Madrid, la tarde del mismo día
Andrea Rescaglio siempre tenía dificultades para entrar y salir de las estaciones de metro de Madrid cuando llevaba el chelo consigo, a causa de los tornos de acceso, y por eso solía optar por cubrir las distancias en taxi o en autobús. Pero la tarde era lluviosa, el tráfico se había espesado y el italiano no tenía intención de perder dos horas de su vida atrapado en un absurdo atasco sólo porque se le hubiera terminado la resina para el arco.
La única tienda de la ciudad donde siempre tenían en stock su marca preferida, Pirastro —para los buenos chelistas existía un abismo entre emplear uno u otro producto—, estaba a dos pasos de la estación de metro de Ópera, de manera que, aunque sabía lo engorrosa que iba a ser la entrada y la salida al suburbano, no se lo pensó dos veces y se zambulló en el subsuelo madrileño.
Nada más entrar, comprobó con desagrado el estado lamentable en que la huelga de empleados de limpieza del metro estaba dejando tanto los pasillos como los andenes de la terminal, por no hablar de las papeleras, que parecían estar a punto de desfondarse y caer al suelo estrepitosamente por el peso de las inmundicias apiladas sobre ellas. Si no dio media vuelta en el acto fue porque la posibilidad de llegar a la tienda de instrumentos cuando ésta estuviera ya cerrada, después de haber sufrido el martirio del tráfago madrileño, se le hacía aún más insoportable que tener que caminar a través de aquel vertedero.
Tal como había temido, la funda del chelo se le enganchó al salir de la estación en una de las barras del torno y Rescaglio tuvo que forcejear con el artilugio mientras blasfemaba en voz baja y en italiano, para no herir los oídos de los pasajeros que hacían cola impacientes detrás de él, esperando a que solucionase su pequeño contratiempo.
Nada más encaminarse a la puerta que le convenía, comenzó a escuchar música de violín, proveniente de uno de los pasillos de salida. Sonrió al recordar los tiempos en que él también había probado fortuna como músico callejero, cuando aún era un aprendiz del instrumento. Su sorpresa fue mayúscula cuando, al acceder al pasillo, en vez de tropezarse con un grupo de músicos de Europa del Éste —checos, húngaros y rumanos parecían haber logrado una clara preeminencia en el difícil repertorio de la música callejera para cuerda— se encontró con un par de muchachos que no tendrían más de trece años y que habían logrado llenar de monedas y billetes la caja del violín, que descansaba sobre el suelo con la boca abierta, como si fuera un sapo hambriento. La pieza, «Eight Days a Week», de los Beatles, sonaba bien afinada y a un tempo y con un swing que a Rescaglio le parecieron muy musicales. Uno de los dos chicos tocaba la melodía con el arco y el otro se había colocado el violín sobre el pecho, como si fuera una mandolina, y rasgueaba con la mano derecha los acordes de acompañamiento.
La canción estaba a punto de concluir y el italiano se detuvo un momento, intrigado por averiguar la reacción de los viandantes una vez que la pieza hubiera terminado. ¿Recibirían aquellos jovencísimos intérpretes la ovación que se merecían?
Pasados unos segundos, comprobó que no solamente eran festejados con aplausos, sino con gritos de «¡Bravo!» y «¡Otra!», a los que los dos chicos correspondieron con solemnes reverencias, como si fueran dos profesionales saludando al respetable desde el proscenio del Carnegie Hall.
Los improvisados espectadores permanecieron luego unos momentos a la espera, para ver si continuaba el espectáculo, pero al ver que los chicos destensaban los arcos y guardaban los instrumentos, continuaron su camino después de haberse aligerado los bolsillos de monedas, que depositaron en el interior de la caja.
Fue entonces cuando Rescaglio se dio cuenta de que el violinista que había llevado la voz cantante era Gregorio Perdomo, el hijo del inspector que estaba tratando de resolver el asesinato de su prometida.
—Hola, ¿te acuerdas de mí? —le dijo el italiano.
Habían tenido la ocasión de conocerse en la cafetería Intermezzo, junto al Auditorio Nacional, el día en que Ane Larrazábal había sido asesinada.
Por la sonrisa que le devolvió el muchacho, era evidente que sí.
—¡Claro, tú eres el novio de Ane! Pero no me acuerdo de tu nombre.
—Andrea. Aquí en España se ha puesto de moda bautizar así a las chicas, porque como acaba en a, la gente se piensa que es un nombre de mujer. Pero en Italia, si te diera por llamar Andrea a una niña, el cura se troncharía de risa; es como si aquí le pusieras Isabel a un varón solo porque el nombre acaba en el, como Miguel o Gabriel.
—No lo sabía —respondió divertido Gregorio—. Bueno, él es Nacho —añadió, volviéndose en dirección a su acompañante—. Está en el mismo curso de violín que yo.
El chelista le tendió la mano y se la sacudió efusivamente.
—Mucho gusto, Nacho. Me ha encantado lo poco que he podido oír. ¿De dónde habéis sacado los arreglos?
—¿Qué arreglos? Esto lo estábamos tocando de oído —respondió orgulloso Gregorio.
—¿En serio? —Rescaglio no podía disimular su asombro y admiración por aquellos dos mocosos—. ¡Pues entonces tiene todavía más mérito!
Los dos muchachos se inflaron como globos al escuchar semejantes halagos en boca de un músico profesional y bajaron un poco la mirada, como si tuvieran dificultades para digerir un elogio tan rotundo. Luego, Nacho miró el reloj y dijo a su compañero.
—Bueno, tú, yo me tengo que ir, que tengo tres mensajes de mi vieja en el móvil, y como no aparezca pronto, me va a matar.
El chico empezó a alejarse hacia el interior del metro cuando oyó que Gregorio le llamaba:
—¡Espera! ¿Qué hacemos con la pasta?
El otro titubeó, pero como quedarse a hacer el reparto suponía demorarse aún un rato, prefirió seguir su camino.
—¡Me lo das el próximo día! ¡Pero ojo, que sé cuánto hay!
Rescaglio se puso en cuclillas para ayudar al chico a guardar rápidamente la recaudación del día en uno de los compartimientos de la funda del violín y luego le preguntó:
—¿Tú también tienes prisa?
—No, mi padre está de viaje, así que puedo hacer lo que me dé la gana.
—Entonces, te invito a algo. Así charlamos un poco de música. ¿Me acompañas antes a comprar resina? Te va a gustar la tienda de música que hay al lado de esta estación de metro. ¡Tienen de todo!
—¿Scherzando? La conozco de sobra, ¿no ves que vivo aquí cerca?
—¡Qué suerte! Éste es un barrio muy musical, ¿sabes? No solamente vives junto al Teatro Real y a la mayor tienda de partituras e instrumentos musicales de la ciudad, sino que en el Palacio Real se custodia una colección fabulosa de Stradivarius. La joya de los Stradivarius del Real —explicó en voz baja Rescaglio al chico, como si le estuviera suministrando información confidencial— no es uno de los cuatro instrumentos ornamentados del cuarteto, sino un violonchelo de 1700 que compró Carlos III. No tiene grecas ni grifos que lo adornen, y aun así está considerado uno de los Stradivarius más importantes del mundo.
»¿Y sabes qué? En más de una ocasión he soñado que entraba en el Palacio Real y robaba el violonchelo.