Capítulo 33

1

Descubrió que, en realidad, no quería cambiar el Almacén.

Cuando lo veía desde fuera, no se había percatado de lo que conllevaba ser director del Almacén. No había comprendido las exigencias rigurosas del puesto. Había cuotas de ventas que se debían alcanzar, nóminas que se debían pagar, personas que debían recibir formación y orientación, mil decisiones diarias que debían tomarse. Por mucho que le costara admitirlo, el Almacén era el motor que impulsaba la ciudad, y eso significaba que toda la economía de Juniper descansaba ahora sobre sus hombros. No renegaba de sus inquietudes de antes, pero ahora se daba cuenta de que había que contraponer el perjuicio de unos pocos a las necesidades de muchos.

Por supuesto, jamás aprobaría lo ocurrido en el pasado: las desapariciones, los incendios, la destrucción sistemática de enemigos y rivales. Pero, como había dicho King, eso ya estaba hecho. Era el comienzo de un nuevo día, y él iba a legitimar el Almacén en Juniper.

Repasó algunas de las prácticas del Almacén, aquellas que le parecían algo sospechosas, pero al examinarlas más atentamente, descubrió que todas ellas eran necesarias. No le gustaba la idea de tener una pantalla de vigilancia en cada rincón de la Planta, de permitir que hubiera empleados que observaban hasta los actos más íntimos de los clientes, pero los hurtos eran un problema importante para cualquier vendedor y constituían la principal fuente de pérdidas de ingresos. Además, si bien la gente necesitaba tener privacidad en casa, no había razón para que la necesitara cuando estaba en el Almacén comprando.

La idea de los guías también lo irritaba, pero comprendía que a pesar de sus prejuicios personales en contra de ellos, eran un instrumento de venta válido que permitía a los clientes, en especial a los mayores, encontrar fácilmente lo que estaban buscando. Los guías lograban que comprar fuera más rápido y eficiente.

A todos los niveles, las cosas que antes le habían parecido mal, no sólo resultaron ser legítimas y valiosas, sino indispensables.

Las políticas del Almacén no eran tan malas como había creído.

Por su parte, Ginny no se mostraba nada entusiasmada. Disentía de sus decisiones incluso después de que se las explicara, y parecía pensar que se había vendido, que le habían lavado el cerebro en Dallas.

«El mejor sexo de su vida».

Todavía lo amaba, desde luego, y estaba contenta de que hubiera vuelto; pero recelaba de él, no era abierta y sincera como antes, y Bill se prometió que cuando hubiera metido en vereda al Almacén, se dedicaría a recomponer su relación.

Le debía eso por lo menos.

En el Almacén, contrató personal para sustituir al señor Lamb, al señor Walker y al señor Keyes. Despidió a algunos de los empleados que no se adaptaban y los reemplazó por otros que aceptaran mejor las órdenes.

No había logrado reunir el valor para reunirse con los directores nocturnos. Seguía teniéndoles un poco de miedo, y aunque hacían bien sus supervisiones nocturnas, y los informes que le dejaban cada mañana en su mesa eran minuciosos y fáciles de seguir, no podía evitar pensar en lo que había visto en Nuevo México, en los rumores que Shannon le había contado. Era su jefe, sí, pero no los entendía y no sabía cómo tratarlos ni qué hacer con ellos.

Aun así, formaban parte de su establecimiento, de su responsabilidad, y como King le había enseñado, tenía un poder absoluto sobre ellos. Debería sacar partido de eso y tratar de incorporarlos a su estrategia directiva.

Se sentó toda una mañana en su despacho para leer El equilibrio del director e intentar averiguar todo lo posible sobre los directores nocturnos. No había ninguna pista sobre su origen, claro, pero había ejemplos de cómo usarlos, además de una descripción detallada de las órdenes que controlaban sus acciones.

Desde su vuelta, había querido cambiar la ubicación de dos departamentos. Creía que Calzado y Moda Infantil no estaban donde deberían estar. Pero intercambiarlos, trasladar todos los productos y los accesorios del uno al otro llevaría mucho tiempo y exigiría mucho esfuerzo. Tendría que interrumpir el funcionamiento normal un día e incomodar a los compradores, o pagar horas extra a los empleados para que se quedaran tras su turno a hacer ese trabajo.

Pero entonces cayó en la cuenta de que podrían hacerlo los directores nocturnos.

Era una solución legítima a un problema legítimo que, además, le permitiría empezar a utilizar a los directores nocturnos y tantear así la situación.

Cerró El equilibrio del director, se recostó en el sillón y contempló el techo. Una parte de él quería que lo acompañara alguien, un subordinado, pero sabía que estaba siendo débil y que se trataba de algo que tenía que hacer solo.

Inspiró y se obligó a levantarse del sillón tras recoger El equilibrio del director.

Bajó en el ascensor a la sala que ocupaban los directores nocturnos.

El aire parecía más frío, la luz del comedor más tenue que la otra vez. No estaba exactamente asustado, pero se sentía incómodo, y se quedó cerca de la puerta abierta del ascensor mientras dirigía la vista hacia las mesas donde estaban sentadas las figuras vestidas de negro.

Como la otra vez, tenían delante tazas de café. Y, también como entonces, las fisuras permanecían quietas mirando al frente, sin beber, sin tocar siquiera las tazas.

Deseó que Newman King estuviera allí con él.

Se humedeció los labios, secos de repente, y abrió El equilibrio del director por la página que había señalado. Carraspeó y gritó:

—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!

Los tres directores nocturnos que estaban más cerca de él se levantaron.

Bill avanzó despacio y se paró al llegar al borde de las mesas. Miró de nuevo el libro y dio tres puntapiés seguidos en el suelo.

El cuarto director nocturno se volvió hacia él.

Era Ben.

Bill dio un respingo y tuvo que contenerse las náuseas. De repente, le fallaron las fuerzas. Miró a su amigo. El rostro del director del periódico había perdido todo el color, toda emoción o expresión, todo rastro de humanidad. De los antiguos rasgos de Ben, sólo quedaba una expresión atontada y un comportamiento automático idéntico al de los demás directores nocturnos.

Contempló los ojos vacíos de su amigo y no vio nada en ellos. Se sintió vacío a su vez, perdido. Un pesar profundo estaba amenazando con apoderarse de él, una sensación amarga que sabía que sería insoportable, así que cedió a las otras emociones que sentía en esos momentos: odio y rabia. Un odio ciego y una rabia inmensa dirigidos no sólo hacia Newman King, sino hacia él mismo.

¿Qué había estado haciendo? ¿A quién había estado engañando? Ginny tenía razón. Lo habían embaucado, lo habían corrompido. El Almacén no había cambiado. El Almacén no podía cambiar. Él había cambiado. Se había tragado todas aquellas tonterías y se había convencido a sí mismo de que el Almacén no era como él creía, como sabía que era. Se había tapado los ojos y había racionalizado su implicación. Lo había seducido el poder, el lujo…

… el mejor sexo de su vida…

…las promesas de Newman King. Y si bien sus motivos iniciales habían sitio buenos, había aceptado su nuevo empleo sin pensar, sin plantearse las consecuencias morales. Hasta había empezado a creerse las mentiras utilizadas para perpetuar el reinado del Almacén.

Pero eso se había acabado.

Ahora veía el Almacén tal como era, tal como siempre había sido, y se detestaba a sí mismo por desviarse del camino, por ir en contra de lo que sabía que estaba bien. No sólo había traicionado a Ginny, sino también a Ben, a Street, a la ciudad.

A él mismo.

Pero no iba a dimitir. No iba a dejarlo. Iba a regresar a su plan original. King le había dado total autonomía sobre el Almacén de Juniper, e iba a usarla para que las cosas volvieran a ser como antes. Iba a despojarlo de su poder e invertir los cambios que había hecho en la ciudad. Iba a reducir el Almacén hasta que fuera lo que debería haber sido desde el principio: un comercio minorista. Nada más y nada menos.

Había sido el propio Ben quien lo había llevado hasta ese punto, quien le había hecho darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, y al mirar a su amigo volvió a sentir el vacío y la tristeza.

Avanzó, puso una mano en el hombro de Ben y notó el frío a través de las capas de tela negra.

—Gracias —le dijo en voz baja.

El director nocturno no respondió.

Esa tarde convocó una reunión con todos los empleados del Almacén: directores de departamento, guías, mozos de almacén, secretarias, administrativos, cocineros, camareros, personal de seguridad… Lo primero que les dijo fue que ya no llevarían uniforme. Todo el mundo tendría que ir bien vestido (faldas para las mujeres, camisa y corbata para los hombres), pero se acabaron los uniformes. En su lugar, todo el mundo recibiría una etiqueta de identificación.

Hubo murmullos y susurros, expresiones de sorpresa e incredulidad, y Bill captó la mirada de Holly. Vio que ésta le son reía y levantaba el pulgar en señal de aprobación.

Añadió que ya no habría guías. Al oírlo, hubo protestas, pero explicó que tampoco habría despidos. No se echaría a ningún empleado que quisiera trabajar para el nuevo Almacén. Se asignaría a los guías otras funciones. Se les encontraría un puesto.

La reunión duró casi toda la tarde. No fue un mero discurso, sino un auténtico diálogo, y aunque al principio había cierta reticencia a hablar, logró que casi todos participaran en el debate. Les convenció de que realmente iba a cambiar el funcionamiento del Almacén, y también de que sus aportaciones eran valiosas y necesarias, ya que él no conocía con detalle cómo funcionaba todo y les agradecería sus comentarios, sugerencias y ayudas para modificar el lugar de trabajo.

Esa noche regresó a casa cansado pero contento, y le contó a Ginny lo que había pasado. Su mujer se quedó horrorizada al oír lo de Ben, pero le entusiasmó saber que por fin iba a reducir el dominio del Almacén en la ciudad y a desmantelar su feudo.

—¿Crees que puedes hacerlo? —preguntó.

—Ya lo verás.

Le llevaría algo de tiempo analizar la complicada red que había tejido el Almacén, averiguar todos los servicios municipales de los que se había apoderado, todo el trabajo que se le había subcontratado, todos los demás negocios que la empresa financiaba y supervisaba, pero Bill se comprometió a descubrirlo todo y a rectificarlo.

Cerró el Almacén una semana para hacer inventario. Los empleados, en equipos de dos, catalogaron todos los productos y él repasó personalmente la información en su PC. Eliminó secciones enteras del establecimiento, devolvió artículos al depósito central de la cadena y los sustituyó por otros más adecuados de distribuidores tradicionales hasta que el inventario del Almacén fue más acorde con el de los comercios corrientes.

—¿No te parece que King va a poner fin a todo esto? —le preguntó Ginny una noche—. ¿No crees que se enterará y vendrá a por ti?

—Lo intentará.

—No puedes luchar contra alguien así —agregó ella mientras lo abrazaba—. Contra algo así. Es muy poderoso.

—No te preocupes —la tranquilizó.

—Es que no quiero que te pase nada —dijo Ginny, y se interrumpió antes de añadir—: Ni a Sam. —Bill la miró—. Está trabajando en las oficinas centrales. Sólo Dios sabe qué le hará cuando se entere —añadió Sinny.

—Dijo que podía hacerlo —aseguró Bill—. Fue así como me embaucó para que trabajara para él. Dijo que el Almacén de Juniper era mío y que podía hacer lo que quisiera con él.

—¿Y si cambia de opinión?

—Ya me ocuparé de ello cuando ocurra.

Durante los siguientes tres días despidió a veintiséis personas; una tercera parte de la plantilla del Almacén. No confiaba en ellas, no creía que pudieran adaptarse, estaba seguro de que preferían los métodos de King y no quería que trabajaran para él. Esa era una de las ventajas de tener un poder absoluto sobre su Almacén: no necesitaba esgrimir motivos legítimos para despedir a alguien, no necesitaba tener una razón válida. Podía simplemente echarlos y prohibirles la entrada al establecimiento. Cuando dijo a algunos de los empleados más agresivos que ya no contaba con sus servicios y les ordenó que se marcharan sintió cierta satisfacción, recuperó apenas aquella sensación de poder, pero se negó a disfrutarla, se obligó a mantenerse imparcial y pensar en el bien de la ciudad y no en su pequeña gratificación emocional.

Quedaron por resolver algunas cosas. Los forasteros de paso, por ejemplo. Y nadie le dijo adonde habían llevado a los indigentes que habían recogido durante las limpiezas ni qué les había ocurrido. Se lo preguntó a todo el mundo, pero todos le aseguraron ignorarlo.

Puede que fuera mejor así.

No estaba seguro de querer saberlo.

Y también estaban los directores nocturnos.

Eran uno de los problemas importantes. No había bajado a su comedor desde que vio a Ben. Se había mantenido alejado adrede de ellos, pero sabía que no podía evitarlos para siempre. Seguían rondando por el Almacén de noche para revisar qué pasaba e informar de ello, y sus informes eran cada vez menos objetivos. No se extraían conclusiones, no se usaban adjetivos, sólo hechos y cifras, pero la forma en que se presentaban aquellos hechos y cifras denotaba crítica, y Bill sabía que alguna vez tendría que enfrentarse con ellos.

El viernes bajó de nuevo al comedor, esta vez con Ginny, y aunque ella quería ver a Ben, hizo que se quedara junto a la puerta del ascensor y prefirió que los directores nocturnos no se movieran de su posición estática en las mesas. Había leído y releído El equilibrio del director y no había encontrado nada sobre despedir o descartar a los directores nocturnos, y sabía que si iba a deshacerse de ellos, tendría que ingeniárselas solo.

Ginny y él estaban junto a la pared contemplando la larga habitación mal iluminada.

—Son más espeluznantes aún de lo que me había imaginado —comentó Ginny con un escalofrío.

Bill asintió.

—¿Están… muertos?

—No lo sé —admitió Bill—. Creo que no, pero… no sé qué son.

—Tal vez deberíamos hablar con Ben para intentar refrescarle la memoria.

—No —repuso Bill con sequedad.

—¿Los has mirado a todos? A lo mejor hay más personas que conocemos… que conocíamos.

Ahora fue Bill quien se estremeció.

—Hagamos lo que tenemos que hacer y marchémonos de aquí. —Carraspeó e inspiró hondo—. Están despedidos —anunció levantando la voz—. Todos ustedes. —Los directores nocturnos permanecieron inmóviles. Tras unos segundos, Bill añadió—: ¡Ya no trabajan para el Almacén!

No obtuvo respuesta.

—¡Les libero de sus deberes! —insistió.

Nada.

—¡Váyanse de aquí! ¡Márchense! ¡Abandonen las instalaciones del Almacén! ¡Largo!

—No funciona —comentó Ginny.

—¡Ya lo veo! —se quejó Bill.

Ginny se apartó de él.

—Perdona —se disculpó de inmediato—. Es que… perdona.

Ginny asintió, y era evidente que lo comprendía.

—¿Tienes alguna idea? —le preguntó Bill.

—¿Fuera? —sugirió ella.

—¡Fuera! —repitió en voz alta.

Nada.

Siguió gritando órdenes, chillándoles, pero sólo logró que un grupo de directores nocturnos que estaba en el centro se acercara a la encimera de acero inoxidable junto a los fogones.

—Vámonos —pidió Ginny—. No me gusta estar aquí.

Bill asintió, abatido, y los dos volvieron a entrar en el ascensor.

Durante los segundos que tardó en cerrarse la puerta del ascensor, Bill vio que el grupo de directores nocturnos se alejaba de los fogones y volvía con los demás llevando otras tazas de café.

Por su cuenta.

2

Unos días atrás había levantado el toque de queda, y la gente podía volver a salir de noche, aunque seguía habiendo miedo. Esa noche, al volver en coche a casa, constató que la calle estaba vacía y no se veían vehículos, ni siquiera en el centro.

Dentro de unas semanas tenían que celebrarse unas nuevas elecciones municipales, pero nadie había anunciado todavía su candidatura.

Después de lo que les había ocurrido a los dos últimos candidatos, quizá la gente creyera que los cargos estaban malditos.

Ginny y Shannon lo estaban esperando en casa y cenaron todos juntos. Pastel de carne con puré de patatas. Intentaron estar alegres, pero como siempre la ausencia de Sam era más sentida a la hora de las comidas, y se fueron apagando hasta dedicarse cada uno a pensar en lo suyo.

No tenían noticias de ella desde su traslado a Dallas, y Bill rezaba para que no le hubiera sucedido nada.

Las clases habían empezado el día anterior, y Ginny ya tenía trabajos que puntuar y Shannon deberes que hacer, así que se pasó la velada solo, atontándose el cerebro con un videojuego en el PC.

Cuando estaba en el cuarto nivel de Alienblaster, Ginny irrumpió en la habitación y cerró la puerta. Se dirigió a toda prisa hacia la ventana y descorrió las cortinas.

—¿Qué pasa? —dijo Bill.

—Los directores nocturnos.

Bill se levantó.

—¿Qué? —preguntó sorprendido.

Ginny se volvió hacia él, totalmente pálida.

—Mira fuera.

—No veo nada —aseguró tras obedecerla.

—Apaga la luz.

Lo hizo y volvió a mirar por la ventana. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, pudo verlos, detrás de los árboles, como su mujer le había dicho.

Los directores nocturnos.

Estaban vigilando su casa.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo y se le puso la carne de gallina.

—¡Nos están vigilando! —exclamó Ginny mientras corría de nuevo las cortinas.

—Me están vigilando a mí —reflexionó Bill tras inspirar hondo.

—¿Puedes ordenarles que se vayan?

—Debería poder hacerlo —asintió Bill—. Pero yo no les ordené que vinieran.

—Y ¿qué significa eso?

—Creo que significa que King viene para acá.

—¿Qué va a hacer?

—No lo sé. —Bill recogió los zapatos y los calcetines del suelo—. Pero será mejor que vaya al Almacén a reunirme con él.

Ginny lo sujetó por un brazo.

—¡No! —exclamó—. ¡No puedes ir!

—Tengo que hacerlo —repuso Bill, que se zafó de ella.

—Pero ¿y si…?

—Tengo que hacerlo —repitió. Salió de la habitación y recorrió el pasillo deprisa. Se paró en el salón para ponerse los calcetines y los zapatos, y comprobó que todas las puertas y ventanas estuvieran bien cerradas—. ¿Todavía tienes ese bate de béisbol en alguna parte?

Ginny, que lo había seguido hasta el salón, asintió.

—Ve a buscarlo. Por si acaso.

Shannon había bajado al salón.

—¿Qué hacéis? ¿Qué pasa?

—Los directores nocturnos —explicó Ginny—. Han rodeado la casa.

—¡Oh, Dios mío! —Shannon se echó a llorar—. ¡Oh, Dios mío! Lo sabía. Lo sabía.

—No te pongas nerviosa —le pidió Bill—. Me voy al Almacén. Espero que me sigan. Creo que por eso están aquí.

—¿Qué va a pasar?

Bill inspiró con dificultad antes de responder:

—Creo que Newman King quiere verme.

Los sollozos de Shannon cobraron más fuerza. Cruzó corriendo el salón y rodeó con los brazos a su padre.

—¡No vayas! —suplicó—. Es una artimaña. Es una trampa.

—Tal vez tendrías que esperar hasta mañana por la mañana —sugirió Ginny.

—Y tal vez él venga aquí —dijo Bill.

—Por lo menos estás en tu terreno.

—El Almacén es mi terreno. Es mi Almacén. Además, no quiero que venga aquí.

—Quizá deberíamos acompañarte nosotras. Cuantos más seamos, más seguros estaremos. Y somos mujeres. Puede que King no…

—Le da igual lo que seáis. —Bill abrazó a su hija y la besó en la frente. Después, se volvió hacia Ginny y la acercó hacia él para besarla también—. Volveré en cuanto pueda.

—¿Y si no vuelves nunca? —sollozó Shannon.

—Volveré.

Cuando llegó, el estacionamiento del Almacén estaba vacío, pero dentro del establecimiento las luces estaban encendidas, y a través de las puertas de entrada pudo ver cómo los directores nocturnos recorrían los pasillos.

Sintió frío, miedo, pero se obligó a salir del automóvil y usar su llave para abrir las puertas y entrar.

Los directores nocturnos se movían deprisa por el edificio, recorriendo arriba y abajo los pasillos entre los estantes. Se suponía que tenían que supervisar los hechos del día, hacer inventario y registrar las transacciones, pero no dejaban de moverse ni un segundo y ni siquiera parecían mirar los artículos expuestos.

Simplemente caminaban.

En el Almacén no se oía nada más que sus pasos, y la falta de música de ambiente, así como el ruido del aire acondicionado o cualquier otro sonido era de lo más desconcertante. Bill avanzó despacio por el pasillo principal.

Las luces se apagaron de golpe y oyó un clic metálico detrás de él. Notó una brisa repentina, una ráfaga de aire frío, y se volvió enseguida.

King estaba en el umbral, iluminado desde atrás por los faros de su limusina.

—Bill —dijo—. Me alegro de volver a verle.

No había placer en su voz, ni cordialidad, sólo una monotonía dura y peligrosa, que sonaba totalmente inhumana. Se quedó inmóvil delante de la puerta, como una figura oscura, aterradora, apenas una silueta. La rareza de su cuerpo, tan evidente de cerca, era asimismo visible en la peculiar forma de su contorno, y a Bill lo invadió al instante un miedo instintivo. Pero no se amedrentó.

—Buenas noches —saludó con calma.

Las luces volvieron a encenderse, y el director general se acercó resuelto hacia él.

Trucos escénicos. King estaba utilizando iluminación teatral para dirigir la atención hacia él.

Era una estratagema tan pobre, tan barata, que hizo que de algún modo Bill tuviera menos miedo.

—¿Qué cree que está haciendo? —preguntó King.

—Estar aquí.

—Me refiero a qué está haciendo con el Almacén.

—Mi trabajo.

Los dos se miraron. De nuevo, Bill observó lo extraña que era la piel de King, lo artificiales que parecían sus dientes, la ferocidad que mostraban sus ojos. Desvió la mirada, incapaz de dirigirla más de unos segundos a un rostro tan poco natural.

—Esta no es la forma en que le enseñamos a dirigir el Almacén —aseveró King.

—No, pero decidí hacerlo así. Creí que sería lo mejor para Juniper.

—¡Yo decido qué es lo mejor! —berreó el director general.

—No creo que sea algo que pueda generalizarse. Creo que las cosas tienen que adaptarse a cada comunidad. Las cosas no son iguales aquí, en Arizona, que, pongamos por caso, en Ohio…

—¡Son iguales en todas partes! —King dio un paso adelante, y Bill retrocedió enseguida. Una ráfaga de viento se arremolinó entre ambos—. ¡No permitiré que entorpezca la voluntad del Almacén y que ponga en peligro su futuro en aras de un capricho personal!

Bill estaba aterrado y le costaba mucho seguir fingiendo tranquilidad, pero se obligó a hablar con una voz regular:

—Dirijo este Almacén como mejor me conviene.

—¡Pues no dirigirá más este Almacén!

—Me dio total autonomía —le recordó Bill—. Lo pone mi contrato.

—No lo dirige como es debido. Es evidente que lo juzgué mal. No está hecho para el Almacén.

—¿Qué hará? ¿Arrebatármelo? —Bill se detuvo un momento—. ¿Va a incumplir su palabra? ¿Va a incumplir su contrato?

—Es usted un cabrón —lo insultó King en voz baja—. Un hijo de puta.

Bill se mantuvo firme, sin decir nada.

Un director nocturno pasó entre ellos.

Por un instante, Bill creyó que King iba a atacarlo. Le lanzó una mirada fulminante con los músculos tensos y los puños apretados. Pareció que se le movía el cabello.

Entonces sonrió y echó un vistazo alrededor del establecimiento con indiferencia.

—¿Le comenté que vamos a ampliar el negocio? Además del restaurante de sushi y la cafetería, incorporaremos burdeles a nuestros establecimientos. Se puede ganar mucho dinero con el sexo. Es el último bastión de comercio sin explotar en este país. Ya iba siendo hora de que alguien lo comercializara.

Bill sintió asco, desazón. Creía saber adonde quería ir a parar el director general.

King sujetaba de repente una cinta de vídeo en la mano. Se la lanzó a Bill.

—Su última noche en Dallas. Es uno de los materiales de nuestro curso de formación —sonrió—. Quizá quiera verla.

Bill la dejó caer al suelo y la aplastó con la bota.

Pero King sujetaba otra. Soltó una carcajada.

—Mirémosla juntos —dijo—, ¿le parece?

Junto a una de las cajas registradoras había un televisor y un reproductor de vídeo que utilizaban durante el día para poner películas de Disney. King se acercó, sacó la cinta de La bella durmiente que contenía el aparato y puso la suya. Encendió el televisor.

La suite había estado totalmente a oscuras, pero en la pantalla no se veían los tonos monocromos rojos o verdes característicos de las grabaciones nocturnas. En cambio, las imágenes eran tenues pero su color era perfecto, y estaban tomadas desde un único ángulo, lira evidente que la cámara estaba escondida detrás del espejo que había sobre el tocador, y Bill vio que una mujer desnuda entraba en la habitación. Iba mirando al suelo y el pelo le ocultaba la cara, pero aunque no podía ver sus rasgos, le vio por primera vez los senos y el vello púbico, y le dio vergüenza pensar que la había tocado, recordar lo que había hecho con ella.

«El mejor sexo de su vida».

Quiso apartar la mirada, pero no pudo, y soltó el aire con fuerza al darse cuenta de que había estado conteniendo la respiración. En la pantalla, la mujer se metía en la cama, se sentaba a horcajadas sobre su tórax y miraba a la cámara.

Era Sam.

La revelación fue tan espantosa, tan inesperada, que pasaron treinta segundos de reloj antes de que reaccionara, antes de que hiciera absolutamente nada. Se quedó mirando la pantalla como un imbécil mientras su hija empezaba a trabajárselo.

Y entonces lo embargó la humillación, la angustia; sintió asco de sí mismo. Sintió una desesperación como nunca antes había sentido, un horror tan profundo e intenso que no imaginaba que pudiera sentir. Y además de todo eso, o mezclado con ello, sintió un dolor atroz por Sam, un hondo pesar por lo que su hija había hecho, por lo que le había pasado, por lo que él había permitido que le pasara.

Y por encima de todo sintió puro odio por Newman King.

Se volvió hacia el director general.

—Será una de nuestras mejores putas —aseguró King.

Bill lo atacó. Lo hizo sin planearlo, sin pensarlo, guiado sólo por el deseo de lastimarlo, por la necesidad de matarlo. Actuó por impulso, por instinto; avanzó con furia y lanzó los puños. Se abalanzó sobre King…

Y, de repente, se encontró en el suelo, aturdido, sacudiendo la cabeza. Un director nocturno pasó delante de él y siguió caminando. No supo muy bien qué había ocurrido, pero el televisor estaba apagado, él estaba tumbado en el suelo y King en el umbral de salida.

—Le enviaré una copia a su esposa —sonrió el director general, que esperó un instante para añadir—: A no ser que recapacite.

—¡Este Almacén es mío! —exclamó Bill.

—No. Es mío. Yo le dejo jugar con él.

—¡Váyase a la mierda! —Bill intentó ponerse en pie, pero se sentía mareado y cayó de nuevo.

—Le daré un día para pensárselo —dijo King.

Y se fue.

Bill yacía en el suelo gritando de rabia, sollozando, odiándose a sí mismo, deseando matar a King, deseando suicidarse, deseando alguna clase de violencia. Finalmente logró incorporarse y levantarse, y poco le faltó para ir al departamento de artículos deportivos a buscar un arma de fuego y terminar con todo.

Pero algo lo contuvo.

No sabía qué, no sabía por qué, pero se quedó quieto en medio del pasillo mientras los directores nocturnos seguían caminando a su alrededor. Vio pasar a Ben, y a otra persona que le pareció reconocer, aunque no recordaba de dónde.

Entonces fue consciente de que en aquella ocasión había visto algo distinto en King. Por un momento parecía realmente enojado, furioso por la rebelión y la iniciativa de Bill. Por primera vez había mostrado emociones humanas. Y eso le hacía parecer…

… menos al mando.

Más débil.

Quizá no fuera invencible.

Bill contempló la oscuridad de la noche a través de las puertas todavía abiertas. De repente, comprendió qué había pasado.

Nada.

No lo había matado, ni siquiera lo había despedido, aunque era evidente que King tenía el poder para hacer ambas cosas. Él tenía razón: King no podía incumplir el contrato. Éste le otorgaba autonomía total sobre el Almacén de Juniper, y King no podía hacer nada al respecto. El director general podía tratar de obligarlo a dejar su puesto, podía intentar hacerle chantaje para que se fuera, pero no podía despedirlo, y evidentemente no podía hacerle daño. Su contrato lo protegía.

Seguía en su sitio.

Sintió una euforia absurda. Era la primera vez, sin duda, que alguien hacía frente a King, la primera vez que la formación no había cuajado, y era evidente que el director general no se lo había esperado, que no estaba preparado para algo así. Bill no era algo que King hubiera planeado. No se le podía sobornar ni se dejaría chantajear. Pisaría fuerte y lucharía, haría lo que sabía que era lo correcto. Se lo confesaría todo a Ginny, seguiría con su rehabilitación del Almacén de Juniper, y se rebelaría contra Newman King.

¿Y los demás directores del Almacén? Podrían hacer lo mismo. También podrían rebelarse contra King, dirigir sus establecimientos a su modo, hacer lo que quisieran con sus ciudades.

Era posible destruir a King.

¿Qué haría si todos los directores se desligaban de él? ¿Si todos lo desafiaban y empezaban a hacer las cosas como ellos querían? ¿Los destruiría? ¿O su pérdida de poder lo debilitaría tanto que no podría hacer nada?

Seguiría poseyendo la empresa, por supuesto. Seguiría siendo increíblemente rico. Todavía podría contratar a nuevos directores si los antiguos se iban o morían. Pero ¿reduciría su pérdida de influencia sobre las ventas diarias su siniestro poder?

Bill se acordó de lo sucedido al señor Lamb, a Walker y Keyes.

Tal vez moriría.

Todavía tenía lágrimas en las mejillas, y seguía asqueado y horrorizado, pero también tenía una esperanza, un optimismo que no había tenido antes.

Caminó algo atontado aún, pero su determinación podía más que los efectos persistentes de lo que fuera que King había utilizado para aturdirlo. Cruzó las puertas, cerró con llave y se dirigió a su coche para irse a casa.

Cuando llegó, Ginny y Shannon lo esperaban ansiosas en el salón. Las abrazó a ambas y les dijo que todo había ido bien. Después envió a Shannon a su cuarto para poder hablar con su esposa.

Le contó lo sucedido la última noche en Dallas.

Debería habérselo confesado antes, pero había tenido miedo. No había tenido agallas. Había sido un cobarde moral, y en ese sentido, había formado parte del equipo de King. Pero se lo explicó todo, y a medida que iba describiendo su encuentro en la suite del hotel, Ginny estaba cada vez más callada. Le explicó que se había despertado con la mujer ya encima de él y que no había tenido elección en el asunto. Sintió la tentación de decirle que lo habían reducido, dominado, que lo habían obligado, pero estaba resuelto a ser sincero con ella, y le contó que pudo haberlo parado, pero que no lo había hecho. Subrayó que había ocurrido después de dos semanas de la supuesta formación de King, tras la privación y los premios, pero si bien se aseguró de que comprendiera el contexto, no evitó su propia complicidad, su propia responsabilidad en lo que había ocurrido.

Sin embargo, no le dijo que se trataba de Sam. Sabía que era una mentira, pero creía que era una mentira justificada. Podrían superar un adulterio, pero su matrimonio no sobrevivía a un incesto. Ginny no podría vivir con él si supiera que se había acostado con su hija.

A duras penas podría él mismo vivir con eso.

Cuando terminó, estaba llorando, pero Ginny permanecía imperturbable, y en ese momento, Bill pensó que lo más probable era que su matrimonio estuviera acabado. No la culpaba. Comprendía cómo se sentía. Él se sentiría igual.

Aun así, estaba contento de habérselo contado. Podría arruinar su vida, pero por lo menos lo liberaba de la influencia de Newman King. Por lo menos, ahora sabía que tenía la libertad de hacer lo que quisiera sin tener que preocuparse porque sus canalladas salieran a la luz.

Ginny seguía sin decir nada, seguía mirándolo con aquella expresión dura, impenetrable, y él pasó a explicarle lo que había ocurrido en el Almacén. Le describió la cólera de Newman King, su incapacidad de incumplir el contrato, la posibilidad de derrotarlo.

Finalmente Bill se dejó caer en el sofá, sintiéndose exhausto y emocionalmente agotado.

—Lo entiendo —dijo Ginny por fin sin dejar de mirarlo—. No estoy segura de poder perdonarte y, desde luego, no voy a olvidarlo, pero esperaremos a que todo esto termine antes de abordarlo. Ahora mismo, nuestra prioridad es librarnos de Newman King. Y lograr que Sam vuelva.

Sam.

Bill tragó saliva con fuerza y asintió.

—Creo que tu idea es buena —prosiguió Ginny—. No sé si servirá para derribar toda la empresa, pero seguro que arrebatarle los distintos establecimientos del Almacén le hará daño. Creo que tienes que ponerte en contacto con los demás directores.

—Lo haré.

Se miraron en silencio. Bill deseó saber qué estaría pensando, pero el rostro de su mujer era impenetrable. Inspiró hondo antes de preguntar:

—¿Dónde quieres que…? —Carraspeó—. ¿Dónde quieres que duerma?

Ginny lo miró y reflexionó un instante.

—En la cama, supongo. —Levantó una mano—. Eso no significa que te perdone, pero comprendo que no estamos en circunstancias normales.

—Yo…

—Y no quiero que Shannon lo sepa. Como dije, ya lo abordaremos más adelante.

Bill asintió.

Ginny suspiró. Se le saltó una lágrima, que se secó con un dedo firme.

—Venga —dijo—. Vamos a la cama.

3

A la mañana siguiente, cuando Bill estaba en su despacho del Almacén repasando las notas farragosas e incoherentes que su predecesor había dejado en el ordenador, sonó el teléfono. Era su línea personal. Descolgó inmediatamente.

—¿Diga?

—¿Bill? —Era Ginny—. Recibí un paquete de Sam. Por mensajería FedEx. —A Bill le dio un vuelco el corazón—. Todavía no lo he abierto. Creí que querrías estar aquí.

—Voy enseguida —aseguró Bill.

Para cuando llegó a casa, Ginny había abierto el paquete, pero no había mirado el vídeo, y estaba sentada en el salón, seria y demacrada, con la cinta en la mano.

En cuanto Bill entró, lo miró, reflexionó un momento y le entregó el vídeo.

—No estoy muy segura de que sea algo que quiera ver —declaró.

—Supongo que no —contestó Bill.

—Haz lo que quieras con él —concluyó Ginny.

Bill dejó caer el vídeo al suelo y lo pisoteó hasta romperlo. Recogió los pedazos, desenrolló la cinta y lo echó todo en el cubo grande de basura que tenían en el garaje.

—¿Has llamado ya a los directores? —preguntó Ginny.

—He estado intentando reunir el valor —respondió tras negar con la cabeza—. No dejo de pensar qué ocurrirá si están de su parte. Si no quieren hacer nada distinto a lo que él les indica. O si deciden ir por mí en su nombre. El contrato prohíbe a King hacerme daño, pero no creo que sea aplicable a ellos.

—¿No te dijo que sus peores enemigos terminaban siendo sus mejores directores?

—Sí —admitió Bill.

—¿Y los demás directores que conociste en el curso de formación? Te llevabas bien con ellos, ¿no? ¿Por qué no empiezas por ahí?

—Buena idea —asintió Bill, que suspiró antes de seguir—: Pero es probable que King haga el mismo chantaje a todo el mundo. Por si la formación no surte efecto; nos tiende una trampa y luego la utiliza contra nosotros.

—Pero si son lo bastante fuertes para enfrentarlo, para admitir sus errores y afrontar lo que hicieron mal, y aceptan las consecuencias… —Dejó la frase inacabada.

—Podría salir bien —comentó Bill—. Me pondré en contacto con ellos.

—Pero ten cuidado.

—Sí. Es probable que King controle mi correo electrónico y haya intervenido mis teléfonos. Tengo que encontrar otra forma de llegar hasta ellos.

—El correo —sugirió Ginny—. El correo ordinario. O la mensajería FedEx.

—El método antiguo.

—Es seguro.

—Siempre y cuando los demás directores no tengan un señor Lamb que les abra la correspondencia.

—Es un riesgo que tenemos que correr.

—Podríamos lograrlo —asintió Bill de nuevo.

Ginny le dio un beso. Por primera vez desde que le había contado lo de su infidelidad.

—Sé positivo —le dijo.

—Podremos lograrlo.

—Así me gusta.

Le habían proporcionado una lista donde figuraban todos los demás establecimientos del Almacén en Estados Unidos, así como su número de teléfono. Sin embargo, no incluía los nombres de los directores, y no quería hablar con ellos cuando estuvieran en el trabajo.

Terminó llamando a cada Almacén para preguntar el nombre del director y después al número de información de cada localidad para conseguir su teléfono particular. Había dos cuyos datos no constaban en información, y prescindió de ellos. Llamó a los demás uno por uno, por la noche o a primera hora de la mañana, y aunque al principio le resultaba violento y vacilaba, sin saber muy bien cómo abordar lo que quería decir, cada vez le fue más fácil. Descubrió que la mayoría de directores eran como él; ocupaban su puesto por obligación o a regañadientes, y odiaban en secreto a Newman King.

Algunos de ellos le infundieron recelo, y en esos casos se inventó que tenía algún motivo relacionado con el negocio para llamarlos. Podrían estar dispuestos a seguir su plan, pero también podrían ser leales a King, y no podía correr el riesgo de confiar en ellos si no estaba seguro al ciento por ciento.

El primer director al que llamó, Mitch Grey, era el hombre con quien más a menudo había hablado en las clases de formación, y parecía odiar a Newman King casi tanto como él. Mitch estaba ahora en Ohio, y aceptó la idea de inmediato. Incluso se ofreció a ponerse en contacto con otros directores.

—Voy a preparar un paquete —explicó Bill—. Y lo enviaré por correo al domicilio particular de todos. En él describiré lo que pasó aquí. Me gustaría que hubiera un cambio simultáneo, un día fijado para que todos los directores se apoderaran a la vez de su Almacén y empezaran a deshacer lo que King ha hecho. Aquí he estado haciendo las cosas de modo gradual, pero si todos lo hiciéramos así, podría darle tiempo a ingeniar algo, una forma de combatirnos. Habría que pillarle totalmente desprevenido. Y creo que podríamos hacerle mucho daño si le quitamos poder todos a la vez.

Mitch guardó silencio un momento.

—¿Qué crees que es King? —preguntó entonces.

—No lo sé —admitió Bill.

—¿Por qué crees que hace esto?

—Tampoco lo sé.

—¿De verdad crees que podemos luchar contra algo así?

—Podemos intentarlo.

—Pero ¿crees que ganaremos?

—Sí —aseguró Bill—. Lo creo.

Esa noche decidió que los despidos masivos eran la mejor forma de señalar el inicio de la guerra; librarse de golpe de todos los empleados leales a King, y empezar inmediatamente a recortar el poder del Almacén. Elaboró un calendario provisional, un esbozo, y lo grabó en el ordenador.

A la mañana siguiente, llamó a más directores.

En dos semanas, estaba todo preparado.

Durante todo ese tiempo, habían llegado a diario más cintas de vídeo por mensajería FedEx, y Bill imaginó que seguramente serían de Sam. Él y Ginny las destruyeron todas sin mirarlas. King lo llamaba cada día a su despacho, le dejaba mensajes en el buzón de voz y en el correo electrónico, le enviaba productos que no había pedido y tenía que devolver, se ponía en contacto con los empleados en sus casas y les ordenaba que siguieran sus órdenes con la promesa de ascenderlos, hacía todo lo que podía para desestabilizar el poder de Bill, pero Bill había sabido elegir bien a quién contrataba y a quién despedía, y todo el mundo se mantuvo leal a él. La influencia del Almacén casi había desaparecido fuera de los límites de sus instalaciones y, sin prisa pero sin pausa, Juniper se estaba librando de su yugo opresor.

No todos los directores estaban a favor, pero sí la mayoría. Mitch y él se pusieron en contacto con más de doscientos de sus homónimos, y sólo diez habían sido tan manifiestamente despóticos que ni siquiera los habían abordado. En otros quince casos dudaron, de modo que prefirieron no mencionarles nada para ir sobre seguro. Pero los ciento setenta y cinco restantes estaban de su parte, dispuestos a hacer lo que fuera necesario para derrotar a King, dispuestos a soportar humillaciones y vergüenzas, a permitir que sus vidas personales quedaran devastadas por un bien mayor.

Bill estaba orgulloso de todos ellos.

La idea era que los directores participantes convocaran una reunión especial con todos sus empleados el domingo por la mañana a las cinco, hora de la costa Oeste; a las seis, hora del Medio Oeste; a las siete, hora del centro, y a las ocho, hora del Este, para que todas coincidieran exactamente en el tiempo con independencia del huso horario donde se encontrara el Almacén. Se decidió hacerlas en domingo porque ése era el día que se abría más tarde.

Además, el domingo era el día del Señor.

Y los contactos con Dios no irían nada mal.

En dichas reuniones, se despediría a los empleados afines a King, se asignarían nuevas funciones a los guías, se desmantelarían los departamentos de seguridad… Para entonces, tendría que haberse elaborado el inventario de cada Almacén, y los directores firmarían formularios de devolución y pedido para cambiar al instante, por lo menos sobre el papel, el contenido de sus existencias.

Era un plan atrevido, y aunque los resultados no fueran exactamente los previstos, seguiría siendo un éxito organizativo.

Y no había duda de que haría daño a King.

La única pregunta era cuánto.

El domingo por la mañana, Bill, Ginny y Shannon se despertaron temprano. Ginny preparó el desayuno, Shannon miró la televisión, Bill leyó el periódico, y los tres intentaron fingir que era un día corriente, que no sucedía nada importante, pero estaban preocupados y nerviosos, más callados de lo habitual, y la cuenta atrás hasta la hora fijada se les hizo eterna.

Llegó el momento.

Pasó.

En la cocina, Ginny lavaba los platos; por televisión, El gato Isidoro terminó y empezó Bugs Bunny. No hubo un gran cambio existencial, ningún terremoto o relámpago, ningún huracán o estampido sónico. Era imposible saber si todo había transcurrido según lo previsto o si había pasado algo, y Bill caminaba arriba y abajo por el salón, salía de la casa para ir al garaje, bajaba el camino de entrada y regresaba al interior de la casa, abriendo y apretando los puños, nervioso. Esperó cuarenta y cinco minutos de reloj antes de decidirse a llamar a Mitch.

El teléfono sonó justo cuando iba a descolgarlo para marcar el número.

—¿Diga? —contestó, inquieto.

—Ya está —dijo Mitch—. Aquí todo ha ido de acuerdo con el plan, y llamé a dos directores más y me dijeron lo mismo.

—Tendría que informarnos todo el mundo.

—Lo harán.

—¿Alguna diferencia? ¿Algún cambio?

Mitch tardó un momento en responder:

—No lo sé. Yo no he notado nada, si te refieres a eso. No… No lo sé.

—Supongo que tendremos que esperar.

—Podrías intentar llamar a Dallas y preguntar por Newman King.

—Creo que esperaré —rio Bill.

—Te llamaré de nuevo si pasa algo.

Durante la siguiente hora y media, todos fueron llamando. Bill no sabía qué ocurría en Dallas, pero en las pequeñas poblaciones de todo el país el poder del Almacén había empezado a remitir. El había sido el impulsor del proceso, y se sintió orgulloso cuando el último director, de una pequeña ciudad de Vermont, llamó para informar.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Shannon.

—Seguir con nuestras vidas —repuso su padre—. Y esperar.

—¿A qué?

—A Newman King.

—¿Qué crees que hará? —quiso saber Ginny.

—Tendremos que esperar para verlo —dijo Bill a la vez que se encogía de hombros.

Esa noche cerró temprano el Almacén y convocó una reunión para explicar a sus empleados lo ocurrido. A lo largo del día había compartido la información con algunos de ellos, aquellos con los que había tenido más contacto, pero quería que todos supieran que los directores se habían rebelado, que los establecimientos del Almacén de todo el país estaban escindiéndose de la empresa. Era posible que entre sus empleados todavía hubiera partidarios de King, pero no le importaba que supieran lo que sucedía. Lo peor que podían hacer era delatarlo, avisar a King. Y tenía la sensación de que King ya lo sabía todo.

Se le ocurrió que quizá King estaba muerto.

Recordó cómo Lamb, Walker y Keyes habían caído fulminados al suelo.

No. Eso era esperar demasiado.

No sería tan fácil acabar con el director general.

Era indudable que si King no estaba muerto, estaría cabreado, y Bill dudaba de que su poder procediera simplemente de los establecimientos que controlaba. Pensó en aquel brazo con demasiados huesos, en sus ojos penetrantes, en su rostro pálido como el plástico, y se estremeció.

Por primera vez en varios días, se permitió pensar en Sam. No había estado nunca tan alejada de sus pensamientos, pero tenía otras preocupaciones, y sólo había podido pensar en ella brevemente.

Sus recuerdos de ella estaban mancillados, sus sentimientos paternos recubiertos de una vergüenza culpable, y era incapaz de pensar en su hija sin recordar aquella imagen en el vídeo, sin recordar cómo la había sentido en la cama del hotel en Dallas. Era incómodo pensar ahora en ella como en una niña, y se preguntaba qué ocurriría cuando regresara, cómo iban a relacionarse entre sí. Quizá la hubieran hipnotizado y no recordara nada de lo sucedido. Quizá los dos evitarían el tema y jamás hablarían de ello, como si no hubiera pasado.

Quizá no regresara.

Quizá King hubiera procedido a su «liquidación».

«No —pensó—. Cualquier cosa menos eso».

Trató de recordar cómo era antes. Antes del Almacén. Había sido una chica dulce y amable. Lista, bonita, considerada, agradable. Tranquila, incluso de niña. Una chica con un gran futuro ante ella.

Y King, Lamb y todos sus seguidores la habían convertido en un autómata sin conciencia, dispuesta a hacer cualquier cosa que le pidieran.

Se alegraba de que Lamb hubiera muerto. Y Walker. Y Keyes. Y si podía ver morir también a Newman King, sería feliz.

Pensó esperanzado que tal vez King se suicidara. Tal vez se matara.

Bill estaba delante de sus empleados. Se subió a una de las mesas de la cafetería y contempló a los hombres y mujeres que allí se apiñaban. Los había reunido en ese lugar en vez de en la Planta o en una de las salas para usos diversos porque quería subrayar la diferencia entre el viejo Almacén y el nuevo Almacén, y le alegró no ver miedo ni odio en sus rostros, sino sólo interés expectante y curiosidad.

El contexto del Almacén había cambiado verdaderamente.

Levantó las manos para pedir silencio y anunció lo que había sucedido, lo que los directores del resto del país habían hecho. Explicó que casi todos los establecimientos de la cadena habían renunciado a los viejos métodos y que a partir de entonces se dirigirían y funcionarían por separado.

—El poder de la empresa se ha descentralizado —dijo—. Y todo el mundo nos utiliza como ejemplo. —Hubo una aclamación—. Como la mayoría de ustedes saben, tiempo atrás tuve algunos desacuerdos con las oficinas centrales…

Risas.

—… y me alegra que Newman King ya no pueda decirnos cómo tenemos que hacer las cosas. Su tiranía sobre Juniper ha acabado.

—¡King ya es historia! ¡Viva! —gritó alguien.

—¡Viva! —corearon todos.

Una voz como un trueno, como la de un dios, atravesó el ruido como un cuchillo y silenció al instante a los empleados reunidos. Los aplausos y vítores cesaron de golpe, y todas las cabezas se volvieron hacia el origen de aquella voz.

Newman King.

Estaba en el pasillo central mirando hacia la cafetería.

Mirando directamente a Bill.

—Cabrón de mierda —dijo.

Las luces del edificio se atenuaron.

Bill se mantuvo firme mientras King avanzaba hacia él por el pasillo. El Almacén estaba en silencio, y lo único que se oía era el sonido de las botas de King en el suelo embaldosado.

Los empleados se apartaron nerviosos para dejarle paso cuando llegó a su altura, y Bill vio que se le había empezado a corroer la cara. Los dientes habían desaparecido y su lugar lo ocupaban raigones. Su piel era ahora de un color blanco amarillento, muy tirante en algunos puntos, donde la negrura era visible bajo ella.

Sólo sus ojos seguían igual, y cuando Bill notó la intensidad abrasadora que irradiaban, tuvo miedo.

«¿Qué es King?», pensó.

King levantó una mano, chasqueó los dedos y los directores nocturnos aparecieron al instante por el lado opuesto del Almacén. No se dispersaron para empezar a caminar entre los estantes y expositores como solían hacer, sino que avanzaron en masa hacia ellos.

Para entonces King estaba delante de la cafetería, pero no hizo ningún esfuerzo por acercarse más. Se quedó allí parado, mirando a Bill, que seguía en lo alto de la mesa.

—Yo construí el Almacén —escupió—. ¡Yo lo creé! ¡Yo lo inventé!

—¡Usted lo arruinó! —gritó un valiente de los allí reunidos. Un chico joven.

King se giró y fulminó con la mirada a los empleados.

—¡Yo les convertí en lo que son! —les espetó King—. ¡Les di trabajo! ¡Les convertí en lo que son hoy en día!

Devolvió la atención a Bill, que se sentía asustado, pero que no obstante había percibido la rabia en la voz del director general, había notado el pánico, la desesperación. Comprendió que King se estaba muriendo. Del mismo modo que Lamb, Walker y Keyes. Y la idea le causó una gran satisfacción.

King avanzó despacio.

—Debería haberlo matado cuando tuve ocasión. Pero, en lugar de eso, lo tomé bajo mi protección, lo formé, le permití ser director.

—No debería haber utilizado a mi hija —indicó Bill sin amedrentarse.

—¡Es una puta! —bramó King.

El odio y la rabia acabaron con el miedo que quedaba en Bill.

—No tiene ningún poder aquí —dijo con frialdad—. Este Almacén es mío. Lárguese.

Delante de la cafetería, los directores nocturnos avanzaban entre la gente, que comenzó a dispersarse rápidamente. Los empleados se escabulleron, se escondieron detrás de los percheros con ropa o retrocedieron por los pasillos, y varios se dirigieron a las puertas corriendo.

—No voy a permitir que se salga con la suya —le advirtió King—. No voy a permitir que me quite el Almacén.

—Usted mató a mis amigos. Acabó con mi ciudad.

—¡Este Almacén es mío!

Bill salió disparado hacia atrás, cayó de la mesa y fue a dar contra la barra de la cafetería. King no lo había tocado, pero sintió que algo lo había empujado, una fuerza que le recorrió todo el cuerpo, semejante a un muro de energía invisible.

King siguió avanzando, y su rostro en descomposición semejaba una máscara aterradora de rabia y odio, probablemente una versión más suave de la auténtica cara que había debajo.

Bill inspiró y se levantó para enfrentarse con King. Quería irse corriendo, pero sabía que no podía hacerlo y…

…volvió a salir disparado hacia atrás. Esta vez, la fuerza le golpeó el pecho y el vientre, como si fuera una bola de cañón.

—¡Yo soy el Almacén! —gritó King.

Tambaleándose, Bill logró volver a incorporarse, y se puso en pie lleno de orgullo, jadeando.

—El Almacén es nuestro —le espetó a King—. ¡Y este Almacén es mío!

Esta vez acabó tumbado sobre el mostrador, inmovilizado por aquella energía invisible. A través de las lágrimas pudo ver cómo huía el resto de los empleados, y vio que los directores nocturnos avanzaban hacia él.

King le sonrió, y era realmente aterrador contemplarlo.

—¿Cómo es que no se deshizo de los directores nocturnos? ¿Por qué no los despidió? —King lo miró, y su sonrisa terminó en un gruñido—. ¡Porque no podía hacerlo! No son suyos, son del Almacén. Son míos.

Bill forcejeó y se retorció hasta que logró liberarse de la fuerza que lo retenía. King estaba de pie delante de él y lo empujó hacia atrás, esta vez con las manos, que eran fuertes, frías y extrañamente huesudas.

Bill se agarró a uno de los brazos de King para no caer otra vez y lo apartó de él con un manotazo.

El director general lo miró desconcertado.

Bill volvió a empujarlo, pero King permaneció inmóvil, no perdió el equilibrio un ápice, y Bill sólo notó una inmovilidad férrea contra sus manos. Sin embargo, por primera vez vio en la cara de King algo semejante a miedo. Sólo duró un segundo, aunque fue rápidamente sustituida por una expresión de rabia, pero había estado ahí, aunque fuera brevemente, y a pesar de que King lo lanzó al suelo, Bill sonrió.

—Aquí no tiene poder —dijo desafiante.

King, furioso, se volvió hacia los directores nocturnos que se habían reunido detrás de él. Chasqueó los dedos, dio una palmada y señaló a Bill.

—¡Mátenlo! —ordenó.

Los directores vestidos de negro se quedaron donde estaban, inmóviles.

—¡Mátenlo! —repitió King.

Los directores nocturnos lo atacaron a él.

Bill se levantó tambaleante y se apoyó en la barra.

Desconcertado, el director general tropezó y cayó al suelo. Bill se quedó sorprendido, y no supo qué hacer o decir. Dirigió una mirada hacia los pasillos que confluían delante de la cafetería, y vio que la mayoría de los empleados habían regresado y observaban la escena desde allí.

King intentaba levantarse, intentaba enderezarse, pero los directores nocturnos lo tenían ahora rodeado por completo y le daban puntapiés, lo golpeaban, le asestaban puñetazos.

Bill comprendió que eran del Almacén.

Eran suyos.

Lo estaban protegiendo.

Uno de ellos sacó un cuchillo de su atuendo negro.

—¡No! —gritó King.

Salieron más cuchillos.

Bill debería haberse sentido contento. Debería haberse sentido bien. Era lo que había querido y esperado.

Pero, por alguna razón, no le parecía lo correcto. Los directores nocturnos, que eran víctimas del Almacén, también formaban parte del Almacén. Se habían vuelto en contra de Newman King, pero estaban usando sus tácticas. Eran obra suya; eran hijos suyos.

De repente, se abalanzaron sobre King y un puñado de cuchillos relució bajo la tenue luz. Los cuchillos desaparecieron un instante, y reaparecieron después cubiertos de color rojo. Se oyó el nauseabundo ruido de la sangre manando y de la carne al rasgarse. Entre las formas en movimiento de los directores nocturnos, Bill vio cómo el cuerpo de Newman King se sacudía una vez, con la cabeza levantada, para desmoronarse después y quedar inmóvil.

Una sombra negra se elevó entre el tumulto, revoloteó en el aire y se desvaneció, y los directores nocturnos se agacharon y se incorporaron todos a una mientras el grupo central recogía el cadáver de Newman King. Llevándolo en volandas, salieron de la cafetería y empezaron a caminar en silencio por el pasillo central hacia la puerta que conducía a los sótanos.

Bill permaneció varios segundos apoyado en la barra de la cafetería, estupefacto, hasta que finalmente se enderezó y miró a los empleados que seguían allí. Las expresiones de asco y desconcierto que vio debían de ser un reflejo de la suya propia. Inspiró hondo y se abrió paso a zancadas entre las mesas caídas para salir al pasillo central.

—¡Alto! —ordenó a los directores nocturnos.

Los directores nocturnos se detuvieron todos a la vez.

Bill corrió para reunirse con ellos, seguido de varios empleados. Cerca de la parte posterior del grupo, entre un puñado de caras que no reconocía, vio a Ben. Como el de sus compañeros, el rostro de Ben era inexpresivo, imperturbable, y estaba salpicado de sangre. Pero las comisuras de sus labios parecían algo inclinadas hacia arriba, y daba la impresión de que sonreía.

Bill alzó los ojos hacia el cadáver de Newman King y los dirigió después de nuevo hacia el director nocturno que, tiempo atrás, había sido su amigo.

—Estás despedido —le dijo en voz baja.

Ben se desplomó.

No hubo ninguna transformación, ningún cambio en su expresión o su aspecto; sólo cayó súbitamente al suelo, como si fuera un juguete eléctrico y alguien lo acabara de desconectar.

Tras reflexionar un momento, Bill exclamó en voz alta:

—¡Están todos despedidos!

Los directores nocturnos se desplomaron.

No sabía si los estaba matando o si les estaba haciendo un favor, si estaba liberando sus almas atrapadas o, simplemente, desenchufando robots descerebrados, pero sabía que, fuera lo que fuese, era lo correcto.

Los directores nocturnos ya no tenían cabida en el Almacén.

Delante de él, el pasillo estaba ahora lleno de cuerpos inmóviles vestidos de negro.

Tendrían que acceder al pasillo siguiente si querían salir del edificio.

—Vamos a rodearlos —sugirió a los empleados.

—Creo que Jim fue a llamar a la policía —comentó alguien.

—Muy bien —asintió Bill con aire cansado. Rodeó un expositor cargado de tostadoras y salió al pasillo siguiente para dirigirse a la entrada del Almacén. A través de las puertas abiertas pudo ver cómo fuera, en el estacionamiento oscuro, había un montón de gente esperando. Ya se oían las sirenas a lo lejos.

Se volvió para mirar de nuevo a los directores nocturnos mientras cruzaba el pasillo central. En medio de la negrura había una única figura de color claro.

—King ya es historia —dijo Holly detrás de él.

Bill se giró hacia ella y asintió.

—Sí —dijo—. Ya es historia.

Cuando volvió a casa, Ginny y Shannon estaban mirando las noticias por televisión, y las dos gritaron y corrieron a abrazarlo en cuanto cruzó la puerta.

—Gracias a Dios —exclamó Ginny—. Gracias a Dios.

—Creíamos que estabas muerto, papá —dijo Shannon sin dejar de abrazarlo.

—¡No es verdad! —repuso su madre.

—¡Pues yo sí lo creía!

—Estoy bien —aseguró Bill.

—Tienes que ver esto. —Ginny lo acercó al televisor y señaló la pantalla.

La Torre Negra se estaba desplomando.

Bill se volvió hacia Ginny con el corazón en un puño.

—¿Y…? —empezó.

—¿Sam? —sonrió Ginny—. Llamó. Está bien.

—¡Va a volver a casa! —añadió Shannon.

«Va a volver a casa».

A Bill se le hizo un nudo en el estómago. Se obligó a parecer contento y entusiasmado, pero notaba que era falso, forzado. Quería que volviera, la quería en casa, claro, pero…

Pero no sabía qué iba a decirle.

Notó la mano de Ginny en su brazo.

—Supongo que salió bien, ¿verdad?

El asintió.

—¿Crees que Newman King…?

—Está muerto.

—¿Qué pasó? —quiso saber Shannon.

Bill sacudió la cabeza.

—¿Qué? —insistió la niña.

—Ya os lo contaré. —Volvió a concentrarse en el televisor. La CNN alternaba imágenes de la Torre Negra y un terreno del sur de Dallas, propiedad de Newman King, donde estaba previsto construir el primer Almacén en una zona metropolitana importante.

La Torre Negra se estaba hundiendo totalmente. La policía había cerrado el acceso a toda la manzana, y las dos calles que hacían esquina con el edificio estaban casi sepultadas bajo los escombros. Pero lo más asombroso era el terreno, aquel solar vacío en Dallas, porque gatos, ratas, serpientes de cascabel, pájaros y murciélagos acudían a él para caer muertos en su interior. La policía había acordonado la zona, pero no obstante algunas personas que se colaron también cayeron redondas. Las cámaras de las noticias captaron a varias.

—Él era el Almacén —dijo Bill sin apartar la vista de la pantalla.

—¿Qué? —preguntó Ginny.

Se volvió parar mirarla y sonrió.

—Nada —contestó.

—¿Se acabó? —dijo Ginny.

Bill asintió, la rodeó con un brazo para atraerla hacia él y, por primera vez en mucho tiempo, se sintió feliz.

—Sí —aseguró—. Se acabó.