacia apuntando al suelo. Son casi las cinco y el frío empieza a notarse, bocanadas de vapor flotan delante de todos los rostros torturados. En el claro, Lilly se sienta, se limpia la boca e intenta volver en sí. Parece una sonámbula. Fenster la ayuda a ponerse de pie.
Chad mira al suelo.
—A la mierda. —Se da media vuelta y se aleja caminando, el rastro de su voz se oye tras él—. ¡A la mierda!
Al día siguiente, bajo un cielo frío y nublado, los habitantes de las tiendas improvisan una ceremonia al pie de la sepultura de sus amigos y seres queridos.
En el extremo este de la propiedad, casi setenta y cinco supervivientes se reúnen en un gran semicírculo alrededor de la fosa común. Algunos de los dolientes sostienen velas que parpadean con obstinación contra el viento de octubre. Otros se cogen los unos a los otros conmocionados por la pena. El intenso dolor de algunos rostros, especialmente el de los padres, refleja lo aleatorio que resulta este mundo plagado de zombies. Les habían arrebatado a sus niños con la arbitrariedad repentina de un rayo, y ahora las caras se hunden en la desolación, con los ojos vidriosos bajo la inmisericorde luz plateada del sol.
El grupo decide erigir monumentos conmemorativos en el suelo arcilloso que se extiende por la suave cuesta del terreno desnudo más allá de la valla rota del ferrocarril; pequeñas pilas de piedras marcan cada una de las dieciséis tumbas. Algunas tienen flores silvestres cuidadosamente trenzadas. Josh Lee Hamilton se aseguró de que la de Sarah estuviera adornada con un precioso ramo de pequeñas rosas Cherokee blancas, que crecen en abundancia en los márgenes de los huertos. El hombre corpulento le había cogido cariño a la adolescente vivaracha e inteligente… Su muerte le partía el corazón.
—Dios, te pedimos que acojas a nuestros amigos y vecinos en tu seno —dice Josh desde el extremo de la valla. El viento azota su chaqueta militar verde oliva que lleva sobre las anchas espaldas. Tiene los rasgos del rostro brillantes por las lágrimas.
Josh creció en un hogar bautista, y aunque con el paso de los años había ido perdiendo la fe, les pidió a sus compañeros supervivientes pronunciar unas palabras. Los bautistas no rezan mucho por los difuntos. Creen que al morir la gente buena va directo al cielo; y los no creyentes, al infierno de cabeza. Pero, aun así, Josh se sentía obligado a decir algo.
Había visto antes a Lilly. La abrazó un instante y le susurró unas palabras de consuelo, pero notaba que algo no iba bien. Dentro de ella había algo más que el dolor por la pérdida. La notaba lánguida entre sus brazos, y su delgado cuerpo temblaba sin cesar como el de un pájaro herido. Ella apenas dijo nada. Sólo que necesitaba estar sola. Ni siquiera acudió a la ceremonia del entierro.
—Te pedimos que los lleves a un lugar mejor —continúa, con la profunda voz de barítono desgarrada. El trabajo en la recogida de cuerpos se ha cobrado su precio en el hombre corpulento. Le cuesta no desmoronarse; sus emociones estrangulan sus cuerdas vocales—. Te pedimos que…, que…
No puede continuar. Se da media vuelta, inclina la cabeza y deja que las lágrimas acudan silenciosas. No puede respirar. No puede quedarse allí. Apenas consciente de sus actos, se da cuenta de que está caminando lejos de la multitud, lejos del horrible y débil sonido de los llantos y las oraciones.
Entre las muchas cosas que se le han escapado por estar aturdido por la tristeza está el hecho de que la decisión de Lilly Caul de no ir a la ceremonia no es la única ausencia sospechosa. Chad Bingham tampoco ha ido.
—¿Estás bien? —Lilly se mantiene distante un momento, en el extremo del claro, estrujándose nerviosamente las manos a unos cinco metros de Chad.
El hombre fibroso con la gorra de John Deere guarda un silencio que se hace eterno. Sólo permanece de pie junto a la hilera de árboles, con la cabeza inclinada, de espaldas a ella, con los hombros caídos como si soportaran una pesada carga.
Minutos antes de que empezara la ceremonia del entierro, Chad sorprendió a Lilly al aparecer junto a su tienda para preguntarle si podían hablar en privado. Dijo que quería aclarar las cosas, que no la culpaba de la muerte de Sarah; y la desolada mirada de sus ojos hizo que Lilly le creyera.
Por eso lo siguió hasta aquí, a este pequeño claro en la densa arboleda que cubre el extremo norte de la propiedad. El claro mide apenas dieciocho metros cuadrados, alfombrados de hojas de pino. Está rodeado de piedras cubiertas de líquenes y lo protege un toldo de follaje por el que se filtra la luz gris del día, llena de gruesas motas de polvo. El aire frío huele a putrefacción y a heces de animales.
El claro está lo bastante lejos de la ciudad de las tiendas para ofrecer privacidad.
—¿Chad…? —Lilly quiere decir algo, quiere expresar lo mucho que lo siente. Por primera vez desde que conoció a aquel hombre, cuando la dejó boquiabierta por su disposición a tener una aventura con Megan delante de las narices de su esposa, Lilly ve a Chad Bingham como un ser humano… Imperfecto, asustado, confuso y destrozado por la pérdida de su hija.
En otras palabras, es sólo un buen hombre, ni mejor ni peor que cualquiera de los supervivientes. Lilly siente que la invade una oleada de simpatía.
—¿Quieres hablar del tema?
—Sí, eso creo… Puede que no. No lo sé. —Todavía le da la espalda y la voz le sale débil, con cuentagotas. La pena le atenaza los omóplatos, le hace temblar un poco a la sombra de los pinos.
—Lo siento mucho, Chad. —Lilly se atreve a acercarse un poco a él, con los ojos llenos de lágrimas—. Quería mucho a Sarah, era una chica maravillosa.
Él dice algo en voz tan baja que Lilly no logra oír. Ella se acerca más.
Le pone la mano en el hombro con suavidad.
—Sé que no hay nada que pueda decir… en un momento como éste. —Lilly le habla a la nuca. En la pequeña tira de plástico de la parte de atrás de la gorra se lee «Spalding». Tiene un pequeño tatuaje de una serpiente en el cuello—. Sé que no es un consuelo —añade Lilly—, pero Sarah murió como una heroína. Le salvó la vida a sus hermanas.
—¿Lo hizo? —La voz de Chad es apenas un susurro—. Era una niña muy buena.
—Lo sé. Era una chica asombrosa.
—¿Eso crees? —Sigue dándole la espalda, cabizbajo. Los hombros le tiemblan un poco.
—Claro, Chad. Fue una heroína. Era una entre un millón.
—¿De verdad? ¿Eso crees?
—Sin duda.
—Entonces, ¡¿por qué coño no hiciste tu trabajo?! —Chad se da la vuelta y golpea a Lilly con el dorso de la mano con tanta fuerza que ella se muerde la lengua. El cuello le da un latigazo y ve las estrellas.
Chad vuelve a golpearla; Lilly se tambalea hacia atrás, tropieza con una raíz que sobresale del suelo y se cae. Con los puños apretados y los ojos echando chispas, Chad se abalanza sobre ella.
—¡Maldita zorra estúpida! ¡Inútil! ¡Lo único que tenías que hacer era proteger a mis hijas! ¡Hasta un puto chimpancé podría hacerlo!
Lilly intenta apartarse rodando por el suelo, pero Chad le clava la punta de acero de sus botas de trabajo en la cadera y la aparta a un lado. El dolor le apuñala el abdomen. Intenta coger aire, tiene la boca llena de sangre.
—¡Pod favod…!
Él se agacha, la agarra y la pone de pie. La sujeta por la sudadera y, echándole el aliento agrio a la cara, le espeta:
—¡¿Tú y la putilla de tu amiga creéis que esto es una fiesta?! ¿Estuviste fumando maría anoche? ¿Eh? ¡EH!
Chad le atiza un gancho directo a la mandíbula que le parte los dientes y la envía de vuelta al suelo. Aterriza agonizante, con dos costillas rotas, ahogándose en su propia sangre. No puede respirar. Un frío glacial le invade el cuerpo y le nubla la vista.
Apenas puede enfocar la imagen fibrosa y compacta de Chad Bingham que se alza sobre ella, que cae sobre ella con todo su peso, con una rabia incontrolable se sienta a horcajadas sobre su cuerpo endeble, con las comisuras de los labios rebosando saliva. Le escupe al hablar:
—¡Contéstame! ¡¿Has estado fumando hierba mientras cuidabas a mis niñas?!
Lilly nota la fuerza con la que Chad le atenaza la garganta; la parte de atrás de la cabeza golpea el suelo cuando la zarandea.
—¡Contéstame, zorra!
Sin previo aviso, una tercera figura se materializa detrás de Chad Bingham y lo aparta de Lilly. La identidad del salvador es apenas visible.
Lilly sólo ve un hombre borroso, tan grande que tapa los rayos del sol.
Josh agarra con las dos manos las solapas de la cazadora vaquera de Chad Bingham y tira con todas sus fuerzas.
Bien por el pico de adrenalina que corre por las venas del hombre corpulento, o quizá simplemente por la complexión relativamente escuálida de Chad, el tirón lo lanza como si fuera una bala de cañón humana. Planea sobre el claro formando un amplio arco, una de sus botas sale despedida y la gorra vuela hacia los árboles. Cae con el hombro por delante, en el hueco de un enorme tronco de un árbol centenario. Se le escapa el aliento y se desmorona delante del árbol. Intenta coger aire y parpadea perplejo.
Josh se arrodilla junto a Lilly y con mimo le levanta la cabeza ensangrentada. Ella intenta hablar pero no puede articular las palabras con los labios sanguinolentos. Josh deja escapar un suspiro de dolor, una especie de gemido que le sale de las entrañas. Ver ese rostro encantador, esos ojos del color de la espuma del mar y esas mejillas adornadas con delicadas pecas cubiertas de sangre lo enceguece…
El hombre corpulento se levanta, se da la vuelta y cruza el claro hacia donde Chad Bingham yace retorciéndose de dolor.
Josh sólo puede ver el borrón blanquecino del hombre en el suelo, la pálida luz del sol que cae en rayos brillantes por el aire que huele a humedad. Chad hace un débil intento de huir a rastras, pero Josh coge con facilidad las piernas en retirada del hombre, y con un empujón decisivo el cuerpo de Chad vuelve a quedar contra el tronco. Tartamudea con sangre en la boca:
—Esto no es… No es asunto… Por favor, her-hermano… ¡No tienes que…!
Josh empotra el cuerpo que se retuerce contra la corteza del roble negro centenario. El impacto fractura el cráneo del hombre y con la brusquedad violenta de un ariete le disloca los hombros.
Chad deja escapar un grito mucoso, más primitivo e involuntario que consciente. Los ojos se le quedan en blanco. Si a Chad Bingham lo golpeara por detrás una y otra vez un ariete, los impactos no podrían competir con la fuerza con la que Josh Lee Hamilton empieza a atizar al hombre nervudo vestido con ropa vaquera.
—No soy tu hermano —dice Josh con una calma estremecedora, con una voz baja y aterciopelada procedente de un lugar escondido, profundo e inaccesible de su interior, mientras golpea una y otra vez contra el árbol al muñeco humano.
Josh casi nunca pierde el control así. Sólo le ha pasado un par de veces en su vida. Una vez, en el campo de fútbol, cuando un defensa contrario, un buen chico de Montgomery, lo llamó negrata… Y otra vez cuando aquel carterista de Atlanta le robó el bolso a su madre. Pero ahora la tormenta silenciosa de su interior embiste con más furia que nunca, y golpea la parte posterior del cráneo de Chad Bingham contra el árbol.
Chad deja caer la cabeza con cada impacto, el choque sordo le pone enfermo y se torna más húmedo a medida que el cráneo cede. Chad brama vómito, de nuevo un fenómeno involuntario, y las partículas de bilis caen sobre los antebrazos de Josh Lee Hamilton sin que éste lo note siquiera. Josh se da cuenta de que la mano izquierda de Chad intenta coger la Smith & Wesson de acero plateado que lleva en el cinturón.
Josh se la arranca sin dificultad de los pantalones y la tira al claro.
Con la última traza de fuerza que le queda, el cerebro desparramándosele por las múltiples contusiones y la hemorragia que brota de su cráneo fracturado, Chad Bingham hace un intento fútil para darle al hombre corpulento un rodillazo en la entrepierna, pero Josh le bloquea la rodilla con el antebrazo, y entonces le atiza un golpe extraordinario, una grandiosa bofetada con el dorso de la mano —un eco surrealista de la bofetada que minutos antes había recibido Lilly—, y que echa a Chad volando a un lado.
Chad se queda despatarrado en el suelo, a cinco metros del tronco.
Josh no puede oír a Lilly tambaleándose por el prado. No puede oír su voz ahogada:
—¡Josh, no! ¡No! ¡Josh, para! ¡Lo vas a matar!
De repente, Josh Lee Hamilton se despierta y parpadea como si acabara de descubrir que es un sonámbulo, y que está desnudo y vagando por el bulevar de Peachtree en hora punta. Nota la mano de Lilly en la espalda, aferrada al abrigo, intentando apartarle a tirones del hombre que yace hecho un ovillo en el suelo.
—¡Lo vas a matar!
Josh se da media vuelta. Ve a Lilly, amoratada y magullada, con la boca llena de sangre y apenas capaz de mantenerse de pie, de respirar o de hablar. Está justo detrás de él, y le mira con los ojos vidriosos. La abraza y los ojos se le llenan de lágrimas.
—¿Estás bien?
—Estoy bien… Por favor, Josh. Tienes que parar o lo matarás.
Josh empieza a decir algo pero se detiene. Se da la vuelta y mira al hombre en el suelo. En el transcurso de esa horrible y silenciosa pausa —cuando Josh mueve los labios sin poder emitir sonido, ni articular sus pensamientos en palabras— ve el cuerpo inanimado que yace en el suelo en medio de un charco de fluidos corporales, tan quieto e inerte como un montón de harapos.