Nadie en el claro oye a los merodeadores acercarse desde los árboles.
El tintineo metálico de las estacas de las tiendas clavándose en la tierra arcillosa y fría de Georgia ahoga los pasos lejanos; escondidos en las sombras de los pinos cercanos, los intrusos todavía están a casi quinientos metros. Nadie oye las pequeñas ramas romperse azotadas por el viento del norte, ni los delatadores gemidos guturales, tan débiles como los somorgujos tras las copas de los árboles. Nadie detecta el rastro de los hedores de la carne putrefacta y del moho negro marinando en heces. El olor penetrante a leña quemada y fruta en descomposición de la brisa de media tarde enmascara el olor de los muertos vivientes.
De hecho, durante un buen rato, ni uno solo de los colonos del floreciente campamento nota ningún peligro inminente; casi todos los supervivientes están ocupados instalando luces de refuerzo hechas con objetos que han encontrado, como traviesas, postes de teléfono y trozos oxidados de acero.
—Es patético… Mírame —comenta con un gruñido de exasperación la mujer esbelta con coleta, acuclillada de forma extraña junto a un cuadrado de tela de tienda de campaña salpicado de pintura y doblado en el suelo de la esquina noroeste. Se estremece bajo una amplia sudadera del Instituto Tecnológico de Georgia, joyas antiguas y vaqueros rotos.
Rubicunda y pecosa, con el pelo largo y castaño que cae en mechones trenzados con plumas pequeñas y delicadas, Lilly Caul es un saco de tics nerviosos, que incluyen desde colocarse sin parar mechones de pelo detrás de las orejas hasta morderse las uñas compulsivamente. Coge más fuerte el martillo con su pequeña mano y golpea una y otra vez la estaca de metal, resbalando al dar en la cabeza como si la hubieran engrasado.
—No pasa nada, Lilly. Relájate —dice el hombre corpulento, mirando desde atrás.
—Hasta un niño de dos años podría hacerlo.
—No te machaques así.
—No, preferiría machacar otra cosa. —Da un par de golpes más, cogiendo el martillo con las dos manos. La estaca no se mueve—. Es esta dichosa estaca.
—Coges el mango del martillo demasiado arriba.
—¿Que hago qué?
—Pon las manos hacia el extremo del mango, deja que la herramienta trabaje por ti.
Más golpes.
La estaca salta del terreno duro, sale volando y aterriza a tres metros.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! —Lilly golpea el suelo con el martillo, baja la mirada y suspira.
—Lo estás haciendo bien, chiquilla. Deja que te enseñe.
El hombre corpulento se acerca a ella, se arrodilla y le quita el martillo con delicadeza. Lilly retrocede, negándose a entregar el utensilio.
—Dame un segundo, ¿vale? Puedo hacerlo. Sé que puedo —insiste, sus hombros estrechos se tensan bajo la sudadera.
Coge otra estaca y vuelve a empezar. Golpetea la cabeza titubeante. La tierra se resiste, dura como el cemento. El mes de octubre ha sido frío y los campos en barbecho del sur de Atlanta se han endurecido. No es que sea malo. La tierra arcillosa y dura también es porosa y está seca —al menos por ahora—, por lo que han decidido plantar el campamento allí. Se acerca el invierno y este contingente lleva una semana reagrupándose, asentándose, cargando las pilas, replanteándose el futuro —en caso de que alguno de ellos lo tenga.
—Sólo tienes que dejar que el martillo caiga sobre la estaca. —Describiendo amplios movimientos con su enorme brazo, el fornido afroamericano que está de pie junto a ella le muestra cómo hacerlo. Parece que la cabeza de Lilly cupiera en esas manos gigantescas—. Utiliza la gravedad y el peso del martillo.
Lilly tiene que hacer un enorme esfuerzo para no quedarse mirando el brazo —mientras éste sube y baja— del hombre de color. Incluso arrodillado, con la camisa vaquera sin mangas y el raído chaleco de plumas, Josh Lee Hamilton resulta imponente. Tiene la complexión de un defensa de la NFL, con la espalda ancha, los muslos fuertes como dos troncos y el cuello grueso, y aun así se las apaña para moverse con gracia. Sus ojos tristes con pestañas largas y las cejas levantadas, que le arrugan la frente de la cabeza medio calva, le dan un inesperado aire de ternura.
—No es tan difícil… ¿Lo ves? —Lo repite para que ella lo vea y su bíceps tatuado, tan grande como la barriga de un cerdo, salta cuando blande el martillo imaginario—. ¿Ves lo que quiero decir?
Lilly aparta discretamente la mirada del brazo curvilíneo de Josh. Siente un leve escalofrío de culpa cada vez que contempla sus músculos, su espalda ancha y triangular. A pesar del tiempo que han pasado juntos en este infierno en la tierra —que algunos residentes de Georgia llaman «el cambio»—, Lilly ha evitado escrupulosamente traspasar las fronteras de la intimidad con Josh. Es mejor que siga siendo un amor platónico, que sigan siendo como hermanos, o como mejores amigos, nada más. Es mejor que sigan siendo sólo «negocios», y más aún en medio de esta plaga.
Eso no ha impedido que Lilly le lance de soslayo grandes sonrisas coquetas siempre que él la llama «mi chica» o «muñeca»… Ni que se asegure de que cuando por las noches se arropa en el saco de dormir le vea el carácter chino que lleva tatuado sobre el coxis. ¿Lo está engatusando? ¿Está manipulándolo para que la proteja? Estas preguntas retóricas siguen sin respuesta.
Los rescoldos de miedo que Lilly siente continuamente han cauterizado cualquier rastro de ética y de matices de comportamiento social. De hecho, el miedo la ha perseguido durante casi toda su vida —durante sus malogrados días en el Instituto Tecnológico de Georgia le salió una úlcera, y se vio obligada a tomar medicación para la ansiedad—, pero ahora bulle constantemente en su interior. El miedo le envenena el sueño, le nubla la mente, le atenaza el corazón. El miedo le hace reaccionar.
Lilly coge el martillo con tanta fuerza que las venas de su muñeca palpitan.
—¡No hace falta ser un genio, por el amor de Dios! —exclama, haciéndose por fin con el control del martillo, y de pura rabia clava la estaca en el suelo. Coge otra estaca. Se dirige al extremo opuesto de la tela de la tienda de campaña y a base de golpear como una loca, desaforada, acertando sólo de tanto en tanto, fuerza a la pieza de metal a atravesar la tela y clavarse en el suelo. Gotas de sudor le brotan de la frente y del cuello. Golpea una y otra vez. Por un instante se deja llevar.
Finalmente hace una pausa, exhausta, bañada en sudor, jadeando.
—Vale… Ésa es una forma de hacerlo —afirma Josh con calma, poniéndose de pie. Una sonrisa se dibuja en su rostro acaramelado cuando mira la media docena de estacas que sujetan la tela al suelo. Lilly no dice nada.
Al norte, por entre los árboles, los zombies avanzan sin que nadie los detecte, ahora están a menos de cinco minutos.
Ninguno de los compañeros de Lilly Caul —casi un centenar de supervivientes que por pura necesidad intentan construir allí una deslavazada comunidad— se da cuenta del gran inconveniente que tiene la parcela ajardinada en la que han plantado las tiendas.
A primera vista la propiedad parece ideal. Está situada en una zona agrícola a ochenta kilómetros al sur de la ciudad. Una zona que cada año produce millones de kilos de melocotones, peras y manzanas. El claro está en una cuenca natural de maleza seca y tierra apelmazada. Abandonada por sus dueños, que probablemente también eran propietarios de los huertos vecinos, la parcela tiene el tamaño de un campo de fútbol, con caminos de gravilla en los flancos. Junto a los caminos azotados por el viento crecen hasta las colinas densos muros de pinos blancos americanos y robles perennes.
En el extremo norte de la dehesa se ven los restos chamuscados de una casa grande, las siluetas de las vigas maestras recortadas contra el cielo como un esqueleto petrificado, las ventanas rotas durante una tormenta reciente. Al sur de Atlanta, en los últimos meses los incendios han destruido buena parte de las granjas y las zonas residenciales.
El agosto anterior, después de los primeros encontronazos entre humanos y muertos vivientes, el pánico se extendió por el sur e hizo estragos en las infraestructuras de emergencia. Los hospitales se saturaron y luego cerraron, los parques de bomberos quedaron desiertos y la Interestatal 85, inservible, bloqueada por los coches accidentados. La gente dejó de buscar emisoras de radio y empezó a buscar suministros, lugares que saquear, alianzas y zonas en las que agazaparse.
Las personas reunidas en aquella finca abandonada fueron encontrándose unas a otras en el entramado de las polvorientas carreteras secundarias que surcan los campos de tabaco y en los centros comerciales vacíos de los condados de Pike, Lamar y Meriwether. Las había de todas las edades, incluso familias con niños, y la caravana de coches recalentados y moribundos creció… Hasta que la necesidad de encontrar refugio y espacio se convirtió en prioridad absoluta.
Ahora todos están desperdigados por esa parcela abandonada de menos de una hectárea, y aquello es como revivir los asentamientos de personas sin hogar de la gran depresión. Algunos viven en sus coches, otros excavaron nichos en la hierba, unos pocos se aposentaron en tiendas de campaña en la periferia. Cuentan con pocas armas de fuego y escasa munición. Herramientas de jardín, equipamiento deportivo, utensilios de cocina —todos los refinamientos de la civilización— sirven ahora como instrumentos de defensa. Decenas de supervivientes siguen clavando estacas en el suelo frío y escabroso, trabajan con diligencia, apresurándose al ritmo de un reloj invisible y esforzándose en plantar sus improvisados santuarios. Todos y cada uno de ellos ignoran el peligro que se acerca por los pinos del norte.
Uno de los colonos, un hombre alto y larguirucho de unos treinta y cinco años, con una gorra de John Deere y chaqueta de cuero, está de pie bajo el extremo de un enorme trozo de tela en el centro del pasto. Se atisban sus duras facciones entre las sombras de la tela de la gigantesca tienda de campaña. Supervisa a un grupo de adolescentes malhumorados reunidos bajo la tela.
—¡Venga, señoritas, agachad el lomo! —les grita por encima del repique de metal contra metal que inunda el aire helado.
Los adolescentes forcejean con una enorme viga maestra, el mástil central de lo que en esencia es una enorme carpa de circo. Encontraron la tienda en la Interestatal 85, tirada en la cuneta junto a una camioneta volcada que llevaba pintado un enorme payaso. Tenía una circunferencia de más de cien metros, y aquella enorme carpa manchada que olía a moho y a estiércol le pareció al hombre con la gorra de John Deere el pabellón común perfecto, un lugar en el que guardar las provisiones, mantener el orden y conservar algo parecido a la civilización.
—Tío, esto no va a poder soportar tanto peso —se queja uno de los adolescentes, un vago con chaqueta militar llamado Scott Moon. El pelo largo y rubio le cae sobre la cara y se ve el vaho de su respiración mientras resopla y forcejea junto a los otros chicos de su instituto, góticos tatuados y atiborrados de pendientes.
—Menos quejas, abuelitas. Aguantará —responde el hombre de la gorra con un bufido. Se llama Chad Bingham y es uno de los padres de familia del campamento. Tiene cuatro hijas: una de siete años, unas gemelas de nueve y una adolescente. Está infelizmente casado con una chica dócil y menuda de Valdosta, y se lo tiene por un hombre que imparte disciplina y autoridad, igual que su padre. La única diferencia es que éste sólo tuvo hijos. Tampoco tuvo que lidiar jamás con las tonterías femeninas, ni vérselas con sacos de pus putrefactos y carne muerta que se alimentan de los vivos. Así que ahora Chad Bingham está tomando el mando, está haciendo el papel de macho alfa…, porque como decía su papá: «Alguien tiene que hacerlo.»
Mira a los chicos.
—¡Sujetadlo!
—No se puede colocar más alto —gruñe entre dientes uno de los góticos.
—Tú sí que estás colocado —bromea Scott Moon, aguantándose la risa.
—¡Que lo sujetéis! —ordena Chad.
—¿Qué?
—¡He dicho que sujetéis el palo de las narices! —Chad desliza un pasador por una ranura de la madera. Las paredes exteriores de la descomunal carpa se estremecen bajo el viento otoñal con un ruido sordo constante, mientras otros chicos corren hacia las esquinas con vigas de refuerzo más pequeñas.
La parte superior cobra forma, y Chad puede ver el paisaje del claro por la entrada de la carpa. Contempla la hierba marrón caída de la dehesa, más allá de los coches con las capotas levantadas, más allá de las madres y de los niños que cuentan la mísera colecta de bayas y los restos de máquinas expendedoras, más allá de unas cuantas camionetas atiborradas de posesiones mundanas.
Por un momento, la mirada de Chad se cruza con la del hombre de color que tiene a unos treinta metros, cerca del extremo norte de la propiedad, que permanece alerta junto a Lilly Caul como si fuera el portero titánico de un club social de actividades al aire libre. Chad sabe que la chica se llama Lilly. No sabe nada más de ella, salvo que «la pava es amiga de Megan». Del hombre corpulento sabe aún menos. Chad lleva semanas cerca de él y no es capaz ni de recordar su nombre. ¿Jim? ¿John? ¿Jack? De hecho, Chad no sabe nada de toda esa gente, salvo que todos están bastante desesperados y asustados, y piden a gritos un poco de disciplina.
Pero desde hace tiempo, Chad y el tipo grande y negro han estado intercambiando miradas intensas, evaluándose el uno al otro, intentando averiguar de qué pie cojea cada uno. No han cruzado ni una palabra; sin embargo, Chad nota que lo desafía. El tipo grande podría ganar a Chad en un mano a mano, pero éste no permitiría que llegaran a ese extremo. Una bala del calibre 38 no entiende de tallas, y él tiene una en la Smith & Wesson 52 plateada que lleva en la espalda, en el cinturón ancho con tirante negro Sam Browne.
Sin embargo, una corriente de reconocimiento cruza como un relámpago la distancia que los separa. Lilly sigue arrodillada delante del hombre negro, golpeando con furia las estacas de la tienda, pero la mirada de él da signos de alarma y preocupación cuando se cruza con la de Chad. Se da cuenta poco a poco, por fases, como un circuito eléctrico al encenderse.
Poco después, los dos hombres llegarán a la conclusión, cada uno por su cuenta —ellos y todos los demás—, de que al plantar las tiendas en el claro no consideraron dos cuestiones fundamentales. La primera, que desde hacía una hora el ruido que estaban haciendo atraía a los caminantes. La segunda, y quizá más importante, la propiedad tenía un defecto muy grave.
Muy a su pesar, cuando todo hubo pasado, los dos hombres se dieron cuenta de que debido a la barrera natural del bosque, que llega hasta la cima de la colina, los sonidos de más allá llegan amortiguados, o casi ni llegan, silenciados por la topografía.
A decir verdad, una banda de música podría tocar a todo volumen y marchar por la meseta y los colonos no la oirían hasta tener los platillos delante de las narices.
A pesar de que todo ocurre con mucha rapidez, Lilly Caul sigue en la bendita ignorancia unos minutos más. El ruido de las voces y los martilleos cambia por el de los gritos de los niños. Ella sigue clavando estacas con furia, pensando que los berridos de los críos son un juego, hasta que Josh la coge del cuello de la sudadera.
—¡¿Qué…?! —Lilly se sobresalta y se vuelve para mirar con expresión de reproche al hombre corpulento.
—¡Lilly, tenemos que…!
Josh apenas consigue esbozar unas palabras cuando a cuatro metros de ellos una silueta oscura aparece a trompicones de entre los árboles. Josh no tiene tiempo para salir corriendo, ni para salvar a Lilly, ni para hacer nada, salvo arrancarle el martillo y apartarla de un empujón del peligro inminente.
Lilly cae, por instinto se hace un ovillo antes de volver a ponerse de pie con un grito ahogado en la garganta.
El problema es que al primer cadáver que se tambalea en el claro —un caminante alto y pálido, con un camisón mugriento de hospital y al que le falta medio hombro por el que asoman los tendones que se enroscan como gusanos— le siguen otras dos cosas de ésas. Una mujer y un hombre, ambos con un boquete irregular en el lugar de la boca, con los labios sin sangre supurando bilis negra y los ojos fijos y apagados, como botones.
Los tres avanzan con sus espasmos característicos, baten las mandíbulas, los labios cayéndoseles a trozos, como si fueran mordidos por pirañas, dejan al descubierto una dentadura ennegrecida.
En los veinte segundos que demoran los tres mordedores en rodear a Josh, «la ciudad de las tiendas de campaña» sufre un cambio rápido y espectacular. Los hombres van a buscar sus herramientas caseras, los que tienen pistolas se llevan la mano a las fundas improvisadas. Algunas de las mujeres más osadas cogen tablones de madera y ganchos, horcas y hachas oxidadas. Otras meten a los niños en los coches y en las cabinas de los camiones. Manos tensas echan el seguro de las puertas de los autos. Las aberturas traseras se cierran con un golpe.
Es extraño, pero los pocos gritos que se oyen —casi todos de los niños y de una pareja de ancianas que podría estar en las primeras etapas de la demencia— se apagan pronto para dejar paso a una calma inquietante, digna del equipo de entrenamiento de una milicia de novatos. En esos veinte segundos, los ruidos de sorpresa se convierten rápidamente en tareas para la defensa, en repulsión y en rabia canalizada en violencia controlada. Esta gente ya ha pasado por situaciones similares. La curva de aprendizaje es una realidad. Algunos de los hombres armados se despliegan hacia los límites del campamento, accionan con sangre fría los martillos percutores, cargan las escopetas con munición, apuntan el cañón de pistolas de exhibición robadas o de oxidados revólveres de familia. El primer tiro que se oye es el disparo seco de una Ruger del calibre 22, no es ni mucho menos el arma más potente del mundo, pero es precisa y fácil de disparar. El impacto lanza veintisiete metros hacia atrás la tapa de los sesos de una mujer muerta.
Cuando cae al suelo hecha un ovillo, la zombie apenas ha salido de entre los árboles, un bautismo de fluido sacro-craneal se derrama sobre ella en riachuelos espesos. Este derribo se produce en el segundo diecisiete del ataque. Todo empieza a suceder más de prisa después del segundo veinte.
En la esquina norte de la parcela, Lilly Caul se da cuenta de que está moviéndose, se pone de pie con la lentitud y rigidez de un sonámbulo. El instinto toma el control y de repente corre, casi sin querer, lejos de Josh, al que rápidamente rodean tres mordedores. Sólo tiene un martillo, y tres bocas putrefactas que se ciernen sobre él.
Mientras el resto del campamento se dispersa, Josh se vuelve hacia el zombie más cercano. Clava el extremo afilado del martillo en la sien de Camisón de Hospital. El sonido del hueso al romperse le recuerda al de una cubitera en el momento de quitar los cubitos. Brota materia gris, un chorro de podredumbre a presión acompañado de un silbido, y el antiguo paciente se desploma.
El martillo se queda atascado, un tirón lo arranca de las enormes manos de Josh cuando el zombie cae a tierra.
Al mismo tiempo, otros supervivientes se despliegan por las cuatro esquinas del claro. En el extremo más alejado de los árboles, Chad hace rugir su Smith plateada y le da en la cuenca del ojo a un anciano larguirucho al que le falta media mandíbula. El vejestorio gira envuelto en una neblina de fluidos rancios y cae sobre la hierba. Detrás de una fila de coches, el mástil de una tienda de campaña ensarta por la boca a una mujer que aúlla y la clava al tronco de un roble perenne. En el extremo este de la dehesa, un hacha abre un cráneo putrefacto con la misma facilidad con que se parte una granada por la mitad. A dieciocho metros, el disparo de una escopeta reduce a polvo el follaje y el torso del que fuera un hombre de negocios, que se hace añicos.
Al otro lado de la parcela, Lilly Caul, que todavía huye de la emboscada que se ha tragado a Josh, tiembla y se estremece ante la trampa mortal. El miedo le pincha la piel de la misma manera que lo hacen los alfileres, la deja sin aliento y se apodera de su mente. Ve al corpulento hombre negro de rodillas, intentando coger el martillo, mientras los otros dos mordedores corretean como arañas por la tela de la tienda hacia sus piernas. Sobre la hierba, fuera de su alcance, hay un segundo martillo.
Lilly da media vuelta y corre.
Tarda menos de un minuto en recorrer la distancia entre la hilera de tiendas que hay en los lindes de la dehesa y el centro del claro, donde dos docenas de almas débiles se han refugiado entre las cajas y las provisiones almacenadas bajo la carpa de circo a medio armar. Muchos vehículos están en marcha, envueltos en una nube de monóxido de carbono se acercan a la piña de gente. En la parte trasera de una camioneta, hombres armados protegen a las mujeres y a los niños, Lilly se agacha detrás de un viejo baúl. Los pulmones le piden aire y se le pone la carne de gallina por el miedo.
Se queda así durante todo el ataque, tapándose los oídos. No ve a Josh junto a los árboles agarrar el mango del martillo clavado en el merodeador caído, sacarlo en el último minuto y blandirlo contra el atacante más cercano. No ve cómo el extremo romo del martillo golpea la mandíbula del cadáver viviente, ni cómo la fuerza con la que Josh atiza el golpe lo hunde en el cráneo en descomposición. Lilly se pierde la última parte de la pelea; se pierde a la zombie a punto de clavar sus incisivos negros en el tobillo de Josh antes de que una pala le golpee en la coronilla. Varios hombres han conseguido llegar hasta él a tiempo para despachar al último monstruo. Sano y salvo, Josh rueda por la hierba, temblando por la adrenalina y por el susto de que haya faltado tan poco.
El ataque, que se desvanece en un suave zumbido de niños sollozando, goteo de fluidos y gases de la descomposición, no ha durado ni ciento ochenta segundos.
Más tarde, mientras arrastran los cuerpos al lecho de un arroyo seco que hay al sur, Chad y sus compañeros macho alfa cuentan un total de veinticuatro mordedores. Es un nivel de amenaza manejable… Al menos por ahora.
—Dios, Lilly, ¿por qué no te armas de valor y le pides disculpas al hombre?
La mujer joven, Megan, sentada en una manta fuera de la carpa de circo, mira el desayuno que Lilly no ha tocado.
Acaba de salir el sol, pálido y desvaído en el cielo despejado, un día más en la ciudad de las tiendas de campaña. Lilly, sentada delante de una vieja estufa Coleman, sorbe café instantáneo de un vaso desechable. En la sartén quedan los restos gélidos de unos huevos liofilizados, Lilly intenta librarse de los pensamientos de culpabilidad de la noche en vela. En este mundo no hay descanso para los que están agotados ni tampoco para los cobardes.
Alrededor de la voluminosa y andrajosa carpa de circo, ya montada del todo, se oye el trajín de otros supervivientes, casi como si el ataque del día anterior no hubiera sucedido. Hay gente llevando sillas plegables y mesas de camping al interior de la carpa por la enorme entrada de uno de los extremos (probablemente fuera por donde entraban los elefantes y los coches de los payasos), como si las paredes de la tienda palpitaran con las brisas y los cambios en la presión de aire. En otras partes del campamento algunas personas construyen más refugios. Los hombres se reúnen y hacen inventario de leña, agua embotellada, munición, armas y conservas. Las mujeres se encargan de los niños, las mantas, los abrigos y los medicamentos.
Un buen observador adivinaría una pequeña capa de ansiedad velada en cada una de esas actividades, pero no tendría del todo claro cuál de estos dos peligros es el más grave: los muertos vivientes o el invierno.
—Aún no sé qué voy a decirle —murmura Lilly, dando un sorbo a su café tibio. Las manos no han dejado de temblarle. Han pasado dieciocho horas desde el ataque, pero todavía se muere de vergüenza y evita todo contacto con Josh. No habla con él, está convencida de que la odia por haber salido corriendo y haberlo abandonado a una muerte segura. Josh ha intentado hablar con ella un par de veces, pero Lilly no se siente capaz de afrontarlo, y lo evita todo lo que puede alegando estar enferma.
—No hay nada que decir —insiste Megan mientras rebusca su pequeña pipa en los bolsillos de la cazadora vaquera. Aplasta una reducida cantidad de hierba en el extremo, la enciende con un Bic y le da una buena calada. Es una mujer joven, de veintitantos años, tiene el rostro alargado y astuto, enmarcado por rizos sueltos teñidos con alheña, y la piel color aceituna. Echa fuera el humo verde con un golpe de tos—. Quiero decir, sólo mírale. Es enorme.
—¿Qué demonios significa eso?
Megan sonríe.
—Significa que tiene pinta de poder cuidar de sí mismo.
—Eso no tiene nada que ver.
—¿Te acuestas con él?
—¡¿Qué?! —Lilly mira a su amiga—. ¿Lo dices en serio?
—Es una pregunta muy sencilla.
Lilly menea la cabeza.
—No voy a contestar a…
—Vamos, que no. ¿No es así? Lilly la perfecta. Buena hasta la médula.
—¿Quieres dejarlo ya?
—¿Por qué? —Megan sonríe satisfecha—. ¿Por qué no le has pegado un buen meneo? Con ese cuerpazo y las pistolas que tiene, seguro que…
—¡Basta! —Lilly monta en cólera, un dolor agudo y lacerante detrás del puente de la nariz. Las emociones a flor de piel, vuelve a temblar, y el volumen con el que habla la sorprende incluso a ella—. No soy como tú, ¿vale? No soy tan sociable como tú. Dios, Meg, ya he perdido la cuenta. ¿Con quién estás ahora?
Megan se queda mirándola un segundo, tose, luego da otra calada.
—¿Sabes qué? —Megan le ofrece la pipa—. ¿Por qué no le das una calada y te relajas?
—No, gracias.
—Es bueno para lo que te pasa. Te quitará ese grano en el culo.
Lilly se restriega los ojos y mueve la cabeza.
—Eres única, Meg.
Megan da otra calada y exhala el humo.
—Prefiero ser única a ser una mierda.
Lilly no dice nada, sólo sigue meneando la cabeza. La triste verdad es que a veces Lilly se pregunta si Megan no es precisamente eso, una mierda. Las dos chicas se conocen desde el último curso en el instituto Sprayberry, en Marietta. Entonces eran inseparables, lo compartían todo, ya fueran deberes o novios, pero luego Lilly puso las miras en una carrera y pasó un año en el purgatorio de la Escuela de Negocios Massey, en Atlanta, y luego se fue al Instituto Tecnológico de Georgia a hacer un máster en Administración de Empresas que más adelante abandonaría. Le hubiera gustado ser fashionista, quizá dirigir una empresa de diseño, pero en su primera entrevista para una muy codiciada beca en Mychael Knight Fashions no pasó de la recepción. El miedo, su viejo compañero, arruinó todos sus planes.
El miedo la hizo salir corriendo de aquel lujoso vestíbulo, la hizo rendirse y regresar a casa, a Marietta, y retomar la vida de tirada con Megan. Se sentaban en el sofá y veían reposiciones de reality shows de moda.
Sin embargo, en los últimos años algo había cambiado entre las dos. Era algo químico, Lilly lo sentía con tanta fuerza como si fuera una barrera idiomática. Megan carecía de ambición, de planes, de objetivos, y era feliz así, pero Lilly todavía tenía sueños. Quizá fueran sueños que habían nacido muertos, pero a fin de cuentas seguían siendo sus sueños. Nadie lo sabía, pero íntimamente deseaba ir a Nueva York y empezar a crear una página web o volver donde la recepcionista de Mychael Knight y decirle: «Ay, lo siento, he tenido que dejarlo durante un año y medio…»
El padre de Lilly se llamaba Everett Ray Caul. Era viudo y estaba jubilado, había sido profesor de matemáticas, y siempre animaba a su hija. Everett era un hombre amable y atento que crió solo a su hija, con ternura y cariño, cuando a mediados de la década de los noventa su esposa falleció a causa de un cáncer de pecho que la fue apagando lentamente. Sabía que Lilly esperaba más de la vida, pero también que necesitaba su amor incondicional.
El primer brote de zombies golpeó con fuerza el norte del condado de Cobb. Venían de zonas obreras, de los polígonos industriales de los bosques de Kennesaw, y se infiltraron sigilosamente entre la población como si fueran células malignas. Everett decidió coger a Lilly y huir en su viejo Volkswagen. Lograron llegar hasta la Autopista 41 antes de que el desastre los forzara a ir más despacio. A un kilómetro y medio al sur, encontraron un autobús interurbano que iba de un lado a otro recogiendo supervivientes por las calles menos transitadas. Estuvieron a punto de conseguir subir. Aún hoy en sueños la atormenta la imagen de su padre empujándola por la puerta del autobús rodeado de zombies.
El bueno de su padre le salvó la vida. La puerta de acordeón se cerró de golpe tras ella, y el cuerpo de Everett se deslizó hasta quedar tendido en el cemento, presa de tres caníbales. La sangre del anciano salpicó el cristal y se desparramó cuando el autobús arrancó. Lilly gritó hasta quedarse sin cuerdas vocales. Luego se quedó catatónica, mirando la puerta manchada durante todo el trayecto hasta Atlanta.
Que Lilly encontrara a Megan fue un pequeño milagro. En aquel momento, los teléfonos móviles todavía funcionaban y se las apañó para quedar con su amiga en los alrededores del aeropuerto de Heartsfield. Juntas emprendieron la marcha a pie, haciendo autostop en dirección al sur, ocupando casas abandonadas, centradas en sobrevivir. La tensión entre ambas se intensificó. Cada una a su manera parecía compensar el terror y la pérdida. Lilly se volvió introvertida. Megan, justo lo contrario. Casi siempre estaba colocada, hablaba sin parar y se tiraba a todo hombre que se cruzara por el camino.
Se unieron a una caravana de supervivientes a cincuenta kilómetros al suroeste de Atlanta. Eran tres familias de Lawrenceville que viajaban en dos monovolumen. Megan convenció a Lilly de que era más seguro manejarse en grupo, y ésta accedió a viajar con ellos. Durante las semanas que zigzaguearon por la región de la fruta, ella se mantuvo callada, pero Megan no tardó en tener planes para uno de los maridos. Su nombre era Chad y era el típico chico malo de toda la vida, con un pitillo Copenhagen entre los labios y tatuajes de la Marina en los brazos fibrosos. A Lilly la dejaba de piedra ver cómo el flirteo progresaba en medio de aquella pesadilla, y Megan y Chad no tardaron mucho en escabullirse entre las sombras para «desfogarse». Las amigas se distanciaron aún más.
Fue justo por aquel entonces cuando apareció Josh Lee Hamilton. Un atardecer, una manada de caminantes atrapó la caravana en el aparcamiento de un K-Mart y un titán afroamericano acudió al rescate desde las sombras de la zona de carga y descarga. Llegó como un gladiador morisco, blandiendo dos azadas que todavía llevaban las etiquetas colgando. Acabó fácilmente con media docena de zombies, y los miembros de la caravana se lo agradecieron con profusión. Él les mostró un almacén con armas de fuego y material de acampada sin estrenar en la parte trasera de la tienda.
Josh conducía una motocicleta y tras ayudarles a cargar las provisiones en los monovolumen, decidió unirse al grupo y seguir en moto a la caravana que avanzaba hacia la colcha de retales que formaban los huertos abandonados del condado de Meriwether.
Ahora Lilly empieza a arrepentirse del día en que accedió a montarse en la enorme Suzuki. Lo que siente por el hombre corpulento, ¿es una proyección de la pena por la pérdida de su padre? ¿Es un acto desesperado de manipulación en medio de aquel infierno? ¿Es tan vulgar y evidente como la promiscuidad de Megan? Lilly se pregunta si su acto de cobardía, el haber abandonado ayer a Josh en el campo de batalla, fue una profecía autocumplida, enfermiza, triste e inconsciente.
—Nadie ha dicho que seas una mierda, Megan —dice Lilly al fin con un tono de voz forzado y poco convincente.
—No hace falta que lo digas. —Megan, enfadada, golpea la pipa contra la estufa. Se endereza—. Ya has sugerido bastante.
Lilly se pone de pie. Se ha acostumbrado a los repentinos cambios de humor de su amiga.
—¿Qué problema tienes?
—El problema que tengo eres tú.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Da igual. Ya no puedo más —responde Megan. La ronquera que produce la hierba filtra el tono compungido de su voz—. Te deseo mucha suerte, nena… La vas a necesitar.
Megan se va a toda prisa hacia la fila de coches en el extremo este de la propiedad.
Lilly ve a su amiga desaparecer detrás de un remolque cargado de envases de cartón. Los otros supervivientes apenas se percatan de la riña. Algunos giran la cabeza, otros intercambian un par de frases en voz baja, pero la mayoría de los colonos se mantienen ocupados reuniendo y contando suministros, con expresión sombría y los nervios de punta. El aire huele a metal y a aguanieve. Se avecina un frente frío.
Lilly examina el claro con la mirada y por un momento tanta actividad la paraliza. La zona parece un mercadillo lleno de compradores y vendedores. Hay gente intercambiando provisiones, apilando madera y charlando. Al menos veinte tiendas pequeñas se alinean en la periferia de la propiedad, unas cuantas cuerdas de tender están atadas de cualquier manera entre los árboles, con prendas de los caminantes manchadas de sangre. Se aprovecha todo. La amenaza del invierno es una motivación constante. Lilly ve a unos niños saltando a la comba cerca de una camioneta, y a unos pocos chicos dándole patadas a una pelota de fútbol. El fuego arde en una barbacoa, la nube de humo flota por encima de los coches aparcados. El aire huele a grasa de beicon y a nogal quemado, olores que en cualquier otro contexto habrían recordado a un largo día de verano, a una barbacoa en el patio, a cenas en el jardín, a reuniones familiares.
Una ola de terror invade a Lilly al mirar el pequeño y bullicioso campamento. Ve a los niños jugando, a los padres trabajando para que el lugar funcione. Todos son alimento para zombies… De repente siente una punzada de certidumbre… Un vuelco de realismo.
Ve claramente que todos están condenados. El gran plan de construir una ciudad de tiendas de campaña en los campos de Georgia no va a funcionar.