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El despacho de Joan Lledó, situado en el último piso del Auditorio era un lugar agradable, bien iluminado, con una confortable moqueta de color marrón claro sobre la que reposaba un piano de media cola, con la tapa bajada y atestada de partituras. La mesa de trabajo, colocada al fondo, se había quedado pequeña en relación con el número de libros y papeles que tenía que soportar, apilados a tantas alturas que Perdomo sintió que incluso un ligero estornudo podía hacer que varias de las torres de papel se precipitaran al suelo. En una de las esquinas había una especie de bloc gigantesco de trabajo, pinzado sobre un atril, en el que figuraba el calendario de ensayos y conciertos de los días siguientes. Además de la luz, que entraba a raudales por los amplios ventanales cubiertos por unos delgadísimos estores, a Perdomo le gustó el ambiente de trabajo que se respiraba allí dentro, muy alejado de esos despachos de notario, de mesa impoluta y perfectamente ordenada, que sus propietarios sólo utilizaban de Pascuas a Ramos para estampar una ampulosa firma por la que cobraban, además, un potosí. Lledó le informó de que tenía que hacer una llamada telefónica y Perdomo aprovechó el minuto y medio que su interlocutor permaneció ocupado, en curiosear por las fotos y diplomas que había colgados de una de las paredes.

La mayoría eran retratos del propio director en compañía de otros músicos, principalmente solistas, a los que Perdomo no conocía. No faltaba tampoco la manida fotografía con el rey, que el policía había contemplado ya en tantos despachos de trabajo que empezaba a preguntarse si no habría que considerar un signo de distinción el hecho de no tener expuesta la efigie del monarca español, quien, por otro lado, no se distinguía precisamente por su afición a la música.

El policía pensaba que había agotado ya el recorrido visual por aquel variopinto muestrario de imágenes, cuando dos pequeñas fotografías en blanco y negro captaron de repente su atención e hicieron que el bienestar que había sentido hasta entonces se transformara en una más que justificada inquietud.

Eran dos fotografías de Adolf Hitler.

En la primera de ellas no se veía muy bien el rostro del siniestro dictador, que estaba de espaldas junto a toda la plana mayor del Tercer Reich, asistiendo a un concierto en un auditorio faraónico, presidido por el tétrico pendón de la esvástica; pero en la segunda foto era claramente identificable su figura, en el momento de saludar a un director de orquesta que se agachaba desde lo alto del escenario para darle la mano.

Perdomo no se había dado cuenta de que Lledó había terminado de hablar por teléfono y se sobresaltó cuando oyó su voz detrás de él, a pocos centímetros de distancia. Olía a colonia dulzona, aunque no supo establecer la marca.

—Es Wilhelm Furtwängler —explicó—, uno de los más grandes directores de orquesta de todos los tiempos. Con la llegada de los nazis al poder, muchos de sus colegas optaron por el exilio. Él en cambio decidió quedarse, y luego tuvo que dar infinidad de cuentas a los aliados, durante el proceso de desnazificación, que comenzó al terminar la guerra. Observe atentamente las dos fotos: en esta de aquí, le vemos tocando el último movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven en el cumpleaños de Hitler. En esta otra, el dictador le felicita con el saludo nazi al terminar un concierto y Furtwängler no le corresponde, sino que le tiende la mano, evitando el saludo oficial. ¿Cuál de las dos diría que es anterior a la otra? —preguntó Lledó con la expresión malévola de un profesor decidido a cazar a un alumno díscolo a cualquier precio.

—No tengo la menor idea. Yo diría que ésta —se aventuró Perdomo señalando la foto del cumpleaños de Hitler.

—¿Por qué?

—No lo sé. Simplemente me ha parecido más antigua.

—La mayoría de las personas a las que he planteado esta pregunta elige la misma que usted, porque prefiere pensar que el músico hacía el juego a los nazis al principio, pero que luego, cuando empezaron a hacerse públicos los horrores de los campos de concentración y del genocidio judío, se distanció de ellos y se negaba incluso a emplear el Hail Hitler.

—¿Y no fue eso lo que ocurrió?

—Lo que ocurrió no lo sabremos nunca con certeza. Si hemos de hacer caso de estas fotos, más bien parece que sucedió lo contrario. La fotografía en la que Furtwängler se niega a levantar el brazo es anterior a la otra, en la que, como un corderito obediente, el director accede a tocar el cumpleaños feliz a un monstruo con millones de víctimas a sus espaldas. Tal vez pensó que iba a poder resistir las presiones políticas, que iba a ser capaz de combatir al régimen desde dentro. Si le interesa el tema —dijo Lledó cogiendo un libro de la mesa, en un gesto que provocó un derrumbe masivo de papeles— le recomiendo esta reciente biografía de Furtwängler titulada The Devil's Music Master, es decir «el maestro del diablo».

Perdomo no trató de disimular la sorpresa que le acababa de provocar el título del libro.

—¿El… diablo?

—Hitler. Como sin duda sabrá, no hay personaje en la historia que haya sido más asociado a Satanás que el dictador alemán.

—¿Cree de verdad que Hitler era la encarnación del diablo?

—Lo creen los que saben de esto más que nosotros, inspector, los exorcistas del Vaticano. El más famoso de todos ellos, el padre Gabriele Amorth, dijo hace poco que el demonio no sólo existe, sino que es capaz de poseer a pueblos enteros. Él sostiene que los nazis actuaron de manera tan salvaje e inhumana porque estaban poseídos por el diablo. Obviamente, el Führer, Adolf Hitler, era el primero de la lista.

Perdomo hizo un par de preguntas a Lledó sobre los nazis y el holocausto judío, para ver por dónde iban sus simpatías políticas, pero el director se zafó con evasivas. Luego añadió:

—Es muy fácil decir ahora, en plena democracia: yo jamás sería cómplice de una dictadura, nunca colaboraría con ellos. Pero imagínese que en España volviésemos a caer en un régimen totalitario. ¿Abandonaría la policía, inspector? Sé que tiene un hijo, que estaba el otro día en el concierto. ¿Pondría en peligro su bienestar, su educación, incluso su vida, para evitar que le acusaran de colaboracionismo? ¿O procuraría seguir ejerciendo su trabajo de la manera más digna y más profesional posible?

—Lo cierto es que…

—Lo cierto es que no hay manera de saberlo, hasta que no llega el momento —zanjó el músico—. Todos los seres humanos somos capaces de lo peor y de lo mejor, de lo más abyecto y de lo más sublime. La propia esvástica —dijo dando un par de golpecitos sobre el cristal que protegía la fotografía— se ha convertido en uno de los símbolos más abominables de la historia, y sin embargo, la palabra swastika, que es de origen sánscrito, quiere decir «buena suerte», y ha llegado a representar, a lo largo de la historia, conceptos muy elevados, que nada tienen que ver con la ideología nazi. Lo mismo podría decirse del violín: puede ser el instrumento más romántico del mundo, pero en manos de un compositor como Bernard Herrmann, por ejemplo, ya sabe, el que escribió la banda sonora de Psicosis, se transforma en un instrumento de muerte y destrucción.

Lledó acercó la boca a la fotografía en la que se veía a Hitler más claramente y humedeció al Führer con su aliento. Luego, pasó la manga por el cristal para quitar una hipotética mancha del mismo y dijo:

—¿Sabía que el Vaticano estaba tan convencido, incluso en los años cuarenta, de que Hitler estaba poseído por el diablo, que Pío XII intentó un exorcismo a larga distancia? No dio resultado, como es obvio, aunque nunca sabremos si fue porque el demonio de Hitler era demasiado enemigo para el pobre Pío XII o porque los exorcismos hay que llevarlos a cabo con el endemoniado de cuerpo presente. Pero supongo que no ha venido hasta aquí para que le hable de posesiones diabólicas, sino para saber si soy su hombre, ¿no es así?

—Yo no lo plantearía de forma tan tajante —contestó Perdomo.

—He leído en la prensa que la persona que mató a Ane Larrazábal conocía bien las artes marciales. ¿Puedo preguntarle cómo han llegado a esa interesante conclusión?

—Está en el informe forense, pero no me parece que debamos comentar ahora esos detalles.

El director invitó a Perdomo a sentarse en un tresillo para visitas que había en un rincón del despacho y, tras coger un mando a distancia que reposaba sobre la mesita baja de cristal que tenía delante, lo apuntó hacia un equipo estéreo. El concierto La Campanella, de Paganini, en versión de Ane Larrazábal con la Orquesta de la Gewandhaus de Leipzig, empezó a sonar a un volumen excesivo, que Lledó se apresuró a bajar al mínimo.

—¿Sabe cuál es mi lema en la vida? Odia el deporte y compadece al deportista.

—Eso tiene gracia —concedió Perdomo.

—No he pisado jamás un gimnasio, y mucho menos una escuela de karate. No soy su hombre, inspector, le invito a comprobarlo.

—Me alegra oírlo. ¿Asistió a la primera parte del Concierto de Paganini?

—Por supuesto. Estaba en el entresuelo, me gusta más ver los conciertos desde ahí.

—¿Recuerda lo que hizo después, durante el descanso?

—Fui derecho al camerino de Ane Larrazábal para felicitarla por su actuación. Pero no estaba allí.

—¿Cómo lo sabe? ¿Estaba abierta la puerta?

—Estaba cerrada, pero no con llave. Tras golpear un par de veces con los nudillos y no obtener respuesta, pasé sin llamar y vi que no había nadie, así que pensé que ya se había marchado.

—¿No trató de preguntar a un conserje?

—Sí, pero ninguno supo darme explicaciones sobre su paradero.

—Cuando yo llegué a la Sala del Coro, usted ya estaba en la puerta. ¿Quién le informó de que se había producido el crimen?

—El maestro Agostini, que fue el que descubrió el cuerpo. Inspector, no sé muy bien qué idea tiene en la cabeza, pero déjeme que le aclare algo: ignoro a qué extremos podría llegar en un momento dado para conseguir un Stradivarius como el de Ane Larrazábal. Pero créame si le digo que jamás, ¿me oye?, jamás me atrevería a segar la vida de una artista de su calibre. Escuche —dijo volviendo a subir el volumen del equipo estéreo—, fíjese ¡qué fuego en la cadenza!

Tras escuchar durante cerca de un minuto la fantástica grabación del Concierto de Paganini, Perdomo extrajo del bolsillo de la americana una fotocopia de la partitura que se había encontrado en el camerino de la violinista y se la mostró a Lledó, que encendió una lámpara que tenía junto a él, se colocó sus gafas para vista cansada y la estudió con detenimiento.

—Es música para piano. ¿De dónde ha salido?

Perdomo le puso al corriente y añadió:

—Disculpe, no sé leer música. ¿Por qué dice que es para piano?

—Dos pentagramas, ¿lo ve? El de arriba en clave de sol, para la mano derecha; el de abajo en clave de fa, para la izquierda. Parece estar o en la menor o en do mayor, porque no tiene alteraciones en la armadura.

—¿Le suena de algo esta música?

—No la había oído en mi vida. ¿Por qué piensa que puede ser una pista? A mí me parece un fragmento musical sin el menor interés.

—Un colega mío, el inspector Mateos, resolvió recientemente un caso en el que la clave era un mensaje alfanumérico encriptado en una partitura.

—Ah, sí, el caso de la Décima Sinfonía de Beethoven. Fue muy comentado el año pasado. ¿Y piensa usted que esto puede consistir también en un acertijo musical como el que resolvió el musicólogo Daniel Paniagua?

—Estamos trabajando sobre esa hipótesis. Quiero que la estudie con calma en su casa y me diga si esas notas pueden tener sentido como mensaje extramusical.

Lledó dobló cuidadosamente la partitura y la guardó en su bolsillo.

—Si saco algo en limpio, ¿cómo me puedo poner en contacto con usted?

El policía le dio una tarjeta de visita y Lledó la guardó en el bolsillo de la americana, mientras se pasaba la lengua un par de veces por las encías superiores, provocando un sonido húmedo y viscoso, que al policía le pareció intolerablemente obsceno.