Al día siguiente, bajo un cielo color peltre, Lilly está jugando con las niñas de los Bingham delante de la tienda de Chad y Donna Bingham cuando algo resuena detrás de los árboles, a lo largo del camino de tierra por el que se accede a la parcela. El ruido pone en alerta a la mitad de los colonos y las miradas se vuelven hacia el rugido de un motor que se acerca y va pasando de la marcha más alta a la más baja.
Podría ser cualquiera. Se dice que en las zonas atacadas por la plaga hay matones que roban a los vivos, bandas de ladrones que se apoderan por la fuerza de todo lo que tienen los supervivientes, incluso de los zapatos que llevan puestos. Hay varios vehículos explorando los alrededores en busca de suministros, pero lo cierto es que nunca se sabe.
Lilly levanta la vista de la rayuela que las niñas han dibujado con un palo en un pedazo de terreno desnudo color ladrillo, y las pequeñas Bingham se quedan congeladas a mitad de un salto. La mayor, Sarah, echa un vistazo a la carretera. Es algo marimacho, delgada, viste un mono vaquero y una camiseta debajo. Tiene los ojos grandes, azules e inquisitivos. A sus quince años es muy lista y la cabecilla de las cuatro hermanas. Pregunta en voz baja:
—¿Son…?
—No pasa nada, cariño —dice Lilly—, seguramente sea uno de los nuestros.
Las tres hermanas pequeñas empiezan a mirar a un lado y otro en busca de su madre.
Donna Bingham no está a la vista, está lavando la ropa fuera, en un bidón galvanizado de estaño, detrás de la gran tienda de campaña familiar que Chad montó con cariño cuatro días antes y que equipó con catres de aluminio, un estante con neveras, chimenea de ventilación, un reproductor de DVD a pilas y una colección de clásicos infantiles como La sirenita y Toy Story 2. Se escucha el ruido de los pasos apresurados de Donna Bingham acercándose a la tienda mientras Lilly reúne a las niñas.
—Sarah, coge a Ruthie —ordena Lilly con voz tranquila pero firme cuando se oye el rugido de un motor cada vez más cerca, y el humo del combustible quemado aparece por encima de los árboles. Lilly se pone de pie y se acerca con rapidez a las gemelas. Mary y Lydia tienen nueve años, son dos querubines idénticos, con coletas y tabardos a juego.
Lilly reúne a las niñas y las lleva a la entrada de la tienda mientras Sarah recoge del suelo a Ruthie, que a sus siete años es un duendecillo adorable, con rizos como los de Shirley Temple que cubren el cuello de su pequeña chaqueta de esquí.
Donna Bingham aparece junto a la tienda justo cuando Lilly está metiendo a las gemelas dentro.
—¿Qué ocurre?
Apocada y con chaqueta de loneta, tiene toda la pinta de que una ráfaga de viento se la llevaría volando.
—¿Quiénes son? ¿Ladrones? ¿Extraños?
—Nada de lo que preocuparse —responde Lilly, sujetando la puerta de la tienda para que las cuatro niñas terminen de entrar. Han pasado cinco días desde que el contingente de colonos llegó, y Lilly se ha convertido en la niñera de facto. Cuida de varios grupos de críos mientras sus padres salen en busca de provisiones, van de paseo o simplemente necesitan un momento de intimidad. Lilly agradece la distracción, en especial ahora que el tener que hacer de niñera le sirve de excusa para evitar cualquier contacto con Josh Lee Hamilton—. Quédate en la tienda con las niñas hasta que sepamos de qué se trata.
Donna Bingham se encierra con gusto en la tienda junto a sus hijas.
Lilly corre hacia la carretera y visualiza a lo lejos la familiar rejilla del radiador de un camión International Harvester de quince velocidades envuelto en una nube de humo, que toma la curva entre jadeos de agotamiento. Lilly da un respiro de alivio. A pesar de los nervios sonríe, y echa a andar hacia el terreno desnudo que hay en el extremo oeste de la parcela y que sirve de zona de descarga. El camión oxidado traquetea por el césped y se detiene con un estremecimiento. Los tres adolescentes que van en la parte de atrás con las cajas atadas con cuerdas casi se estampan contra la cabina.
—¡Lilly Marlene! —grita el conductor por la ventanilla cuando ella se acerca a la parte delantera del camión. Bob Stookey tiene las manos grandes y grasientas, las manos de un obrero, en el volante.
—¿Qué tenemos hoy de menú, Bob? —pregunta Lilly con una sonrisa lánguida—. ¿Otra vez bollería industrial?
—Señorita, hoy contamos con una selección gourmet en la que no falta nada. —Bob vuelve el rostro cubierto de arrugas hacia la cuadrilla que va en la parte de atrás—. Hemos encontrado un Target abandonado, sólo había un par de caminantes con los que lidiar… Nos hemos puesto las botas.
—Cuenta.
—Veamos… —Bob aparca el vehículo y luego apaga el motor. Tiene la piel del color del cuero marrón y los ojos caídos enmarcados en rojo. Bob Stookey es uno de los últimos hombres del Nuevo Sur que todavía usa fijador para peinarse hacia atrás la cabellera negra sobre la piel curtida de la cabeza—. Tenemos madera, sacos de dormir, herramientas, frutas en conserva, linternas, cereales, radios meteorológicas, palas, carbón… ¿Qué más? También tenemos un montón de ollas y de sartenes, unas cuantas tomateras a las que aún les queda algún tomate, bombonas de butano, cuarenta litros de leche que caducaron hace apenas un par de semanas, gel de manos desinfectante, combustible en gel para cocinar, detergente, chocolatinas, papel higiénico, una figurita de arcilla de un animal, un libro sobre agricultura orgánica, un pez que canta para poner en mi tienda y una perdiz en un peral de adorno.
—Bob, Bob, Bob… ¿No has traído unas cuantas AK-47? ¿Ni dinamita?
—Tengo algo mejor, listilla. —Bob señala una caja de melocotones que lleva en el asiento del conductor. Se la pasa por la ventanilla a Lilly—. Sé buena y ponla en mi tienda mientras ayudo a mis tres secuaces con los bultos pesados.
—¿Qué es? —Lilly mira la caja llena de tubos de plástico y de botellas.
—Suministros médicos. —Bob abre la puerta y sale—. Necesito ponerlos a buen recaudo.
Lilly ve la media docena de botellines de licor entre los antihistamínicos y la codeína. Mira a Bob.
—¿Suministros médicos?
Bob se ríe.
—Soy un hombre enfermo.
—Ya te digo —añade Lilly. A esas alturas Lilly ya conoce lo bastante del pasado de Bob, tanto como para tener claro que además de ser un alma perdida, dulce y divertida, y de ser un antiguo oficial médico, es también un bebedor empedernido.
Cuando empezaron a ser amigos —en los días en los que Lilly y Megan se pasaban la vida en la carretera, y Bob las ayudó a escapar de una zona de servicio infestada de zombies—, él intentó sin mucho entusiasmo esconder su alcoholismo, pero para cuando el grupo se asentó allí, en ese paso desierto, hace ya cinco días, cada noche Lilly ayuda a Bob a llegar sano y salvo hasta su tienda para asegurarse de que nadie le robe, una amenaza muy real en un grupo tan grande y variado y en el que la tensión está a flor de piel. Bob le cae bien y no le importa ser su niñera, igual que lo es de los niños, pero eso ha añadido otra capa de estrés que Lilly necesita tanto como una limpieza de colon.
De hecho, ahora mismo Lilly nota que Bob necesita algo más de ella. Lo sabe por la insistencia con que se limpia la boca con la mano sucia.
—Lilly, hay otra cosa que quería… —Se detiene y traga saliva de forma extraña.
Ella suspira.
—Lárgalo, Bob.
—No es asunto mío, lo sé. Sólo quiero decir que…, bah, joder. —Toma aire—: Josh Lee es un buen hombre. Le visito de vez en cuando.
—Sí, ¿y qué?
—Nada.
—Sigue.
—Yo sólo… Mira… No lo está pasando muy bien, ¿vale? Cree que estás enfadada con él.
—¿Qué?
—Cree que te has enfadado con él por algo y no sabe muy bien por qué.
—¿Qué ha dicho?
Bob se encoge de hombros.
—No es asunto mío. Tampoco es que esté muy enterado… No lo sé, Lilly. Él sólo quiere que dejes de ignorarle.
—No estoy ignorándole.
Bob se queda mirándola.
—¿Estás segura?
—Bob, te lo estoy diciendo…
—Muy bien, mira. —Bob mueve la mano, nervioso—. No voy a decirte lo que tienes que hacer. Sólo es que creo que dos personas como vosotros, buena gente, pues es una pena que estén así, ya sabes, con los tiempos que corren… —Se le apaga la voz.
Lilly se ablanda.
—Te agradezco que me lo digas, Bob. De verdad.
Lilly mira al suelo.
Bob aprieta los labios, pensativo.
—Lo he visto hoy, junto a la pila de troncos, cortando leña como si no hubiera mañana.
La distancia entre la zona de carga y la pila de troncos no llega a los cien metros, pero para Lilly recorrer esa distancia es como la marcha de la muerte de Bataan.
Camina despacio, cabizbaja y con las manos en los bolsillos para que no se note que le tiemblan. Tiene que pasar por entre un grupo de mujeres que está clasificando prendas de vestir en maletas, rodear parte de la carpa de circo, esquivar a un grupo de chicos que reparan un monopatín y pasar a una distancia prudencial de un grupo de hombres que inspeccionan una hilera de armas esparcidas cuidadosamente sobre una manta en el suelo.
Al pasar junto a los hombres, entre los que se encuentra Chad Bingham llamando la atención como un paleto déspota, Lilly mira las pistolas deslucidas. Hay once en total, de distintos calibres, modelos y fabricantes, dispuestas como si fuera cubertería de plata dentro de un cajón. Hay una sola escopeta, del calibre 12. Sólo once pistolas y una escopeta con una cantidad limitada de balas. A eso asciende el arsenal de los colonos, el delgado velo defensivo que los separa del desastre.
A Lilly se le ponen los pelos como escarpias cuando pasa junto a ellos y el miedo le quema las entrañas. El temblor se hace más fuerte. Siente que arde de fiebre. Los temblores siempre han sido uno de los problemas de Lilly Caul. Recuerda aquella vez que tuvo que hacer una presentación frente al comité de admisión del Instituto Tecnológico de Georgia. Había preparado sus notas en tarjetas y había ensayado durante semanas, pero cuando se puso de pie delante de todos los profesores en aquella sala de reuniones tan pomposa de la avenida Norte, empezó a temblar con tanta fuerza que se le cayeron las tarjetas al parqué y se quedó totalmente en blanco.
En este momento, al acercarse a la valla rota del ferrocarril que recorre el límite occidental de la propiedad, siente los mismos nervios, aunque multiplicados por mil. Nota cómo le tiemblan los músculos de la cara y las manos, el temblor es tan intenso que tiene la impresión de que en cualquier momento se apoderará de sus piernas y la dejará paralizada. El médico que tenía en Marietta lo llamó «trastorno de ansiedad crónica».
En las últimas semanas ha experimentado ese tipo de parálisis, un episodio de temblores que dura varias horas, inmediatamente después del ataque de un mordedor. Pero ahora la inunda una sensación de terror que proviene de un lugar indeterminado. Se vuelve introvertida, e intenta hacer frente a su alma herida, retorcida por el dolor y la pérdida de su padre.
Da un respingo al oír un hachazo que la obliga a centrar su atención en la valla.
Hay un grupo de hombres rodeando una larga fila de troncos. Hojas secas y semillas de álamo negro revolotean en el aire por encima de los árboles. Huele a tierra mojada y a agujas de pino. Las sombras bailan entre el follaje y hacen vibrar su miedo como si hubiera un diapasón en su cerebro. Recuerda que hace tres semanas, en Macon, estuvieron a punto de morderla cuando un zombie errante salió de detrás de un contenedor de basura y se le abalanzó. Ahora mismo, para Lilly las sombras en los árboles son idénticas al espacio de detrás de aquel contenedor que apestaba a peligro, podredumbre y milagros espeluznantes: los muertos que vuelven a la vida.
Otro hachazo la pone en marcha y gira en dirección al otro lado del montón de madera.
Josh está de pie, de espaldas a ella, con la camisa arremangada. Una mancha oblonga de sudor ensucia la tela de cambray entre los grandes omoplatos. Los músculos se tensan y la piel de la nuca forma pliegues pulsantes. Trabaja a ritmo constante, levanta el hacha, da un hachazo, tira de ésta, la sujeta bien y vuelve a levantarla con un chasquido.
Lilly camina hacia él mientras se aclara la garganta.
—Lo estás haciendo todo mal —dice con voz temblorosa, intentando mantener el tono desenfadado de siempre.
Josh se queda inmóvil con el hacha en el aire. Se da la vuelta y la mira; con el rostro de ébano cubierto de perlas de sudor. Por un momento, parece estupefacto, el fuerte parpadeo delata su sorpresa.
—¿Sabes?, imaginaba que algo no iba bien —contesta al fin—. Sólo he conseguido partir unos cien troncos en quince minutos.
—Es que coges el mango demasiado cerca del hacha.
Josh sonríe.
—Sabía que los tiros iban por ahí.
—Tienes que dejar que los troncos trabajen por ti.
—Buena idea.
—¿Te enseño cómo se hace?
Josh se aparta y le pasa el hacha.
—Así —explica Lilly, esforzándose al máximo para parecer encantadora, ingeniosa y valiente. Tiembla tanto que la cabeza metálica del hacha también tiembla cuando Lilly hace el débil intento de partir un tronco. Blande el hacha, y la hoja pasa junto al tocón y acaba clavada en el suelo. Intenta sacarla.
—Ya lo pillo —asiente Josh. Lo encuentra divertido. Se da cuenta de que Lilly está temblando y la sonrisa se desvanece. Se acerca a ella. Cubre con su enorme mano la de ella, que sigue aferrada al mango del hacha, intentando sacarla del suelo. Tiene los nudillos blancos por el esfuerzo. Su roce es tierno y tranquilizador.
—Todo saldrá bien, Lilly —le dice en voz baja.
Lilly suelta el hacha y se da la vuelta para mirarle. El corazón le late con fuerza cuando le mira a los ojos. Se queda helada e intenta expresar lo que siente, pero sólo es capaz de apartar la vista, avergonzada. Al final consigue hablar.
—¿Hay algún sitio al que podamos ir a conversar?
—¿Cómo lo haces?
Lilly está sentada en el suelo con las piernas cruzadas como los indios, bajo las ramas de un roble gigantesco que salpica de sombras entrelazadas la alfombra de hojas apelmazadas. Se apoya en el tronco mientras habla, con la mirada fija en las copas de los árboles.
Tiene esa mirada ausente que Josh Lee Hamilton ha visto de vez en cuando en los rostros de los veteranos de guerra y las enfermeras de urgencias; la mirada del cansancio perpetuo, la mirada marcada de los que sufren estrés de combate, la mirada de los mil metros. Josh siente la necesidad de envolver su delicado cuerpo con los brazos, y abrazarla, y acariciarle el pelo y hacer que todo sea mejor, pero nota —sabe— que éste no es el momento. Ahora es el momento de escuchar.
—¿Hacer qué? —le pregunta. Josh está sentado delante de ella, también tiene las piernas cruzadas, y se seca el sudor de la nuca con un pañuelo húmedo. En el suelo hay una caja de puros, la última de su mermada reserva. Por mera superstición se resiste a fumarse los últimos, por si hacerlo equivaliese a sellar su destino.
Lilly le mira.
—Cuando los caminantes atacan, ¿cómo haces para manejar la situación sin cagarte de miedo?
Josh suelta una débil carcajada.
—Si averiguas cómo hacerlo, tendrás que enseñarme.
Ella se queda mirándole.
—Venga.
—¿Qué?
—¿Me estás diciendo que tú también te acojonas cuando atacan?
—Ya lo creo.
—Ni de broma. —Niega con la cabeza, incrédula—. ¿Tú?
—Te diré una cosa, Lilly. —Josh coge la caja de puros, separa uno y lo enciende con un Zippo. Le da una buena calada—. Hoy en día, los locos y los estúpidos son los únicos que no tienen miedo. Si no tienes miedo, es que no estás atento.
Lilly mira más allá de las hileras de tiendas que hay junto a la valla rota del ferrocarril. Deja escapar un suspiro de pena. Tiene el rostro demacrado, ceniciento. Parece como si intentara articular pensamientos que se empecinan en no cooperar con la fluidez de su vocabulario. Al fin dice:
—Llevo un tiempo peleando con esto. No… No me siento orgullosa. Creo que me ha fastidiado muchas cosas.
Josh la mira.
—¿Con qué?
—El factor endeble.
—Lilly…
—No. Escucha. Necesito soltarlo —insiste ella. Se niega a mirarle, le escuecen los ojos de vergüenza—. Antes del… brote…, era simplemente… molesto. Hizo que me perdiera un par de cosas. La fastidié en ocasiones porque soy una gallina. Pero ahora es cuestión de… No lo sé. Podría matar a alguien. —Por fin se atreve a mirar a los ojos al hombre corpulento—. Podría estropearlo todo con alguien que me importara.
Josh entiende qué quiere decir y se le encoge el corazón. Desde que vio por primera vez a Lilly Caul empezó a tener sentimientos que no había sentido desde que era un adolescente, en Greenville; esa fascinación arrebatadora que un chico puede sentir por la curva del cuello de una chica, el olor de su pelo, las pecas del puente de la nariz. En verdad, Josh Lee Hamilton está colado por Lilly, pero no va a joder esta relación como ha jodido tantas otras antes de ella, antes de la plaga, antes de que el mundo se hubiera convertido en un lugar tan desolador.
En Greenville, Josh solía enamorarse con una frecuencia que resultaba embarazosa, pero por lo visto siempre lo estropeaba todo por ir demasiado de prisa. Se comportaba como un cachorro que les lamía los tacones. Esta vez, Josh sería más listo… Listo y también cauto. Iría paso a paso. Quizá no fuera más que un paleto tonto y grandote de Carolina del Sur, pero no es ningún estúpido. Aprendería de sus errores del pasado.
Solitario por naturaleza, Josh creció en la década de los setenta, cuando Carolina del Sur todavía estaba anclada en los tiempos remotos de Jim Crow, cuando aún estaba haciendo intentos fútiles por la integración en las escuelas y por entrar en el siglo XX. Se pasó la infancia mudándose de una vivienda social cochambrosa a otra, con su madre soltera, Raylene, y sus cuatro hermanas. Dios le había hecho grande y fuerte, y Josh empleó esas cualidades en el campo de fútbol como titular del equipo del instituto Mallard Creek, y empezó a soñar con becas. Pero le faltaba lo único que hacía ascender a los jugadores en el escalafón socioeconómico: la agresividad.
Josh Lee Hamilton siempre fue un buen tipo… hasta la médula. Dejaba que chicos mucho más débiles se metieran con él. Siempre respondía a los adultos con un «Sí, señora» o un «Sí, señor». No tenía espíritu combativo. Fue por eso que su carrera como jugador de fútbol se desvaneció en los ochenta. Más o menos en los mismos años en que Raylene se puso enferma. Los médicos le diagnosticaron lupus eritematoso, aunque aseguraron que no era terminal, pero para ella fue su sentencia de muerte. Una vida de dolor crónico, lesiones cutáneas y parálisis. Josh se echó sobre los hombros la tarea de cuidar de su madre (mientras, en otros estados, sus hermanas desaparecían en matrimonios nocivos y empleos sin futuro). Josh cocinaba, limpiaba y cuidaba con esmero de su mamá, y en pocos años llegó a perfeccionar tanto sus técnicas culinarias que consiguió trabajo en un restaurante.
Tenía un don para la gastronomía, especialmente para preparar carne, y ascendió con rapidez en las filas de las cocinas de los asadores de Carolina del Norte y de Georgia. En la década del 2000 ya era uno de los cocineros más solicitados del sureste; supervisaba a grandes equipos de asistentes de chef, preparaba el catering de importantes acontecimientos sociales y su foto llegó a salir en Hogares y Estilo de Atlanta. Y siempre se las apañó para dirigir sus cocinas con amabilidad, cosa poco frecuente en el mundo de la restauración.
Ahora, entre los horrores cotidianos, con el corazón lleno de amor no correspondido, Josh desea poder cocinar algo especial para Lilly.
Hasta ese momento habían subsistido a base de latas de guisantes y de carne magra de cerdo Spam, cereales para el desayuno y leche en polvo. No era precisamente la comida ideal para una cena romántica. Desde hacía semanas, toda la carne y los productos frescos de la zona eran pasto de los gusanos. Pero Josh tenía planes para alguna liebre o algún jabalí que vagara por los bosques aledaños. Prepararía un ragú o un estofado con cebollas silvestres, romero y un poco del Pinot Noir que Bob Stookey había cogido de la licorería abandonada. Josh serviría la carne acompañada de polenta a las finas hierbas y le añadiría toques especiales. Algunas señoras de la ciudad de las tiendas habían hecho velas con el sebo que habían encontrado en un comedero de pájaros. Eso estaría bien. Velas, vino y, de postre, tal vez una pera del huerto pochada; y Josh estaría listo. Todavía los huertos estaban rebosantes de fruta madura. Quizá hiciera un chutney de manzana con el cerdo. Sí. Sin duda. Con todo esto, Josh ya podría servirle la cena a Lilly y decirle qué siente por ella y que quiere estar con ella y protegerla y ser su hombre.
—Sé adónde quieres llegar con esto, Lilly —le dice al fin, dejando caer la ceniza del puro sobre una piedra—. Y quiero que sepas dos cosas. La primera, no hay por qué avergonzarse de lo que hiciste.
Lilly baja la mirada.
—¿De haber huido como un perro apaleado cuando te estaban atacando?
—Escúchame. Si la situación hubiera sido a la inversa, yo habría hecho lo mismo.
—Eso es mentira, Josh. Si ni siquiera me…
—Déjame terminar —pide Josh, y apaga el puro—. La segunda, yo quería que huyeras. No me oíste. Te grité para que sacaras tu trasero de allí. No tenía sentido que te quedases, sólo había un martillo a mano y nosotros dos intentando librarnos de esas cosas. ¿Lo entiendes? No tienes que avergonzarte de lo que hiciste.
Lilly coge aire. Sigue con la mirada fija en el suelo. Una lágrima toma forma en el lagrimal y se desliza por el puente de la nariz.
—Josh, te agradezco lo que estás intentando…
—Somos un equipo, ¿verdad? —Se agacha para poder ver su preciosa cara—. ¿Verdad?
Ella asiente.
—Como Batman y Robin, ¿verdad?
Vuelve a asentir.
—Verdad.
—Una máquina bien engrasada.
—Sí. —Se limpia la cara con el dorso de la mano—. Vale.
—Pues sigamos siéndolo. —Le tira el pañuelo húmedo—. ¿Trato hecho?
Ella mira el harapo que ha caído en su regazo, lo coge, mira a Josh y esboza una sonrisa.
—Por Dios bendito, Josh, este andrajo es asqueroso a más no poder.
En la ciudad de las tiendas de campaña transcurren tres días sin ataques de ningún tipo. Sólo un par de incidentes sin importancia perturban la calma. Una mañana, un grupo de niños encuentra un torso tembloroso en la cuneta de la carretera. Tiene la cara gris y llena de gusanos estirada hacia las copas de los árboles en un grito de agonía eterna. La cosa parece haberse enredado hace poco en una cosechadora mecánica, y tiene muñones andrajosos donde antes estaban los brazos y las piernas. Nadie sabe cómo el cadáver sin extremidades llegó a la cuneta. De un hachazo en el hueso nasal putrefacto, Chad manda a la criatura a descansar. En otra ocasión, en la zona de las letrinas comunitarias, una persona mayor se da cuenta de que durante su visita de la tarde al retrete ha estado cagando sin saberlo encima de un zombie. De alguna forma el caminante se quedó atascado en las cloacas. Al hombre casi le da un infarto. Fue un joven quien de un solo golpe con un excavador de postes puso fin a la cosa.
Fueron encuentros aislados, por lo que la semana se desenvuelve con cierta tranquilidad. Lo cual da tiempo a los residentes para organizarse, terminar de construir refugios, almacenar provisiones, explorar los alrededores, crear una rutina y formar coaliciones, círculos de relaciones y establecer jerarquías. En la toma de decisiones, las familias, diez en total, parecen tener más peso que los que están solos. Esto se relaciona con la importancia de tener más que perder, el imperativo de proteger a los niños y, tal vez, incluso con el simbolismo de transmitir las semillas genéticas del futuro. A lo que se suma una especie de reconocimiento tácito por antigüedad.
Entre los patriarcas de las familias, Chad Bingham emerge como líder de facto. Preside cada mañana las asambleas comunales en la carpa de circo y asigna tareas con la autoridad desenfadada de un capo de la mafia. Todos los días se pavonea desafiante por los lindes del campamento con el cigarrillo y la pistola a la vista de todos. Con el invierno a la vuelta de la esquina y los preocupantes ruidos que por las noches surgen de detrás de los árboles, Lilly teme por ese sucedáneo de líder. Chad ha estado observando a Megan, que, sin ocultárselo a nadie, ni siquiera a la esposa embarazada, está viviendo con otro de los padres. A Lilly le preocupa que todo parecido con el orden dependa de un polvorín.
Las tiendas de Lilly y de Josh están a menos de diez metros la una de la otra. Todas las mañanas, ella se levanta y se sienta de cara a la parte con cremallera de su tienda, mirando la tienda de Josh, bebiendo café instantáneo Sanka e intentando descifrar qué siente por ese hombre corpulento. Su acto de cobardía todavía le pesa, la atormenta, la persigue en sueños. Tiene pesadillas con la puerta de acordeón salpicada de sangre de aquel autobús de Atlanta, pero ahora ya no es su padre al que devoran y se desliza contra la puerta. Ahora es Josh.
Su mirada acusadora siempre la despierta de un sobresalto; el pijama bañado en sudor frío.
En esas noches arruinadas por las pesadillas, desvelada en su saco de dormir desgastado, mirando el techo mohoso de su tienda de segunda mano —la consiguió en una incursión a la cadena KOA, y huele a humo, semen seco y cerveza pasada—, es inevitable oír ruidos. Tenues, lejanos en la oscuridad, más allá de la cuesta. Detrás de los árboles, los ruidos se mezclan con el viento, con el canto de los grillos y el susurrar de las hojas. Son ruidos antinaturales, bruscos, aleatorios. A Lilly le recuerdan el que hace un par de zapatos viejos dando tumbos en una secadora.
Enmudecida por el terror, en su mente los sonidos distantes evocan imágenes de terribles fotos forenses en blanco y negro; cuerpos mutilados ennegrecidos por el rigor mortis y que aun así siguen moviéndose; rostros muertos que se vuelven y la miran con malicia, películas snuff de cadáveres danzantes que saltan como ranas en una sartén caliente. Todas las noches, acostada y con los ojos abiertos de par en par, Lilly rumia sobre el significado de los ruidos, sobre lo que pasa allá fuera y sobre cuándo se producirá el próximo ataque.
Algunos de los campistas más serios habían desarrollado teorías sobre aquel infierno.
Un joven de Athens llamado Harlan Steagal, un universitario empollón con gafas de pasta, organiza tertulias filosóficas alrededor de las fogatas. Colocados a base de pseudoefedrina, café instantáneo y hierba mala, media docena de inadaptados sociales buscan respuestas a las cuestiones imponderables que atormentan a todo el mundo: los orígenes de la plaga, el futuro de la humanidad y lo que quizá sea el asunto más candente, es decir, los patrones de comportamiento de los muertos vivientes.
El consenso del grupo de expertos es que sólo existen dos posibilidades:
a) los zombies carecen de instinto, de propósito y de cualquier patrón de comportamiento excepto el de alimentación involuntaria. No son más que terminaciones nerviosas con dientes que se conectan las unas a las otras como máquinas letales que simplemente hay que «apagar».
b) hay un patrón complejo de comportamiento que ningún superviviente ha sido capaz de descifrar aún. Lo cual lleva a preguntarse cómo se transmite la plaga de los muertos a los vivos (¿sólo se transmite por la mordedura de un caminante?), así como a elucubraciones acerca del comportamiento del rebaño y de posibles curvas pavlovianas de aprendizaje, e incluso imperativos genéticos a una escala mucho mayor.
En otras palabras, utilizando el argot de Harlan Steagal: «¿Representan los mordedores una especie de evolución extraña, retorcida y alucinada?»
Durante aquellos tres días, Lilly oye por encima buena parte de las divagaciones y les presta poca atención. No tiene tiempo para las conjeturas ni para el análisis. A pesar de las precauciones de seguridad, cuantos más días pasan sin que los muertos asedien la ciudad de las tiendas, más vulnerable se siente. Con casi todas las tiendas plantadas y una barricada de vehículos aparcados rodeando la periferia del claro, la situación es de calma. La gente se está asentando, va a lo suyo, y las pocas fogatas o las cocinas portátiles se apagan rápidamente por miedo a que el humo o los olores atraigan intrusos no deseados.
Aun así, cada noche Lilly Caul se pone más nerviosa. Es como si se acercara un frente frío. El cielo nocturno está despejado y sin nubes, todas las mañanas se forma escarcha en la hierba aplastada del suelo, en las vallas y en las tiendas de loneta. El frío es un reflejo del siniestro presentimiento de Lilly. Algo terrible parece inminente…
Una noche, antes de acostarse, Lilly saca de su mochila una agenda encuadernada en cuero. En las semanas que han pasado desde el comienzo de la plaga, casi todos los dispositivos de uso personal han dejado de funcionar. El suministro eléctrico ya no existe y las baterías sofisticadas pasaron a mejor vida, los proveedores de servicios se han desvanecido y el mundo ha vuelto a lo más primitivo: ladrillos, mortero, papel, fuego, carne, sangre, sudor y, en la medida que sea posible, calor humano. Lilly siempre ha sido una chica analógica, su casa en Marietta estaba repleta de discos de vinilo, transistores, relojes de cuerda y primeras ediciones apiladas en los rincones, por lo que, de manera natural, empieza a llevar un registro de los días en su pequeño archivador negro con el logo medio borrado de Seguros AmFam impreso en letras doradas en la cubierta.
Esa noche, Lilly marca con una gran «X» el recuadro del jueves, primero de noviembre.
El día siguiente, dos de noviembre, es el día en que su destino, y el de muchos otros, cambiará de forma irrevocable.
El viernes amanece despejado y con un frío que pela. Lilly se despierta justo después del amanecer, tiritando en su saco de dormir, con la nariz helada, tanto que no la siente. Cuando se pone varias capas de ropa, toma consciencia del dolor que siente en las articulaciones. Se obliga a salir de la tienda, se sube la cremallera del abrigo mientras mira hacia la tienda de Josh.
El hombre corpulento ya está levantado, de pie junto a su tienda, estirándose. Enfundado en su jersey de pescador y su chaleco gastado, se da la vuelta, ve a Lilly y le dice:
—¿Lo bastante frío para ti?
—Siguiente pregunta estúpida —responde Lilly, acercándose a la tienda de Josh y alargando el brazo hacia el termo de café instantáneo humeante que el hombre tiene en su enorme mano enguantada.
—El tiempo ha hecho que a la gente le entre el pánico —comenta Josh en voz baja mientras le pasa el termo. Señala con la cabeza los tres camiones que hay en la carretera que cruza el claro. De sus labios sale vaho cuando habla—. Unos cuantos vamos a ir al bosque, a recoger toda la leña que podamos cargar.
—Me apunto.
Josh menea la cabeza.
—He hablado con Chad hace un minuto. Creo que necesita que vigiles a sus niñas.
—Vale. Seguro. Lo que digáis.
—Quédatelo —ofrece Josh, señalando el termo. Coge el hacha que hay apoyada en la tienda y le sonríe a Lilly—. Volveremos a la hora de comer.
—Josh —lo llama, agarrándole la manga antes de que le dé tiempo a darse la vuelta—. Ten cuidado en el bosque.
La sonrisa de Josh se hace más amplia.
—Siempre, muñeca. Siempre.
Se da la vuelta y se marcha hacia las nubes de polvo de la carretera de grava.
Lilly ve como el contingente sube a las cabinas, salta a los escalones laterales y trepa a las partes traseras de carga. En ese momento, no se da cuenta de todo el ruido que están haciendo, ni la conmoción que causan cuatro camiones —todos recogiendo gente a la vez—, las conversaciones a gritos, las puertas al cerrarse y la nube de humo de dióxido de carbono.
Con tanta actividad nadie se percata de lo lejos que llega la algarabía de la partida, más allá de las copas de los árboles…
Lilly es la primera en sentir el peligro.
Los Bingham la han dejado a cargo de las cuatro niñas, que ahora corretean por el suelo de hierba aplastada en la carpa de circo, dan brincos entre las mesas plegables, las torres de cajas de melocotones y las bombonas de butano. El interior de la carpa está iluminado por tragaluces improvisados, trozos de tela recortados y recogidos en el techo para dejar entrar la luz del día; el interior de la tienda huele a humedad y a décadas de moho que ha impregnado las paredes de loneta. Las chicas juegan a las sillas musicales con tres hamacas rotas esparcidas por el frío suelo de tierra.
Se supone que Lilly se encarga de la música.
—Tararí… Tarará —canta sin mucho entusiasmo, tarareando una canción de The Police que llegó a estar entre las cuarenta más exitosas. Su voz es fina y débil, y las niñas ríen y corren alrededor de las sillas. Lilly está distraída. No aparta la vista de la entrada de mercancías que hay en uno de los extremos del pabellón y por la que se ve una larga parte de la ciudad de las tiendas, desierta, envuelta en la luz gris del día.
Lilly se traga el miedo que tiene. Los rayos de sol oblicuos se vislumbran entre las ramas de los árboles, el viento ulula entre la enorme cúpula de la carpa. Arriba, en la cuesta, unas sombras danzan bajo la pálida luz del día. Cree oír tropiezos allá arriba, en alguna parte, quizá detrás de los árboles. No está segura. Tal vez sea cosa de su imaginación. Los sonidos del interior de la carpa vacía engañan a sus oídos.
Aparta la vista de la entrada y recorre con la mirada el pabellón en busca de armas. Ve una pala apoyada contra una carretilla llena de tierra. Ve un par de herramientas de jardín en un cubo vacío. Ve los restos de los platos del desayuno en un cubo de basura de plástico; son platos de papel cubiertos de judías y sucedáneo de huevo, envoltorios arrugados de burritos, envases de zumo vacíos. Junto al cubo hay un contenedor de plástico con cubiertos de metal sucios. Los cubiertos eran de la camioneta de uno de los campistas; y Lilly toma nota de que hay unos pocos cuchillos afilados en el contenedor, aunque casi todo lo que ve son cucharas-tenedor de plástico con restos de comida pegados. Se pregunta cuán eficaz sería uno de estos utensilios contra un caníbal baboso y monstruoso.
Maldice en silencio a los líderes del campamento por no haber dejado armas de fuego.
En la propiedad sólo queda un puñado de personas. Están los colonos más ancianos —el señor Rhimes, un par de solteronas de Stockbridge, un maestro octogenario jubilado llamado O’Toole y un par de hermanos de una residencia de ancianos abandonada en Macon— y alrededor de veinte mujeres adultas, aunque casi todas están haciendo la colada y filosofando en la valla de atrás, demasiado ocupadas como para darse cuenta de si algo no va bien.
Las demás almas presentes en el campamento son los niños de diez familias. Algunos todavía están acurrucados en el interior de sus tiendas para protegerse del frío. Otros juegan con una pelota de fútbol delante de la granja abandonada. Hay una adulta al cuidado de cada grupo de niños.
Lilly mira atrás, hacia la salida, y ve a lo lejos a Megan Lafferty, sentada en el porche de la granja quemada, fingiendo que cuida de los niños (porque en realidad está fumando hierba). Lilly menea la cabeza. Se supone que Megan tendría que estar vigilando a los chicos de los Hennessey.
Jerry Hennessey es un vendedor de seguros de Augusta y hace días que tiene una aventura nada discreta con Megan. Los hijos de los Hennessey son los segundos más jóvenes del campamento. Tienen ocho, nueve y diez años. Las más pequeñas del campamento son las gemelas Bingham y Ruthie. En ese momento, las niñas están haciendo una pausa para mirar impacientes a su niñera, que está nerviosa.
—Venga, Lilly —le dice Sarah Bingham con las manos en las caderas mientras recupera el aliento cerca de una columna de cajas de fruta. La adolescente lleva un jersey adorable y elegante, imitación de angora, que a Lilly le parte el corazón—. Sigue cantando.
Lilly se da la vuelta y presta atención a las niñas.
—Lo siento, cariño, es que estaba…
Lilly deja de hablar. Escucha un ruido que viene de fuera de la tienda, de lo alto, de los árboles. Suena como el casco resquebrajado de un barco al hundirse… O como el lento crujido de una puerta en una casa encantada… O, probablemente, como el peso del pie de un zombie sobre un tronco de una trampa de leña seca.
—Niñas, yo…
Otro ruido la deja sin palabras. Se vuelve con rapidez hacia la puerta de entrada, y un fuerte crujido, a cien metros, procedente del este, desde unos matorrales de cornejo y rosas silvestres, rompe el silencio.
Una bandada de palomas torcaces alza el vuelo de repente. El estruendo emerge del follaje con la inercia de una exhibición de fuegos artificiales. Lilly observa, paralizada por un instante, cómo la bandada llena el cielo con una constelación virtual de manchas grises y negras.
Por todo el linde del campamento, como si fueran explosiones controladas echan a volar otras dos bandadas de palomas. Conos de motas alborotadas se abren paso hacia la luz, se dispersan y vuelven a la formación como nubes de tinta haciendo ondas en una piscina cristalina.
En esta zona, las torcaces abundan, la gente las llama «ratas voladoras» y afirman que son deliciosas deshuesadas y a la parrilla. No obstante, que aparezcan de repente ha cobrado en las últimas semanas un significado más tenebroso y preocupante que el de ser una posible fuente de alimento.
Algo ha hecho huir a las aves de su lugar de reposo, y ahora se acerca a la ciudad de las tiendas.