1
Bill solía disfrutar de su tiempo libre entre un trabajo y el siguiente, pero esta vez estaba inquieto, desasosegado, como si padeciera claustrofobia. Juniper parecía encerrarlo, y daba igual dónde fuera o lo que hiciera, tenía la impresión de que el Almacén estaba siempre allí, como un telón de fondo, supervisando sus movimientos, observándolo. Notaba la presencia del Almacén incluso cuando iba de excursión por el bosque, por los cañones o las colinas.
Tenía que alejarse de Juniper.
La idea de que su documentación en esos momentos estaba siguiendo los pasos que la llevarían de Automated Interface a las oficinas centrales del Almacén, y que iba a distribuirse a todos los establecimientos que esta cadena poseía en Estados Unidos, lo intranquilizaba sobremanera. No había nada que hubiera podido hacer, ninguna forma de evitarlo, pero le daba mucha rabia haber trabajado indirectamente para el Almacén, haber contribuido, aunque fuera a menor escala, a la eficiencia de su funcionamiento.
Una noche, Bill y Ginny estaban acostados después de haber hecho el amor, mucho después de que las niñas se hubieran ido a dormir, y el único ruido que se oía en la casa era al murmullo bajo del televisor del dormitorio. Se recostó de lado para mirar a Ginny.
—Creo que deberíamos irnos de vacaciones —sugirió.
—¿De vacaciones? ¿Por qué lo dices?
—Creo que tenemos que irnos de aquí, alejarnos un tiempo…
—¿Alejarnos del Almacén?
Él asintió.
—¿Adonde quieres ir? —continuó Ginny.
—¿Qué tal a las cuevas de Carlsbad?
—Me parece bien. Pero ¿y las niñas?
—Se vienen con nosotros.
—Sam no vendrá. Y a estas alturas, no estoy segura de que podamos obligarla.
—Samantha vendrá. Te garantizo que podemos convencerla.
Ginny se quedó callada.
—¿Qué piensas? —preguntó su marido.
—¿Y si el Almacén no la deja ir?
Bill sacudió la cabeza y se incorporó.
—Hemos sido demasiado blandos —dijo—. Ése es el problema. Deberíamos haberla presionado más. O quizá deberíamos haber hablado con ella como si fuera mayor, y contarle lo que está pasando realmente, coño. Creo que la seguimos tratando, que las seguimos tratando a las dos como si fueran niñas pequeñas. Seguimos intentando protegerlas de cosas…
—Es lo que hacen los padres.
—Ya lo sé. Pero lo que digo es que deberíamos haber intentado convencerlas de que dejaran ellas el trabajo. El Almacén nos denunciará y nos perseguirá si intentamos obligarlas a que lo hagan, pero si lo hacen ellas, las dejará ir.
—¿De veras lo crees? —Ginny alzó los ojos para mirarlo—. ¿Después de todo lo que ha pasado?
—No lo sé —respondió—. Pero vale la pena intentarlo.
—Sí —convino Ginny. Le puso una mano con suavidad en la tripa—. Pero es probable que Sam no lo haga.
—Es probable.
—¿Y si el Almacén no deja que Shannon vaya con nosotros?
—Nos la llevaremos igualmente.
—¿Qué haremos si el Almacén nos persigue?
—Nos enfrentaremos a ese problema cuando sea necesario —dijo mirándola a los ojos.
Sacaron el tema durante el desayuno.
Sam manifestó al instante y con rotundidad que tenía obligaciones y responsabilidades, que el Almacén había depositado su confianza en ella y que no podía defraudar a la empresa. No iba a tomarse unos días de fiesta.
Salió de la cocina sin esperar respuesta.
—Tengo que arreglarme para ir a trabajar —les informó.
Bill se volvió hacia Shannon, que estaba sorbiendo el zumo de naranja fingiendo ser invisible.
—Tú vendrás con nosotros, señorita —le dijo.
—¡Papá!
—No me repliques.
La niña dejó el zumo de naranja en la mesa.
—No puedo. Me despedirán —alegó.
—De todos modos, tendrás que dejarlo cuando empiecen las clases.
—No, ni hablar —replicó Shannon, indignada.
—Claro que sí.
—Formas parte de esta familia y vendrás de vacaciones con nosotros —intervino Ginny.
—¡No quiero ir!
Bill se inclinó hacia ella por encima de la mesa.
—Me da igual lo que quieras. Vas a venir.
—¿Por qué puede quedarse Sam en casa? —protestó la niña.
—Sam es mayor que tú.
—¿Y qué?
—Que tiene dieciocho años.
—¡Vaya mierda!
Ginny le dio un manotazo.
No fue un puñetazo, ni siquiera le dio con fuerza, pero fue un bofetón sonoro en plena cara que los dejó atónitos a todos, especialmente a Ginny. Jamás había abofeteado a sus hijas, y Bill notó que se había arrepentido al instante de hacerlo. Pero no tuvo la reacción habitual. No abrazó enseguida a Shannon para disculparse entre lágrimas. Se quedó allí plantada, mirando a su hija, y fue Shannon quien se echó a llorar y se levantó de un salto para rodear con los brazos a su madre pidiéndole perdón.
—¡Perdóname! ¡Perdóname, mamá!
Ginny le devolvió el abrazo y la hizo volverse.
—A quien deberías pedir disculpas es a tu padre.
Shannon rodeó la mesa.
—Perdona, papá. No… No sé por qué dije eso.
—Ya he oído antes esa palabra —sonrió Bill. Shannon se sonó la nariz y soltó una carcajada—. Pero vendrás con nosotros —insistió—. Nos vamos todos de vacaciones. Como una familia.
—De acuerdo —asintió Shannon esta vez—. De acuerdo.
2
Shannon se acercó, atemorizada, al señor Lamb. No había hablado a solas con el director de personal desde que la habían contratado, y le daba miedo tener que hacerlo. Estaba delante del mostrador de Atención al Cliente, hablando con una mujer. Shannon echó una mirada nerviosa al reloj de pared que había sobre el mostrador, marcando los minutos de su descanso. Aunque no quería que su jefe pensase que se tomaba un descanso demasiado largo, esperó mientras Lamb y la mujer conversaban.
Observó cómo el director de personal hablaba con la mujer. Siempre la había intimidado, y todavía más desde que lo habían elegido alcalde. Él nunca mencionaba su cargo en las reuniones, y tampoco lo hacía nadie más, pero todo el mundo lo sabía y era algo que siempre estaba ahí, latente, otorgándole más poder del que ya ostentaba.
Durante la fiesta de la noche electoral, el Almacén había servido comida y bebida gratis, y había ido más gente por ese motivo que para celebrar los resultados de las elecciones. Shannon había ayudado a Holly a ofrecer dulces y caramelos, y la fiesta se había ido descontrolando a medida que avanzaba la noche. La señora Comstock, la bibliotecaria, se había quitado la ropa y había bailado desnuda en el pasillo de papelería; el señor Wilson, el jefe de correos, se había peleado con Sonny James en moda juvenil, y un grupo de mujeres escandalosas había dejado un charco de vómito en electrodomésticos. Pero el señor Lamb se había mantenido frío y distante, totalmente sobrio y al mando, y el recuerdo más vivo que tenía Shannon de aquella noche era el de hombres y mujeres borrachos que se gritaban y atacaban entre sí mientras el señor Lamb se los miraba sonriente, sin hacer nada.
No había contado a sus padres lo ocurrido aquella noche, pero, cuando se lo comentó a Diane, su amiga le sugirió que dejara su empleo en el Almacén.
—Sólo trabajas allí porque te aburres —le dijo—. No necesitas el dinero. ¿Por qué no encuentras otra cosa que puedas hacer?
Ese verano, cada vez veía menos a Diane, y no era sólo porque tuvieran horarios distintos. Desde que trabajaba con su padre, Diane había adoptado una actitud contraria al Almacén parecida a la de sus padres, y el mismo espíritu de contradicción que había incitado a Shannon a defender a la cadena de almacenes ante sus padres la había llevado a hacer lo mismo con su amiga.
—Me gusta trabajar en el Almacén —le dijo a Diane con frialdad—. Prefiero mil veces hacer lo que yo hago a lo que tú haces.
Lo cierto era que no le gustaba trabajar en el Almacén. Y preferiría trabajar para el padre de Diane que hacerlo para el señor Lamb. Pero por algún motivo extraño, era incapaz de admitirlo en voz alta. Ni siquiera a Sam, que se lo había preguntado directamente en más de una ocasión.
Por esa razón Diane y ella estaban enemistadas.
Por esa razón se había peleado con sus padres por las vacaciones.
Volvió a alzar los ojos hacia el reloj; las manos le sudaban debido a los nervios.
Ojalá no hubiera solicitado nunca un empleo en el Almacén.
El señor Lamb terminó por fin de hablar con la clienta y, mientras la mujer se alejaba, se volvió sonriente hacia Shannon.
—Shannon —dijo—, le quedan exactamente cinco minutos y medio de descanso. ¿En qué puedo ayudarla?
Había practicado mentalmente las palabras que le diría, pero de repente se había quedado en blanco. No conseguía recordar qué quería decir ni pensar cómo pedirle unos días de fiesta. Empezó a dar rodeos.
—Verá… Yo… ¿Podríamos…? ¿Podríamos hablar en su oficina?
—Por supuesto —asintió el señor Lamb tras mirarla de arriba abajo—. Todavía le quedan cuatro minutos y medio.
Mientras lo seguía al otro lado del mostrador, Shannon pensó que a lo mejor tendría suerte y la despediría.
¿Suerte? ¿Era tener suerte que te despidieran?
Con los ojos puestos en la espalda del director de personal pensó que sí lo era.
El señor Lamb entró en su oficina, se sentó tras el escritorio y le indicó con la mano que ocupara la silla que estaba al otro lado de la mesa. Shannon obedeció.
La puerta de la oficina se cerró tras ella y giró la cabeza para ver quién la había cerrado, pero no había nadie.
—¿Qué quiere? —preguntó el señor Lamb. La pátina de simpatía que tenía su voz cuando estaban fuera, en la Planta, había desaparecido, y tanto sus palabras como su actitud reflejaban ahora dureza.
A Shannon no sólo la ponía nerviosa, sino que la asustaba pedirle lo que había ido a pedirle, y de repente deseó haberlo intentado en cualquier otro lugar, en cualquier otro momento.
—Sé que no le estoy avisando con demasiada antelación, señor Lamb —dijo tras carraspear—, pero mi familia se va a ir de vacaciones a las cuevas de Carlsbad la semana que viene, y quería preguntarle si podría tomar tres días de fiesta. Estaré fuera cinco días, pero no trabajo los lunes, y Gina dijo que podía cambiarme el viernes, de modo que sólo necesitaría el martes, el miércoles y el jueves.
—Oh, se va a ir de vacaciones con la familia —exclamó el señor Lamb con una sonrisa falsa en los labios. Shannon asintió, y la sonrisa del señor Lamb desapareció al instante—. Es usted una vaga —dijo—. Una vaga de mierda. ¿Cree que puede ir y venir a su antojo mientras los empleados leales y trabajadores del Almacén se parten el culo para cubrir la vagancia de una puta como usted?
La violencia de sus palabras y la vehemencia con que las dijo la pillaron desprevenida, dejándola anonadada y llena de miedo. Se encogió en la silla y sintió aún más miedo cuando el señor Lamb se inclinó sobre la mesa hacia ella.
—Tenemos que modificar y suspender temporalmente nuestras normas y reglas, nuestro trabajo y nuestras responsabilidades porque una putita de mierda que trabaja a tiempo parcial no puede cumplir bien sus funciones. ¿Es eso lo que me está diciendo? —añadió Lamb.
—Lo… Lo siento —se disculpó Shannon, que sacudía mansamente la cabeza—. No quería…
—Deje de gemir —ordenó el hombre.
Ella se calló de golpe y el señor Lamb se recostó de nuevo en la silla, juntando las manos para fingir que pensaba.
—El Almacén no es una organización benéfica —continuó—. Deme una buena razón por la que deba permitirle irse de vacaciones para trotar por el país cuando tendría que estar trabajando.
—No hay ninguna buena razón —contestó Shannon—. Perdone que se lo haya pedido. Créame que no era mi intención molestarlo.
De repente, el señor Lamb se echó a reír. Hizo girar la silla y la señaló con un dedo para exclamar:
—¡La pillé!
Shannon parpadeó, desconcertada. Como el señor Lamb la seguía mirando sin dejar de reír, trató de esbozar una sonrisa, aunque no sabía muy bien por qué.
—Ya sabía por qué quería hablar conmigo antes de que viniéramos a la oficina —comentó—. Está todo solucionado. Tiene los turnos cubiertos para esos días. Puede irse de vacaciones con su familia.
—¿Cómo…? —se sorprendió Shannon.
—¿… lo sabía? —terminó la frase el señor Lamb—. Su hermana vino a verme antes de su turno y me lo contó todo.
—¿Sam?
—Oh, sí —contestó el señor Lamb y, de repente, su voz había perdido toda la alegría. Seguía esbozando una sonrisa, pero ahora contenía cierta malicia, algo desagradable que hizo que Shannon se retorciera en el asiento—. Samantha y yo tuvimos una buena charla a primera hora de la mañana, antes de que el Almacén abriera.
Sacó unas braguitas de un cajón de su mesa.
Unas braguitas manchadas de sangre.
Eran de Sam.
Shannon las reconoció, y se sintió como si acabaran de destriparla. Las últimas Navidades, la abuela Jo había enviado el mismo regalo a las dos: unas braguitas idénticas estampadas de acebos y ositos. Ella no había querido ponérselas porque le había dado vergüenza que Jake pudiera verla con algo tan cursi, pero a Sam no le había importado y se había quedado las dos.
Shannon se quedó mirando la mancha entre marrón y colorada que oscurecía el osito alegremente vestido de la prenda.
El señor Lamb jugaba distraídamente con las braguitas, y las extendía y replegaba con dos dedos.
—Es una buena hermana —comentó—. Se preocupa mucho por usted, y la apoya en todo. Debería considerarse afortunada.
Shannon asentía distraída, incapaz de concentrarse.
¿Qué había pasado? ¿Y por qué? ¿Qué le había hecho el señor Lamb a Sam?
¿Qué le había dejado Sam que le hiciera?
No. Samantha no dejaría nunca que aquel gusano le tocara siquiera un pelo.
¿O sí?
Sintió náuseas. Dolor, ira y temor, todo a la vez. Observó con odio al director de personal.
Éste devolvió las braguitas al cajón y lo cerró.
—Puede irse de vacaciones con su mamá y su papá —indicó con una voz cantarina y afectada. Pero a continuación, su tono se volvió serio y su sonrisa cruel—. Y puede agradecérselo a su hermana. Ahora mueva el culo y vuelva a su puesto, inútil. Se le acabó el descanso.
3
Salieron temprano, antes del alba. Bill había preparado el equipaje la noche anterior, lo cargó todo en el coche y puso el despertador a las cuatro. Le habían dado a Sam una llave adicional del jeep, además de una copia de su itinerario: la lista de los moteles donde se iban a hospedar, los números de teléfono y las horas aproximadas de llegada.
—Pórtate bien —le dijo Ginny.
Sam casi parecía lamentar no ir con ellos: lucía una expresión de pesar mientras se mantenía sujeta la bata y los despedía con la mano desde la puerta, y Bill lo consideró una señal prometedora.
Todavía había esperanza.
Antes de salir de la ciudad, se detuvieron en la tienda de Len a comprar una bolsa de donuts para el camino, café para él y Ginny, y chocolate caliente para Shannon.
E iniciaron la marcha.
Bill había señalado con antelación la ruta en un mapa, ciñéndose todo lo posible a las carreteras secundarias. Shannon se durmió inmediatamente después de terminarse el chocolate, acunada por el traqueteo del coche, pero Ginny, como siempre, permaneció despierta. A cierta altura descansó la mano izquierda en el muslo de su marido y se lo pellizcó con suavidad mientras viajaban al este, hacia la salida del sol.
La emisora de radio de Juniper dejó de oírse más o menos una hora después, y Bill hizo girar el dial para buscar música, pero fue en vano, lo único que pudo captar fue una tertulia matinal de Flagstaff y una emisora navaja de Chinle, de modo que puso un casete.
Se sentía bien. Gordon Lightfoot por el estéreo, el sol asomando por detrás de las montañas. Era como tenía que ser, así era como debería ser su vida.
Shannon se despertó y empezó a sacar el último donut de la bolsa, pero cambió de parecer y se quedó mirando por la ventanilla.
Cruzaron pueblos que sólo reconocieron por su nombre en el mapa. Puntos grandes en la carretera que apenas constaban de viejos molinos de viento destartalados y de gasolineras pequeñas y sucias. El bosque fue cediendo terreno a las tierras de cultivo, y las tierras de cultivo, al desierto. No había líneas divisorias claras, los límites eran fluidos, y el paisaje, que iba cambiando a lo largo de las estrechas carreteras secundarias apenas transitadas, era hermoso y siempre sorprendente.
Hicieron el recorrido hablando, pero no sobre el Almacén, sino sobre todo lo demás: música, películas, noticias, sensaciones, ideas, amigos, familia, el pasado, el futuro…
Al principio Shannon estaba callada, apagada, casi retraída, pero a medida que se alejaban de Juniper se fue relajando y abriendo. Empezó a intervenir en la conversación en determinados momentos, y finalmente participó plenamente en ella.
Bill sonreía para sus adentros mientras conducía. No había nada mejor que viajar. Le encantaba. No sólo disfrutaba al ver territorios que le eran desconocidos, sino que, como había dicho a Ginny la noche anterior, ir juntos de vacaciones estrechaba los lazos de una familia. La intimidad que imponía un coche cerrado exigía una mayor interacción. En la vida real, Shannon tenía suficiente espacio propio, suficiente libertad de movimientos como para controlar los límites de su relación. Pero ahora no tenían más remedio que estar juntos, y la tradicional barrera adolescente a la que los tenía acostumbrados iba reduciéndose, desapareciendo gradualmente. Era como si volviera a ser pequeña y estuviera totalmente integrada en la familia, y esa familiaridad resultaba muy agradable.
—¿Cuánto falta para la frontera? —quiso saber Shannon.
—Unos ciento cincuenta kilómetros.
—No he estado nunca en Nuevo México.
—Pues de aquí a una hora y media ya no podrás decirlo —sonrió Bill.
La sonrisa desapareció antes incluso de haber terminado la frase. Delante de él, en la ladera desértica de la colina, podía ver los edificios apiñados de Río Verde y, dominando el paisaje de la población, el Almacén. Se elevaba en medio de construcciones más antiguas como un cohete aparcado entre biplanos, y destacaba por completo con su fachada sin ventanas y su letrero reluciente, exactamente iguales a los de su equivalente de Juniper. El edificio parecía captar toda su atención, burlándose de él.
No dijo nada, no lo señaló ni mencionó, pero Ginny y Shannon no pudieron evitar verlo, y permanecieron calladas hasta que al fin lo dejaron atrás y vieron las bajas dunas de Nuevo México en el horizonte cubierto de nubes.
Pasadas las dos, se pararon a almorzar en un McDonald's de Socorro, a dos o tres kilómetros de Río Grande.
En Socorro no había sucursal del Almacén, pero en Las Palmas, la siguiente población, sí: un edificio enorme, visiblemente caro, situado entre casas de labranza pobres hechas de adobe. El municipio no debía de tener más de unos centenares de habitantes, pero el estacionamiento gigantesco del Almacén estaba lleno. Al pasar por delante, Bill vio que todos los vehículos eran viejos y estaban polvorientos, y que los hombres y las mujeres que entraban en el Almacén parecían desanimados, abatidos, derrotados.
«Como un pueblo conquistado», pensó.
Pero no dijo nada y siguió conduciendo.
Había reservado habitación en un Holiday Inn en Encantada porque había leído una reseña favorable en la guía de viajes. Encantada resultó ser un pueblo de una sola calle en una llanura situada al borde de un inmenso campo petrolífero. Al entrar en los límites del municipio, redujo la velocidad a cincuenta y cinco kilómetros por hora como indicaban las señales de tráfico.
Inmediatamente empezó a erizársele el vello de los brazos y la nuca.
Shannon estaba dormida en el asiento trasero, pero Ginny iba despierta, y lo miró con los ojos llenos de miedo.
—Bill —dijo en voz baja.
No hacía falta que le dijera nada. Lo veía con sus propios ojos.
En la calle, todo el mundo llevaba puesto el uniforme del Almacén.
Hombres, mujeres y niños.
—Dios mío —soltó Ginny—. Oh, Dios mío.
Petrificado, Bill redujo la velocidad a cincuenta. En la única gasolinera del pueblo, el empleado llevaba el uniforme del Almacén. El conductor de un camión cisterna que bajaba de su cabina, también; lo mismo que los clientes del café hacia donde se dirigía el camionero.
En el otro extremo del pueblo, justo después del Holiday Inn, se erigía el inquietante edificio del Almacén.
—No podemos quedarnos aquí —indicó Ginny—. Tenemos que ir a otro sitio.
Shannon se despertó.
—¿Qué sucede? —preguntó aturdida desde el asiento trasero. Se incorporó y echó un vistazo alrededor—. ¡Oh! —exclamó, y no dijo nada más.
—Tenemos las habitaciones reservadas —comentó Bill con voz débil—. Tendremos que pagarlas aunque no nos quedemos.
—Da igual.
Iba a discutirlo, pero decidió sacar el mapa.
—Supongo que podemos ir al siguiente pueblo y mirar si hay algún lugar donde podamos hospedarnos.
—E iremos al siguiente si es necesario. Y al siguiente. Seguiremos conduciendo hasta que encontremos un motel —dijo Ginny mirándolo—. Llevas conduciendo todo el día. Deja que lo haga yo un rato.
—Antes tenemos que repostar —indicó Bill tras consultar el indicador del salpicadero—. Tenemos el depósito casi vacío.
—De acuerdo —asintió Ginny—. Pongamos gasolina y vayámonos.
Pero el empleado con el uniforme del Almacén de la gasolinera les informó de que tenía los surtidores vacíos y que el camión no había llegado aún. Tendría que haber ido esa mañana, pero había habido algún problema cerca de Albuquerque, y el conductor le había avisado por radio de que no iría hasta más tarde.
—¿A qué hora? —quiso saber Bill.
—A las diez —contestó el empleado a la vez que se encogía de hombros—. Quizá las doce.
—Estamos jodidos —dijo a Ginny tras volver al coche. Le explicó la situación y, tras una breve discusión, acordaron pasar la noche en el Holiday Inn.
El motel en sí estaba bien. Disponía de televisión por cable, piscina climatizada y jacuzzi y no tenía nada siniestro ni amenazador. Pero todas las ventanas daban al Almacén, y hasta el personal de limpieza y de recepción llevaba el uniforme de la empresa.
Se encerraron en su habitación, corrieron las cortinas y cenaron tentempiés que llevaban con ellos: cola con patatas chip, manzanas y galletas saladas. Ginny se acostó en una cama, Shannon en la otra, y Bill se sentó en una butaca junto a la ventana para mirar las noticias de Nuevo México, las noticias nacionales y un programa sensacionalista.
No hablaron del Almacén ni del pueblo, y se limitaron a comentar lo que veían por la tele. Shannon fue a darse una ducha, y Bill se tumbó junto a Ginny en la cama.
—Tengo miedo —dijo Ginny tras acurrucarse junto a él.
—Ya lo sé —repuso Bill. Él también lo tenía, aunque se dijo que no había ninguna razón lógica para tenerlo.
Cambió el canal cuando Shannon salió del cuarto de baño para poner una película, y vieron una muy mala de John Candy y, después, una todavía peor de Chevy Chase.
Cuando Shannon ya se había metido bajo las sábanas y Ginny se disponía a ir al cuarto de baño para ducharse, Bill se puso en pie, se desperezó y miró su reloj ostensiblemente.
—Voy a poner gasolina —anunció—. Estaré de vuelta en unos minutos.
Ginny se paró en seco y se volvió hacia él.
—¿Qué?
—Voy a poner gasolina.
—No saldrás a estas horas —lo contradijo.
Shannon fingió no oírlos y siguió concentrada en la película mientras Bill se acercaba adonde estaba Ginny.
—¿Y si no hay gasolina por la mañana? —comentó—. ¿Vamos a quedarnos aquí otro día? El camión tenía que llegar esta noche. Llenaré el depósito y volveré.
—No me gusta.
Recordó a Ginny que la gasolinera estaba a media manzana de distancia, entre un Burger King y un 7—Eleven, en sentido contrario al Almacén.
—No habrá ningún problema —aseguró.
—Date prisa —le instó Ginny, tras inspirar hondo.
Nada más salir del motel, Bill se dirigió directamente al Almacén.
Lo había deseado desde que habían llegado a Encantada, desde que había visto a la población uniformada, pero sabía que Ginny se opondría así que prefirió no mencionarle siquiera la idea. Cuando llegó al inmenso estacionamiento, se dirigió a la entrada del edificio.
Resultaba espeluznante ver ese edificio familiar en aquel entorno desconocido. Entendía que la empresa deseara tener una línea uniforme para todos sus establecimientos, pero la deliberada sensación de déjà vu que tuvo al cruzar un aparcamiento que conocía hacia un edificio que conocía en una ciudad que no había visitado o visto nunca no sólo era desconcertante, sino también perturbadora.
Eran más de las diez y el Almacén estaba cerrado. Había esperado ver unos cuantos rezagados, los automóviles de algunos empleados saliendo tarde del trabajo, pero todo el mundo debía de haber terminado pronto ese día porque su vehículo era el único en la amplia extensión de asfalto.
Al acercarse a las puertas de cristal de la entrada, redujo la marcha. El interior del edificio estaba totalmente iluminado, y un rectángulo de luz se proyectaba en el estacionamiento vacío. A pesar de la ausencia de otros vehículos, le pareció ver movimiento dentro del Almacén, las siluetas de varias figuras, y aunque la noche, la oscuridad y el pueblo mismo parecían conjurarse para darle escalofríos, siguió avanzando despacio.
A esa distancia, pudo ver una figura que lo saludaba desde el otro lado de la puerta.
La figura le resultó conocida, aunque al principio no supo muy bien por qué.
Luego giró el coche hacia la izquierda e iluminó con los faros a la figura.
Era Jed McGill.
Contuvo el aliento, presa del pánico.
Bajo la luz de los faros, Jed sonreía de oreja a oreja.
Jed McGill.
Era imposible.
Sin embargo, prefirió no asegurarse, de modo que dio media vuelta, aceleró y salió a la carretera para dirigirse a la gasolinera, donde llenó el depósito.
Cuando estuvo de vuelta en su habitación todavía temblaba, pero Ginny estaba en la ducha y Shannon dormía, así que cerró la puerta con llave y apagó la luz antes de quitarse la ropa y meterse en la cama.
A la mañana siguiente se marcharon temprano, mucho antes del amanecer. Aunque Bill procuraba no pensar en lo que había visto la noche anterior, aunque trataba de no pensar en absoluto en el Almacén, para salir del pueblo tenían que pasar por delante del establecimiento. Más tarde, cuando los edificios fueron cediendo terreno al desierto, sus faros iluminaron varias vallas publicitarias que había junto a la carretera:
EL ALMACÉN TE QUIERE
NUEVO MÉXICO ES TERRITORIO DEL ALMACÉN
NO TE PREGUNTES QUÉ PUEDE HACER EL ALMACÉN POR TI,
SINO QUÉ PUEDES HACER TÚ POR EL ALMACÉN.
Ninguno de los tres mencionó las vallas. Ni el Almacén. Siguieron adelante en silencio por el desierto, envueltos en la semipenumbra que precede al alba.
Esa noche y la siguiente se alojaron en un Best Western de White's City, cerca de la entrada del parque nacional. Se apuntaron a todas las visitas guiadas, siguieron todos los senderos, pero a pesar de que Carlsbad estaba a un día de distancia de Encantada, Bill no pudo disfrutar de las cuevas. Ninguno de ellos pudo. Las grutas eran hermosas, espectaculares, una auténtica maravilla natural, pero no podía quitarse el Almacén de la cabeza, y no pudo evitar pensar, de modo irracional, que cuando volvieran a Juniper todo el mundo llevaría el uniforme del Almacén.
El día siguiente prescindieron de las rutas secundarias para volver a casa y tomaron carreteras principales. Llegaron a Juniper mucho después del anochecer, cansados y hambrientos.
—Ya desharemos las maletas mañana —dijo Bill mientras salían del coche—. Dejémoslas así por hoy.
Todas las luces de la casa estaban apagadas, de modo que o Sam no estaba o ya dormía. Bill sacó la llave mientras se acercaba por el jardín hacia la puerta principal. En ella, había colgado un papel, pero no pudo leerlo a oscuras, así que abrió la puerta y encendió las luces del salón y del porche.
Era una nota.
Escrita en papel de carta del Almacén.
El corazón empezó a latirle con fuerza. Quitó la chincheta que sujetaba el papel y lo leyó:
AVISO:
Shannon Davis ha sido trasladada del departamento de jardinería y por la presente le ordenamos que se presente a trabajar en el departamento de electrodomésticos el martes a las 6.00 a. m. Por orden del Almacén, sus vacaciones han terminado oficialmente.
Lo firmaba Samantha M. Davis, ayudante de dirección.
—Parece que han ascendido a Sam —comentó Ginny.
Bill no contestó. Shannon tampoco.
Entraron en la casa y cerraron la puerta tras ellos.