Capítulo 29

1

Shannon llegó temprano al trabajo. Entró en el vestuario para ponerse el uniforme y vio un nuevo aviso en el tablón de anuncios:

¡MANTENGAMOS LAS CALLES LIMPIAS!

SE NECESITAN EQUIPOS DE VOLUNTARIOS

PARA LIMPIEZAS MATINALES LOS SÁBADOS.

PARTICIPACIÓN OBLIGATORIA.

APÚNTENSE EN PERSONAL.

Contempló el aviso mientras se quitaba los pantalones y se bajaba las braguitas. Oyó el ruido que hacía la cámara de seguridad situada sobre las taquillas al moverse para enfocarla mientras se cambiaba. Se puso rápidamente la ropa interior de cuero del Almacén, tapándose todo lo que pudo, se enfundó los pantalones ajustados del uniforme y metió la tripa para poder subirse la cremallera.

Se preguntó si Jake sería quien controlaba las cámaras cuando se cambiaba.

Se preguntó si era quien controlaba las cámaras de los lavabos.

Se quitó la blusa y el sujetador lo más rápido que pudo y se puso el sujetador de cuero y la parte superior del uniforme del Almacén. Cuando se sentó en el banco para calzarse las botas, echó de nuevo un vistazo al aviso del tablón de anuncios.

«Limpiezas matinales»

No le gustaba cómo sonaba. Y el hecho de que fuera obligatorio apuntarse para formar un equipo de «voluntarios» tampoco la convencía. Desde luego, podía ser algo totalmente inocente. A lo mejor el Almacén estaba promoviendo el ecologismo. A lo mejor esos equipos de limpieza recorrerían las vías urbanas para recoger los escombros y la basura que los conductores desaprensivos lanzaban por las ventanillas de sus vehículos.

A lo mejor las connotaciones extrañas que ella captaba en el aviso no existían realmente.

A lo mejor.

Pero no lo creía.

Se puso la boina del Almacén y salió del vestuario en dirección a la Planta.

Shannon se presentó temprano para la limpieza. Holly ya estaba allí. Y también Francine. Y Ed Robbins. Los tres estaban charlando e intentando no pillar frío en el punto de reunión indicado del estacionamiento. El verano se estaba acabando, y las primeras horas de la mañana y las últimas de la tarde empezaban a ser frescas.

—Deberíamos haber traído un termo con café —dijo Holly, y le sonrió a Shannon—. O con chocolate caliente.

—Y también unos donuts —añadió Ed.

—Cualquier cosa me iría bien —aseguró Francine, que se frotaba los brazos.

Charlaron de cosas alegres, triviales, evitando deliberadamente la razón por la que se habían reunido allí esa mañana.

Era exactamente lo que Shannon había temido. El miércoles por la noche, un policía los instruyó y les enseñó a trabajar por parejas para reducir a una persona, para esposar o subir a alguien que opone resistencia a un furgón celular.

Iban a «limpiar» las calles de Juniper de indigentes.

Iban a «limpiar» las calles retirando de ellas a los parados a quienes el Almacén había dejado sin trabajo.

—Atrapamos a muchos con el toque de queda —les explicó el policía—, pero todavía hay bastantes. Esperamos que puedan erradicarlos.

Erradicarlos.

Shannon no había contado a sus padres lo de las limpiezas, aunque no sabía muy bien por qué. Suponía que le daba vergüenza. Le avergonzaba participar en algo tan inhumano, aunque se viera obligada a ello.

Empezó a llegar más gente, y pronto hubo una docena de personas esperando al líder de la limpieza.

Jake.

Shannon no lo supo hasta que él mismo anunció que estaría al mando. De hecho, hasta que lo vio ni siquiera sabía que iba a estar allí.

El corazón le latió con fuerza en el pecho mientras estaba al lado de Holly, mirándolo. Incluso después de todo ese tiempo seguía afectándola. No lo veía a menudo en el Almacén ya que, como la mayoría del personal de seguridad, estaba siempre en la sala de vigilancia, invisible, pero ella siempre era consciente de su presencia. Siempre estaba ahí, rondándole por la cabeza.

No sabía si lo odiaba o si lo seguía amando, pero sin duda le provocaba una reacción emocional. Le sudaban las manos, le latía el corazón con fuerza, y la ponía nerviosa estar cerca de él.

Sus ojos se encontraron y Shannon desvió rápidamente la mirada.

—¡Muy bien! —anunció Jake—. ¡Voy a anunciar los equipos!

Leyó una lista de parejas y le indicó a cada equipo la zona donde tendría que llevar a cabo sus limpiezas. Shannon iba a trabajar con Ed, y entre los dos tenían que atrapar a los indigentes del parque. Les proporcionarían porras y esposas si era necesario.

Shannon habló con Ed un momento. No quería participar en la limpieza, y se lo dejó claro, pero Ed era miembro incondicional del cuerpo del Almacén, y consideraba que su actitud era la de una traidora.

—Pero da igual —afirmó orgulloso—. No necesito tu ayuda. Puedo hacerlo yo solo.

—Como quieras —dijo Shannon.

Los llevaron a la ciudad en tres furgonetas negras del Almacén y los dejaron en los lugares que les habían asignado. Las furgonetas estarían aparcadas a una distancia equidistante una de otra para facilitar el contacto entre ellos.

Shannon y Ed avanzaron despacio por la hierba del parque. Oyeron que alguien gritaba tras ellos, y cuando Shannon se volvió vio que uno de los otros equipos, Rob y Arn, golpeaban a un indigente en la espalda con las porras y lo obligaban a subir a la furgoneta que tenían detrás.

Le dieron ganas de vomitar. No era igual que en la sesión de formación. En absoluto. El hombre no se estaba mostrando ni hostil ni agresivo, sino más bien confuso, y aunque no oponía resistencia, le pegaron de todos modos, infligiéndole dolor deliberadamente, y el pobre gritaba mientras se subía a trompicones a la parte posterior de la furgoneta.

—Allí hay uno —exclamó Ed entusiasmado. Shannon dirigió la mirada hacia donde señalaba con el dedo y vio a un hombre barbudo con un abrigo largo que le recordó al hombre de uno de los viejos discos de Jethro Tull que tenía su padre—. Es mío.

Shannon observó cómo corría por el césped y placaba al hombre. No llevaba porra, pero empezó a darle puñetazos al sorprendido indigente, gritando alegremente mientras el hombre chillaba e intentaba en vano esquivar los golpes.

Lo que estaban haciendo estaba mal. Shannon no sabía si era legal o no, pero estaba mal, moral y éticamente, y le revolvió el estómago ver cómo Ed levantaba al hombre por el cuello del abrigo y tiraba de él mientras la sangre le resbalaba por la cara.

Con una sonrisa victoriosa, Ed llevó al hombre hacia ella.

—No te me acerques —le advirtió Shannon.

—Tienes que ayudarme, Shannon. Y hasta ahora, no me has ayudado demasiado.

—Déjalo, Ed.

Estaba cerca de ella, y empujó al hombre ensangrentado en su dirección. Shannon corrió. Oyó que Ed se reía estridentemente detrás de ella, y cuando llegó jadeando al borde del parque, sentía náuseas y estaba a punto de desmayarse.

Se agachó, inspiró y vomitó en un arbusto.

Jake se le acercó, se inclinó hacia ella y le habló con una voz llena de malicia:

—Vuelva ahí, Davis.

—No… —Se secó la boca con una mano temblorosa—. No puedo hacerlo, Jake. No puedo…

—¿Cómo coño pude salir contigo? —Se enderezó y se alejó—. Haz algo —le ordenó mientras caminaba—. Tienes un cupo que cumplir. Y no te irás de aquí hasta cumplirlo.

Tras ella, Ed seguía riendo.

—¡Sí! —gritó.

Shannon cerró los ojos, trató de erguirse para marcharse, pero de inmediato vio la cara herida y ensangrentada del indigente, y volvió a agacharse para devolver de nuevo en el arbusto hasta que no le quedó nada en el estómago.

2

No había vagabundos en la calle.

Aunque tenía la impresión de que ocurría hacía tiempo, Ginny no había caído en la cuenta hasta entonces. Echó un vistazo a la calle Granite mientras llenaba el depósito de gasolina del coche. No le gustaba ver a los indigentes, pero había algo aún más inquietante en su ausencia. Las calles parecían limpias, hasta los edificios vacíos parecían recién restaurados, y se encontró pensando en Las mujeres perfectas de Stepford.

Era exactamente eso. Había algo artificial. Limpio y saludable, sí. Pero no en un buen sentido. Sino en un sentido espeluznante, poco natural.

El surtidor se detuvo en nueve dólares y ochenta y nueve centavos, pero siguió echando gasolina hasta llegar a los diez dólares. Luego se dirigió a las oficinas de la gasolinera para pagar.

Barry Twain era quien trabajaba esa tarde, y le dirigió una sonrisa desde detrás del mostrador.

—Hola, Ginny. ¿Cómo estás?

—Podría estar mejor.

—Pero también peor. —Entornó los ojos para consultar la cantidad en la pantalla de la caja registradora—. Son diez dólares.

Ella le dio un billete de veinte, y Barry le devolvió dos de cinco.

—¿Y a ti, cómo te va? —preguntó Ginny.

—Mal. Me han dicho que el Almacén empezará a vender gasolina.

—¿Qué? —Se lo quedó mirando, sorprendida.

Barry soltó una sonora carcajada y la señaló con un dedo.

—¡Picaste! —exclamó—. ¡Te engañé!

—Pues sí —sonrió a su pesar.

—¡Picaste! ¡Con anzuelo incluido!

—No es tan inverosímil.

—Tienes razón. —La sonrisa de Barry se desvaneció un poco.

—Lo siento —se disculpó de inmediato Ginny—. No quería…

—No te preocupes —dijo mientras rechazaba sus palabras con un gesto de la mano—. La gasolina es algo que no puede venderse en una tienda. Y aunque construyan un taller mecánico y decidan venderla, tampoco me preocupa. He fidelizado a muchos clientes a lo largo de los años. Y tengo muchos amigos en esta ciudad. Como tú.

—Yo seguiría viniendo aquí aunque tu gasolina costara dos dólares más que la suya, Barry. —Le sonrió.

—Coño —rio Barry con ironía—, tal vez me iría bien que me hicieran la competencia. Así tendría una justificación para aumentar los precios y forrarme.

—Y yo iría a la Texaco —repuso Ginny.

—¡Traidora!

Ginny rio, lo saludó con la mano y se dirigió a la puerta.

—Adiós, Barry.

—Adiós.

Cuando volvía a casa, vio a un indigente. Un hombre corpulento, fornido y barbudo con una chaqueta con flecos sucia.

Un grupo de empleados con uniforme del Almacén lo estaba metiendo a empujones en una furgoneta negra.

Pasó deprisa por delante porque no quería ver la cara de los empleados del Almacén por si resultaba que sus hijas estaban entre ellos.

Al llegar a casa le explicó a Bill lo que había visto, y él asintió y declaró que había presenciado una escena parecida hacía unos días.

—Pero ¿adónde llevan a los indigentes? ¿Qué hacen con ellos?

—No lo sé —contestó Bill mientras se encogía de hombros.

—Nuestras hijas están involucradas en eso.

—¿Qué se siente al tener a miembros de las Juventudes Hitlerianas en tu propia familia?

—No tiene gracia.

—No estoy bromeando.

Se miraron entre sí.

—¿No te recuerda un poco a la Guardia Roja? —preguntó Bill—. ¿Y si hacemos algo que molesta a Sam? ¿Nos delatará? ¿Va a venir la Gestapo del Almacén a buscarnos y a meternos en una furgoneta?

—Para ya —pidió Ginny—. Me estás asustando.

—Me estoy asustando a mí mismo.

Ginny se lo comentó a Shannon más tarde, después de cenar, y la niña se echó a llorar y salió corriendo de la habitación. Ginny le pidió a Bill que no interviniera, y siguió a su hija hacia su cuarto.

—Perdón —sollozó Shannon, que abrazó a su madre en cuanto ésta se sentó en su cama—. Perdón.

—¿Por qué pides perdón? —Ginny la estrechó entre sus brazos.

—No pude hacer nada. Me obligaron a ir a la limpieza.

—¿Qué ocurrió?

—No ayudé. Sólo fui. Sólo miré. Pero no… no hice nada para impedirlo. Sólo fui. Sólo miré.

—¿Qué ocurrió? —repitió Ginny.

—Les pegaron. A los indigentes. Les pegaron y los metieron en furgonetas. Y se los llevaron a alguna parte.

—¿Adónde? —quiso saber Ginny, helada.

—No sé. No nos lo dijeron. —Empezó a sollozar de nuevo—. ¡Oh, mamá, fue horrible!

—Tranquila —dijo Ginny mientras la abrazaba con fuerza—. No pasa nada.

—¡No pude hacer nada!

—No pasa nada —volvió a decir Ginny.

—¡Quería hacer algo para impedirlo, pero no lo hice! ¡No pude!

—Tranquila. —Ginny la abrazó con más fuerza todavía mientras le resbalaba una lágrima por la mejilla—. Ya pasó. Ya pasó.

3

Ginny salió del cuarto de Shannon media hora después.

—¿Qué? —preguntó Bill.

—Estuvo allí, pero sólo lo presenció. Se negó a ayudar.

—¿Ayudar a qué?

—No sabe mucho más que nosotros. Al parecer, el Almacén está obligando a los empleados a presentarse voluntarios a lo que denominan «limpiezas matinales». Un policía los forma, y después los mandan a «limpiar las calles». Cuando Shannon fue, vio que eso significaba pegar a los indigentes con puños y porras y meterlos en furgonetas. Las furgonetas se los llevaron y desde entonces no se ha vuelto a ver a ninguno de los indigentes.

—¡Maldita sea! —exclamó Bill tras dar un puñetazo en la encimera.

Ginny le puso una mano en el brazo.

—Quiere dejar el trabajo —comentó.

—Y nosotros queremos que lo deje. Pero ¿qué coño podemos hacer al respecto?

Las cañerías se quejaron cuando Shannon abrió el grifo de la ducha en el cuarto de baño.

—Quiere enseñarte algo —anunció Ginny—. Va a traerlo después de darse una ducha.

—¿De qué se trata?

—No debería decírtelo. Quiere enseñártelo ella.

—Venga.

—De acuerdo. No le digas que te lo conté. Se trata de La Biblia del empleado.

¿La Biblia del empleado?

—Tuvo que sacarla a escondidas del Almacén y está muy nerviosa por ello. Supongo que es un libro que les dan cuando los contratan. Está prohibido que lo vean personas ajenas a la empresa.

Bill se sintió entusiasmado.

—Es probable que explique cosas sobre el Almacén —dijo.

Ginny asintió.

—Puede darnos alguna información que podamos usar.

Tras la ducha, Shannon entró en el salón con los ojos secos y un albornoz puesto. Entregó a su padre un libro encuadernado de color negro y se sentó en el sofá. No lo miraba a los ojos, y mantenía la mirada puesta en sus manos mientras toqueteaba los botones del albornoz.

—No podemos enseñárselo a nadie —declaró—. Es de uso exclusivo para los empleados del Almacén. Pero me pareció que querrías verlo.

La Biblia del empleado.

Bill la hojeó y repasó los subtítulos:

«El Almacén es tu hogar».

«Llega a ser uno de los nuestros».

«Cómo tratar a los traidores».

«La muerte antes que el deshonor».

«Procedimientos de liquidación»…

—No debería traerla a casa. No debería salir del Almacén —continuó Shannon, que retorcía nerviosa la tela del albornoz.

Bill siguió mirando el libro. Era atroz, aterrador, y tanto las palabras como los dibujos que las acompañaban le pusieron la carne de gallina. Pero había esperado más. Debilidades. Secretos comerciales. Talones de Aquiles. Parecía, en su mayoría, propaganda, intentos torpes de intimidación, y no había realmente nada que pudiera usarse en contra del Almacén. Hasta las referencias a lo que él sabía que eran actos ilegales estaban expresadas en términos cuidadosos que tenían otro significado más inocente.

—Mañana trabajo —indicó Shannon—. Tengo que devolverla entonces.

Bill asintió y buscó el índice para ver las entradas que contenía.

—En unas semanas empezarán las clases —dijo—. ¿Qué pasará entonces? ¿Te van a dejar ir?

—Me están reduciendo el horario. Pero no puedo irme. Mi contrato laboral llega hasta octubre. Finales de octubre.

—Sólo son dos meses más —la animó Ginny.

—¿Dos meses más de limpiezas? ¿Dos meses más de…? —Sacudió la cabeza—. Olvidadlo.

—A lo mejor encuentro algo aquí —comentó Bill—. Alguna laguna que podamos explotar. Quizá podamos sacarte de ahí.

—Son más listos que nosotros —aseguró Shannon, desanimada—. No va a haber ninguna laguna.

Tenía razón. Si la había, él no supo encontrarla, pero escaneó todas las páginas del libro que pudo y las guardó en el PC antes de devolvérselo. Lo estudiaría más atentamente al día siguiente para ver si hallaba algo.

Deseó que Ben estuviera allí. Y Street. Seis ojos ven siempre más que dos.

Shannon y Ginny se acostaron temprano. Pero él no estaba cansado, no podía dormir, estaba demasiado nervioso, y después de darle el beso de buenas noches a Ginny se quedó en su despacho hasta mucho después de la medianoche enviando mensajes por fax y correo electrónico a dos senadores de Arizona, a su asambleísta local, a la junta de supervisores del condado, al Better Business Bureau, a la Comisión Federal de Comercio, al FBI, al Departamento de Comercio, a todo aquel que se le ocurrió. Incluso envió un fax a las oficinas centrales del Almacén en Dallas, a la atención del mismísimo Newman King, en el que detallaba sus quejas y sospechas, sus problemas con el Almacén, y le exigía que liberara a su hija de la servidumbre a la que la empresa la sometía de modo ilegal e inconstitucional.

Cuando por fin se metió en la cama, Ginny dormía y roncaba, y él la rodeó con un brazo para tocarle un pecho. Ginny gimió y tocó su pene en erección. Quería hacer el amor con ella. Llevaban más de una semana sin hacerlo, pero no obstante se contuvo. Deslizó la mano hacia la tripa de Ginny, cerró los ojos y se concentró en quedarse dormido. Quería hacerlo, pero no podían. Se habían quedado sin protección. Él no tenía condones y a ella se le había acabado el espermicida para el diafragma.

Mañana tendrían que ir al Almacén a comprar algo.