Capítulo 32

1

Bill se pasó los primeros tres días encerrado a solas en una habitación totalmente oscura. Incomunicado. No había luz, ni sonido, ni muebles, sólo el suelo y las paredes acolchados y los rincones redondeados. Nadie abrió la puerta para darle de comer, pero había bolsas de patatas chip, bollos y fruta amontonados junto a una pared, así como botellas de agua y refrescos. Había un retrete en un rincón y un cubo de basura en otro.

¿A eso le llamaban formación?

Debería haberse esperado algo así del Almacén.

No pudo evitar pensar que lo vigilaban, que lo observaban, que lo grababan con una cámara de infrarrojos, e incluso en la negrura total que lo rodeaba tenía mucho cuidado con sus movimientos, con su comportamiento o sus expresiones faciales. No podía relajarse, no podía ponerse cómodo; estaba siempre actuando para un público que podía estar o no estar ahí. Cuando por fin lo dejaron salir, mientras parpadeaba ante la molesta luz del pasillo de las instalaciones de formación, tenía los músculos entumecidos y le dolía el cuello y la espalda.

Le habían permitido llevar su ropa mientras estuvo en la habitación oscura, pero ahora se la quitaron y lo metieron desnudo en una jaula de cristal en medio de una oficina, donde las secretarias y los ejecutivos lo señalaban y se reían de él. Estuvo allí veinticuatro horas, obligado a defecar delante de desconocidos que lo miraban, ya que la oficina trabajaba las veinticuatro horas del día y había empleados en las mesas día y noche.

¿En qué diablos estaba pensando cuando aceptó? Si hubiera rechazado la oferta de Newman King, ahora estaría de vuelta en Juniper con Ginny y Shannon, y Samantha estaría dirigiendo el Almacén.

Quizá.

Aparte de la palabra del director, nada le aseguraba que hubiera podido negarse sin sufrir consecuencias.

Lo cierto era que si se hubiera negado, puede que ahora estuvieran todos muertos. King podría haber ordenado matarlos.

Creía muy capaz de ello a ese hombre.

O lo que quiera que fuese.

El caso era que su mujer y sus hijas podrían estar muertas de todos modos. No tenía forma de saberlo, no tenía forma de comprobarlo, y la incertidumbre sobre el destino de su familia lo consumía más que su incomodidad y su vergüenza.

Dos guardas lo sacaron de la jaula, le pusieron un collar y lo guiaron, desnudo y sucio, por la oficina mientras las secretarias se reían como tontas. Lo condujeron por un pasillo largo hasta una habitación totalmente blanca, donde un corpulento hombre rubio lo esperaba sentado en un banco blanco.

—Buenos días, señor Davis. Soy su instructor —dijo el hombre.

Bill se pasó la lengua por los labios cortados para intentar humedecérselos. No había comido desde que había salido de la habitación oscura hacía más de un día.

—Creía que esto era un curso de dirección —protestó Bill.

—Lo es —aseguró el instructor, que le sonreía con frialdad.

—Pero ¿qué objeto tiene… todo esto?

—La humillación es la clave de la cooperación. Por eso aquí nos convertimos en directores tan efectivos y eficientes.

—¿Podría beber algo? —preguntó Bill tras pasarse de nuevo la lengua por los labios.

—En un momento. —El instructor se levantó, y Bill vio que detrás del corpulento hombre había una especie de caja negra con un agujero en la parte superior por el que asomaban varios mangos. Incluso desde donde estaba, podía ver la reverberación del calor que irradiaba el objeto.

Los guardas empujaron a Bill hacia delante. Lo ataron desnudo al banco, inclinado y con las nalgas hacia arriba.

—Ahora le pondremos la marca del Almacén —anunció el instructor.

Oyó el chisporroteo tras él. Alargó el cuello y vio cómo el instructor sostenía un hierro de marcar incandescente que había sacado de la caja negra.

—¡No! —gritó Bill.

—Esto le va a doler —comentó el instructor.

El metal caliente le quemó la piel de las nalgas, y perdió el conocimiento.

Cuando volvió en sí, estaba sujeto a una silla en una celda con poca luz, frente a un televisor gigantesco en el que Newman King caminaba arriba y abajo por una habitación blanca sin ninguna característica especial, hablando solo. El dolor era terrible, insoportable, y se desvaneció otra vez casi al instante. Más adelante recuperó el sentido en la misma postura, y Newman King seguía hablando por televisión.

—Codicia. Ése es el impulso que nos mueve —decía King—. No es el sexo, el amor ni el deseo de ayudar a los demás, sino el deseo de adquirir, la necesidad de poseer. El amor y el sexo surgen de este impulso. Las relaciones son una forma de posesión…

Bill perdió y recuperó la conciencia, se durmió y se despertó, y todo el tiempo, tanto si tenía los ojos abiertos como si los tenía cerrados, oía la voz melodiosa de Newman King.

—… Si la gente no lo quiere, nosotros logramos que lo quiera. Nos aseguramos de que todos cuantos la rodean lo tengan y que se sienta excluida por carecer de ello. Usamos la presión de los demás en beneficio propio. Explotamos su…

Pasaron horas.

Días.

En algún momento de la semana (perdió la noción del tiempo), apagaron el televisor. Un hombre que llevaba una bata blanca de médico lo desató, le puso una inyección en el brazo y después le permitieron estar de pie y rondar por la habitación.

El dolor en las nalgas había desaparecido por completo.

Le dieron una bandeja con suntuosa comida basura, sin duda perjudicial para la salud, que le trajo en un carrito una joven espectacular en biquini. Mientras comía, el instructor regresó con una pizarra portátil para explicarle, incluso con dibujos, las funciones de un director y repasar la organización del Almacén. Le leyó gran parte de La Biblia del empleado y de El equilibrio del director, permitiendo que Bill lo interrumpiera para hacerle preguntas.

La clase siguió después de que terminara de comer y de que la mujer se hubiera llevado el carrito. Bill agradecía tanto poder hablar con alguien, poder comunicarse de nuevo, agradecía tanto cualquier clase de interacción humana, que prestó una enorme atención a lo que el instructor le decía e hizo todas las preguntas que pudo.

Esa noche, lo llevaron en ascensor hasta lo que parecía ser una suite de hotel inmensa y cara, con un vestidor lleno de prendas elegantes, una cama de matrimonio y una bañera de hidromasaje. Era, sin lugar a dudas, el lugar más lujoso en el que hubiera estado nunca y, después de las privaciones de los días anteriores, le pareció un paraíso.

Había un teléfono, pero no podía llamar al exterior, sino solamente al servicio de habitaciones. También había un televisor, pero no podía ver ninguna cadena ni emisora de noticias, sino solamente canales de películas por cable o vídeos de éxitos de taquilla recientes. Sabía que aún se encontraba en la Torre Negra, pero aparte de aquellos detalles la ilusión era perfecta, y a través de las ventanas enormes de la habitación contempló la puesta de sol sobre el desierto.

Después de que la bola anaranjada del sol se hubiera ocultado detrás del horizonte, echó un vistazo a la carta encuadernada en piel, llamó al servicio de habitaciones y pidió langosta, solomillo y una botella de vino. Volvió a traerle la comida una mujer espectacular, esta vez en traje de noche. Se ofreció a quedarse con él, a bañarlo y darle un masaje después de la cena, pero Bill dijo que quería estar solo.

La mujer regresó media hora después para llevarse los platos vacíos, y después de que se marchara Bill cerró con llave la puerta de la suite. Luego fue al cuarto de baño, donde se sumergió un buen rato en la bañera y dejó que los chorros de agua le masajearan los músculos. Con la cabeza apoyada en un cojín hinchable, vio una película de Tom Hanks en el televisor del baño.

Era agradable. Podría acostumbrarse a aquello.

Se puso el albornoz que le habían dado y se dirigió al dormitorio. Se durmió casi en cuanto se metió en la mullida cama, pero tanta comodidad no lo engañaba en absoluto.

Tuvo pesadillas.

Fueron varias, pero en la única que pudo recordar, Newman King se presentaba en la clase con el instructor. El director general parecía todavía más extraño y aterrador. Incapaz de mirar a King, Bill centraba su atención en el instructor, en la pizarra, en las paredes desnudas de la habitación.

—Será un test corto —decía King con una sonrisa—. Sólo quiero comprobar sus progresos. Es posible que, como director del Almacén, tenga que hacer cosas que le resulten personalmente repugnantes. Pero es su deber y su obligación anteponer el bienestar del Almacén a cualquier interés personal. A modo de ejemplo, le dejaré ver cómo finalizamos nuestra relación con uno de nuestros empleados cuyo rendimiento no cumplió nuestras expectativas.

Un hombre con gabardina negra llevaba a Samantha junto al director general.

—¡No! —exclamaba Bill, angustiado.

—Sí.

Su hija se retorcía y lloraba con ojos aterrados. El hombre la sujetaba con fuerza mientras otro empleado del Almacén con una gabardina negra idéntica hacía entrar a un hombre de mediana edad que parecía aturdido y lo situaba al otro lado del director general.

—Y ahora, el test —continuaba King con aquella sonrisa—. Hay que deshacerse de uno de los dos. Pero ¿de cuál?

—No. —Bill sacudió la cabeza—. No voy a caer en la trampa. No voy a jugar a este juego.

—Vamos. Usted decide.

—No.

—Elija.

—No puedo hacerlo.

King hizo un gesto al otro director con la cabeza y le ofreció un cuchillo.

—Átela.

—¡No! —gritó Bill, que intentó ponerse en pie, pero unas manos lo sujetaron desde detrás y lo obligaron a permanecer sentado en la silla.

—Muy bien, señor Davis. —La sonrisa de King se volvió más amplia—. Ha tomado su primera decisión. Será un buen director —dijo, y se volvió hacia Sam para entregarle el cuchillo—. Mátelo.

El hombre de la gabardina la soltó; ella tomó el cuchillo y pasó junto al director general. Tiró hacia atrás de la frente del otro director y lo degolló.

La sangre salpicó la cara de su hija, la ropa y las gabardinas de los otros empleados. Samantha cayó de rodillas al suelo y soltó el cuchillo riendo o llorando, Bill no supo cuál de las dos cosas. Quería correr hacia ella y abrazarla, quería gritarle y golpearla, pero no podía hacer nada, sólo podía estar allí sentado, retenido por aquellas manos fuertes que le presionaban los hombros, y contempló impotente cómo se llevaban a Sam de la habitación.

King le dio unas palmaditas a Bill en la cabeza antes de salir.

—¿Lo ve? No fue tan difícil, ¿verdad? —dijo.

A la mañana siguiente lo llamaron para despertarlo y, después de que desayunara, lo llevaron al aula del día anterior, donde siguió con sus lecciones.

La formación real no se parecía en nada a su sueño. A pesar de su predisposición contra el Almacén, a pesar de su animosidad hacia Newman King, tenía que admitir que muchas de las cosas que le estaban enseñando tenían sentido. La forma que tenía el Almacén de abordarlo todo, desde las estrategias de la venta al público hasta las relaciones laborales parecían tener muchas cosas positivas, y se encontró comprendiendo y coincidiendo con muchas de las cuestiones que le explicaban. Los conocimientos le parecían útiles; las ideas, efectivas. Aunque era posible que se hubiera utilizado mal en el pasado, el poder no era intrínsecamente malo, y ni siquiera King podía controlar por completo todo lo que hacían sus subordinados. Por lo menos a primera vista, los métodos de King parecían mucho menos extremos que los de sus protegidos, y si bien tenía un poder absoluto en lo que a su imperio se refería, delegaba la autoridad y daba total autonomía a cada uno de los directores de sus establecimientos. El director general no tenía por qué aprobar todo lo que se perpetraba en su nombre.

Tal como los enseñaban los instructores, los objetivos empresariales y las teorías directivas de King parecían razonables.

Bill pensó que tal vez King no fuera la amenaza después de todo. Quizá lo fueran los burócratas bajo sus órdenes, los directores demasiado diligentes que utilizaban mal el poder que se les había otorgado.

La formación prosiguió varios días. Además de las clases de tres instructores distintos, le dieron lecturas y hojas de ejercicios que reforzaban las lecciones que le habían explicado previamente, y tuvo que hacer exámenes para medir esos conocimientos. Memorizó la distribución estándar del Almacén y la jerarquía de los cargos en cada establecimiento. Al final, lo llevaron a una nueva aula con otros hombres que seguían la formación de dirección para participar en una mesa redonda sobre técnicas generales de dirección. Abordaron problemas e incidentes concretos con los que, con toda seguridad, se encontrarían durante el transcurso de su trabajo. Sus compañeros de curso no resultaron ser monstruos o tiranos, sino hombres corrientes como él que intentaban sacar el mayor partido de su situación.

Hasta hizo amistad con varios de ellos.

Cada noche, le premiaban un buen día de trabajo con un generoso regalo, acompañado siempre de una divertida tarjeta de Newman King. Una noche fue una videocámara de bolsillo y un televisor de pantalla grande; otra, las llaves de un Lexus nuevo, y la siguiente, un vale de regalo para recibir clases de esquí y una estancia gratuita de una semana para él y su familia en el piso para ejecutivos que el Almacén poseía en Aspen, Colorado.

Un seguido de mujeres hermosas le traía la cena todas las noches y le ofrecían un baño y un masaje. Aunque siempre rehusaba el baño, la segunda noche aceptó el masaje. Le dolían los músculos, y la mujer aseguró que era masajista titulada. La idea de que unas manos expertas le aliviaran el dolor y la tensión muscular le pareció maravillosa. Siguiendo las instrucciones de la mujer, se desnudó en el baño, salió con una toalla envuelta alrededor de la cintura y se tumbó en la cama. Le masajeó primero la espalda, y efectivamente, le fue de maravilla. Todo el dolor que sentía desapareció bajo los dedos expertos de la mujer. Luego le dio la vuelta y, cuando empezó a masajearle los músculos de los muslos, Bill se excitó en contra de su voluntad. Ella lo observó, deslizó una mano bajo la toalla y le tocó el miembro, pero él la apartó sintiéndose culpable y violento. Tras esto, la mujer prosiguió el masaje con una sonrisa.

El ritual se repetía todas las noches, y Bill empezó a dar por sentados todos aquellos lujos. No era difícil acostumbrarse a ellos, y empezó a sentir que se merecía que lo mimaran tras las duras jornadas de lecciones. La moderación y la austeridad eran atributos encomiables, pero la buena vida tenía sus ventajas.

Como King había escrito en El equilibrio del director, rechazar y desdeñar el mundo material era simplemente la forma que tenían los pobres de sentirse moralmente superiores a los ricos.

—Y, en el negocio de la venta al público —añadía—, sólo nos preocupan los ricos.

Esa noche, mientras sorbía champán y recibía su masaje, Bill pensó que King no andaba desencaminado después de todo. Sabía de lo que hablaba.

Cerró los ojos y dejó que la hermosa masajista hiciera su trabajo.

2

El curso de formación terminó con un día entero de sesión práctica, y a Bill le tocó hacer las veces de director para un grupo de empleados en un Almacén simulado.

A lo largo de la semana las pruebas se habían ido intensificando de cara a ese último día, incrementando los exámenes y simulando situaciones concretas que podían presentarse en los establecimientos de la cadena. Las normas de King eran severas, pero dejaban un amplio margen a cada director para que les imprimiera su propia personalidad, y era evidente que ese día Bill tenía que mostrar a King y a su empresa de qué estaba hecho.

No había más alumnos aparte de él en el aula, y le entregaron un uniforme de cuero negro para que se lo pusiera. Él obedeció, y lo llevaron en ascensor a una sala gigantesca que era una réplica exacta del Almacén de Juniper. De todos los establecimientos del Almacén. Bill recorrió despacio el pasillo principal, maravillado de lo exacta y meticulosa que era la imitación. Había empleados y clientes, estantes totalmente provistos y música de ambiente de fondo. Todo, hasta el último detalle, era perfecto. Se encontraba en algún lugar de la Torre Negra, pero no podía distinguirse de un Almacén auténtico.

El instructor lo condujo al despacho del director, donde le dieron una hoja fotocopiada que describía brevemente los «problemas» con los que se enfrentaba ese Almacén en cuestión, y lo dejaron solo para que llevara a cabo sus funciones directivas.

A Bill le encantó.

El poder era agradable, y se sentía cómodo ejerciéndolo. Descubrió que le gustaba tener autoridad sobre las personas, le gustaba que tuvieran que responder ante él, le gustaba tomar decisiones y abordaba con facilidad y rapidez, los problemas que le habían preparado. Celebró una reunión con los directores de departamento, repasó las cifras de ventas y aprobó devoluciones y reembolsos. Mientras hacía las rondas por los departamentos, pilló a un adolescente robando cosas, y cuando ordenó a seguridad que lo retuviera y llamara a la policía, lo invadió una sensación de satisfacción. En una pantalla de la sala de vigilancia, vio algo que no había detectado ninguno de los miembros del personal de seguridad: una empleada que fumaba marihuana en uno de los retretes. Despidió a la chica y le satisfizo verla llorar.

Estuvo de pie todo el día. La experiencia fue agotadora pero estimulante, y a última hora, de nuevo en el aula, le entregaron una hoja impresa en la que se evaluaba su rendimiento.

Le habían concedido una puntuación casi perfecta.

Con una sonrisa, el instructor estrechó su mano y le entregó un diploma.

—Felicidades —le dijo—. Ha finalizado con éxito el curso de formación de director del Almacén.

—¿Ya está?

—Ya está —rio el instructor—. Lo pasó. Ya está cualificado para dirigir su propio Almacén.

Bill volvió a su suite de lujo exhausto pero feliz. Lo estaba esperando una cena de tres platos, todavía humeante, y se la comió agradecido mientras revisaba el nuevo montón de cintas de vídeo que le habían proporcionado. Esa noche no había ninguna mujer, pero tampoco estaba de humor para que le dieran un masaje, de modo que no se molestó en llamar para pedir que fuera una. En lugar de ello, como la primera noche, se sumergió en la bañera de hidromasaje y vio una película antes de meterse en la cama y quedarse dormido al instante.

Se despertó en mitad de la noche con una mujer sentada a horcajadas sobre él.

La habitación estaba oscura, con las luces apagadas, las puertas cerradas y las cortinas echadas, y no sabía cómo habría entrado en la suite. Estaba seguro de haber cerrado la puerta con llave antes de acostarse y había corrillo el cerrojo de seguridad. Pero, por supuesto, en el fondo siempre había sabido que si King quería que alguien entrara en su habitación, podría hacerlo.

Sintió que unos muslos suaves le sujetaban la cintura, el contacto del vello púbico de la mujer en el vientre.

Enseguida lo besaron unos dulces labios femeninos y una lengua cálida le acarició la suya. Unos segundos después, la mujer descendió para besarlo entre las piernas. Empezó a trabajárselo con la boca, y era lo más exquisito que le habían hecho nunca. Sin vacilaciones, sin torpezas, sin arañazos con los dientes, sin incomodidades con la lengua, sólo unos labios aterciopelados y un ritmo indefectiblemente regular que le provocó una erección casi instantánea.

Quería apartarla, quería decirle que se detuviera, pero permaneció inmóvil sin decir nada, dejando que siguiera. Se sentía mal y tremendamente culpable, pero, que Dios lo perdonara, no quería que parara. Estaba mal, era inmoral, suponía quebrantar el sacramento del matrimonio y todo aquello que siempre había defendido.

Pero también era el mejor sexo de su vida.

Pensó que sería el regalo de esa noche. Su premio del día.

Gentileza de Newman King.

Se dijo que no debería hacer eso, que no podía hacerlo, tenía que detenerlo, pero interiormente ya estaba racionalizando la experiencia. Era un sexo que le había sido impuesto, y él estaba adormilado, demasiado cansado y confuso para reaccionar; no supo qué estaba pasando y cuando lo comprendió ya era demasiado tarde. Lo habían engañado, obligado, violado.

Hasta entonces, no había sido nunca infiel a Ginny, ni siquiera se lo había planteado, pero ahora lo estaba haciendo y ya era demasiado tarde para echarse atrás. ¿Qué más daba si terminaba? El daño ya estaba hecho.

Además, era imposible que Ginny llegara a enterarse.

La mujer deslizó los labios hasta la base del pene, rodeándolo por completo, y él le eyaculó en su boca con una explosión que parecía no tener fin. No se retiró como solía hacer Ginny, no tuvo arcadas ni escupió el semen, sino que siguió sujetándole el pene entre sus labios bien cerrados hasta que acabó del todo y le lamió la última gota de la punta con su lengua experta.

Bill se quedó tumbado unos momentos, jadeando e intentando recobrar el aliento. Se preguntó a cuál de las masajistas habrían enviado a premiarlo, y quiso encender la luz, pero ella se puso en cuclillas sobre su cara, y era evidente que estaba esperando el acto recíproco. Notó la aspereza del vello púbico y la suavidad del sexo de la mujer en la boca, el olor a almizcle de su excitación en la nariz, y empezó a lamerle la zona entre los labios vaginales y a introducirle la lengua en la abertura preparada para él.

La mujer no decía nada, no gemía, y aunque solía gustarle oír alguna reacción verbal durante el acto sexual, el silencio le resultó muy erótico ya que le permitía oír con mayor claridad el ruido de sus cuerpos, la irregularidad de sus respiraciones, el sonido húmedo de su lengua al lamerle la entrepierna.

Entonces, la mujer volvió a rodearlo con la boca y milagrosamente le insufló vida. En cuanto notó su erección, se apartó para situarse a horcajadas sobre él e introducirse profundamente el pene en la vagina. Comenzó a moverse con cuidado arriba y abajo, de forma que Bill apenas notaba el peso de su cuerpo. Le sujetó las nalgas para ayudarla, y volvió a llegar al clímax mientras la vagina de la mujer se contraía y se relajaba, se contraía y se relajaba, bombeándole hasta la última gota de semen y dejándole el pene exhausto.

Luego se acostó a su lado y lo abrazó. Él le devolvió el abrazo, pero se le saltaron las lágrimas en silencio mientras asimilaba la gravedad de lo que había hecho y pensaba para sus adentros: «Ginny, Ginny, Ginny…»

Cuando despertó la mañana siguiente, la mujer se había ido. Un momento después sonó el teléfono, y la voz de una mujer mayor le comunicó que no le servirían el desayuno, que tenía que vestirse inmediatamente para ir a ver a Newman King.

En el vestidor sólo encontró el traje de cuero negro que había llevado el día antes durante la simulación, así que se lo puso y salió de la suite. Un hombre rubio con un uniforme casi idéntico lo esperaba en el pasillo, y lo llevó hasta el ascensor para regresar a la parte superior de la Torre Negra, de vuelta a la sala de juntas.

Esta vez King estaba solo, no había nadie más sentado alrededor de la mesa, y el guarda que lo había acompañado volvió a meterse en el ascensor. Las puertas se cerraron y, por primera vez, se quedó a solas con Newman King.

Incluso después de todo lo que había ocurrido, después de todo por lo que había pasado, la presencia física del director general lo seguía asustando. No se trataba de algo racional, lógico o cerebral. Era simplemente miedo, puro e instintivo, y todas las fibras de su ser querían llamar el ascensor de vuelta y salir de aquel lugar lo antes posible. No obstante, mantuvo una apariencia tranquila y permaneció firme cuando King comenzó a caminar despacio hacia él.

Como siempre, el director general tenía una sonrisa en los labios, pero su mirada tenía algo salvaje. King se plantó delante de él.

—Felicidades —dijo—. Es el director que ha obtenido mejor puntuación en nuestro curso de formación este año. Ha llegado el momento de celebrarlo. —Hizo un gesto con la mano para abarcar el mapa de la pared—. ¡Puede elegir el Almacén que quiera! ¡Adelante!

—El de Juniper —dijo Bill. Su voz sonó débil, insegura.

—¿Cuál si no? —rio encantado el director general—. Por lo general, cuando tenemos un nuevo director, trasladamos a toda su familia de modo que ya esté instalada en su nuevo hogar cuando éste ha finalizado su formación. Pero esta vez teníamos una vacante en Juniper, y como usted ya había indicado que era donde prefería ir, se la adjudiqué.

Sonrió de oreja a oreja, y Bill tuvo que desviar la mirada para no mirarle la cara, repulsiva y pálida.

De nuevo, como por arte de magia, King tenía en la mano un fajo de documentos, y dejó varios en la mesa delante de él.

—¿Le gustó la pequeña celebración de anoche? —preguntó, arqueando las cejas con complicidad. Bill sintió náuseas—. No se preocupe. Estos pequeños incentivos son sólo para los directores, y no nos gusta que nadie más los conozca. —Soltó una risita y le dio un codazo a Bill—. No diré nada si usted tampoco lo hace, ¿de acuerdo?

Bill asintió.

King sacó un bolígrafo de alguna parte y se lo entregó.

—Firme el contrato y habremos acabado.

Bill quería leer el documento antes de firmar, pero le resultaba incómodo estar a solas con King, estar tan cerca de él, y después de echar un vistazo rápido para asegurarse de que no contuviera nada evidentemente capcioso o inusual, garabateó su firma en el espacio correspondiente y le devolvió las hojas.

—¡Ya es de los nuestros! —soltó King, y le dio una palmadita en la espalda—. ¡Ya forma parte del Almacén!

Se abrió la puerta del ascensor, y entró en tropel un grupo de pelotilleros trajeados con sonrisas felices y sombreritos de fiesta para felicitar a Bill. Le estrecharon la mano y le dieron palmaditas en la espalda antes de ocupar sus lugares alrededor de la mesa.

La puerta del ascensor se abrió otra vez y una fila de mujeres en biquini entró con carritos llenos de comida.

King sonrió encantado.

—¡El desayuno! —anunció—. ¡A comer! ¡Nos espera un día muy ajetreado! —Alzó un vaso con zumo de naranja—. Un brindis por Bill Davis, nuestro director más reciente.

Una hora después, se encontraba en el reactor negro junto a King y un séquito de pelotilleros de camino a Phoenix. King se pasó las dos horas que duró el vuelo charlando afablemente sobre el futuro, sobre la expansión, sobre el día en que todas las ciudades a las que fuera, en cualquier punto del país, tendrían un Almacén. Estaba sentado con elegancia en una silla de diseño muy estilizado y, como siempre, iba impecablemente vestido, pero daba la impresión de querer aparentar algo que no era. Su cara se veía más extraña y antinatural en el entorno convencional del interior del avión.

Era un monólogo más que un diálogo, y casi todo el rato Bill lo escuchó sin hablar. Se encontró reviviendo mentalmente una y otra vez los acontecimientos de la noche anterior. ¿Cómo podría mirar a Ginny a la cara después de lo que había hecho? Le había fallado; la había traicionado. El Almacén lo había corrompido. Había ido a Dallas a combatirlo y se había convertido en parte de él. Lo había contaminado e infectado, y se había pasado al enemigo.

No, eso no era cierto. Ahora tenía la oportunidad de hacer muchas cosas buenas por Juniper. Podría deshacer el daño causado a la ciudad, podría implementar nuevas políticas, anular las decisiones destructivas que habían dado lugar a tantas divisiones y que habían dejado la comunidad en el estado actual. Ahora estaría dentro del sistema en lugar de fuera, y eso le permitiría conseguir muchísimo más que de otro modo. Había tomado la decisión adecuada. No se había vendido.

Pero había traicionado a Ginny.

Racionalizar que estaba intentando conseguir un bien mayor no era ninguna excusa.

El fin no justificaba los medios.

Pensó en Ginny, tumbada sola en la cama, dormida, esperándolo, rezando para que volviera sano y salvo, confiando ciegamente en él.

¿Qué le diría? ¿Qué podría hacer para compensarla? ¿Cómo volvería a merecerla alguna vez?

Sólo se dio cuenta de que estaba llorando cuando King se inclinó hacia él para susurrarle:

—Pare ya. Parece una nenaza.

Miró al director general, se secó las lágrimas, asintió y miró por la ventanilla.

—Sea un hombre —le dijo King—. Pórtese como un director.

Aterrizaron en Sky Harbor a media mañana, y tomaron una limusina para ir de Phoenix a Juniper. Como no quería hablar, fingió dormir todo el camino, pero o bien el director general sabía que estaba despierto o le daba lo mismo, porque siguió charlando sin parar hasta que llegaron.

Juniper.

Había cambiado en su ausencia. No es que hubiera cambiado realmente, no físicamente, sino que ahora había una diferencia: Ya no parecía una ciudad agonizante, una causa perdida. Ya no se sentía impotente para detener su declive. Ahora tenía poder, y en lugar de parecerle la carcasa de lo que había sido, vio la ciudad como un lienzo en blanco, un lugar que no sólo podía igualar, sino incluso superar lo que había sido.

Quería pasar por casa para ver a Ginny y Shannon, para asegurarse de que estaban bien.

Es decir, vivas.

Pero la limusina los llevó directamente al Almacén. King rio disimuladamente al pasar por el concesionario abandonado de Ford, y lo hizo a carcajadas cuando pasaron por delante de un almacén vacío de piensos y granos.

Bill pensó que quizá fuera mejor así. No sabía si estaba preparado para ver a Ginny. Necesitaba más tiempo para pensar qué diría, qué haría y cómo actuaría.

Como se había anunciado con antelación que King iba a Juniper, el Almacén estaba cerrado, y el estacionamiento vacío. Dos guardas uniformados abrieron una barrera para permitir el acceso a la limusina, y el largo vehículo avanzó despacio entre filas idénticas de empleados que flanqueaban el camino hasta la entrada principal. Los empleados sujetaban globos y pancartas, lanzaban confeti y lo aclamaban alegremente. Era un gran acontecimiento, y al parecer estaban presentes todas las personas que trabajaban en el Almacén. Bill miró atentamente por la ventanilla las caras de los reunidos, y se puso tenso al no ver ni rastro de sus hijas.

—Ordené que despidieran a Shannon —dijo King como si le leyera el pensamiento—. Creí que eso lo haría feliz.

—¿Y Sam?

—La trasladé a las oficinas centrales. Es demasiado valiosa para perderla.

La limusina se detuvo frente a la entrada, y Bill se desplazó por el asiento para abrir la puerta y salir del vehículo.

King salió por el lado opuesto, el lado que daba al Almacén, y se oyó una gran aclamación mientras los empleados lo rodeaban, le pedían autógrafos, intentaban tocarlo. Él sonrió gentil, magnánimamente, e hizo un gesto a Bill para que se dirigiera con él hacia las puertas abiertas del edificio.

Bill se entusiasmó cuando la adulación lo incluyó a él. Le gustaron los saludos cordiales, los vítores, el comportamiento servil de sus nuevos subordinados. Daba gusto ser adorado, el centro de atención, y sonrió y saludó a los empleados llenos de júbilo. Era consciente de que aquellos empleados eran los mismos que lo habían tratado con tanto desdén a él y a su mujer, que habían convertido sus vidas en un infierno, y el hecho de ser ahora su dueño y señor le complacía enormemente.

La celebración terminó en cuanto cruzaron la puerta. Como si se hubieran puesto todos de acuerdo, los empleados dejaron las pancartas, los globos y el confeti en un cubo de basura que había dentro del establecimiento, justo detrás de la puerta, y se apresuraron a ocupar sus puestos en cada departamento. El cambio fue demasiado brusco, demasiado radical. Tal vez sólo intentaban demostrar su eficiencia. Tal vez les había entusiasmado de verdad verlos y querían demostrarles entonces lo bien que trabajaban, pero Bill no pudo evitar preguntarse hasta qué punto habría sido todo aquello espontáneo y hasta qué punto lo habría organizado el señor Lamb.

El señor Lamb.

El director de personal estaba nervioso a un lado, flanqueado por Walker y Keyes, esperando a que Newman King los saludara.

Pero King los ignoró.

Recorrió despacio el pasillo principal con un brazo alrededor de los hombros de Bill. Mientras caminaban, Bill notó que tenía los músculos fuertes en ese brazo, y bajo los músculos, en lugares donde no debería haberlos, tenía huesos. Demasiados huesos.

Pero era agradable caminar con King; era agradable volver triunfante al lugar de su derrota, y fue consciente de que se sentía orgulloso de llegar con el director general.

—Tendrá total autonomía —le aseguró King—. Puede contratar y despedir a quien quiera. —Se paró un momento y sonrió—. Puede proceder a la liquidación de quien quiera.

Reanudaron la marcha, esta vez más rápido. Los pelotilleros del avión, que habían ido a Juniper en varios coches detrás de ellos, seguían a Bill. Lamb, Walker y Keyes los seguían a ellos.

King se detuvo delante de una puerta que había en la pared.

—El despacho del director —indicó—. Su despacho. —Frunció el ceño y miró por encima de la cabeza de Bill—. ¿Qué hacen ustedes tres aquí? ¿Acaso les pedí que nos acompañaran?

Bill se volvió y vio que el señor Lamb sacudía la cabeza, nervioso.

—No, señor. Pero pensé…

—No piense. No es su punto fuerte —lo interrumpió King antes de señalar el mostrador de Atención al Cliente, en el extremo opuesto del Almacén—. Vuelvan a sus despachos. Vuelvan a trabajar. De inmediato.

—Sí, señor —dijeron los tres hombres al unísono, a la vez que hacían una reverencia—. Sí, señor.

—¡Lárguense, joder! —gritó King.

Se dispersaron corriendo, y King soltó una carcajada.

—Me encanta hacer eso —confesó—. Usted también puede hacerlo. Pruébelo alguna vez.

Bill pensó que lo haría. Y también le gustaría.

Especialmente en el caso del señor Lamb.

King se volvió hacia la puerta y la abrió. Seguidos de los pelotilleros, subieron un tramo de escalera hasta llegar al despacho del director. Había una mesa enorme, una nevera, un ordenador, una pantalla de vídeo fijada a la pared. Toda la pared sur era una ventana hecha de cristal tintado que daba al establecimiento. Un aire frío, procedente de una rejilla de ventilación oculta, recorría la habitación y mantenía la temperatura más confortable aún que la del resto del edificio.

—¿Le gusta? —preguntó King.

Bill asintió.

—¡Excelente! ¿Quiere ocupar su sillón?

Bill negó con la cabeza. Lo había hecho en la simulación, pero estar allí, en la vida real, era otra cosa, y todavía no se sentía cómodo. Le llevaría algo de tiempo acostumbrarse a todo eso.

—Después de la visita entonces —sugirió King, que rodeó la mesa y pulsó una tecla del ordenador. Una parte de la pared opuesta a la ventana se abrió y dejó al descubierto un ascensor. King sonrió—: Genial, ¿verdad? Acompáñeme.

Bill entró a regañadientes con él en el reducido compartimento.

King pulsó el botón que indicaba DN.

—Ustedes quédense aquí —ordenó a los pelotilleros—. Enseguida volvemos.

Las puertas se cerraron y el ascensor bajó.

Bill miró a Newman King y desvió inmediatamente la mirada porque no quería ver su cara tan de cerca. Notó un olor semejante a tiza o polvo.

—Esto no se enseña en el curso de formación —le advirtió King—. Me gusta hacerlo en persona.

—¿De qué se trata?

—Ya lo verá —sonrió King.

El ascensor siguió bajando —¿hasta dónde llegarían?—, y el director general alzó los ojos hacia los números que se iluminaban sobre las puertas correderas. Todavía sonreía, prácticamente saltaba de entusiasmo.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron.

Estaban en lo que parecía un comedor enorme, una sala rectangular con el techo, el suelo y las paredes de color blanco, con largas filas de mesas paralelas, también blancas. Al fondo de la sala había un mostrador plateado y una cocina oscura. Había tubos fluorescentes en el techo, pero sólo la mitad más o menos estaba encendida, y una iluminación tenue y difuminada llenaba la enorme habitación.

Bill vio a un grupo de hombres vestidos de negro, sentados y totalmente inmóviles en las mesas del centro.

Los directores nocturnos.

Había unos cuarenta o cincuenta, puede que más. En las mesas, delante de ellos, tenían tazas de café, pero no las habían tocado, y tenían las manos juntas y quietas. Incluso bajo aquella luz tan tenue, podían apreciarse sus caras pálidas carentes de expresión. Aparte del ruido que hacían Bill y King al caminar, la sala permanecía en completo silencio.

Bill sabía que podía disponer de los directores nocturnos como quisiera ya que formaban su ejército privado, pero aun así estaba asustado, y sintió un ligero escalofrío al mirarlos. Puede que si hubieran formado parte de su formación, si hubiera tenido ocasión de trabajar con ellos en la Torre Negra, se sentiría más habituado a su presencia, pero, dada la situación, le parecían tan aterradores como antes de ir a Dallas.

King dio una palmada y, como uno solo, los directores nocturnos volvieron la cabeza hacia él. Dio dos palmadas más, y las cabezas de los directores nocturnos regresaron a su posición inicial.

—¿No le parece fantástico? —rio el director general—. Pruébelo usted.

—No —se negó Bill.

—¡Venga! —King dio tres palmadas y los directores nocturnos se levantaron. Dio cuatro y volvieron a sentarse—. ¡Es divertido! ¡Adelante!

Bill dio una palmada, y en esta ocasión los directores nocturnos lo miraron a él. Dio tres palmadas y se levantaron.

Se preguntaba qué serían los directores nocturnos: ¿Zombis? ¿Vampiros…?

No. No era nada tan sencillo. No eran monstruos. No eran muertos vivientes. No eran cadáveres que hubieran resucitado gracias a alguna ciencia o alquimia mágica. Eran hombres. Eran… víctimas del Almacén. Hombres a los que el Almacén había capturado.

El Almacén había capturado sus almas.

—¡Vuelva a aplaudir! —exclamó King—. ¡Cinco veces!

Bill dio cinco palmadas y los directores nocturnos se sentaron y adoptaron su postura inicial.

—Fantástico, ¿eh? —King dio una palmada y un puntapié en el suelo, y los directores nocturnos gritaron a la vez:

—¡Sí!

—¿Verdad que es divertido? —dijo King.

Bill tenía que admitir que era bastante divertido. Y los directores nocturnos ya no le parecían tan aterradores.

—Y ¿qué hacen? —quiso saber—. ¿Por qué están aquí?

—Dirigen el Almacén por la noche. Revisan las actividades del día, y si encuentran algo fuera de lo normal, se lo dirán a usted. Aparte de eso, puede utilizarlos como desee: Guardas de seguridad, policía, dependientes sustitutos… Saben hacerlo todo. Y también obedecen órdenes verbales.

King dio un par de puntapiés en el suelo, y los directores nocturnos gritaron:

—¡Así es!

—Pero las palmadas y los puntapiés son más divertidos. —Se giró hacia Bill—. Encontrará los detalles en su ejemplar de El equilibrio del director —indicó antes de rodearle los hombros con un brazo extrañamente formado—. Venga. Volvamos a su despacho y terminemos con esto. Quiero estar en Dallas antes del anochecer.

Entraron en el ascensor.

Los pelotilleros no se habían movido, seguían exactamente en la misma postura en la que estaban cuando King y él habían bajado. Cuando el director general entró en la oficina, parecieron volver a la vida y empezaron a hablar entre sí y revisar documentos.

—¿Alguna pregunta? —le preguntó King.

Bill negó con la cabeza.

—Pues supongo que eso es todo —prosiguió King—. En su ejemplar de El equilibrio del director encontrará un teléfono de urgencias por si surge algún problema.

Uno de los pelotilleros dejó un ejemplar de La Biblia del empleado y otro de El equilibrio del director sobre su mesa.

—Y aquí tiene su contrato —dijo King, que le entregó una copia de los documentos que había firmado en Dallas—. Cuide de mi Almacén —pidió antes de volverse para marcharse—. No la cague.

Los pelotilleros siguieron a King pegados a sus talones mientras salía del despacho dando zancadas, y Bill se quedó mirando por la ventana cómo cruzaban la puerta situada en la parte inferior de la escalera y enfilaban el pasillo principal hacia la entrada.

Permaneció detrás de la ventana, contemplando a las personas que había en los distintos departamentos del Almacén.

Su Almacén.

Diez minutos después de que King y sus acólitos se hubieran ido, el señor Lamb salió de su oficina, situada detrás del mostrador de Atención al Cliente. Alzó los ojos hacia la ventana, y aunque Bill sabía que no podía verlo a través del cristal tintado, se sintió como si Lamb lo estuviera mirando, y tuvo que obligarse a no apartarse para esconderse.

El señor Lamb desapareció de nuevo en su despacho, y un momento después sonó el teléfono de la mesa de Bill.

Era el señor Lamb. Con una voz tan sumisa que tenía que ser sarcástica, el director de personal le decía lo contento que estaba de trabajar con él, y lo honrado que se sentía de tenerlo como director.

—Me he tomado la libertad de pedir a todos los empleados del Almacén que vayan a la sala de reuniones del piso de abajo para que pueda hablar con ellos y exponerles las bases de su régimen.

—No —lo contradijo Bill—. Dígales que se pongan en fila junto a la entrada principal. Al lado de los carritos de compra.

—Creo que la sala de reuniones es mejor…

—¿Quién es el director, señor Lamb? ¿Usted o yo? —Lo satisfizo oír silencio al otro lado de la línea—. Bajaré en cinco minutos.

Un momento después, la voz del director de personal resonó en el sistema de megafonía:

—Se ruega a todos los empleados que se reúnan inmediatamente en la entrada principal del Almacén. No se trata de ningún simulacro.

Bill volvió a echar un vistazo a su despacho y bajó la escalera. En la Planta, algunos empleados se dirigían ya hacia la entrada del Almacén. Se rio para sus adentros. Era el director; el jefe. En aquel edificio todo el mundo trabajaba para él.

Y eso le gustaba.

Llegó a la entrada principal, e inmediatamente todo el mundo adoptó la posición de firmes. Tenía a sus tropas delante de él, vestidas de negro, y sintió un involuntario gusto por el poder al mirarlas a la cara. Estaban a sus órdenes para hacer lo que él creyera conveniente, y podía utilizarlos para que su Almacén funcionara perfectamente, como él quisiera. El mundo real era complicado, caótico, pero allí, en el mundo del Almacén, no tenía por qué ser así. Allí, en Juniper, no tenía por qué ser así. Podía rehacer su ciudad a su gusto, podía…

Sacudió la cabeza y cerró los ojos.

Pero ¿qué estaba pensando? No estaba allí por esa razón. No quería rehacer Juniper a su gusto. Quería volver a dejar la ciudad como era antes de la llegada del Almacén. Quería usar su nuevo poder para hacer cosas buenas.

Abrió los ojos y vio a todos los empleados mirándolo, algunos con temor, algunos con esperanza, otros con una resolución fanática que le hizo sentir incómodo.

—Vuelvan a sus puestos —dijo en voz baja.

—Señor Davis… —empezó el señor Lamb tras dar un paso al frente.

—Vuelvan a sus puestos —repitió Bill—. Todos.

Los empleados se apresuraron a regresar a sus respectivos departamentos.

El director de personal se le acercó.

—Señor Davis, debo decirle que no estoy de acuerdo con esta clase de microgestión. Yo siempre he estado al mando de…

—No quiero hablar con usted, señor Lamb.

—El mismísimo señor King me nombró…

—No quiero hablar con usted, señor Lamb.

—Si es por lo de sus hijas…

—¡Por supuesto que es por lo de mis hijas! —Bill se había vuelto hacia él, furioso—. Pero ¿qué coño se cree que es, gilipollas?

—¡Eh! ¡Esa boquita!

Se volvió y vio que Holly, del antiguo café, le sonreía junto a los carritos de compra. Llevaba un uniforme del Almacén, pero seguía pareciendo la misma Holly, igual, intacta, con un brillo pícaro en los ojos. Bill la miró, y fue como encontrarse inesperadamente con un amigo en un país extranjero.

—Holly —le dijo—. ¿Cómo está?

—Tan bien como cabría esperarse, supongo.

Para entonces ya se habían abierto las puertas al público, aunque no sabía por orden de quién, y echó un vistazo a los clientes que tenía a su alrededor. Parecían nerviosos, acobardados, intimidados. Ninguno de ellos estaba solo; los guías los conducían por el Almacén como si fueran los dóciles residentes de un hogar de ancianos.

«Puedo cambiar eso —pensó—. Soy el director. Puedo cambiar esta política».

Se volvió hacia el director de personal.

—¿Señor Lamb?

—¿Qué? —soltó el director de personal con brusquedad.

—Está despedido.

De inmediato, su rostro adoptó una expresión de pánico.

—Por favor —suplicó—. ¡Haré lo que diga! ¡No le llevaré nunca la contraria! ¡No intentaré darle mis opiniones!

—¡Señor Walker! —llamó Bill—. ¡Señor Keyes!

Los otros dos hombres, que habían permanecido cerca procurando ser discretos, acudieron al instante.

—Están despedidos —dijo Bill—. Los tres están despedidos.

Los tres hombres temblaban aterrados ante él.

—¡No! —exclamó el señor Lamb—. ¡Por favor!

—Ya no trabajan para el Almacén, señores —recalcó Bill.

El señor Lamb fue el primero. Se le tensó el cuerpo y cayó hacia delante. No hizo el menor esfuerzo por evitar la caída, no intentó protegerse con las manos, y golpeó sonoramente el suelo con la cara. Como fichas de dominó, Walker y Keyes también se pusieron rígidos y cayeron: Walker hacia delante, Keyes hacia atrás.

Bill se quedó estupefacto. No tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo, y no supo cómo reaccionar. Se arrodilló y tomó la muñeca de Lamb para buscarle el pulso, pero no lo encontró. Quiso gritar pidiendo ayuda, ordenar a alguien que llamara a una ambulancia, pero sabía que los tres hombres estaban muertos, que nada podría salvarlos o reanimarlos.

El Almacén había sido su vida.

Se levantó y retrocedió. Varios guías y sus clientes miraron a los hombres inmóviles en el suelo al pasar junto a ellos, pero ninguno se detuvo o mostró algo más que una ligera curiosidad.

Bill se giró hacia Holly, y ésta le sonrió. Su rostro no reflejaba miedo, ni confusión, sólo una expresión de satisfacción.

—Ding dong, la bruja ha muerto —dijo.

Bill asintió. Quería sentirse mal, quería sentir remordimientos, quería sentir… algo. Pero compartía la satisfacción de Holly.

«Va por ti, Ben», pensó.

Un empleado al que Bill no conocía llegó corriendo a su lado, observó a los hombres en el suelo y alzó los ojos hacia Bill.

—Yo me encargaré de esto, señor —aseguró—. No se preocupe.

Se marchó a toda velocidad por donde había venido y un momento después se oyó su voz por megafonía:

—¡Limpien en el pasillo número uno!

Después de que se hubieran retirado los cadáveres, Bill se fue a casa.

Quería ver a Ginny y a Shannon.

Había llamado antes, desde el Almacén, incapaz de esperar, ansioso por saber si todo iba bien, y casi se echó a llorar al oír la voz de su mujer.

¿Cómo iba a mirarla a la cara?

Le habían proporcionado un coche de la empresa, un sedán negro, y lo tomó para ir a casa lo más rápido posible. Al ver a Ginny, que lo esperaba en el camino de entrada, paró el coche, bajó y corrió a sus brazos. Los dos lloraron, se abrazaron y besaron como locos.

—¿Dónde está Shannon? —preguntó Bill.

—En casa de Diane —respondió Ginny con una sonrisa tras secarse las lágrimas de la cara—. El señor Lamb la despidió.

—Despedí al señor Lamb.

—¿De verdad eres el director del Almacén?

—De verdad.

—¿Dónde está Sam?

—La han trasladado a Dallas —respondió Bill tras humedecerse los labios.

—¿Crees que estará bien?

—No lo sé —admitió él.

De repente recordó la vez que Sam se había torcido el tobillo durante una excursión que habían hecho cuando la niña tenía diez años. Bill la había llevado a cuestas todo el camino de vuelta a casa.

Ginny inspiró hondo.

—¿Volveremos a verla? —preguntó.

—No lo sé —contestó él mirándola a los ojos.

Pensó en Sam como la había visto el mes de junio, en su graduación, sonriéndoles desde el estrado al recibir su diploma.

Ginny lo abrazó de nuevo. Él la estrechó con fuerza y pensó en lo ocurrido la noche anterior en la suite de Dallas. ¿Qué había hecho? ¿Por qué había sido tan estúpido? ¿Por qué no había podido ser más fuerte? Parpadeó para contener las lágrimas.

—Me alegro de que hayas vuelto —dijo Ginny.

—Yo también —aseguró Bill, y se echó a llorar—. Yo también.