Capítulo 31

1

Al día siguiente recibieron por correo una tarjeta oro del Almacén junto con un modelo fotocopiado de carta, firmado por su hija, que explicaba las ventajas de pertenecer al Club del Almacén.

Bill llamó a Samantha por primera vez desde que se había ido de casa, para agradecerle la tarjeta. No estaba nada seguro de querer volver a comprar en el Almacén (ir a Flagstaff le parecía de repente mucho mejor), pero ahora que Sam estaba al mando, había una oportunidad, e hizo un esfuerzo para adoptar una postura más conciliadora.

El día anterior, su conversación había sido breve. No había sabido cómo tomarse la noticia, y aunque era evidente que su hija se sentía orgullosa y quería compartir su alegría con su familia, él no podía estar orgulloso de su hija, ni feliz por ella, y después de felicitarla con cierto embarazo, le había pasado el teléfono a Ginny.

Pero ese día fue mejor. Había tenido tiempo de asimilar la noticia, y hasta logró parecer que la apoyaba.

Por lo menos, habían hecho las paces.

Pero cuando le pidió que liberara a Shannon de su contrato y le permitiera dejar de trabajar en el Almacén, Sam se mostró inflexible. Acató la disciplina de la empresa y dijo que ella no podía tomar esa decisión, que aunque era la directora, tenía que seguir la política de la empresa.

Bill no se opuso a ella, no intentó obligarla a dejar ir a su hermana, pero tampoco le dio a entender que comprendía su postura. No quería que creyera que le parecía bien su decisión. No iba a presionarla, pero iba a dejarle claro que no la aprobaba, y dejaría que eso fuera calando en ella.

Quizá se dejaría convencer.

Entonces, le preguntaría por Ben y por los demás.

Las cosas importantes.

Hablaron un rato más, pero a Samantha se le acababa el descanso y tenía que volver al trabajo, así que prometió ir a cenar un día de esa semana.

Bill volvió a su despacho, comprobó sus faxes y el e-mail para ver si había alguna noticia de la empresa o si, por casualidad, Street se había decidido por fin a enviarle otro mensaje. Pero, como de costumbre, no había nada. Después de mandar sus cartas de queja diarias a diversos organismos reguladores de trabajo y a las oficinas centrales del Almacén, se puso a trabajar.

La semana anterior había recibido otro encargo. Esta vez un paquete de recursos humanos para una ciudad de tamaño mediano del sur de California, y el plazo de entrega estaba a la vuelta de la esquina. Alguien había metido la pata, y él se había visto envuelto muy tarde en el proyecto, sin participar en las fases de creación ni de prueba, y ahora tenía que redactar, casi sin tiempo, una serie de instrucciones sobre un sistema que, de hecho, desconocía.

Iba a sudar tinta con aquel trabajo.

Escribió hasta media tarde, cuando Ginny lo convenció por fin de que hiciera una pausa y comiera algo, por lo que fue a la cocina y se zampó un bocadillo de mantequilla de cacahuete con mermelada y un vaso de leche.

Cuando volvió a su despacho, vio que había recibido un fax.

Lo leyó.

Volvió a leerlo.

Y lo releyó de nuevo.

Ginny asomó la cabeza por la puerta.

—Oye… —empezó a decir, pero se interrumpió en cuanto vio la expresión de su rostro—. ¿Qué ocurre? —preguntó, acercándose a él.

—Parece que finalmente me han contestado —dijo Bill con sequedad mientras le mostraba el fax. Ginny lo miró, algo asustada—. Es de las oficinas centrales del Almacén. De Newman King en persona. Me ha invitado a Dallas. Quiere hablar conmigo.

Tras debatir sobre si debían contárselo a las niñas, finalmente decidieron hacerlo, aunque quitándole importancia al hecho. Ahora Ginny y Bill estaban solos en su dormitorio, y la despreocupación que habían fingido con sus hijas había desaparecido. Su interpretación no había engañado a Shannon, pero la niña fingió lo contrario, y Bill se lo agradeció. La sinceridad era agradable, y la comunicación era importante, pero a veces los hechos eran demasiado para asimilarlos de golpe, y se alegró de que no le hubiera pedido detalles del asunto, de que le hubiera permitido eludir el tema. Era una buena chica, más sensible de lo que había creído, y agradecía que comprendiera la situación sin tener que explicársela.

Se lo compensaría de algún modo.

Si tenía ocasión de hacerlo.

Miró a Ginny, que había terminado de ponerse la crema hidratante y estaba mullendo la almohada antes de apagar la luz.

Suspiró y lo miró.

—¿Por qué quiere hablar contigo? —preguntó—. Es lo que no entiendo. Es probable que reciba mil cartas de queja al día. ¿Por qué quiere verte?

—¿Porque soy muy pesado?

Ginny le dio un puntapié bajo las sábanas.

—De acuerdo —concedió Bill—. No lo sé.

—Me asusta. —Los dos guardaron silencio un momento—. Sam lo considera un honor. Creo que ahora siente un respeto renovado por ti.

—No se había dado cuenta de lo pez gordo que es su padre, ¿eh?

Ginny soltó una carcajada, pero era una risa forzada, que terminó demasiado pronto.

—¿De verdad crees que sólo quiere eso? —preguntó—. ¿Hablar?

—No lo sé.

—Tal vez no deberías ir.

—Quizás es lo que quiere. A lo mejor sólo quiere asustarme e intimidarme para que me rinda.

—A lo mejor quiere algo más que asustarte —comentó Ginny en voz baja.

—Es un riesgo que debo correr.

—No quiero que vayas.

—Yo tampoco quiero. Pero tengo que hacerlo.

—¿Por qué?

—Porque si no lo hago, habrá ganado. Ben no está, Street no está, todos los demás han muerto, han desaparecido o callan intimidados.

—Yo no.

—A ti no te invitaron.

Ginny le dio otro puntapié.

—Suena paranoico, egoísta y todo lo demás, pero es cierto.

—Ya lo sé —respondió Ginny en voz baja.

—Por eso tengo que ir.

Después hicieron el amor, por primera vez en varias semanas, y aunque debería haber sido estupendo, por alguna razón no lo fue. Estuvo solamente bien, ambos tuvieron un orgasmo y se quedaron rápidamente dormidos después.

En su sueño, volaba a Dallas y una limusina lo recogía en el aeropuerto para llevarlo a las oficinas centrales del Almacén, donde veía a varias secretarias y ayudantes antes de entrar, finalmente, en el despacho del director general.

No había nadie dentro.

—¿Qué…? —empezaba a decir, pero entonces comprendía la verdad: Newman King era un testaferro ficticio, un personaje inventado. No había ningún director general. No había ningún presidente. No había ningún jefe. Sólo había la empresa. Se dirigía sola, y la burocracia la mantenía, de modo que era totalmente imposible detenerla.

El día siguiente, Ginny lo acompañó al Sky Harbor de Phoenix. Bill había hecho preparativos vía e-mail con el secretario de King, quien le había asegurado que ellos se encargarían de todo, pero Bill seguía sin saber muy bien qué esperar. Supuso que tendría a su disposición alguna clase de billete, de autocar probablemente, en el mostrador donde tenía que facturar, pero en lugar de ello, un hombre rubio, alto y erguido vestido con el uniforme de cuero negro del Almacén se reunió allí con ellos y los guió por varias puertas y pasillos hasta que estuvieron en el exterior de la terminal. En la pista los esperaba un avión Lear de color negro. Ginny, que no tenía autorización para salir a la pista, lo llevó a un lado y lo abrazó.

—Ten cuidado —le dijo.

—Sí.

—Creo que no deberías ir.

—Ya habíamos hablado de eso.

—Tengo miedo. —Lo abrazó de nuevo.

Bill le devolvió el abrazo y la estrechó con fuerza. Él también sentía miedo, pero no tenía ningún sentido decírselo ya que sólo serviría para preocuparla más, de modo que no dijo nada.

El hombre rubio carraspeó.

—Tenemos que irnos, señor Davis —anunció—. Ya hemos recibido permiso para despegar.

Bill se volvió hacia Ginny y la besó.

—Te amo —le dijo.

—Yo también te amo —sollozó Ginny.

Le daba la impresión de ser una despedida para siempre, un adiós final, y eso lo aterraba. Quería posponerlo, prolongarlo, quería sacudirse de alguna forma la sensación de terror que se había apoderado de él, pero en lugar de ello, la saludó con la mano, le envió otro beso y cruzó deprisa la pista hacia la escalerilla del avión.

El vuelo transcurrió sin incidentes. Bill era el único pasajero, y tenía toda la parte central del reactor para él solo. Había sofás, un bar y una neverita, un televisor y un reproductor de vídeo. El piloto le aseguró por megafonía que podía disfrutar de todos esos lujos y de toda la comida y bebida disponible. No tenía hambre pero sí sed, y abrió una lata de cola. Se sentía nervioso, inquieto, y no estaba de humor para ver la televisión, a pesar de la impresionante selección de vídeos del avión. Tuvo la tentación de usar el móvil para llamar a Ginny, pero sabía que la conversación estaría pinchada, y no tenía intención de permitir que ningún encargado del Almacén oyera lo que le decía a su mujer. Además, Ginny todavía estaría volviendo en coche a Juniper.

Así que se pasó casi todo el viaje de dos horas sentado en un sofá, mirando por la ventanilla el desierto que se extendía a sus pies.

Sobrevolaban Dallas cuando el piloto por fin volvió a hablar:

—Puede ver la Torre Negra a su derecha —anunció por megafonía, y Bill observó por la ventanilla un rascacielos negro situado a varias manzanas de los demás edificios altos del centro. Seguramente no se vería tan extraña desde el suelo, pero desde esa perspectiva daba la impresión de que los demás edificios condenaban al ostracismo a la Torre Negra, y no se le escapó el simbolismo visual.

Se abrochó el cinturón de seguridad, el reactor aterrizó con suavidad y unos minutos después se abría la puerta y el mismo empleado ario se ofrecía para ayudarle a bajar la escalerilla.

Bill rechazó la ayuda del empleado y desembarcó solo. El calor era insoportable, y en cuanto pisó la pista empezó a sudar. Echó un vistazo alrededor y alzó los ojos, pensando tontamente que el cielo azul de Tejas era muy parecido al de Arizona.

—Por aquí, señor.

Se volvió hacia la voz, y cuando vio al empleado del Almacén de pie junto a una larga limusina negra, se le pusieron los pelos de punta.

La limusina de su sueño. Bill se quedó clavado en el sitio.

—¿Señor? —insistió el empleado tras un instante—. Este coche lo llevará a su destino. El señor King lo está esperando.

—Voy —aseguró Bill—. Voy.

Se concentró en sus pasos para cruzar la pista, y se obligó a subir al automóvil mientras un sudor frío le resbalaba por la cara.

2

Lo dejaron justo delante de la Torre Negra. No había visto nunca nada igual.

Los edificios del Almacén eran la viva imagen de la sofisticación estadounidense: modernos, pero de forma que hasta un comprador de mercadillo pudiera identificarse. No impresionaban tanto por lo que eran sino por el contexto en el que se encontraban.

La Torre Negra era simplemente impresionante. En cualquier circunstancia.

Salió de la limusina y alzó los ojos. El edificio no estaba concebido para paletos, para patanes o personas normales y corrientes. No había el menor intento por aparentar modestia o mediocridad. Era el auténtico Almacén, el Almacén real, el hogar de Newman King, y aunque poseía las cualidades del típico rascacielos del centro de Dallas, en esos confines imponía su independencia y su supremacía. La Torre Negra se erigía sola, y el arte de su diseño y la calidad de su construcción la convertían en el inmueble de un hombre muy poderoso, importante e influyente.

Newman King.

La puerta principal de cristal ahumado de la Torre Negra se abrió, y el mismo empleado rubio que se había reunido con él en el aeropuerto de Phoenix y que lo había recibido en el aeropuerto de Dallas avanzó hacia él por la entrada de mármol.

Bill frunció el ceño. No era posible.

El empleado se acercó, y al observarlo con más atención, Bill se percató de que quizá no se tratase del mismo después de todo. Era probable que el de Phoenix tampoco fuese el del aeropuerto de Dallas. Simplemente, eran idénticos.

Aquello le resultó inquietante.

—El señor King lo está esperando —indicó el hombre rubio con una sonrisa—. Acompáñeme, por favor.

Bill asintió. No sabía qué iba a hacer, qué iba a decir, cómo iba a actuar cuando se encontrara con el director general. Pensó en Ben, y una parte de él deseó haber llevado una pistola, una bomba o algún tipo de arma, pero sabía que aunque no lo registraran, seguramente habría detectores de metal en el edificio.

Cruzaron la puerta principal y accedieron a un vestíbulo enorme con una altura de dos plantas. El suelo era de mármol, las paredes eran de mármol, había palmeras y cactus, modernas fuentes escultóricas con agua. La recepcionista, una bonita mujer rubia vestida de cuero negro, estaba sentada tras una mesa gigantesca, bajo el logotipo del Almacén.

El hombre rubio condujo a Bill hacia un ascensor de cristal, y ambos subieron a la parte superior de la Torre Negra.

Las puertas de metal se abrieron. Delante de ellos había una inmensa sala de juntas cuyas paredes de cristal ofrecían vistas del perfil de la ciudad.

La oficina del director general de su sueño.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo al echar un vistazo a su alrededor y observar muebles conocidos en los lugares esperados, y un paisaje que ya había visto antes al mirar por las ventanas.

Delante de él había unos quince o veinte hombres trajeados, sentados alrededor de una gigantesca mesa de mármol negro.

Pero el único que importaba era quien la presidía.

Newman King.

El director general tenía algo intrínsecamente aterrador, algo poco natural e inquietante en su rostro demasiado pálido, en sus ojos demasiado oscuros, en sus labios demasiado rojos. Vistos por separado, sus rasgos no eran tan raros, pero el conjunto resultaba grotesco, aberrante y aborrecible a la vez. No era algo evidente, algo que pudiera verse en las fotografías o por televisión. Había una inteligencia incuestionable en su semblante y una especie de perspicacia implacable para los negocios típicamente americana, junto con un porte sencillo, natural, que podía acentuar o abandonar a voluntad, intensificar o atenuar según le conviniera. Estas cosas sí eran evidentes.

Pero aquel salvajismo interior, aquella inhumanidad horrible, indefinible, sólo podían notarse en persona. Incluso a esa distancia, desde el otro lado de la sala de juntas, con todas aquellas personas presentes, impresionaba verlo. La reacción instintiva de Bill fue salir corriendo, alejarse todo lo que pudiera de King, lo más rápido posible. Temblaba de pies a cabeza, y los intestinos y la vejiga iban a cederle en cualquier momento, pero haciendo acopio de fuerzas salió del ascensor y se plantó delante de él.

King sonrió y, aunque tenía la dentadura perfecta y blanquísima, el gesto, más bien draculiano, tuvo el aire malévolo de un tiburón frente a su presa.

—El señor Davis, me imagino.

Su voz era suave a la vez que fuerte, cuidadosamente modulada, sin el tono campechano que usaba en público, pero una vez más, tenía algo poco natural.

Bill asintió.

—Bienvenido. Siéntese, por favor. —Señaló un grupo de sillas negras situadas a la izquierda de la mesa.

—No, gracias.

—Es usted un hombre valiente —comentó King, cuya sonrisa se volvió más amplia. Entonces levantó una mano y Bill vio que sujetaba un fajo de papeles, aunque habría jurado que un momento antes tenía las manos vacías—. ¿Sabe qué es esto? —preguntó, pero no esperó repuesta—. Sus faxes, sus correos electrónicos.

Recurrió al encanto y empezó a rodear la mesa hacia Bill. Los demás miembros de la junta permanecieron sentados, inmóviles y con la vista fija en quien tenían delante al otro lado de la mesa.

—Si no fuera porque sé que no es así —prosiguió King—, diría que no es partidario de nuestra organización. Si no fuera porque sé que no es así y si fuera más rudimentario de lo que soy, diría que es un agitador antiamericano. Pero, por supuesto, eso no es posible. Es usted miembro del Club del Almacén, su hija menor trabaja como dependienta para nosotros y su hija mayor ha sido nombrada temporalmente directora del Almacén de Juniper, en Arizona.

—¿Temporalmente? —se sorprendió Bill.

—No puede ser directora con todas las de la ley si no termina nuestro curso de formación de dos semanas de duración.

—Creía que ya lo había hecho.

—No.

Newman King estaba ya junto a él y, así de cerca, todavía parecía más extraño, más monstruoso. No sólo tenía la piel pálida, sino que parecía postiza, hecha de goma o de algún tipo de plástico moldeable. Su dentadura, demasiado perfecta, también parecía postiza. Las únicas partes de su cuerpo que parecían auténticas eran los ojos negros y hundidos, que le brillaban con cruel ferocidad animal.

El director general levantó el puñado de papeles y los sacudió.

—¿Qué quiere que haga? —le preguntó a Bill—. He leído sus misivas, y no entiendo qué quiere. ¿Quiere que cierre el Almacén de Juniper?

Bill no había estado tan asustado en toda su vida, pero se olvidó de que le fallaban las piernas, se armó de valor y con el tono de voz más fuerte que logró emitir, respondió:

—Sí.

—¿De qué serviría eso? —sonrió King—. Dejaría a mucha gente en el paro, nada más. No recuperaría los antiguos comercios. No recuperaría Buy-and-Save. —Su sonrisa llegó a ser grotesca—. Ni siquiera recuperaría la tienda de material y equipo electrónico de Street.

A Bill se le había disparado el corazón.

—¿Conocía su existencia?

—Sé todo lo que afecta al Almacén.

—Hizo quebrar sus negocios.

—¿Y?

—Mató a varias personas. O bien ordenó que las mataran. O su gente las mató. Todos esos desaparecidos…

—Víctimas de guerra —respondió King.

Bill se lo quedó mirando. Ojalá hubiera entrado a escondidas una grabadora…

—Las grabadoras no me captan siempre bien la voz —le advirtió King antes de volverse para regresar hacia la cabecera de la mesa.

«Ha acertado por casualidad», pensó Bill. Con manos temblorosas y piernas flojas fue tras el director general, sin saber si abalanzarse sobre él, pegarle en la espalda o simplemente gritarle. Todo lo que había pensado sobre el Almacén, lo peor, era cierto; y aunque nunca había estado tan aterrado en su vida, también estaba más enfadado que nunca. De modo que se concentró en esa rabia y la utilizó para ganar fuerza.

King se volvió de repente, y el aire entre ambos pareció moverse de una forma que emulaba pero no acababa de reproducir totalmente el viento. Bill retrocedió instintivamente.

—Iba a preguntarme sobre la política del Almacén —dijo el director general—. Quería saber por qué hacemos lo que hacemos.

—¿Por qué lo hacen?

King sonrió sin responder, y Bill se enfrentó a él.

—¿Por qué llevó el Almacén a Juniper? —preguntó.

—Era un mercado abierto.

—Pero ¿con qué objeto? ¿Qué espera obtener? No lo hace sólo por el dinero. Ya lo tenía desde el principio. No tenía por qué… —Sacudió la cabeza—. Hace que la gente dependa de su establecimiento y entonces cambia los productos y la obliga a comprar… cosas extrañas. ¿Por qué? ¿Para qué?

—Yo no obligo a nadie a comprar nada —sonrió King—. Estamos en un país libre. Todo el mundo puede comprar lo que quiera.

—Sandeces. —Bill se lo quedó mirando—. ¿Qué persigue?

—Prácticamente hemos conquistado todas las pequeñas poblaciones insignificantes, ignorantes y atrasadas del país. Ha llegado la hora de desplazarnos hacia arriba, de ampliar nuestra base, de acabar con Kmart, Wal-Mart, Target y cualquier otro de una puñetera vez. —Señaló un mapa del país colgado en la pared que tenía a su lado, salpicado de parpadeantes luces amarillas y rojas.

—¿Es eso lo que persigue? —dijo Bill.

—En parte.

—Y ¿qué otra cosa?

—No lo entendería —aseguró King a la vez que sacudía la cabeza.

—¿Qué quiere decir con eso de que no lo entendería?

—No puede entenderlo.

—Dígamelo, a ver qué sucede.

Durante una breve fracción de segundo, su cara adoptó una expresión que Bill no supo interpretar, una expresión inescrutable que lo hacía parecer más extraño aún. Entonces aquella expresión desapareció tan rápido como había aparecido.

—Créame, mis motivos ni siquiera figuran en su vocabulario —aseguró King.

A Bill se le heló la sangre. Se dio cuenta de que King tenía razón. Seguramente, no lo entendería.

Y aquella idea lo asustó.

—¿Por qué me invitó a venir? —quiso saber.

—Para hablar.

—¿Sobre qué?

—Sobre el futuro.

—¿A qué coño se refiere?

—Es usted un buen hombre —dijo King tras soltar una risita—. Un hombre listo, un ajedrecista estupendo, un adversario digno. Lo admiro.

—¿Y?

—Pues que le pregunté qué quería…

—Y yo le dije que quería que se llevara el Almacén de Juniper.

—Y lo que yo intentaba decirle es que el progreso no puede deshacerse. El mundo no puede ir hacia atrás. Puede no avanzar, quedarse donde está, pero no retroceder. El Almacén está en Juniper. Es un hecho consumado. Pero le estoy ofreciendo la segunda mejor opción.

—¿Cuál?

—Como le dije, es usted un buen hombre y lo admiro. —Se detuvo un instante—. Me gustaría que formara parte de mi equipo.

Bill iba a contestar, pero cuando asimiló lo que King le estaba diciendo, cerró la boca.

¿Le estaba ofreciendo un trabajo?

—Su propio Almacén —prosiguió King con una voz suave y seductora, mientras le dirigía una mirada penetrante e hipnótica con aquellos ojos hundidos que destacaban en la palidez de su rostro—. Elija la población. Lo dirigirá como usted quiera. Puede decidirse por Juniper si lo desea.

—Pues…

El director general levantó una mano.

—No diga nada. Aún no. No se decida ahora, no me responda afirmativa o negativamente. —Hablaba con voz suave, cautivadora—. Es una oportunidad única. Y sólo se la voy a ofrecer ahora. Si la rechaza, saldrá de este edificio y volverá a Arizona inmediatamente.

—¿Por qué? —quiso saber Bill.

—He comprobado que mis peores enemigos, mis detractores más implacables, aquellos que me plantean una batalla más dura acaban siendo, sin excepción, mis mejores directores. Son personas que piensan, que tienen iniciativa. No son como borregos. Pueden manejar el poder y saben cómo usarlo cuando se les otorga. Usted sería un director excelente.

—¿Por qué tendría que querer serlo?

King bajó la voz de golpe, y cerró los puños para responder.

—Puede ser el amo de esa ciudad. Puede decidir qué come, qué viste, qué escucha, qué mira la gente. Puede controlarlo todo, desde su marca de ropa interior hasta su clase de dentífrico. Puede experimentar. Puede mezclar y combinar. —Se inclinó hacia delante—. Esto es lo que el Almacén puede darle: Poder. —Levantó los papeles que sostenía en la mano para añadir—: Lo que leo aquí, en estos faxes y en estos mensajes, es que no está contento con la forma en que están yendo las cosas; quiere cambiarlas. Bueno, pues le estoy dando la oportunidad de hacer exactamente eso. Puede reconstruir esa ciudad a su gusto, y será exactamente la comunidad que usted siempre quiso.

—Lo que no me gusta es el Almacén. Eso es lo que quiero cambiar.

—Y ésta es su oportunidad. Puede hacerlo desde dentro. —Dejó caer los papeles en la mesa—. El trabajo sucio ya está hecho. Terminado. No tendrá que intervenir en él. Lo que hay ahora es un nuevo tablero de juego por estrenar. Y lo que le estoy ofreciendo es una de las fichas —dijo con una sonrisa—. Y ahora, deme su respuesta. Dígame si acepta el reto.

—Sí.

La respuesta lo sorprendió a él mismo. Tenía previsto hacer más preguntas antes de negarse finalmente, pero la palabra había salido de su boca antes de tener tiempo de pensarla, y se encontró con que no quería retirarla.

King reía y le estrechaba la mano, le daba palmaditas en la espalda y lo felicitaba mientras los miembros de la junta sentados alrededor de la mesa sonreían y asentían a modo de aprobación. No sabía muy bien por qué había aceptado, y no se le permitió pensarlo, no se le dio tiempo para que analizara sus motivos. Detestaba el Almacén y quería destruirlo, y había visto la oportunidad de infiltrarse en el enemigo, de hacerle daño desde dentro.

Pero…

Pero había algo en lo que King había dicho a lo que no era totalmente inmune. El Almacén ofrecía poder. Y el poder no era bueno ni malo. Era un instrumento, tan bueno o malo como la persona que lo utilizara. Podría hacer mucho bien como director del Almacén en Juniper. Podría tener la última palabra, podría obligar al pleno municipal a revocar las ordenanzas que había aprobado, utilizarlo para aprobar leyes que fueran mejores, más beneficiosas.

—Una cosa —dijo Bill entonces—. Quiero que mis hijas dejen de trabajar en el Almacén. Hoy mismo. Ahora. Despídalas, libérelas de sus contratos, haga lo que tenga que hacer, pero que se vayan.

—Hecho —asintió King.

—¿Se van? ¿Sin ataduras?

—Si es lo que ellas quieren.

—¿Y si no?

—No puedo vivir sus vidas por ellas —contestó el director general encogiéndose de hombros.

Bill sabía que Shannon quería irse. Dejaría su empleo. Puede que Sam no quisiera, pero Shannon seguro que sí.

Era un comienzo.

Y cuando fuera director, podría despedir a Samantha.

—¿Qué tengo que hacer? ¿Dónde tengo que firmar? ¿Qué viene a continuación? —preguntó Bill.

—Llame a su esposa y dígale que le esperan dos semanas de formación. No volverá a verla hasta que haya terminado.

—¿Puedo usar algún teléfono?

—Tiene uno en la pared, detrás de usted.

No quería hablar delante de toda aquella gente, pero aun así llamó a Ginny, que acababa de llegar a casa. Le explicó brevemente lo que estaba pasando, le dijo que no se preocupara, que regresaría en dos semanas.

—¡Te han secuestrado! —gritó—. ¡Te están obligando a decir esto!

—No —aseguró Bill.

—¿Qué está pasando entonces? ¿Por qué…?

—No puedo explicártelo ahora. Ya te lo contaré todo cuando vuelva.

—¡Te matarán!

—No es nada de eso —le prometió—. Es algo bueno, pero ahora no puedo hablar.

Siguieron así unos minutos hasta que por fin logró calmarla y convencerla de que todo iba bien. Colgaron después de decirse que se amaban.

Bill pensó que, si estuviera en el lugar de Ginny, él tampoco lo creería. Esa mañana había ido a Dallas dispuesto a arrancarle la piel a Newman King, y ¿ahora resultaba que iba a trabajar para el Almacén? No tenía sentido.

No tenía sentido.

¿Por qué lo hacía entonces?

Todavía no estaba seguro.

Dos guardas habían entrado en la sala de juntas por la puerta que tenía a su espalda, y se sobresaltó cuando lo alcanzaron y lo sujetaron por los brazos.

—¿Pero qué…? —soltó, y se volvió hacia ellos y después hacia Newman King.

—Tiene que formarse —dijo el director general—. Están aquí para acompañarlo hasta nuestras instalaciones de formación.

Bill se zafó de los guardas.

—No tienen por qué tratarme como a un prisionero.

—Tiene razón —coincidió King, que hizo un gesto con la mano. Los guardas retrocedieron—. Disculpe. Es la costumbre.

Bill inspiró hondo. ¿En qué se había metido? Y ¿cómo iba a salir?

De repente, deseó no haber aceptado la oferta de venir a Dallas.

No. No era verdad.

El director general se acercó a él.

—Nos alegra que haya decidido unirse a la familia del Almacén —aseguró—. Será un miembro valioso y necesario de nuestro equipo. —Estrechó de nuevo la mano de Bill, y su tacto era frío—. Le ruego que siga a los guardas. Ellos le conducirán a nuestras instalaciones de formación. —Sonrió de oreja a oreja y, mientras le señalaba el ascensor, concluyó—: Que pase un buen día.

3

Un empleado le indicó a Shannon que fuera al despacho del señor Lamb, no durante su descanso, sino casi inmediatamente después de empezar el turno. Era un empleado nuevo, que fue a darle la noticia y la sustituyó en la caja.

Pasaba algo malo.

La hicieron pasar enseguida a la oficina del señor Lamb, que alzó los ojos en cuanto entró. No hubo ningún preámbulo, nada de charla; no le pidió que se sentara.

—Está despedida —dijo simplemente el señor Lamb, mirándola desde detrás de su mesa con un desdén apenas disimulado—. Devuelva su uniforme y su Biblia.

Shannon parpadeó, insegura de haberlo oído bien.

—¿Perdón? —exclamó.

—Que se largue, coño. —El director de personal se puso en pie—. Está despedida, de patitas en la calle. El Almacén ya no la quiere aquí, gorda de mierda. Salga de nuestra propiedad ahora mismo.

Shannon estaba tan anonada que no pudo hablar.

—¡Fuera!

Salió pitando. No sabía qué estaba ocurriendo ni por qué, pero era lo bastante lista como para no preguntarlo. Como decía su abuelo Fred: «A caballo regalado no le mires el dentado». Se sentía entusiasmada y enojada a la vez. Entusiasmada porque por fin podía marcharse de allí, escapar de las garras del Almacén, pero enojada por la forma en que la estaban tratando. Aunque su enojo era una reacción instintiva, una respuesta a nivel emocional, y fue lo bastante inteligente como para no dejarse llevar por él. Lo mantuvo controlado y bajó a toda velocidad la escalera para ir al vestuario, donde se quitó el uniforme del Almacén mientras la cámara la grababa por última vez.

Era demasiado bonito para ser verdad, y quería salir del edificio antes de que el señor Lamb cambiara de parecer.

Mientras se ponía la ropa de calle, se preguntó por qué motivo el señor Lamb podía despedirla, mientras que Sam no podía hacerlo. Decidió que probablemente todo sería obra de Sam, que habría encontrado una forma de sacarla de allí.

O puede que su padre hubiese hablado con Newman King en Dallas, y el propio King lo hubiera dispuesto todo.

No. No habría ido tan rápido.

Dejó el uniforme y la Biblia en la taquilla, volvió a la Planta y pasó por el mostrador de Atención al Cliente para preguntar por su finiquito. Le dijeron que abandonara el Almacén de inmediato y, una vez fuera, en el estacionamiento, fue libre.

¡Libre!

Tenía ganas de bailar.

No sabía qué hacer. No quería regresar aún a casa, así que se subió al coche y condujo por la ciudad, feliz y sin rumbo, hasta detenerse finalmente delante de la casa de Diane.

Se quedó sentada un momento en el vehículo, dudando de si tendría el valor suficiente para salir y llamar a la puerta, pero antes de que pudiera tomar una decisión, Diane abrió la puerta principal y empezó a andar hacia ella.

Shannon trató de descifrar la expresión de su amiga, pero no pudo.

—Hola —la saludó.

—Hola. —Diane le sonrió tímidamente.

—Me acaban de despedir del Almacén —soltó de golpe.

—¿Te despidieron? —Diane había llegado junto a su coche y se había apoyado en la ventanilla del copiloto.

—Gracias a Dios —asintió Shannon.

Su amiga soltó una carcajada. La tensión que había existido entre ambas durante el verano había desaparecido, y Shannon se alegró de haber ido a verla.

—Y ¿qué piensas hacer ahora? —preguntó Diane.

—No tengo nada planeado.

—¿Quieres entrar en casa?

Shannon se lo pensó un momento y negó con la cabeza.

—¿Te apetece dar una vuelta en coche? —sugirió a su vez.

—Sí. Deja que avise a mi madre —asintió Diane, que volvió a entrar en su casa para salir un momento después con el bolso. Abrió la puerta del copiloto y se subió al coche.

—¿Seguimos siendo amigas? —preguntó Shannon.

—Como siempre —sonrió Diane.

—El último curso se me habría hecho larguísimo sin ti.

—Y que lo digas —repuso Diane—. Me alegro de que hayas vuelto.

—Yo también —sonrió Shannon, y puso el motor en marcha. Arrancó el vehículo y quemó neumáticos en dirección a Main Street.