1
Iban a por él.
Ben no sabía cómo se habían enterado, pero los encargados del Almacén sabían que estaba trabajando en un artículo.
Y lo perseguían.
Había llamado antes para hacerle unas preguntas al director del Almacén, y había hablado con Lamb. Le explicó al director de personal que era un periodista free lance que trabajaba en un artículo de fondo para una revista nacional, pero el hombre lo había interrumpido.
—¿Un artículo de fondo, señor Anderson? —El tono del director de personal era sarcástico—. Lo que usted está escribiendo, hijo de puta, es una mierda sensacionalista en la que se dedica a airear escándalos. —Ben se quedó tan indignado que no supo reaccionar—. Sabemos quiénes son nuestros amigos —añadió el director de personal—. Y conocemos a nuestros enemigos.
Después se cortó la comunicación y, aunque Ben había sido periodista durante los últimos veinticinco años y había tenido muchos enfrentamientos en el ejercicio de su profesión, le temblaron las manos y el corazón le latió con fuerza.
La gente del Almacén tenía algo que lo asustaba.
Pero se le había presentado una oportunidad: alguien de la organización se había puesto en contacto con él y le había proporcionado cierta información, le había dado una pista. Que Bill y Shannon confirmaron.
Había gente en la organización del Almacén que estaba descontenta, insatisfecha.
Era buena señal.
Era muy buena señal.
«Los directores nocturnos».
No sabía quiénes eran, pero sonaba prometedor. La idea en sí resultaba de lo más aterradora, pero también parecía poco ética, inmoral, ilegal. Así como espectacular y mediática. Era lo que a los editores les gustaba comprar, y a los lectores leer. Era lo que derribaba gigantes. Era el tema de los sueños húmedos periodísticos.
Incluso sin los directores nocturnos, iba a ser un artículo cojonudo. Jack Pyle, un viejo amigo suyo de Denver, había prometido enviarle mucha información, pues él también había estado trabajando en un reportaje parecido, aunque al final se había acobardado por miedo a que el Almacén tomara represalias contra su hijo.
—Es una secta —le dijo Pyle—. Y si uno de los suyos rompe filas, rompe ese muro de silencio… Que Dios lo ayude.
—¿Tienes documentación? —preguntó Ben.
Casi pudo oír cómo Jack asentía al otro lado del teléfono.
—Ya lo creo —respondió—. Ya lo creo.
Otra semana de espera e investigación y ya tendría el artículo listo para ofrecerlo y que se lo compraran.
Pero necesitaba otro ángulo, una implicación personal entre periodista e historia. Era lo que se llevaba ahora. Era lo que gustaba a la gente. La investigación profunda y las referencias bien fundamentadas estaban bien, pero ahora el público ávido de noticias quería algo más. Quería un cariz peligroso, un relato de intriga y espionaje.
Por eso iba a pasarse una noche entera en el Almacén.
Y a ver con sus propios ojos a los directores nocturnos.
Llevaba planeándolo desde hacía tres días, y estaba bastante seguro de poder hacerlo. Justo antes de cerrar, iría a los lavabos de hombres, se escondería en uno de los retretes, en cuclillas sobre la taza para que no se le vieran los pies por debajo de la puerta, y esperaría a que todo el mundo se hubiera ido.
Era un plan arriesgado. Hasta donde él sabía, era posible que el Almacén hiciera que sus empleados comprobaran hasta el último rincón del edificio. Podían abrir la puerta de cada retrete para ver el interior. Pero estaba seguro de que un viernes, al final de una semana corriente sin incidentes, aunque tuvieran previsto tomar todas las precauciones, no se seguirían al pie de la letra.
Además, tenía una ventaja. A pesar de la increíble cantidad de cámaras de seguridad que había repartidas por todo el edificio del Almacén, no había ninguna que enfocara la puerta de los lavabos de hombres.
Era algo que había comprobado, recomprobado y vuelto a comprobar.
El Almacén no vigilaba quién entraba y quién salía de los lavabos de hombres.
Los muy pervertidos tenían, eso sí, una cámara de vídeo dentro, en la pared opuesta a los urinarios. Pero se le había ocurrido una manera de esquivar esa cámara sin que se dieran cuenta y sin levantar sospechas.
Era peligroso. Lo sabía, y no quería involucrar a nadie más. Pero necesitaba ayuda. Necesitaba que alguien lo dejara en el Almacén y vigilara mientras él se escondía.
Bill era la opción más lógica. Detestaba el Almacén desde el principio, incluso antes de que abriera sus puertas, y era de fiar. Pero tenía familia. Y sus hijas trabajaban en el establecimiento. El mismo Bill trabajaba para una empresa que suministraba software a la cadena, y Ben no quería que su amigo perdiera su empleo si los pillaban.
¿Que perdiera su empleo?
El Almacén les haría algo peor si los pillaba.
No. Bill tenía demasiado que perder. Street era la mejor opción en este caso.
Fue a telefonearlo, pero decidió que sería mejor hablar con él en persona y volvió a colgar el auricular.
Nunca se sabía. A lo mejor tenía el teléfono pinchado.
Seguramente lo tenía.
A Street no le entusiasmó demasiado la idea. Aceptó ayudarlo, no tenía ningún inconveniente en hacer su parte, pero no creía que fuera necesario pasar la noche en el Almacén.
—Es una estupidez —comentó—. Es un plan infantil. Algo que harían Tom Sawyer y Huckleberry Finn. No es la forma en que un periodista respetable conseguiría una historia.
—¿Desde cuándo soy un periodista respetable? —rio Ben.
—Tienes razón.
Pero Street siguió preocupado, y Ben tenía que admitir que las reservas de su amigo eran válidas. Empezó a replanteárselo, pero cuando quiso darse cuenta ya habían hecho las gestiones necesarias y se encontraban solos en los lavabos de hombres del Almacén. Street cerró la puerta y fingió orinar, mientras Ben aprovechaba para colarse por debajo de la cámara de vídeo y, con la ayuda de algunas herramientas, desconectar la toma de corriente del vídeo.
—¿Qué hora tienes? —preguntó entonces, mientras se acercaba al lavabo para comprobar su aspecto en el espejo.
—Casi las diez.
—Van a cerrar —advirtió Ben—. Será mejor que te vayas.
—Enseguida.
—Ya.
—Tengo que mear de verdad —le dijo Street.
—Perdona —rio Ben. Se inclinó y fingió echar un vistazo—. ¡Caramba! ¡Qué grande la tienes!
—Pues claro —sonrió Street.
Llamaron a la puerta y los dos se quedaron helados.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó una voz.
—¡Enseguida salgo! —contestó Street. Tiró de la cadena del urinario y abrió el grifo del lavabo. Mientras, tapado por el ruido del agua, Ben se encerró en el retrete más lejano y se puso en cuclillas sobre la taza.
—Te debo una —susurró.
—Avísame cuando hayas terminado. Quiero saber que estás bien.
—De acuerdo.
Street abrió la puerta y salió, y Ben oyó cómo un empleado del Almacén preguntaba:
—¿Hay alguien más ahí dentro?
—Sólo mi diarrea y yo —anunció Street con voz alegre.
—No se puede cerrar con cerrojo esta puerta durante el horario de atención al público.
—Lo siento —se disculpó Street—. No me gusta que la gente me oiga haciendo ruidos desagradables.
La puerta se cerró y no volvió a abrirse. Ben esperó. Quince minutos. Media hora. Una hora. Las luces no se apagaron, pero no volvió nadie, y cuando miró su reloj de pulsera y vio que ya era casi medianoche, se dio cuenta de que lo habían logrado.
Procurando no hacer ruido empezó a bajar de la taza, y estuvo a punto de caerse debido a que tenía los músculos agarrotados. Se quedó quieto unos instantes, se estiró y recorrió el suelo embaldosado para abrir la puerta y echar un vistazo al establecimiento.
El edificio estaba en silencio.
Todas las luces seguían encendidas, pero el Almacén parecía estar vacío.
Salió con cuidado del lavabo, prácticamente de puntillas, atento a cualquier ruido pero sin oír nada. Hasta el aire acondicionado estaba apagado. Puede que hubiera algún vigilante por alguna parte, quizás alguien controlando las demás cámaras de vídeo, pero no vio a nadie más por allí. Nadie podía estar tan silencioso a no ser que durmiera.
Las demás cámaras de vídeo. Se había olvidado de ellas. Tendría que haber llevado un pasamontañas, algo con lo que taparse la cara de modo que no pudieran identificarlo.
Oyó que se abría la puerta de un ascensor.
Se puso en tensión y le subió la adrenalina. Se agachó rápidamente tras un estante cargado de reproductores de cedés y se desplazó para poder asomarse entre la mercancía.
Vio cómo del ascensor y la escalera contigua salían en fila india varios hombres con el semblante muy pálido. Iban completamente vestidos de negro: zapatos negros, pantalones negros, camisas negras, chaquetas negras. Se movían sin hacer ruido, y había algo en esa ausencia de sonido que indicaba peligro.
Los directores nocturnos.
El ascensor y la escalera estaban a pocos metros de los lavabos y se percató de que si hubiera esperado un instante más, si se hubiera pasado otro minuto estirando los músculos, lo habrían pillado.
Pero ¿qué le habrían hecho?
No quería averiguarlo. Había algo poco natural en el aspecto de aquellos tipos de caras blancas e inexpresivas, y de repente deseó haber seguido el consejo de Street para que renunciase a la idea de infiltrarse.
Pero, ya que estaba allí…
Comprobó la grabadora en miniatura que llevaba en el bolsillo de la camisa y sacó la cámara minúscula con la que planeaba fotografiar a escondidas a los directores nocturnos.
Las luces del edificio se apagaron.
Dio un brinco, sobresaltado, y estuvo a punto de tirar un reproductor de cedés. Reaccionó a tiempo y sujetó con la mano el equipo estereofónico, que emitió un ligero crujido. Sin embargo, hasta aquel ruidito parecía escandalosamente fuerte en medio de la quietud, y se quedó tenso, inmóvil, a la espera de ver si lo habían descubierto.
Las luces volvieron a encenderse.
Estaba a salvo. Los directores nocturnos recorrían varios pasillos arriba y abajo de forma mecánica, en grupos de tres y sin mirar a su alrededor, sin detenerse, sin reducir la velocidad, simplemente avanzando, como juguetes de cuerda imparables. Ni siquiera sabían que estaba allí.
Vio cómo los directores nocturnos se alejaban. Tres de ellos recorrían el pasillo siguiente al suyo, y les tomó rápidamente una fotografía desde atrás. A su izquierda, dos filas más allá, pasaban otros tres sin mirar a los lados, con los ojos puestos delante de ellos, y les tomó una fotografía de perfil.
Las luces volvieron a apagarse.
Esta vez no se asustó, y se limitó a esperar. Era evidente que aquello formaba parte de una cadena normal de acontecimientos, una secuencia que se producía cada noche, y se quedó quieto hasta que las luces se encendieron de nuevo.
Una mano le sujetó el hombro con fuerza.
Dejó caer la cámara, sobresaltado, y al volverse vio a uno de los directores nocturnos.
Sonriéndole.
Todo el rato habían sabido que estaba allí.
Habían estado jugando con él.
«No —pensó—. Jugando, no. Los directores nocturnos del Almacén no juegan».
Los demás lo rodearon, y sus recorridos arriba y abajo por los pasillos terminaron precisamente donde él estaba.
—Puedo explicarlo… —empezó. Dejó la frase inacabada a la espera de oír un «Cállese» o un «No hay nada que explicar» o algo parecido, pero no oyó nada, ni un ruido, sólo silencio, sólo aquellas caras blancas y sonrientes que lo rodeaban, y fue la ausencia de ruido lo que lo asustó más.
Intentó zafarse, intentó huir.
Pero la mano en el hombro le impidió moverse.
—¡Auxilio! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Auxilio!
Una fría mano blanca le tapó la boca. Detrás de los nudillos blancos que le cubrían media cara, vio que los demás directores nocturnos se sacaban cuchillos de sus ropas. Unos cuchillos largos y relucientes con las hojas rectas y afiladas.
Trató de retorcerse, trato de dar patadas y soltarse, pero fue consciente de que lo estaban sujetando por las extremidades. Entonces, lo elevaron en el aire y lo dejaron caer de espaldas al suelo.
Sintió un chasquido en la columna y a continuación no pudo moverse. Aquella mano seguía tapándole la boca mientras los cuchillos empezaban a clavársele cuidadosamente en el cuerpo, perforándole la piel.
Su mente torturada rogó desmayarse, y cuando finalmente notó que perdía el conocimiento, lo inundó una sensación de alivio, agradecido de que hubiera llegado el final.
Pero no era el final. Al cabo volvió en sí en una habitación oscura, seguramente situada en uno de los sótanos, y supo que distaba mucho de ser el final.
Era sólo el comienzo.
2
Desde el principio, a la idea parecía fallarle algo. Hubiera o no directores nocturnos, no había motivo para que Ben se colara en el Almacén y pasase allí la noche. No era necesario para el artículo y, en lo que a Street se refería, era innecesariamente peligroso.
Se lo dijo a Ben. Varias veces durante el viaje de ida. Pero Ben había adoptado su pose de Woodward y Bernstein, y no había nada que pudiera disuadirlo de hacer aquello para lo que consideraba haber nacido, su misión de descubrir la verdad.
Ben le dijo que se marchara después de dejarlo escondido en el retrete, que se largara, y el guía del Almacén que lo había abordado al salir de los lavabos fue un buen acicate para irse. Pero no podía abandonar a su amigo. De modo que salió del estacionamiento del Almacén y aparcó en la cuneta de la carretera para esperarlo.
Aguardó casi una hora, hasta que las luces del estacionamiento se apagaron. Unos segundos después volvieron a encenderse, pero esta vez no se dirigían hacia el estacionamiento sino hacia él, apuntando a su camioneta como si fueran reflectores.
Street arrancó inmediatamente y se marchó.
Quizás habían atrapado a Ben.
No quería ni pensarlo.
Todavía temblaba al llegar a casa. Descolgó el teléfono y trató de marcar el número de Bill, pero no tenía tono, de modo que conectó el PC para ver si era el teléfono o la línea.
La pantalla se iluminó, pero en lugar de ofrecer el menú habitual, empezó a mostrar una y otra vez la misma frase, las mismas tres palabras desplazándose de arriba abajo hasta desaparecer:
PRÓXIMAMENTE EL ALMACÉN
Cerró los ojos con la esperanza de que se tratara de alguna clase de alucinación, de un ataque de pánico, pero cuando volvió a abrirlos y miró la pantalla, las palabras seguían allí, desplazándose hacia arriba más deprisa que nunca:
PRÓXIMAMENTE EL ALMACÉN PRÓXIMAMENTE EL ALMACÉN PRÓXIMAMENTE EL ALMACÉN PRÓXIMAMENTE EL ALMACÉN…
De golpe, dejaron de desplazarse. La última línea se quedó en lo alto de la pantalla, y a la mitad de ésta, se leían tres palabras nuevas:
VENDRÁ POR TI
¡Lo sabían! ¡Habían capturado a Ben y ahora iban a por él! La cabeza le daba vueltas a mil por hora, llena de opciones contradictorias y planes de emergencia. Pero su cuerpo obedecía a una parte más racional y lógica de su cerebro, de modo que mientras intentaba decidir qué hacer, apagó el PC, lo desenchufó y empezó a enrollar los cables.
Tenía que huir, tenía que marcharse, tenía que abandonar Juniper. Después, ya pensaría qué hacer.
Recogió el PC y corrió con él como pudo hacia la camioneta.
3
Street se había ido.
Bill esperaba reunirse con él para ver qué había ocurrido con Ben, pero la tienda estaba cerrada, y cuando llegó a su casa la camioneta no estaba, la puerta principal estaba abierta y no había ni rastro de su amigo.
El coche de Ben estaba en el camino de entrada.
Recorrió despacio la casa vacía. No había señales de lucha, ningún indicio de que alguien hubiera forzado la entrada, y tuvo la corazonada de que Street había tenido miedo y había huido.
Pero ¿por qué?
Entró en el dormitorio de Street. Juniper no era Nueva York y, aunque la puerta había estado abierta de par en par, nadie había entrado para robar o romper nada, lo que en cierto sentido resultaba más inquietante aún. Se dirigió a la habitación de invitados. Lo ocurrido a Ben parecía un verdadero caso de persona desaparecida, pero la camioneta de Street no estaba por ninguna parte, y eso parecía indicar que se había ido por voluntad propia. Puede que alguien lo persiguiera, pero había logrado irse antes de que lo atraparan.
Aunque era extraño que no le hubiera avisado. Eso era lo único que lo inquietaba. Por supuesto, tampoco se había tomado la molestia de llevarse su ropa ni sus objetos personales, o puede que simplemente no hubiera tenido tiempo.
Quizá lo habían capturado y se lo habían llevado en su propia camioneta.
No quería pensar en eso.
Aún no.
Se dirigió al salón y lo primero que vio fue que el ordenador no estaba. Ni el módem.
Eso lo tranquilizó. Ésas eran las prioridades de Street. Tal vez no hubiera tenido tiempo de llevarse la ropa ni las fotos de su familia, pero se había llevado el ordenador.
Bill contempló un instante el espacio vacío en el escritorio y después dio media vuelta, salió de la casa y se dirigió a la comisaría de policía a denunciar la desaparición de su amigo.
—¿Crees que alguna vez sabremos qué les pasó? —preguntó Ginny en voz baja.
Bill sacudió la cabeza y cerró los ojos, superado por el dolor de cabeza que llevaba padeciendo toda la tarde y que ya había podido con más de cuatro aspirinas.
—¿Y la policía?
—¿A qué te refieres?
—¿No debería investigarlo?
—Debería —asintió Bill—. Y estoy seguro de que seguirán todos los trámites y rellenarán todos los formularios sin dejarse una coma. Pero, admitámoslo, trabajan para el Almacén.
—¿No podemos recurrir a alguna instancia superior? ¿Hablar con… no lo sé, con el FBI o algo así?
—No lo sé —suspiró Bill, cansado.
Ginny se sentó junto a él en el sofá.
—Muy pronto no quedará nadie en esta ciudad.
—Salvo empleados del Almacén.
Ginny no respondió.
—Quizá deberíamos trasladarnos —sugirió Bill—. Marcharnos mientras podamos.
Ginny se quedó callada un instante.
—Quizá sí —admitió por fin.
Después de cenar, mientras Ginny lavaba los platos, Bill volvió disimuladamente a su despacho para ver si tenía algún e-mail.
Había un mensaje de Street.
Era lo que estaba esperando y lo abrió, nervioso.
En el centro de la pantalla, apareció un mensaje: «Las páginas 1 y 2 de este mensaje han sido borradas».
¡Mierda!
Desplazó hacia arriba el mensaje y sólo vio media página de texto:
«… Y esto es lo que pasó. Sé que el Almacén es propietario de esta mierda de servicio en línea, por lo que no estoy seguro de que este e-mail te llegue. Pero tenía que ponerme en contacto contigo y contarte lo que sucedió. No podré volver a hacerlo, y puede que pase algo de tiempo antes de que nos veamos, así que sólo quería animarte a seguir luchando por la causa. Te extrañaré, amigo mío. Eres uno de los buenos. Como cantaba el estupendo C. W. McCall: «Lo nuestro se acabó. Adiós».
Se quedó mirando la pantalla sin moverse, y hasta que Ginny no fue a llamarlo a su despacho no se dio cuenta de que estaba llorando.