Capítulo 27

1

Había dejado de hacer footing.

Las calles empezaban a dar demasiado miedo.

No era algo que Bill hubiera esperado que sucediera en Juniper. Un año atrás, puede que incluso sólo seis meses atrás, algo así habría sido impensable. Pero ahora todo era distinto. El Almacén había contratado su propio cuerpo de seguridad para ampliar el departamento de policía, y aunque aparentemente el motivo era combatir el aumento de delitos que se cometían en la ciudad, lo cierto era que el Almacén simplemente quería aumentar su control, alardear de su poder, asegurarse de que todo el mundo supiera quién mandaba ahora en Juniper.

Además, aunque no pudiera demostrarlo, en opinión de Bill, la mayoría de los delitos parecían cometerlos las nuevas fuerzas de seguridad.

Y las víctimas parecían ser siempre personas contrarias al Almacén.

Por eso ya no hacía footing.

Aún no había recibido otro encargo, de modo que tenía los días libres, y se los pasaba básicamente en la tienda de Street. Ben también solía pasarse por allí, y daba la impresión de ser una de esas barberías cinematográficas en las que un grupo de ancianos ariscos se pasa los días criticando el mundo mientras lo miran pasar por delante del escaparate.

Salvo que no había mundo que pasara por delante del escaparate.

Sólo algún que otro coche de camino al Almacén.

Bill paró delante de la tienda de material y equipo electrónico y bajó del jeep. Ese día la calle tenía algo diferente, y tardó un momento en descubrir de qué se trataba.

Habían colgado unos folletos multicolores en los árboles, en los postes telefónicos y en los escaparates de las tiendas vacías del centro de la ciudad.

Se dirigió al poste telefónico más cercano. No, no eran folletos. Eran notificaciones:

Por orden del Almacén, ningún ciudadano o ciudadana podrá estar fuera de su casa pasadas las 10 p. m. a no ser quesea por algún asunto relacionado con la empresa. Se exigirá el cumplimiento estricto del toque de queda.

—¿Te lo puedes creer? —Street se reunió con él en la acera, seguido de Ben—. ¿Un puto almacén de descuento poniendo leyes, diciéndome cuándo puedo y cuándo no puedo caminar por mi ciudad? ¿Cómo coño pasó?

—¿Cómo dejamos que pasara? —repuso Ben en voz baja.

—Buena pregunta —dijo Street. Se acercó al poste de madera, tiró del cartel y lo arrugó con una mueca de indignación.

—¿Cuándo los colocaron? —preguntó Bill.

—Ayer por la noche, esta mañana. Se los hicieron colgar a los chicos de la iglesia.

—¿De la iglesia? —se sorprendió Bill.

—Oh, sí —asintió Ben—. La mayoría de nuestro clero es partidaria del Almacén.

—¿Cómo es posible?

—¿Donaciones para sus arcas, quizá?

—Supongo que si el Almacén está de parte de Dios, Dios estará de parte del Almacén —rio Street con dureza—. Una especie de «favor con favor se paga».

Entraron en la tienda.

—Es lo que siempre he detestado de la conexión entre la religión y la política —comentó Ben—. Estos clérigos dicen a sus seguidores a quién votar y qué legislación apoyar porque es lo que Dios quiere que hagan. —Sacudió la cabeza—. ¡Qué arrogancia, oye! ¿Es que ninguno de ellos se da cuenta? ¿Creen que saben qué piensa Dios? Que aseguren saber qué votaría Dios es como si una ameba asegurara saber qué coche voy a comprarme.

—Olvídate de aquello de darle al César lo que es del César, ¿verdad?

Street tiró la notificación arrugada a una papelera y se fue a la trastienda, de donde volvió un momento después con tres cervezas. Lanzó una lata a Bill, otra a Ben y tiró de la lengüeta de la suya.

—¿En horario de atención al público? —se sorprendió Bill.

—¿Qué público? —repuso Street, encogiéndose de hombros.

Ben estaba lanzado.

—Lo que realmente me molesta de esos cabrones religiosos es que siempre afirman que quieren que haya menos gobierno, y es verdad en lo que a la economía se refiere. Pero están totalmente a favor de que el gobierno regule nuestra vida social, nuestra conducta en la cama, qué películas vemos, qué fotografías miramos y qué libros leemos.

—Pretenden decirme dónde puedo meter la polla y dónde no —soltó Street tras dar un largo trago.

—Porque ellos ni siquiera pueden usar la suya —añadió Ben—. Esas focas con quienes están casados no les dejan.

Bill soltó una carcajada. Un segundo después, Ben y Street también se echaron a reír.

Ninguno de ellos iba a la iglesia regularmente. Street solía ir todos los domingos cuando estaba casado, pero no había vuelto desde entonces. Ben se consideraba agnóstico, y no había asistido a ningún servicio religioso desde que dejó la escuela católica. En su forma de hablar confusa y evasiva se percibía lo que se denominaba «una relación personal con Dios». Lo que significaba que sus creencias religiosas eran de carácter privado y no estaban autorizadas ni reforzadas por ninguna Iglesia o religión organizada. Siempre había recelado de la fe de la gente que tenía que ir a la iglesia todos los domingos. Como había dicho un viejo amigo suyo de la universidad: una vez que has escuchado la palabra de Dios, has tenido bastante. No es necesario que te la refresquen cada siete días a no ser que seas tan estúpido como para olvidarlo todo pasada una semana.

Street sacudió la cabeza.

—No está bien que utilicen a niños —dijo—. Si van a verse envueltas las iglesias, que lo hagan los adultos. Que dejen a los niños al margen.

—Y ¿qué vamos a hacer al respecto? —Bill se acercó a la puerta para señalar a través del cristal los anuncios multicolores que salpicaban el centro de la ciudad—. Sabéis muy bien que las personas de Juniper, la mayoría de las personas de Juniper, no están a favor de un toque de queda. Los adultos no querrán que los traten como a unos niños. Y ¿qué me decís del bar? ¿Y del videoclub y los demás establecimientos que abren las veinticuatro horas del día? Hay un puñado de negocios que dependen de que la gente salga por la noche.

—Recojamos firmas para solicitar al ayuntamiento que revoque esta ordenanza —sugirió Street.

—No es mala idea —admitió Ben—. La gente estará a favor. Podría servirnos de inicio, una pequeña fisura que podríamos explotar. Creo que conseguiríamos bastantes firmas.

—Si a la gente no le da miedo firmar.

—Si a la gente no le da miedo firmar —coincidió Ben.

Street se terminó la cerveza y sonrió.

—Empezad a pensar, chicos —soltó mientras se situaba tras el mostrador donde estaba la caja registradora—. Traeré papel y unos bolígrafos.

Una hora después, Bill estaba en el parque con un bolígrafo, una tablilla sujetapapeles con el texto y las hojas para la recogida de firmas. Ben y él la habían redactado deprisa y después él había ido corriendo a su casa para imprimir las copias. Ginny estaba en el jardín matando gusanos de las tomateras, y tras enseñarle el texto le dejó una copia junto con unas cuantas hojas para recoger firmas.

—Por si alguna de tus amigas viniera a casa —le comentó.

Dejó unas cuantas más en la tienda de material y equipo electrónico, y Street prometió mostrárselas a cualquiera que viera por Main Street, mientras que Ben decidió llevarlas al origen del conflicto y plantarse en el estacionamiento del Almacén «hasta que me echen a patadas».

Había pocas personas en el parque, en su mayoría chicos que jugaban al béisbol, algunos hombres mayores, madres con sus niños pequeños y una pareja que jugaba a tenis.

Se acercó primero a la pareja que jugaba a tenis, les explicó qué decía el texto y qué intentaban hacer, y por un momento el hombre estuvo a punto de firmar. Pero le dio apuro ser el primero en hacerlo, y su mujer lo detuvo enseguida, asustada, casi aterrada.

—¡Es una trampa! —aseguró—. No lo hagas. Quieren que caigas en una trampa.

La pareja se marchó a toda prisa, y Bill rodeó la pista de tenis hacia la hilera de bancos donde había varios hombres mayores sentados.

Ninguno de ellos quiso escucharlo siquiera.

La única firma que consiguió fue la de una mujer de mediana edad que observaba cómo su hija jugaba en los columpios. Estaba asintiendo con la cabeza antes de que hubiera terminado de explicarle cuál era el propósito de la recogida de firmas.

—Nos clavaron uno de esos anuncios en la puerta principal —comentó. Parecía nerviosa, y no dejaba de mirar a su hija en el columpio como si quisiera asegurarse de que seguía allí.

—Tenemos que poner freno a todo esto —le indicó Bill—. Y necesitamos su ayuda.

—Ya están obligando a cumplir el toque de queda.

—No lo sabía —dijo, sorprendido—. De hecho, me enteré de la ordenanza esta misma mañana.

La mujer miró recelosa a su alrededor.

—Salen después del anochecer —susurró—. Los he visto.

—¿A quiénes?

—A los hombres de negro. Los directores nocturnos.

«Los hombres de negro».

Pensó en Encantada. En Jed McGill.

La mujer miró de nuevo a su alrededor. Antes de que Bill pudiera decir nada más, le tomó el bolígrafo de la mano, garabateó una firma indescifrable y se llevó apresuradamente a su hija del parque.

—¡Gracias! —le gritó Bill.

No se dio por aludida, y Bill vio cómo ella y su hija casi corrían hacia el coche.

Jed McGill. A veces se preguntaba si realmente había visto lo que creía haber visto. Aquel día en el aparcamiento de Encantada, había estado tan apurado por marcharse, tan desesperado por no saber, que no tenía una certeza absoluta de la identidad de la figura. Ni siquiera ahora estaba seguro de querer saberlo. No tenía ningún sentido. Era tan extraño que resultaba incomprensible, y las preguntas que suscitaba lo aterraban.

«Los hombres de negro».

«Los directores nocturnos».

Procuró concentrarse en la tarea que tenía entre manos, pensar únicamente en recoger firmas.

Cuando el vehículo de la mujer se hubo alejado, apareció un coche patrulla que se detuvo y del que bajó Forest Everson. Bill sabía por qué estaba allí, incluso antes de que el policía empezara a caminar por la hierba hacia él.

Pero no se amedrentó.

—Lo siento, señor Davis —dijo Forest, que parecía violento, tras llegar donde él estaba—, pero tendrá que dejar lo de esa recogida de firmas.

Bill se enfrentó con él.

—¿Por qué?

—Va contra la ley.

—¿Va contra la ley recoger firmas de la gente? ¿Desde cuándo?

—Desde ayer por la noche. El pleno municipal convocó una sesión extraordinaria y aprobó una nueva ordenanza que ilegaliza la recogida de firmas para cualquier clase de solicitud en un radio de ocho kilómetros del Almacén. Supongo que se considera una limitación comercial porque podría afectar a la capacidad de negocios del Almacén.

—Dios mío.

—No es decisión mía —aseguró Forest—. Yo no hago las leyes, ni siquiera estoy de acuerdo con todas ellas. Pero me pagan para que las haga cumplir, y eso es lo que hago.

Bill estaba intentando ordenar los hechos en su mente. ¿El pleno había aprobado la ordenanza la noche anterior? A sus amigos y a él no se les había ocurrido lo de la recogida de firmas hasta esa misma mañana. ¿Sabían los miembros del pleno lo que iban a hacer antes que ellos?

—No puede ser constitucional —dijo Bill finalmente—. Estamos en Estados Unidos, maldita sea. Todavía tenemos libertad de expresión.

—No en Juniper —sonrió con ironía el policía.

—¿De modo que no puedo hacer esto en ningún lugar de la ciudad? ¿Ni siquiera puedo pedir a la gente que firme en mi propia casa?

—No en un radio de ocho kilómetros del Almacén —respondió Forest, que sacudía la cabeza.

—La puñetera ciudad sólo tiene cuatro kilómetros de longitud. Eso significa que no puede hacerse en ningún lugar de Juniper.

El policía asintió.

—No voy a darle las hojas de las firmas —advirtió Bill.

—No se las estoy pidiendo. Aunque el nuevo jefe me arrancaría la cabeza si lo supiera. Querría el nombre y la dirección de todos los que figuren en ellas. Y lo querría a usted en la cárcel —suspiró Forest—. Váyase a casa. Y llévese eso. Procure pasar desapercibido.

—Ben está en el Almacén, intentando conseguir firmas.

—Trataré de interceptarlo antes de que lo haga cualquier otra persona.

—Esto no está bien —se quejó Bill.

—Ya lo sé —asintió Forest—. Pero, de momento, es la ley, y hasta que las cosas cambien, tengo que hacerla cumplir. —Empezó a volver por la hierba hacia su coche.

—Gracias —añadió Bill—. Es usted un buen hombre.

—Estamos viviendo una mala época. Váyase a casa. No se meta en problemas. Manténgase alejado del Almacén.

Cuando Shannon llegó a casa de trabajar, Ginny y él la estaban esperando.

Dejaron que fuera al baño, bebiera y comiera algo y la llamaron al salón.

Intuyendo que algo pasaba, Shannon se sentó ante ellos con un suspiro.

—¿Qué ocurre ahora?

—Los directores nocturnos —contestó Bill.

Shannon palideció.

—¿Dónde oíste hablar de ellos? —preguntó a su padre.

—Tengo mis fuentes —dijo Bill con una sonrisa, e intentó mantener un tono alegre, pero era consciente de que le había salido fatal, así que lo dejó y le habló en serio—: ¿Quiénes son?

—Di más bien qué son —repuso Shannon en voz baja.

—Muy bien, entonces. —Se notó la boca seca de repente—. ¿Qué son?

—Bueno… En realidad, no lo sé —admitió Shannon—. No creo que nadie lo sepa. Pero… no son buenos —explicó y, después de inspirar hondo, añadió—: Nadie habla de ellos. A todo el mundo le da miedo hacerlo.

—Pero hay rumores.

—Hay rumores —asintió Shannon.

—¿Como cuáles?

—Que matan a gente —respondió tras humedecerse los labios.

—¿Crees que es cierto? —preguntó Ginny.

La niña asintió.

—Alguien me dijo que son los encargados de hacer cumplir el toque de queda —comentó Bill—. Me dijo que los vio.

—No creo —dijo Shannon.

—¿Por qué no?

—Porque nadie los ha visto nunca. Y no creo que nadie ajeno al Almacén haya oído hablar de ellos. Creo… No creo que salgan nunca del Almacén.

—¿No salen del Almacén? —se sorprendió Ginny.

—Creo que no.

—No salen nunca del Almacén —asintió Bill, pensativo—. Quizá podamos usarlo.

—¿Cómo? —preguntó Ginny.

—No lo sé —contestó—. Todavía no. Pero todo ayuda. El conocimiento es poder, y tenemos un espía en la organización.

—¿Yo? —dijo Shannon.

—Tú.

—¿Qué… qué tengo que hacer?

—Tener los ojos y las orejas bien abiertos —dijo Bill—. Y buscar debilidades.