1
La semana antes de iniciarse el curso escolar había una reunión del claustro, y Ginny llamó a varios amigos del personal docente para ver si alguno de ellos necesitaba que lo llevara en coche.
Ninguno quiso ir con ella.
Se lo temía, y precisamente por eso había llamado, para comprobar el estado de ánimo de sus compañeros de trabajo. En lugar de intimidarla, de conseguir que presentarse la pusiera nerviosa, aquello la enojó y la fortaleció en su determinación de no ceder a ningún tipo de presión.
De modo que fue sola hasta el centro de enseñanza primaria de Juniper y ocupó un asiento en la parte delantera de la sala de reuniones. Los demás profesores entraron y se sentaron charlando entre sí, pero dejaron un círculo de sillas vacías alrededor de ella, una barrera invisible que ninguno de sus compañeros de trabajo iba a cruzar.
Hasta que Meg se sentó a su lado.
Ginny no había estado tan agradecida a nadie en su vida, y aunque nunca le había caído bien Meg, aunque «compañera de trabajo» había descrito siempre su relación mejor incluso que «conocida», abrazó espontáneamente a la otra profesora.
—Supongo que los inadaptados tenemos que mantenernos unidos —sonrió la mujer mayor.
Ginny le devolvió la sonrisa.
—¿Dónde compras últimamente? —bromeó. Meg soltó una carcajada—. ¿Qué pasó? —prosiguió Ginny bajando la voz—. ¿Por qué desertaron todos?
—No lo sé. No he sabido nunca lo que piensan, nunca me han hecho confidencias. Tú siempre estuviste más unida a los demás profesores que yo.
—Hasta que, de repente, me convertí en una leprosa.
—Tú tienes principios —dijo Meg—. Eres íntegra. Puede que tú y yo tengamos técnicas pedagógicas totalmente distintas. Puede que disintamos en casi todo. Pero si tenemos algo en común es que defendemos lo que creemos. Y no nos dejamos vencer por la adversidad. Siempre te he admirado por ello.
—Gracias —repuso Ginny, emocionada de verdad.
—Nuestros compañeros de trabajo son fáciles de corromper.
—Y también lo son los niños y sus padres —añadió Ginny.
—Será un año muy largo —asintió Meg.
Entonces llegó el director, que se dirigió a la parte delantera de la sala, y los profesores que seguían de pie se sentaron. Todo el mundo guardó silencio.
—Este año habrá algunos cambios en el centro de primaria —anunció el director después de hacer unos cuantos comentarios a modo de introducción—. Son cambios que me entusiasman. Y espero que a ustedes también.
Declaró que el sindicato de profesores, el distrito escolar y el Almacén acababan de cerrar un acuerdo por el que el curso siguiente, los centros de enseñanza primaria y secundaria de Juniper contarían con financiación privada y no pública en período de pruebas. El Almacén se había ofrecido a correr con los gastos de educación de la ciudad a cambio de unas pequeñas concesiones.
—En primer lugar —explicó—, habrá nuevos libros. Como todos sabemos, nuestros libros actuales están vergonzosamente desfasados y son sumamente insuficientes. El Almacén nos proporcionará otros, que tendremos que usar. —Alzó una mano antes de que pudieran objetar algo—. Sé que los profesores suelen participar en el proceso de selección de los materiales pedagógicos, pero sus líderes sindicales accedieron a este acuerdo, cuyas conversaciones tuvieron lugar hace muy poco. Como dije, apenas acaba de llegarse al acuerdo final, de modo que supongo que ya lo votarán más adelante. Les aseguro que el Almacén ha iniciado programas parecidos en otras ciudades de Tejas, Arkansas, Nuevo México y Oklahoma, y que, para evaluar y elegir los libros de cada curso, se eligió un jurado de educadores que gozan del reconocimiento de todo el país. Los profesores de los demás distritos parecen muy satisfechos con los materiales proporcionados.
»El Almacén nos proporcionará, asimismo, ordenadores gratis. Con el correspondiente software educativo y con acceso al SAOF, el Servicio de Aprendizaje Online de Freelink. —El director carraspeó y continuó explicando el acuerdo—: El otro cambio importante concierne a los horarios de clase. La cantidad de horas que trabajarán cada día permanecerá intacta, pero adoptaremos el mismo formato que los centros de secundaria. Es decir, que los alumnos ya no se quedarán todo el día en un aula, sino que tendrán siete períodos a lo largo del día.
—¿Qué? —preguntó Meg, contrariada.
El director no le prestó atención.
—Los períodos no se dividirán por asignaturas, tal como ocurre en los cursos superiores, de modo que tendrán que resolver entre ustedes los pormenores de la enseñanza de cada niño.
—¿Y a qué obedece ese cambio? —intervino Meg, que no iba a permitir que la ignorara.
—Los alumnos necesitan horarios flexibles.
—¿Por qué?
—Para adaptarlos a sus horarios laborales.
¿Horarios laborales? Ginny echó un vistazo alrededor de la sala. Unos cuantos profesores hablaban entre sí, algunos parecían descontentos, pero la mayoría seguía inmóvil en su asiento, escuchando al director.
—El Almacén donará todo el dinero y el material necesario para educar a los niños. Lo mínimo que ellos pueden hacer es dedicar alrededor de una hora diaria de su tiempo al Almacén.
Ginny se levantó.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir, señora Davis, que limpiarán, recogerán la basura, harán la clase de trabajo que yo hacía cuando era pequeño. Eso fomentará su sentido de la responsabilidad y hará que sientan que forman parte de la comunidad. Harán su aportación a la ciudad a la vez que aprenden la importancia de la ética del trabajo.
«¿Limpiarán?» —Eso se llama explotación de menores —indicó Ginny—. Hay leyes que lo prohíben.
—Se llama voluntariado y la escuela apoya totalmente la iniciativa.
—Los niños de primaria no aprenden tan bien las cosas si se les divide el día en varios períodos independientes con profesores distintos —comentó Meg—. Está demostrado. Necesitan la estabilidad de una sola aula con un único maestro, y un grupo fijo de compañeros de clase.
—Eso era antes —contestó el director a la vez que la fulminaba con la mirada—. A partir de ahora lo haremos así.
Ginny y Meg continuaron discutiendo con el director durante la siguiente media hora más o menos, pero ninguno de los demás profesores se les unió, y finalmente interrumpieron sus objeciones y les ordenaron que se sentaran.
—¿Por qué no te jubilas? —le dijo Lorraine a Meg cuando salían de la sala después de la reunión. Levantó el muñeco vudú y le clavó una aguja en la cara.
—Puta —le espetó Ginny después de arrebatarle el muñeco y tirarlo al suelo.
—Puedo conseguirte uno si quieres —sugirió Lorraine.
—Adelante.
—Tal vez me jubile —dijo Meg cuando se dirigían hacia el estacionamiento—. No acabo de verme encajando en el nuevo orden.
—No puedes jubilarte —rezongó Ginny—. La escuela te necesita.
—Quién iba a imaginar que me pedirías que no me jubilara y me dirías que la escuela me necesitaba. —Sonrió la profesora mayor.
—La política hace extraños compañeros de cama —comentó Ginny.
—Supongo que sí. Supongo que sí.
—Además, descubrí que tienes razón.
—¿En qué?
—En que los hijos de los Douglas son unos gamberros.
Meg pareció desconcertada un instante, y después empezó a reír.
Las dos reían de camino hacia sus respectivos automóviles.
2
Shannon estaba sentada sola en la sala de descanso comiéndose un bollo con sabor a goma de una de las máquinas expendedoras. La semana siguiente empezaba el curso y su jornada laboral iba a reducirse, de modo que para compensarlo, el Almacén la hacía trabajar todos los días de esa semana desde que abría hasta que cerraba, trece horas al día.
Se movió incómoda en el asiento porque los pantalones ajustados y la ropa interior rígida de cuero le rozaban la parte interior de los muslos.
Sam tenía que haberse reunido con ella, pero como las últimas tres veces que habían quedado para el descanso su hermana lo había anulado, su ausencia no era ninguna sorpresa. Shannon alzó los ojos hacia la pared. Le quedaban diez minutos.
Sam no iba a venir.
Echaba de menos a su hermana. No habían estado nunca demasiado unidas, no eran buenas amigas ni nada así, pero era evidente que estaban más unidas de lo que creía, porque echaba en falta hablar con ella como antes, añoraba tener una de sus estúpidas discusiones por cualquier asunto sin importancia. Todavía se hablaban, pero ahora existía cierta distancia entre ellas, como una barrera, y no era lo mismo.
Su hermana no la había invitado nunca a la casa que el Almacén le había concedido, y aunque Shannon se decía que no le importaba, sí le importaba.
Sam se presentó por fin cuando sólo le quedaban cinco minutos de descanso. Se acercó trotando y con una sonrisa hasta donde estaba su hermana sentada. Incluso con el ridículo uniforme del Almacén estaba bonita, y Shannon no pudo evitar pensar cuántos compañeros de trabajo se le habrían insinuado.
«Las braguitas ensangrentadas».
Se sintió culpable por tener, aunque fuese brevemente, celos de su hermana, y sonrió cuando se sentó junto a ella.
—Hola —la saludó.
—Perdona que llegue tarde, pero había un problema en tu anterior departamento. Kira se estaba dejando abroncar por un cliente descontento, y tuve que ir y solucionar las cosas.
—¿Y si no hubieras podido solucionarlo? —preguntó Shannon—. ¿Se habría ocupado de ello el director?
—Supongo —contestó Sam.
—¿Lo has visto alguna vez?
Sam negó con la cabeza, y durante una breve fracción de segundo pareció preocupada.
—No —dijo—. No lo he visto nunca.
—¿Lo ha visto el señor Lamb?
—Oh, seguro que sí.
—De modo que el señor Lamb está por encima de ti.
—No hay nadie por encima de mí salvo el director. Soy la segunda al mando. Soy ayudante de dirección. —Soltó una carcajada—. ¿Por qué me haces el tercer grado?
—Por nada —contestó Shannon a la vez que sacudía la cabeza—. Por ninguna razón.
—¿Cómo están papá y mamá?
—Igual, supongo —contestó Shannon a la vez que se encogía de hombros.
—¿Todavía está papá en pie de guerra?
—Claro que sí.
Sam soltó una carcajada. Iba a decir algo más, pero entonces sonó una llamada de tres tonos por el sistema de megafonía.
—Tres tonos —dijo—. Es para el personal auxiliar. —Miró a Shannon—. ¿Te está cubriendo alguien?
—Mike.
—Pues venga, vamos.
Shannon siguió a su hermana y, una vez fuera de la sala de descanso, recorrieron un pasillo corto hacia una escalera que conducía a los sótanos.
El señor Lamb las estaba esperando en la parte inferior.
—Llega justo a tiempo.
—¿Qué pasa? —preguntó Sam.
—Pillamos a Jake Lindley robando. En el Almacén. Al parecer, se estaba tomando su descanso y decidió robar una barrita de Snickers del expositor que hay al lado de Francine Dormand, a la que le estaba soltando un rollo. —El señor Lamb sonrió con sequedad—. Francine lo delató. —El director de personal se concentró en Shannon, a quien miró intensamente—. Habían salido juntos, ¿verdad? —le preguntó.
Shannon empezó a sentirse nerviosa, pero Sam la defendió.
—Sí. Y Jake rompió con ella, aunque no alcanzo a entender qué tiene que ver eso con este caso, señor Lamb.
—Cierto —concedió éste con una reverencia servil—. Cierto.
—Y ¿cuál es la pena? —quiso saber Sam.
—Según indican las normas en La Biblia del empleado, lo llevarán a la Sala de Castigo, donde se decidirá la adecuada acción disciplinaria.
—¿La Sala de Castigo? —Sam palideció.
—La Sala de Castigo —repitió el señor Lamb con una sonrisa, y señaló una puerta abierta a mitad del pasillo—. Vamos. Los demás están esperando.
Sam sacudió la cabeza.
—No puedo supervisar algo así —alegó.
—Me temo que no puede elegir, señorita Davis. —El señor Lamb no perdió la sonrisa en ningún momento—. Es el día libre del director, y durante su ausencia, usted está al mando.
—Deberíamos llamarlo…
—Una vez más, como indica La Biblia del empleado, el director no tomará ninguna decisión ni supervisará ninguna acción disciplinaria en sus días libres. Esas responsabilidades recaerán irrevocablemente en el ayudante de dirección. —Le tomó la mano y la llevó hacia la puerta—. Vamos.
Shannon, ignorada por el director de personal y olvidada por su hermana, los siguió por el pasillo, cruzó la puerta y bajó un corto tramo de peldaños tras ellos para llegar a otro sótano.
No había estado nunca allí, así que se detuvo y echó un vistazo a su alrededor, asustada. Las paredes eran negras. Lo mismo que el techo. Lo mismo que el suelo. Unas arañas góticas de hierro forjado con bombillas rojas en forma de llama ofrecían la escasa iluminación que había.
En el centro de la sala había diez o doce empleados dispuestos en la habitual doble fila. Shannon pensó que allí, con aquella luz y aquel techo tan alto, y con sus estilizados uniformes de cuero, parecían torturadores medievales. Miembros de la Inquisición.
Sam y el señor Lamb anduvieron entre las dos filas hasta el fondo de la sala.
«La Sala de Castigo».
Dos hombres altos, excepcionalmente pálidos, que vestían unos relucientes abrigos negros trajeron una camilla con instrumentos de metal que Shannon no había visto nunca. Inmediatamente volvieron a salir por la puerta lateral por donde habían entrado, y el señor Lamb tocó con cariño lo que parecía ser una especie de cuchillo.
Se dio cuenta de que planeaban lastimar a Jake.
¿Lo matarían?
No. Ni siquiera el Almacén llegaría tan lejos. No podía. Algo así era ilegal. Puede que le pegaran, sí. Que lo humillaran. Que lo castigaran. Pero no lo matarían.
¿Verdad?
Se quedó en el umbral, observando la escena que se desarrollaba ante ella, sintiéndose no sólo nerviosa, ansiosa y aterrada, sino… algo más. Algo más personal. Se trataba de Jake. Su Jake.
Era un estúpido y un imbécil, y no le cabía la menor duda de que había birlado una barrita de chocolate mientras intentaba ligar con una chica pechugona, pero eso no significaba que mereciera la muerte. La estupidez no era ningún crimen.
Y el Almacén no tenía derecho a actuar como juez, jurado y verdugo.
¿Muerte? ¿Crimen? ¿Verdugo?
Se percató de que esas palabras le habían venido espontáneamente a la cabeza, que no sonaban descabelladas ni fuera de lugar en aquella sala negra e infernal.
Pero seguían estando en Estados Unidos. Las leyes seguían siendo aplicables. Al Almacén como a todo el mundo. El Almacén podía despedir a Jake, podía denunciarlo y llevarlo ante los tribunales si había hecho algo ilegal, pero no podía causarle daño físico.
Contempló las dos filas de empleados vestidos de cuero, a su hermana y al señor Lamb de pie bajo el brillo parpadeante de la araña de luz roja.
No, no era verdad.
Podían hacerle daño.
Y lo harían.
Y nadie podría impedirlo.
Sintió náuseas. Tal vez después de todo, incluso después de lo que había pasado durante la limpieza, en el fondo seguía amándolo.
Sam fijó sus ojos en ella.
—Quizá deberías volver al trabajo —le ordenó. Su voz, autoritaria y potente, le llegó con claridad desde el otro lado de la Sala de Castigo. Shannon sacudió la cabeza con la boca seca, incapaz de hablar—. No es ninguna sugerencia. Es una orden —añadió su hermana con un tono de dureza, de mando, pero que también reflejaba preocupación, un instinto de protección imperceptible para todos menos para ella y que parecía indicarle que era mejor que se fuera.
Junto a Sam, el señor Lamb sonreía de oreja a oreja.
Shannon desvió la mirada.
—Márchate —insistió Sam—. O pediré a alguien que te acompañe a tu puesto de trabajo.
Shannon quería quedarse, quería oponerse, quería quejarse de lo que fueran a hacerle a Jake y protegerlo del castigo del Almacén. Pero asintió y se volvió para irse.
Le llegó la voz de Jake desde algún lugar lejano, probablemente otra habitación situada en otro sótano. Estaba gritando. Lo reconoció al instante, y se le encogió el corazón, pero no se detuvo, no se giró, sino que aceleró el paso para tratar de huir de aquel sonido horrible.
Se sintió aliviada cuando estuvo de nuevo entre los clientes y los productos de la Planta.
Una hora después, Sam se acercó a la caja registradora. Shannon estaba atendiendo a un cliente, y deseó que no se marchara nunca; no quería quedarse a solas con su hermana, no quería saber qué había ocurrido, pero el cliente pagó lo que había comprado, le dio las gracias y se fue.
Shannon fingió toquetear unos recibos y unos formularios vacíos, y finalmente reunió el valor para alzar los ojos.
—¿Qué pasó con Jake? —preguntó.
—Ha sido… reasignado.
—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Shannon, helada.
Sam la miró a los ojos, y la expresión de su cara reflejaba horror e incredulidad.
—Ahora es un director nocturno —dijo en voz baja.
3
El despertador sonó a las cinco, como siempre, y Samantha salió de la cama. Echaba de menos vivir en su hogar. Al principio, había sido estimulante vivir en su propia casa, y el Almacén le había concedido una ayuda para la decoración, dejando que eligiera cosas del departamento de muebles para equiparlo. Pero aunque esa casita era totalmente suya, no era su hogar. Su hogar era donde vivían Shannon y sus padres.
Y lo extrañaba.
Extrañaba muchas cosas, y a veces deseaba que el Almacén no hubiera ido nunca a Juniper. Si no hubiera ido a trabajar al Almacén, en ese momento estaría empezando las clases, iniciando su primer semestre en la universidad, rodeada de chicos de su edad, conociendo a gente interesante, aprendiendo cosas nuevas.
Y en cambio, había conocido…
Al señor Lamb.
Se estremeció, y trató de apartar la idea de su cabeza.
Se dijo que, a pesar de los aspectos negativos, en general el Almacén le gustaba. Tenía aptitudes para la venta, y había ascendido rápidamente de categoría. El Almacén se había portado bien con ella. Reconocía sus capacidades y las utilizaba. La recompensaba por su trabajo.
Aun así, a veces, cuando estaba sola, deseaba que las cosas hubieran ido de otra forma. Lo que más la asustaba era la facilidad con que se había adaptado a la vida del Almacén, lo cómoda que se sentía en ella. Sabía que algunas de las cosas que ocurrían deberían horrorizarla. Debería estar escandalizada y negarse a participar en ellas. Pero lo cierto era que, en realidad, la mayor parte de lo que pasaba no le provocaba ninguna reacción emocional. Comprendía que de algún modo todo aquello era necesario, y no sentía nada.
Casi nada.
El señor Lamb.
No pensaría en él.
Se duchó deprisa, se masturbó con el masaje de la ducha, tomó una tostada y un zumo de naranja y se dirigió al trabajo en su nuevo Miata.
El señor Lamb la estaba esperando en su oficina, sentado en la silla y con los pies sobre la mesa.
—El director quiere verla —dijo.
—¿A mí? —El corazón le dio un vuelco.
—Sí —asintió el señor Lamb.
Sintió tanto miedo que se le hizo de inmediato un nudo en el estómago. No había visto nunca al director, y no quería verlo. Desde que había llegado a Juniper, había oído cosas sobre él, rumores, unos rumores horribles, y aunque sólo una pequeña parte fuera cierta, sabía que lo último que quería hacer era verlo.
Sin embargo, era su jefe, la persona bajo cuyas órdenes trabajaba, así que procuró disimular y fingir que no estaba asustada.
—¿Cuándo? —preguntó.
—Ahora mismo. —El señor Lamb retiró los pies de la mesa y se levantó—. Venga, la acompañaré.
Pasó por su lado y ella lo siguió pasillo abajo hacia la Planta. El Almacén tenía todas las luces encendidas, pero todavía no habían conectado la música de ambiente ni habían llegado los demás empleados, de modo que el local estaba vacío y en un silencio sepulcral.
—¿Sabe para qué quiere verme? —preguntó Sam.
—Sí. —El señor Lamb siguió andando sin añadir nada más, y ella sabía que no debía insistir. El nudo en el estómago se le tensó más.
Recorrieron el pasillo transversal hacia la puerta del despacho del director, situada frente a la cafetería, al otro lado de la Planta. El señor Lamb llamó tres veces con fuerza, la puerta se abrió y entraron los dos. Había una escalera que ascendía, y el director de personal le indicó con un gesto ostentoso que pasara primero.
Samantha pensó que lo hacía para mirarle el trasero, y empezó a subir los peldaños concentrada en la puerta negra que había en lo alto de la escalera.
Cuando llegó al rellano, la puerta se abrió.
Y vio al director.
No era en absoluto como se había imaginado: ni un matón inquietante ni un monstruo espantoso. Era un hombre mayor, de aspecto acobardado y medroso, y parecía esconderse tras su enorme escritorio mientras la miraba con ojos asustados.
—¡No! —exclamó el director.
—Sí —respondió el señor Lamb desde detrás de ella.
El director de personal cerró la puerta de golpe y rodeó a Samantha para situarse en el centro de la habitación. Se volvió hacia ella sosteniendo una daga en las palmas de las manos, y alargó los brazos para ofrecérsela.
—¿Qué es esto? —se sorprendió Samantha—. ¿Qué está pasando?
—Mátelo —le ordenó el señor Lamb.
—¡No! —gritó el director.
—Mátelo y el Almacén será suyo.
Sam retrocedió unos pasos.
—No puedo hacerlo —aseguró a la vez que sacudía la cabeza.
—El señor King quiere que lo haga.
Aquello la desconcertó, y sacudió la cabeza como si quisiera despejársela.
—¿Newman King? —preguntó.
—Ha estado viendo las cintas —asintió el señor Lamb con una sonrisa—. Lo ha impresionado usted mucho.
El hombre sentado detrás del escritorio intentó parecer fuerte sin conseguirlo.
—¡Todavía soy el director de este establecimiento!
—No, ya no —replicó el señor Lamb—. Ya no lo es. —Alargó la daga hacia Samantha tras esbozar una nueva sonrisa—. Tómela.
—No puedo.
—Haga lo que tiene que hacer.
Samantha se apoyó en la puerta cerrada y negó con la cabeza.
—Es… es un asesinato.
—Es un trabajo. Y si no lo hace usted, lo hará otra persona. ¿Por qué debería lograr otra persona el puesto que usted se merece?
—No puedo matar a nadie.
—¡Llamaré a la policía! —amenazó el director.
—¡Cállese! —le gritó el señor Lamb.
—Es que… —empezó ella.
—Puede hacerlo —aseguró el señor Lamb—. Tiene que hacerlo.
—Está mal —dijo Samantha—. Es un asesinato.
El señor Lamb le tomó una mano y le colocó la daga en ella.
—Puede hacerlo —insistió.
4
En Flagstaff había un establecimiento de Kmart y otro de Wal-Mart, pero ninguno del Almacén, y Bill lo agradecía. Newman King había adoptado la estrategia de Sam Walton y la había llevado al límite, de modo que solamente abría establecimientos en poblaciones pequeñas con comercios de propietarios locales, pero no en una ciudad donde ya estuviera instalada otra cadena.
King detestaba la competencia.
Bill tenía que recordarlo. A lo mejor podría utilizarlo.
Se pararon en Target, compraron papel higiénico, detergente, productos de limpieza y otras cosas para el hogar, y después se abastecieron de comestibles en Fry's. Resultaba extraño comprar en tiendas normales después de todo ese tiempo. No había ninguna presión, ninguna tensión, ningún empleado amenazador, ningún producto extraño; sólo un ambiente relajado y agradable, y una amplia selección de artículos. Pensó que así era como tenía que ser ir de compras. Divertido. No la experiencia terrible en que se había convertido en Juniper.
Hasta ese momento no se había percatado de lo mucho que el Almacén había afectado a sus vidas. Lo sabía, por supuesto, pero no había sido consciente, a nivel emocional, de hasta qué punto. No había captado todos sus aspectos secundarios. Fue necesario que volviera a una situación normal para que cayera en la cuenta de lo extraño que se había vuelto todo, de lo mucho que se había enrarecido.
Shannon los acompañaba a él y a Ginny, y aunque no hablaron de ello, sabía que ella también había notado la diferencia.
Volvieron a Juniper después del anochecer, y el teléfono empezó a sonar en cuanto cruzaron la puerta. Los tres iban cargados con bolsas de la compra, así que Bill encendió deprisa las luces, dejó las bolsas en la encimera de la cocina y contestó.
—¿Diga?
Era Sam.
Quería darles la buena noticia.
La habían nombrado directora del Almacén.