1
El lunes por la mañana, Shannon se había levantado antes que ellos y los esperaba en silencio sentada en una de las butacas del salón, Tanto la radio como el televisor estaban apagados, lo cual era bastante inusual.
—¿Mamá? —dijo—. ¿Papá?
Ginny miró a su marido. Éste no había dormido bien, y se le notaba. Estaba pálido y tenía los ojos enrojecidos e hinchados. Él le devolvió la mirada, asintió y ambos se sentaron en el sofá que había delante de las dos butacas.
—¿Qué pasa? —preguntó Ginny en voz baja.
Shannon no los miraba a los ojos, y mantenía la mirada fija en sus manos, con las que retorcía un pañuelo de papel hecho jirones en su regazo.
—No quiero trabajar más en el Almacén —dijo al fin.
Ginny sintió un alivio inmenso.
—Gracias a Dios —dijo Bill.
—Pero no sé cómo puedo irme. —Los miró por primera vez—. Tengo miedo de irme.
—No hay nada que temer por… —empezó Bill.
—Sí que lo hay —lo cortó Shannon—. Y los tres lo sabemos.
—Lo que quiero decir es que iré contigo, si quieres. Iremos los dos y les diremos que te vas.
—Tengo una idea mejor —dijo Ginny. Ambos se volvieron hacia ella—. Que lo hable Sam.
Bill ya negaba con la cabeza.
—Ahora es ayudante de dirección.
—Ella me consiguió el trabajo —asintió Shannon con entusiasmo—. Ahora puede librarme de él. De hecho, fue ella quien escribió el aviso.
—Deja que hable con ella —le pidió Bill a Ginny.
La noche anterior, Samantha había llegado tarde a casa, cuando ya estaban acostados, y seguía encerrada en su cuarto, durmiendo.
—La despertaré.
—No —dijo Ginny—. Déjala dormir.
—No voy a andar de puntillas en mi casa ni a doblegarme ante mi hija porque trabaja para el Almacén —aseveró Bill, con la mandíbula tensa—. En esta casa, seguimos siendo los padres. Y ellas siguen siendo las niñas.
—Ya lo sé —aseguró Ginny con paciencia—. Todos lo sabemos. Y si hubieras dormido bien por la noche, tú también lo sabrías. Pero como Sam está en situación de ayudar a su hermana, creo que sería buena idea que habláramos con ella cuando esté de buen humor.
—Muy bien —suspiró Bill. Se volvió hacia Shannon—. Pero será inútil. Recuerda que estoy dispuesto a ir contigo a hablar con el tal señor Lamb. Cuenta conmigo si necesitas apoyo moral.
—Gracias, papá.
Se levantó, se acercó a la butaca y besó a su hija en la frente.
—Y me alegra que hayas decidido dejar el trabajo —añadió—. Estoy orgulloso de ti.
Ginny decidió hablar con Sam sin que Bill estuviera presente. Sólo lograría enojarse, empeoraría la situación y causaría problemas. Se lo comentó y él estuvo de acuerdo a regañadientes, así que esperó a que estuviera cómodamente instalado en su despacho, jugando con su ordenador, antes de abordar a Samantha.
Reunió a las dos niñas en el salón y les pidió que se sentaran en el sofá.
Fue directa al grano:
—Sam, tu hermana quiere dejar su empleo. Ya no quiere trabajar más en el Almacén.
El rostro de Samantha se tensó y su expresión se endureció.
—No puede dejarlo —dijo—. Mañana por la mañana empieza en el departamento de electrodomésticos. Yo le conseguí ese puesto.
—No lo quiero —declaró en voz baja Shannon sin mirar a su hermana.
—Pues lo tienes. Moví muchos hilos para conseguírtelo.
Ginny observó la cara de Shannon y vio una expresión que no había visto nunca en ella y que no pudo descifrar.
—No puedes obligar a tu hermana a trabajar si no quiere —le dijo a Sam.
—Tiene contrato hasta octubre.
—¡Cambié de idea! —exclamó Shannon.
—El Almacén puede rescindir el contrato. Tú no. Para bien o para mal, eres miembro del equipo del Almacén. Vívelo, ámalo.
Una oleada de indignación se apoderó de Ginny.
—Para ya —le dijo a su hija mayor—. Ahora mismo.
—¿Qué debo parar?
—Tu hermana dejará el trabajo. Y punto.
—No puedo decidirlo yo. —La voz de Sam había adoptado un tono defensivo—. Si dependiera de mí, dejaría que se fuera, pero no es así. Yo sólo sigo la política de la empresa.
—Pues Shannon y tu padre no tendrán más remedio que hablar con el director del Almacén.
—No pueden —apuntó Sam enseguida.
—Ya lo veremos.
—¿Y si no vuelvo a presentarme nunca? —preguntó Shannon—. Me despedirán, ¿no?
Sam no respondió.
—¿No? —repitió su hermana.
—¿La despedirán? —insistió Ginny.
—No —contestó Sam en voz baja—. No la despedirán. La perseguirán. La encontrarán. La obligarán a trabajar.
Ginny se estremeció. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de arriba abajo y miró a su hija menor, que se había quedado pálida de repente.
—No podéis hacer nada al respecto —aseguró Sam.
—No pasa nada —dijo Shannon, temblorosa—. Trabajaré.
—No tienes que…
—Quiero hacerlo. —Se levantó y se dirigió rápidamente a su cuarto.
—¿Sam? —dijo Ginny.
Samantha se puso en pie sin mirarla.
—Tengo que ir a trabajar —aseguró—. Tenemos un día muy ajetreado.
—¿Cómo fue? —quiso saber Bill.
—No fue.
—Pues las obligaremos a dejar el trabajo. O, por lo menos, obligaremos a Shannon.
«La perseguirán. La encontrarán. La obligarán a trabajar».
Ginny sacudió la cabeza.
—No me parece que sea buena idea —dijo en voz baja.
—¿Por qué no?
Le contó lo que Sam había dicho, la amenaza implícita.
—De modo que, a no ser que planeemos trasladarnos a otro sitio, creo que lo más seguro es dejar que trabajen ahí —concluyó—. No supone ningún problema real. Trabajan en cajas registradoras, venden cosas, cobran su sueldo. Pero si las sacamos… —No terminó la frase.
—Se meterán en un lío —acabó Bill por ella. Ginny asintió—. Creía que Shannon quería dejarlo.
—Cambió de opinión.
—Dios mío. —Bill emitió una risa amarga—. Empleo con intimidación. ¿Adónde iremos a parar?
Ginny le rodeó los hombros con un brazo y apoyó el mentón en lo alto de su cabeza.
—No lo sé —dijo—. De verdad que no lo sé.
2
Sam dejó caer la bomba después de cenar.
—No voy a ir a la universidad —anunció.
Bill miró a Ginny. Era evidente que también era la primera vez que ella oía esas palabras, y pudo ver cómo su cara reflejaba rabia al preguntar:
—¿Qué quieres decir con eso de que no vas a ir a la universidad?
—Pues que ahora estoy en el programa de dirección —contestó Sam—. Me enviarán a las oficinas centrales de Dallas para recibir formación. Es un programa de dos semanas y, después de eso, volveré a Juniper. El Almacén ya me encontró una casa en Elm, totalmente gratis. La empresa lo paga todo. Puedo instalarme en ella este fin de semana.
Se quedaron todos atónitos. Ni siquiera Shannon habló, y los tres se miraron como tontos mientras Samantha sonreía encantada.
—Ya sé que había planeado ir a la universidad —continuó—, pero se trata de una oportunidad excelente.
Ginny fue la primera que logró abrir la boca.
—¿Una oportunidad excelente? ¿Ayudante de dirección de un almacén de descuento en Juniper? Puedes ser lo que te propongas. Con tus notas y tu inteligencia, aunque sólo tengas el bachillerato, puedes hacer lo que quieras. Puedes encontrar empleo en cualquier parte, en cualquier empresa. Puedes trabajar como tu padre, desde casa.
Bill percibió el dolor en su voz. Ninguno de los dos había imaginado nunca que sus hijas no fueran a la universidad. Ni siquiera se lo habían planteado. Ginny, en concreto, tenía muchas esperanzas puestas tanto en Sam como en Shannon, y por la expresión de sus rasgos, pudo ver que se sentía traicionada.
—La universidad es una experiencia extraordinaria —prosiguió Ginny, resuelta—. No sólo una experiencia docente sino también… una experiencia social. Es donde tienes ocasión de crecer, de aprender cosas sobre ti misma, de averiguar quién eres realmente y qué quieres de la vida.
—Pero no tengo por qué ir —replicó Sam—. No necesito descubrir quién soy, y ya sé qué quiero de la vida. Quiero formar parte del equipo directivo del Almacén.
Silencio de nuevo. Shannon se movió incómoda en el asiento sin mirar a nadie. Tenía los ojos puestos en el plato, mientras jugueteaba con el arroz con un tenedor.
Ginny miró a Bill para pedirle ayuda.
—El Almacén no se irá a ninguna parte —dijo Bill—. Y siempre puedes volver a trabajar ahí. Pero ésta es la única oportunidad que tienes de ir a la universidad. Nunca más te concederán becas.
—Ya lo sé.
—Y una vez que hayas entrado en la vorágine de la competitividad laboral, ya no volverás a estudiar. Tal vez creas que la universidad siempre va a estar ahí, y que podrás matricularte más adelante si quieres, pero la verdad es que no suele ser así. Si no vas ahora, ya no irás.
—No necesito ir.
—No te criamos para que fueras tonta.
—No soy tonta —dijo Sam a la defensiva.
—Pues demuéstralo. Ve a la universidad.
—No necesito hacerlo.
—Todo el mundo lo necesita.
—Lo cierto es, papá, que la universidad siempre estará ahí —aseguró Sam poniéndose en pie—. Puedo ir cuando quiera. Pero este cargo no estará siempre vacante. Si no lo tomo ahora, cualquiera podría conseguirlo. Y podría conservarlo hasta que se jubile. Es una oportunidad única en la vida. Y si no me gusta o no sale bien, iré a la universidad —concluyó a la vez que se encogía de hombros.
—¿De modo que quieres irte de casa?
Samantha asintió, sin poder apenas ocultar cómo le entusiasmaba la idea ni borrar la sonrisa de su cara.
—Sobre mi cadáver —replicó Bill.
—Papá… —Se le quebró la sonrisa.
—Sí —dijo Bill—. Soy tu padre. Y te estoy diciendo que no puedes hacerlo.
—Tengo dieciocho años, y puedo hacer lo que quiera.
—Bill —le advirtió Ginny.
Pero Bill no la escuchó.
—Si te vas, no vuelvas. Aunque te despidan.
Ginny se levantó y tiró la servilleta sobre la mesa.
—¡Bill! —exclamó.
—¿Qué?
—¡Te estás pasando!
—Estás siendo un poco duro, papá —se quejó Shannon.
Sam volvía a sonreír. Echó un vistazo alrededor de la mesa con una expresión de felicidad.
—Puede que cueste un poco acostumbrarse —comentó—. Pero no os preocupéis. Será fantástico.
Bill pensó que parecía un puñetero miembro de la Iglesia de la Unificación. Como si fuera una mema a la que una secta le hubiera lavado el cerebro.
Volvió la cabeza, incapaz de mirar a su hija y contener la rabia. Siempre se había considerado un pacifista, y nunca había abrigado pensamientos ni deseos violentos, ni siquiera hacia sus enemigos, pero lo que le inspiraban el Almacén y sus secuaces eran invariablemente fantasías de venganza, teñidas de violencia. Y ahora más que nunca. Se imaginaba dando una paliza tremenda al señor Lamb y al señor Keyes, haciéndoles daño físicamente, y la agresividad de sus pensamientos lo perturbaba. No sabía de dónde sacaba aquellas ideas, o por qué se rebajaba al nivel del Almacén, pero quería lastimar a esos cabrones.
Especialmente por lo que le habían hecho a su hija.
¿O a sus dos hijas?
Miró a Shannon. Y pensó, agradecido, que no.
Por lo menos, todavía.
No ayudó a Sam a mudarse, aunque Ginny sí. Shannon y las amigas de Sam también ayudaron, pero él se quedó en su despacho, ante el ordenador, fingiendo trabajar mientras ellas sacaban muebles y cajas del dormitorio. Sabía cómo se estaba portando, y se detestaba por ello, pero no se le ocurría ninguna otra forma de demostrarle lo decepcionado que estaba.
En realidad, era irónico. Siempre le habían repugnado esos padres despiadados que echaban a sus hijos de casa cuando cometían la menor infracción, que desconocían a sus hijos y se negaban a verlos o hablar con ellos. Siempre los había considerado estúpidos y cortos de miras. ¿Qué desacuerdo podía ser tan grave como para que mereciera poner en peligro la relación entre un padre y su hijo?
Y sin embargo allí estaba, actuando igual, haciendo lo mismo. Sin quererlo, pero incapaz de evitarlo. Ginny se había enfadado tanto como él, y le había dolido más todavía, pero se adaptaba mejor, se dejaba llevar, aceptaba los cambios.
Él no podía hacerlo.
Ojalá pudiera.
Pero no podía.
Y se quedó solo en el despacho, en silencio, escuchando el ruido cada vez más lejano de la camioneta cuando su hija mayor dejaba su casa.
3
Cuando se dirigía en coche hacia la peluquería, a Ginny le pareció que el ambiente de Juniper era distinto. O algo había cambiado en la ciudad durante su ausencia, o lo que había visto durante el viaje había modificado su modo de percibirla.
El Almacén.
Era lo último que habían visto al irse de la ciudad y lo primero que habían visto a su regreso.
Y se había apoderado de Sam.
Si antes tenía la impresión de que el Almacén era un intruso en su ciudad, ahora sentía que la intrusa era ella. Se había producido una transformación mientras estaban de viaje, y ahora Juniper ya no parecía su ciudad. Parecía la ciudad del Almacén. Y ella era el invitado inoportuno.
Bajó por Main Street. Le habían dicho que estaban privatizando la biblioteca. La última reunión de la junta de supervisores había recortado los fondos del condado, y como la biblioteca de Juniper era la más pequeña y la menos frecuentada del condado, se había tomado la decisión de cerrarla. Pero, por supuesto, la heroica cadena El Almacén había acudido al rescate ofreciéndose a financiar todo su funcionamiento, una propuesta que había sido aceptada con gratitud.
El Almacén controlaba ahora el departamento de policía, el cuerpo de bomberos, todos los servicios municipales, el distrito escolar y la biblioteca.
Y a Sam.
Ginny sujetó con más fuerza el volante. Estaba tan enojada y disgustada como Bill, pero todavía veía a su hija como a una víctima, no como a una cómplice, y aunque su reacción instintiva era abofetearla y castigarla un mes, era consciente de que Sam estaba en esa edad en que tenía que cometer sus propios errores.
Y aprender de ellos.
Tenía suficiente fe en su hija como para creer que lo haría.
Y no quería distanciarse de ella ni apartarla de su lado cuando más podría necesitar a su madre.
Porque las cosas se estaban poniendo difíciles. Ginny sentía cómo la evitaban, le hacían el vacío o la criticaban. Sus amigas la ignoraban. Sus compañeras de trabajo la miraban con frialdad y sus antiguos alumnos se burlaban de ella.
Pensó que así debían de sentirse los estadounidenses de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial, o los activistas a favor de los derechos civiles en Mississipí en la década de los sesenta. No sólo la trataban como a una desconocida o una forastera sino como a una traidora, como a una enemiga que vivía entre ellos.
Porque no era partidaria del Almacén.
Sabía que había mucha gente que no lo era. Los trabajadores relegados, los parados, todas las personas que habían votado en contra de los actuales cargos municipales. Pero la habían marginado, la habían dejado de lado, y ya no se atrevía a expresar lo que sentía realmente. Era como si, de la noche a la mañana, todo hubiera cambiado, y todos sus aliados se hubieran escondido o hubieran desaparecido.
El Almacén estaba organizando ahora patrullas vecinales de vigilancia. Las dos últimas décadas no había habido delincuencia en Juniper, pero de repente todo el mundo estaba preocupado por las drogas y los robos, la actividad de las bandas y las agresiones sexuales. Ahora, las personas de una parte de la ciudad denunciaban a personas de otras partes de la ciudad que paseaban inocentemente por su barrio.
Y la policía acudía a las llamadas.
La ciudad se estaba fracturando, fragmentando, y la comunidad empezaba a dividirse en grupos más pequeños, que podrían llegar a enfrentarse.
Y el Almacén estaba cosechando los beneficios.
El ejemplar del periódico del día anterior traía un anuncio a toda página de un fin de semana de rebajas en alarmas domésticas.
Ginny aparcó delante de Hair Today. Un hombre barbudo, evidentemente indigente, con unos vaqueros raídos y una camisa sucia de franela, se plantó justo ante su coche, y ella fingió rebuscar en su bolso mientras esperaba que se hubiera ido para salir del vehículo.
Los vagabundos la intimidaban un poco. La mayoría se sentaba en los umbrales o en mantas andrajosas bajo algún árbol, pero los más atrevidos se afianzaban en sitios concretos para pedir dinero a los transeúntes. A nivel intelectual y abstracto, sabía que debería ser más comprensiva y compadecerse de su situación, pero a nivel emocional y personal, le daban un poco de miedo. No le gustaba verlos, se sentía incómoda a su lado, y no sabía cómo tenía que actuar.
Así que intentaba evitarlos en lo posible.
Ginny era la única clienta de la peluquería, y René la única estilista. Ambas mantuvieron un silencio incómodo mientras René le lavaba, cortaba el pelo y le hacía la permanente. Le hubiera gustado hablar (de lo que fuera), pero era evidente que René estaba de mal humor, y Ginny la dejó en paz.
Al acabar, le dejó una generosa propina de diez dólares.
René sonrió por primera vez y le tocó la mano cuando dejaba el billete en el mostrador.
—Gracias —dijo—. Por todo.
Ginny asintió y le devolvió la sonrisa.
De camino a casa, vio a Sam en la acera cuando salía de su nueva casa para ir al trabajo.
Se paró y se ofreció a llevarla en coche, pero Sam le dedicó una sonrisa fría.
—No subo al coche de ningún desconocido —dijo con desdén, y siguió andando.
—¿Sam? —gritó Ginny por la ventanilla del coche. Al principio, creyó que era una especie de broma, pero cuando su hija no se volvió y siguió al mismo ritmo, supo que no lo era—. ¡Samantha! —la llamó.
Pero no respondió.
Ginny avanzó con el coche y se detuvo a su lado.
—¿Qué te pasa, cielo? —Sam siguió caminando—. Sube al coche. No sé cuál es el problema, pero es evidente que tenemos que solucionarlo.
Sam se paró y se volvió hacia ella.
—No hay nada que solucionar. Vete a la mierda, mamá.
—¿Qué?
—Que te vayas. A la mierda.
Otro coche se acercaba por la calle, y Samantha le hizo señas para que parara. Lo conducía un hombre al que Ginny no conocía, y antes de que pudiera llamar a su hija, antes de que pudiera decir nada, Sam ya se había subido y se iba en él hacia el Almacén.
Decidió seguirlo, y lo hizo unas manzanas, pero se lo pensó mejor y dio media vuelta para volver a casa mientras el otro coche tomaba la carretera.
Recorrió todo el trayecto hasta el camino de entrada antes de echarse a llorar.
4
Shannon estaba de pie contra la pared junto con los demás empleados, con las piernas separadas y las manos juntas a la espalda, en la postura oficial del Almacén. El señor Lamb caminaba despacio arriba y abajo delante de ellos.
—Han llegado los nuevos uniformes —anunció. Hablaba con una voz grave y seductora—. Son muy bonitos.
Shannon se sintió incómoda. Pensó en el viaje, en Encantada, en la gente de esa población que vestía el uniforme del Almacén sin excepción.
El señor Lamb le sonrió, y ella pensó en…
Las braguitas ensangrentadas de Sam.
Sintió frío y náuseas, y desvió rápidamente la mirada.
—Todos ustedes llevarán hoy estos uniformes nuevos tan bonitos. Los llevarán con orgullo. Porque forman parte de la élite; son los elegidos.
Desapareció por la puerta oscura del cuartito situado a la izquierda del ascensor y salió con uno de los uniformes nuevos colgado de una percha. Era de cuero negro y reluciente. Mientras sujetaba la percha con una mano, con la otra mostró la parte superior del uniforme: una prenda de aspecto extraño que a Shannon le recordó una camisa de fuerza. A continuación, mostró los pantalones.
—Quedan muy ceñidos en la entrepierna —comentó—. Les encantarán.
Se oyeron unas risitas nerviosas de algunos empleados.
También había una boina de cuero con una insignia plateada y ropa interior de cuero a juego: un tanga para los varones, unas bragas de corte alto para las mujeres.
—Y se les entregarán unas botas a todos —anunció—. Botas de caña alta de soldados de asalto. Son perfectas.
Lamb les dirigió una sonrisa de oreja a oreja y balanceó el cuerpo ligeramente hacia atrás y delante. Nadie sabía qué ocurriría a continuación, qué tenían que hacer o decir, cómo tenían que reaccionar, de modo que se quedaron allí plantados sin decir nada, mirándose entre sí, mirando al señor Lamb.
—Muy bien —dijo por fin el director de personal—. ¿A qué esperamos? ¡Desnúdense!
Shannon contuvo el aliento, sin saber muy bien si lo había oído bien, rogando a Dios no haberlo hecho.
—¡Venga! —los arengó el señor Lamb después de dar una palmada—. ¡Adelante! ¡Quítense la ropa! ¡Toda! ¡Ya!
Tenía a Joad Comstock a su derecha y a Francine Dormand a su izquierda, y no quería que ninguno de los dos la viera desnuda. Tenía un grano enorme en la nalga izquierda, y más granos en los hombros. Tenía los pechos demasiado pequeños, mucho más pequeños que los de Francine, y a pesar de toda la dieta que había hecho, seguía teniendo mucha barriga. Tampoco se había depilado las piernas, no en más de una semana, y se le veía mucho el vello.
No quería que nadie la viera desnuda.
A su alrededor, los demás empleados se estaban quitando mecánicamente la ropa: se descalzaban, se desabrochaban los cinturones y las camisas.
—Dejen sus antiguos uniformes en el centro del pasillo —ordenó el señor Lamb.
Nadie se resistía, nadie se quejaba, nadie hablaba. No se hacían bromas, y ni siquiera los empleados más jóvenes se reían mientras se desnudaban.
Shannon pensó que Jake estaba en algún lugar de la fila.
—Shannon Davis —dijo en voz alta el señor Lamb con los ojos puestos en ella.
Ella empezó a desabrocharse la blusa.
—Éstos son nuestros uniformes —afirmó el señor Lamb—. Son los uniformes del Almacén, y no saldrán de este edificio. Los guardarán en sus taquillas, se los pondrán cuando lleguen y se los quitarán cuando se vayan. Sólo llevarán los uniformes en los límites del Almacén. —Se detuvo un instante—. Si alguien lleva el uniforme fuera de este edificio, se procederá a su liquidación. —Hizo otra pausa—. Si tiene que trabajar y no lleva puesto el uniforme, se procederá a su liquidación.
Una oleada de frío recorrió el cuerpo de Shannon al bajarse las braguitas. El peculiar énfasis que el señor Lamb había hecho en la palabra liquidación había sido de lo más inquietante. Sabía que era deliberado, que quería que captaran su doble significado, pero no por ello era menos perturbador.
Siguieron las instrucciones del señor Lamb y desfilaron desnudos hacia el cuartito iluminado con una única bombilla colgada del techo. Hicieron cola por orden alfabético, y en ese mismo orden estaban los uniformes en cajas con una etiqueta con sus nombres. Shannon concentraba toda su atención en la cabeza de Joad, delante de ella, sin querer verle la espalda, las piernas o las nalgas peludas, sin querer ver ninguna parte del cuerpo de sus compañeros de trabajo.
Esperaba que Francine hiciera lo mismo detrás de ella.
Tomó la caja que llevaba la etiqueta con su nombre y salió al pasillo.
Nadie se estaba poniendo aún el uniforme nuevo. Todos esperaban con la caja en las manos, en posición de firmes. De algún modo, en los breves instantes que les había llevado entrar en el cuartito y volver a salir, las prendas que se habían quitado habían sido amontonadas en mitad del pasillo.
—Llegó el momento —anunció el señor Lamb cuando el último empleado salió del cuartito.
Procedieron a quemar sus antiguos uniformes junto con la ropa interior, los calcetines y los zapatos, en una hoguera ceremonial. El señor Lamb les hizo caminar alrededor de las llamas, tomados de la mano, cantando la irritante cancioncilla publicitaria del Almacén.
O, como el señor Lamb la denominaba: «el himno oficial del Almacén».
Todavía desnudos, los condujeron a la capilla, donde de uno en uno tuvieron que arrodillarse ante el inmenso cuadro de Newman King. Shannon tenía la carne de gallina, pero era de miedo y no de frío, mientras observaba cómo los empleados que estaban delante de ella en la fila se arrodillaban en la alfombra roja y agachaban la cabeza para dar las gracias a Newman King por permitirles ascender de nivel. Era imposible que no supiesen que aquello estaba mal, que era una locura, que era perverso, pero tampoco parecían inmutarse por ello. Estaban todos callados, un poco más apagados de lo habitual, quizá, pero no parecían mostrar oposición a lo que estaban haciendo, ni siquiera el reconocimiento de que era algo que una empresa no debería exigir a sus empleados.
Shannon sabía que estaba mal, pero aun así avanzó como los demás, se arrodilló y dio las gracias, temerosa de expresar su desaprobación.
Se levantó y salió de la capilla, pensando que todos los turnos tendrían que hacer ese ritual. Todos los trabajadores del Almacén tendrían que hacerlo.
Sam también, si no lo había hecho ya.
—¡Muy bien! —anunció el señor Lamb con unas palmadas cuando el último empleado hubo dado las gracias—. ¡Vayan a sus taquillas! ¡Pónganse los uniformes y preséntense en la Planta en cinco minutos! —Miró a Shannon con una sonrisa, y ésta se ruborizó al ver dónde tenía puestos los ojos—. ¡El Almacén abrirá en diez minutos! ¡Sean puntuales!