Capítulo 24

1

Se veían más vagabundos que antes en las calles de Juniper. Siempre había habido cierta cantidad de hombres barbudos, harapientos y ariscos en la ciudad (mineros que bajaban de las montañas, cazadores de osos que iban a proveerse de suministros…), pero últimamente parecía haber más, y no estaba seguro de que fueran personas que elegían ese estilo de vida adrede.

Al bajar despacio en coche por la calle Granite hacia la carretera, Bill vio a un hombre mayor que dormía tumbado en una manta sucia bajo un abeto, y un hombre joven sentado a la puerta de una tienda vacía.

Juniper era una ciudad pequeña, pero no conocía a todo el mundo, y como muchos negocios habían ido a la quiebra a raíz de la llegada del Almacén, era posible que fueran personas en el paro que deambulaban por la ciudad en busca de trabajo.

Era posible, pero no probable.

La mayoría tenía un aspecto sucio y parecía vagar sin propósito, y Bill imaginó que no tenían adonde ir.

Juniper tenía un problema de indigencia.

Era algo extraño. La indigencia solía ser una enfermedad de las grandes ciudades. Las ciudades pequeñas tenían forasteros de paso, pero básicamente eran sociedades cerradas, donde cualquier cambio o desviación de la norma se apreciaba al instante.

No eran lo bastante anónimas como para ofrecer un lugar a los marginados de Estados Unidos.

No había calles donde pudieran vivir las personas que viven en la calle.

Pero allí estaban.

Bill llegó a la carretera, se detuvo un momento aunque en el cruce no había semáforo ni señal de stop, y giró a la derecha, hacia el Almacén. Se le tensaron los músculos y sujetó el volante con más fuerza. No había ido al Almacén desde las elecciones, y el mero hecho de pasar por ese tramo de carretera le hacía sentir como si entrara en un campamento enemigo durante una guerra. Mentalmente, sabía que sólo era una cadena de establecimientos, el lugar donde sus hijas y media ciudad tenían su trabajo, y que los pasillos amplios y modernos estarían llenos de hombres, mujeres y niños corrientes haciendo sus compras cotidianas. Pero había demonizado tanto al Almacén que, emocionalmente, se preparaba como si fuera a entrar en el infierno.

Pero no tenía más remedio.

Necesitaba tinta para la impresora.

Había terminado el manual.

La fecha límite de entrega era al cabo de dos días, y pensaba enviar su trabajo como siempre hacía a Automated Interface, pero le gustaba imprimir antes los manuales en papel para repasarlos. Se le daba mejor trabajar sobre el papel que en la pantalla.

Entró en el estacionamiento y tuvo la suerte de encontrar una plaza vacía cerca de la entrada del edificio. Sabía que necesitaría la cinta y debería haberla comprado la semana anterior cuando habían ido a Phoenix, pero no se le había ocurrido y ahora no tenía elección. El Almacén era el único establecimiento de la ciudad que vendía cinta para impresora.

Bajó del jeep y cerró la puerta con llave. Mientras recorría el estacionamiento en dirección al edificio, notó que se le hacía un nudo en el estómago. Ni Sam ni Shannon trabajaban esa mañana, y eso lo tranquilizaba. Contempló la extensión de pared sin ventanas ante él, y no pudo evitar pensar que el Almacén lo había visto, que sabía de su llegada y le tenía algo preparado.

No quería que sus hijas lo presenciaran.

Entró, ignoró al guía que le ofrecía ayuda con una sonrisa satisfecha y se fue directamente al pasillo que contenía los accesorios de ordenador, impresora y máquina de escribir. Mientras caminaba, notó algo raro en los demás pasillos. ¿Qué había ocurrido con la variedad infinita que ofrecía el Almacén? ¿Dónde estaban todos los productos? Observó que los estantes seguían llenos de artículos, pero no había variedad. No había marcas conocidas a nivel nacional, ni envoltorios reconocibles.

Había una sola marca: El Almacén.

Para todos los productos.

A medida que recorría el pasillo donde tenían que estar las cintas de impresora, su temor aumentó.

Tenían que estar.

Sin embargo, los estantes estaban llenos de cajitas y botellas de plástico. Miró atentamente los productos: polvos de estornudar, polvos de picapica, bombas fétidas…

Productos relacionados con comics.

Loción para masturbarse. Aceite para una pasión ardiente. Gel para aumentar el volumen de los pechos. Crema para alargar el pene.

Frunció el ceño. ¿Qué coño era todo eso?

—Estamos reorganizando la tienda. —Alzó los ojos y vio al mismo empleado con la sonrisa de satisfacción que le había hablado al entrar—. Lo habría sabido si hubiera aceptado la ayuda que le ofrecí.

¿Había agresividad en la voz del guía? ¿Suponía una amenaza implícita la forma en que invadía su espacio personal?

—Está buscando cintas de impresora, ¿no? —prosiguió el empleado.

¿Cómo podía saberlo? Bill se quedó helado, pero mantuvo una expresión impenetrable y miró al hombre joven a los ojos.

—No —mintió.

El empleado pareció sorprendido, como si lo hubiera pillado desprevenido.

—¿Qué está buscando entonces?

—Oh, nada —le sonrió Bill—. Sólo estoy mirando.

Bill se marchó antes de que el tipo pudiera reaccionar. No sabía si vendría siguiéndolo, pero no iba a darle a ese cabrón la satisfacción de volverse para comprobarlo. Mantuvo la vista puesta al frente y, cuando alcanzó el pasillo central que cruzaba todo el establecimiento e iba desde el departamento de recambios de coche al de lencería, torció a la derecha y se dirigió con decisión hacia el otro lado del edificio.

En el centro del Almacén, donde se encontraban los dos pasillos transversales, habían instalado un mostrador con un cartel encima que le recordó el puesto de psiquiatra de Lucy en la vieja tira cómica de Snoopy.

ÚNETE AL CLUB DEL ALMACÉN, decía el cartel.

Reconoció a dos personas que estaban delante del mostrador, Luke McCann y Chuck Quint, y aflojó el paso al llegar a su altura.

—¿El Club del Almacén? —preguntaba Chuck al dependiente que atendía el mostrador.

—Si es miembro del club —asentía el dependiente—, podrá comprar productos a precio de coste sin pagar impuestos sobre ventas. Y hay muchas ventajas más. —Bajó la voz—. Mejor salud, mayor esperanza de vida, aumento de la libido…

Bill no quiso oír más y se alejó.

Aprovechó la ocasión para mirar disimuladamente hacia atrás. No había ni rastro del guía y se relajó. Echó entonces un vistazo a su alrededor para intentar averiguar dónde habrían trasladado los suministros para impresoras. Un cartel independiente, situado en el extremo del pasillo, ofrecía ¡EXCELENTES OFERTAS! ¡AUTOMÓVILES A PRECIOS DE OCASIÓN! Bajo una fotografía de un Saturn rojo tomando una curva de una carretera de montaña, el texto afirmaba que el Almacén vendería coches por encargo a través de un nuevo catálogo y que, gracias al acuerdo al que había llegado con los principales fabricantes de automóviles, podría vender los vehículos a precios bajísimos y entregarlos directamente en las casas de los compradores.

«Adiós al concesionario de Ford de Chas Finney», pensó Bill.

Miró la parte posterior del cartel y vio una oferta de la agencia de viajes del Almacén.

Adiós a la agencia de viajes de Elizabeth Richard.

Seguía sin haber el menor indicio de los suministros para impresoras, pero un niño con algo que parecía una alfombrilla para el ratón del ordenador accedió al pasillo central desde un lateral, y Bill lo siguió.

En el pasillo había, efectivamente, estantes y expositores con accesorios de ordenador y máquina de escribir. Llegó hasta el final de la sección y repasó los envoltorios de las cintas de impresora que colgaban de unos ganchos en un expositor medio escondido. Todas eran de la marca El Almacén, pero había un catálogo colgado de la parte central del expositor, y comprobó las referencias para encontrar una compatible con su modelo.

—¿Tienen vídeos de niños desnudos? —Bill alzó los ojos, estupefacto—. ¿Vídeos de niños jugando al aire libre y divirtiéndose al sol?

La voz le llegaba del pasillo de al lado, y se dirigió rápidamente al final para doblar la esquina y ver quién hablaba.

El reverendo Smithee, el pastor baptista, estaba junto a un dependiente.

—Reverendo —dijo el dependiente tras sacudir la cabeza y chasquear la lengua en señal de desaprobación—. Me sorprende.

Smithee se sonrojó pero no se amedrentó.

—Me han dicho que tienen.

—¿Es eso lo que le gusta?

—No. Sólo…

—Esos vídeos son ilegales, ¿sabe?

—No deberían serlo —aseguró el pastor con la cara más colorada todavía—. Todo el mundo está desnudo bajo la ropa. Es algo natural. No he entendido nunca por qué se pueden mostrar asesinatos pero no se puede mostrar un cuerpo sin ropa. Asesinar es mucho peor.

—También tenemos vídeos snuff —indicó el dependiente.

Smithee se humedeció los labios.

—¿Vídeos snuff? ¿Dónde? —preguntó.

—Por aquí, reverendo —dijo el dependiente con una sonrisa más amplia.

—¿No va a… denunciarme?

—Nuestro objetivo es satisfacer las necesidades de nuestros clientes y tenerlos contentos.

El dependiente empezó a andar, seguido del pastor, y sonrió con complicidad a Bill cuando ambos pasaron ante él. Bill no pudo evitar pensar que el Almacén había querido que oyera la conversación, que viera al reverendo Smithee desde esa perspectiva, y lo había dispuesto así.

Helado, encontró la cinta compatible con su impresora, tomó cinco y se apresuró a pasar por caja y salir de allí.