Capítulo 23

1

VOTE POR EL ALMACÉN

VOTE A LAMB KEYES-WALKER

Ben arrancó el cartel del poste telefónico, y lo rompió por la mitad antes de tirarlo al contenedor que había delante de la tienda de Street.

A esto se reducía todo en esta ocasión: los candidatos partidarios del Almacén y los candidatos contrarios al Almacén.

Y la mayoría de la gente parecía estar de parte del Almacén.

La política estadounidense había experimentado un cambio radical desde la primera vez que se había presentado a unas elecciones municipales a finales de los setenta. Entonces, había perdido por un amplio margen, y eso lo había mantenido alejado desde entonces, pero había perdido ante un hombre al que respetaba, un hombre que resultó ser un concejal decente y, después, un alcalde decente.

Por aquel entonces, la gente admiraba el activismo ciudadano, estaba a favor de que las personas se implicaran en causas en las que creían.

Pero ahora se veía con malos ojos, se consideraba un ejemplo de política de «intereses especiales» y el respeto se reservaba para aquellos que hablaban de finanzas, no de ideas.

Y por esa razón, era probable que ganaran los candidatos del Almacén.

No entendía por qué la perspectiva de que el Almacén controlara el gobierno municipal no asustaba más a la gente. Desde luego, su aportación de recursos económicos y sus promesas de reducción de impuestos y programas de financiación con fondos privados en lugar de públicos resultaban atractivos a primera vista, pero incluso un examen superficial revelaba sus defectos. Porque quien controlaba el dinero, controlaba el poder. Si los servicios se financiaban con fondos públicos, si se destinaban cuotas concretas a proyectos específicos que decidían los ciudadanos, de ese modo mandaban ellos. Como tenía que ser. Pero si el Almacén era quien pagaba las facturas, entonces el Almacén estaría al mando.

Y eso le resultaba realmente aterrador.

Recelaba asimismo de la idea de que el pleno municipal constara sólo de tres personas. Siempre había creído que cuanta más diversidad, mejor. Cuantas más voces se oyeran en un gobierno, en cualquier gobierno, mejor sería la representación. Pero la semana anterior se había celebrado una reunión en el instituto, y una abrumadora mayoría había votado reducir la cantidad de miembros del pleno de cinco a tres. A petición del Almacén, por primera vez en la historia de Juniper, se había modificado la Carta Municipal, y Ben no lo consideraba una buena señal.

Dio marcha atrás a su coche por la calle vacía y miró el escaparate pintado de la tienda de material y equipo electrónico:

¡CAMBIE SU VIDA: VOTE!

VOTE A ANDERSON, MCHENRY Y MALORY

Sonrió para sí. Se le había ocurrido el eslogan «Cambie su vida: Vote», y le parecía gracioso su doble significado, su crítica de la apatía de la ciudad, y aunque a Bill no le había parecido inteligente insultar a los votantes a los que estaban intentando convencer, Ben opinó que la mayoría no lo pillaría.

Todavía lo opinaba.

Siguió marcha atrás hasta la otra acera para observar el cartel y tratar de decidir su eficacia. Fue de un extremo de la manzana al otro, mirando por encima del hombro, fingiendo que conducía su coche, y regresó a la tienda. Le gustaba cómo había quedado. La pintura del escaparate era brillante, y el mensaje resaltaba mucho en medio de los tonos apagados del centro de Juniper.

Los carteles que habían colgado por toda la ciudad y en la carretera también se veían bien, pero Ben sabía por experiencia que eso no bastaría.

El Almacén tenía la radio.

Y el periódico.

Pensar en el periódico lo fastidiaba.

Entró en la tienda.

—¿Qué tal se ve? —quiso saber Street.

Ben levantó los dos pulgares en señal de aprobación.

—Excelente, aunque esté mal que lo diga yo.

—¿Crees que servirá de algo?

—No.

Ben se acercó a la caja registradora, recogió su taza de café y la apuró. Cuando él, Street y Ted Malory habían decidido presentarse juntos a las elecciones, el Almacén había respondido con una lista de candidatos alternativa. Se preguntaba ahora si había sido un error presentarse juntos. Quizá deberían haber hecho campaña por separado, como personas individuales, y no vincular sus destinos tan estrechamente entre sí.

—¿Crees que tenemos alguna posibilidad? —le preguntó Street.

Ben sacudió la cabeza.

—Puede que no acabemos tan mal —dijo—. A lo mejor logramos que entre uno de nosotros.

—Lo dudo.

—Y el Almacén controlará el ayuntamiento.

—De nuevo.

—Esta vez será incluso peor. No tendrá que sobornar a nadie. No necesitará que ningún intermediario le haga el trabajo sucio. Se encargarán ellos mismos, y habrán sido elegidos democráticamente.

—Ya lo sé —asintió Ben, que se volvió para mirar de nuevo el escaparate pintado—. Que Dios nos ayude.

2

No iba a ser una fiesta para celebrar la victoria. Lo sabían. Sería la fiesta de los derrotados, una reunión para lamentarse, un velatorio.

Aun así, el gimnasio estaba más concurrido de lo que Bill había previsto, y eso mantuvo viva en él una pequeña brizna de esperanza. A lo mejor había más gente de lo que creían consciente de lo que el Almacén estaba haciéndole a Juniper. A lo mejor los habitantes de la ciudad eran demasiado listos para que la publicidad ostentosa y las promesas exageradas del Almacén los engañara.

Pensó en la famosa foto de Harry Truman sujetando un periódico con un titular erróneo que indicaba que Dewey había ganado las elecciones.

A veces, los analistas se equivocaban. A veces, triunfaba el más débil.

A veces.

Ginny y él entraron en el gimnasio tomados de la mano, echando un vistazo a su alrededor. Era evidente que quien se había encargado de la decoración tenía sentido del humor. De las gradas y los marcadores colgaba papel crepé negro, y unas coronas de flores adornaban las mesas con los refrigerios y las bebidas, situadas en la pista central. Había bastante gente congregada: la mayoría de los comerciantes y los propietarios de negocios del centro de la ciudad que formaban la cámara de comercio, empleados municipales relegados, obreros de la construcción en paro… Se mostraban simpáticos, habladores, no especialmente tristes, pero el ambiente general era lúgubre.

Los otros candidatos aguardaban los resultados de las elecciones y celebraban su fiesta en el Almacén. No se había reparado en gastos, y el restaurante de sushi y la cafetería del interior del establecimiento ofrecían un bufé libre a todos sus partidarios. El Almacén había cerrado al mediodía para que los empleados pudieran decorar y despejar una zona del edificio destinada a celebrar la fiesta, y estaba previsto efectuar una transmisión en directo por la radio.

Irónicamente, y de modo bastante irritante, tanto Sam como Shannon trabajaban en la fiesta. No se habían ofrecido voluntarias, sino que se lo habían asignado, y Bill no podía evitar pensar que había sido adrede. El Almacén sabía que, a pesar de que él no se presentaba personalmente a las elecciones, era uno de los artífices de la oposición, y sin duda, Lamb y su gente querían restregárselo por las narices.

Seguía sin comprender por qué no había más gente en contra del Almacén. Era evidente para cualquiera que, desde que el Almacén había llegado a Juniper, el centro de la ciudad se había muerto, el paro se había disparado y los empleos que estaban ahora vacantes ofrecían sueldos mucho más bajos que los de antes. El Almacén estaba acabando con la ciudad, y aun así, había demasiada gente que no se daba cuenta o a quien no le importaba. Sin contar los hechos misteriosos que habían ocurrido desde su llegada, la gente debería rechazar al Almacén por motivos puramente personales o económicos.

Y, sin embargo, no lo hacía.

Bill no alcanzaba a entender por qué.

Street se acercó a ellos. Había bebido más de la cuenta, y le dio a Ginny un molesto abrazo antes de apoyarse tambaleándose en el hombro de Bill.

—¡Mayday! ¡Mayday! ¡Nos caemos! —comentó.

—No pareces demasiado abatido por ello —repuso Bill.

—Llega un momento en que sólo puedes reírte —dijo Street mientras se encogía de hombros.

Ben, Ted y su mujer, Charlinda, se abrieron paso entre la gente hacia ellos. Comenzaron a hablar y al cabo Ginny y Charlinda se dirigieron a las mesas donde estaban los refrigerios, dejando solos a los hombres.

—¿Por cuánto creéis que vamos a perder? —preguntó Bill.

—¡Nos van a dar una paliza! —exclamó Street.

Bill no le hizo caso y se volvió hacia Ted.

—¿Tú qué crees? Conoces a mucha gente en esta ciudad. No eres un paria como Ben ni un payaso como Street…

—¡Oye, no me ofendas! —se quejó Street.

—¿Cómo ves la situación? —prosiguió Bill con una sonrisa.

—No lo sé —admitió Ted—. No hacéis más que quejaros, pero toda la gente con la que he hablado nos apoyaba bastante. Hay muchas personas resentidas con el Almacén. Puede que les dé miedo admitirlo, pero a la mayoría no le gusta. Tal vez esté loco pero creo que tenemos posibilidades de ganar, y toco madera.

«Les da miedo admitirlo».

—¿Por qué tendría que darles miedo admitirlo? —preguntó Bill tras humedecerse los labios.

—Bueno, ya sabes —contestó Ted, incómodo.

Y ése era el problema. Lo sabía. Los tres lo sabían. Se miraron entre sí con esa idea en la mirada hasta que Street sugirió que fueran a la mesa de las bebidas para mojar el gaznate.

Las urnas cerraron a las ocho, y el recuento se inició casi de inmediato. Los integrantes de las mesas electorales estaban en el ayuntamiento para repasar los votos y, si bien en las grandes ciudades podía tardarse toda la noche en conocer los resultados, la cantidad reducida de votantes de Juniper prácticamente garantizaba que todo hubiera terminado antes de las diez.

La emisora de radio tenía una unidad móvil en el ayuntamiento, así como en la fiesta del Almacén, y Street había conectado un receptor con el sistema de megafonía del gimnasio para que todos pudieran oír la transmisión.

—¿Por qué no han enviado una unidad móvil aquí? —preguntó Ben con sequedad desde una punta de la mesa donde estaban las bebidas—. ¿No les interesa nuestra reacción?

Todo el mundo se rio.

A lo largo de la velada, Bill sólo había escuchado de vez en cuando la emisión, pero cuando fue evidente que el recuento casi había finalizado y faltaba poco para que anunciaran a los ganadores, Ginny y él se acercaron junto con los demás hasta el receptor de Street, que descansaba sobre una mesa sin adornos junio a la entrada del vestuario. El aparato no emitía sonido alguno, ya que éste procedía de los altavoces ocultos en las altas vigas del gimnasio, pero simbólicamente era el origen de la transmisión, y a medida que se acercaba el momento del anuncio, cada vez más gente fue reuniéndose alrededor de la caja negra de metal para quedarse mirando los números azules del dial.

Cuando Ben estaba describiendo por enésima vez en la noche lo distinto que habría sido el resultado de esas elecciones si todavía dirigiera el periódico, la gente reunida empezó a levantar la mano y a taparse los labios con un dedo para pedir silencio.

—¡Chsss!

—¡Chsss!

—¡Chsss!

Todos se inclinaron hacia el receptor, como si eso fuera a permitirles oír con más claridad los resultados. Street subió el volumen y Bill hizo una mueca cuando Ginny le sujetó la mano con una fuerza inusual.

—Ya es oficial —dijo el locutor, cuya voz retumbó por el enorme gimnasio—. Una vez recontados todos los votos, el señor Lamb, director de personal del Almacén, es el ganador de las elecciones y es, por lo tanto, el nuevo alcalde de Juniper. El señor Walker, el director de Atención al Cliente del Almacén, y el señor Keyes, representante del Almacén, también han sido elegidos para formar parte del pleno municipal.

—¿No tienen nombre de pila esos cabrones? —gruñó Ben.

—Ben Anderson, Ted Malory y Street McHenry han sufrido una derrota abrumadora —prosiguió el locutor—. Recuento final: Lamb, mil trescientos votos; Walker, mil ciento setenta y dos votos; Keyes, mil sesenta votos; Malory, novecientos noventa y nueve; McHenry, novecientos ochenta y siete votos; Anderson, ochocientos cincuenta votos.

—Un resultado bajo —asintió Ginny—. Interesante.

—¿Una derrota abrumadora? —soltó Ted—. A mí me parece que nos ha ido bastante bien.

—¡A ver si se nos oye! —gritó alguien—. ¡Hip, hip, hurra!

—¡Hip, hip, hurra! ¡Hip, hip, hurra! —corearon los demás.

La transmisión radiofónica se desplazó al instante a la fiesta de los ganadores en el Almacén. A pesar de lo precario que era el sonido del sistema de megafonía del gimnasio, la cantidad y el entusiasmo de las personas reunidas en el establecimiento eran impresionantes. Los vítores procedentes de la radio empequeñecieron su modesto cántico, haciendo que sus partidarios parecieran cansados y lastimeros.

Bill pensó que Sam estaba allí. Y Shannon.

A medida que empezaba a marcharse, la gente se acercaba para dar unas palmaditas de ánimo a los perdedores y prometerles sin mucho entusiasmo proseguir la lucha. Varios partidarios fueron hasta la mesa donde estaban las bebidas alcohólicas, pero la mayoría se dirigió a la salida para regresar a sus casas.

Bill y Ginny escucharon junto a Ted y Charlinda, Ben y Street cómo el señor Lamb daba su discurso de aceptación por la radio. Empezó agradeciendo con una hipocresía pasmosa el compromiso y esfuerzo de sus bienintencionados aunque desencaminados adversarios, y soltó después una alabanza igualmente falsa sobre los partidarios reunidos.

Cada una de sus palabras era acogida con una aclamación desmesurada.

—Creo que voy a vomitar —dijo Street.

—Sí, es vomitivo —coincidió Bill.

—No. Creo que voy a vomitar. —Street salió disparado hacia los lavabos.

El señor Lamb ya estaba hablando sobre algunos de los planes que quería llevar a cabo en la ciudad de Juniper una vez hubiera accedido al cargo.

—Últimamente ha habido quejas sobre la frescura de los productos alimenticios del Almacén —comentó el nuevo alcalde, que soltó una risita antes de continuar—: Me han llegado rumores. —Los asistentes se rieron.

—Lo primero que haremos será aprobar una resolución que obligue a todos los agricultores y ganaderos locales a ceder un veinte por ciento de su producción al Almacén. Esto garantizará la calidad y la frescura de los productos alimenticios del Almacén.

—Ojalá lo hubiera dicho antes de las votaciones —comentó Ted—. Podríamos haber ganado.

—A partir de ahora todos los empleados municipales tendrán que llevar uniforme para trabajar. El Almacén ha contratado al fabricante de sus uniformes para que les confeccione un atuendo especial.

Una gran aclamación.

—También habrá un aumento del impuesto sobre las ventas en Juniper.

Quejidos.

—Ya lo sé, ya lo sé —prosiguió el señor Lamb con alegría—. Prometimos una reducción fiscal, y me gustaría poder cumplir esa promesa, pero este impuesto sobre las ventas es necesario para terminar con una injusticia que comete actualmente el sistema. En estos momentos, el Almacén está financiando la mayoría del funcionamiento diario de Juniper, así como sus próximos proyectos. Y lo hace con mucho gusto. Como empresa, creemos que es nuestra obligación apoyar a las comunidades que nos reciben, y el hecho de reinvertir el dinero que ganamos en las ciudades donde lo obtenemos es beneficioso para las economías locales. Sin embargo, es injusto esperar que el Almacén asuma totalmente esta carga financiera mientras a los demás comercios y negocios les sale gratis. Estamos pagando su parte, lo que supone una penalización para nosotros. Por lo tanto, se aumentará el impuesto sobre las ventas de tal modo que todos los negocios locales empiecen a contribuir por igual a la grandeza de nuestra próspera ciudad. —Hubo algún que otro aplauso y algunos vítores poco entusiastas—. La buena noticia es que este aumento no se aplicará al Almacén. El Almacén ya está asumiendo la mayoría de la carga, de modo que hacernos contribuir a este incremento de los ingresos sería gravarnos dos veces. Lo que es una forma enrevesada de decir que puede que los demás comercios suban los precios, pero el Almacén seguirá ofreciendo productos de la mejor calidad a los precios más bajos posibles.

Vítores, aplausos y gritos eufóricos.

Ben bajó el volumen del receptor.

—Mierda propagandística —suspiró a la vez que sacudía la cabeza—. Por lo menos, Ted casi lo consiguió.

—Y tú tienes el honor de haber quedado el último —sonrió Bill.

—Si, bueno, ya lo he vivido antes —aseguró Ben con indiferencia—. No es ninguna novedad.

—¿Y ahora qué?

—¿Ahora qué? Nos quedaremos cruzados de brazos mientras más negocios locales se van al carajo y el Almacén se apodera totalmente de la ciudad.

Se quedaron callados.

—¿Me perdí algo importante? —preguntó Street, que se acercó a ellos a trompicones a su regreso del cuarto de baño.

—Sólo el golpe de gracia a la democracia y la legitimación del ilimitado poder empresarial en Juniper —dijo Ben.

—Sigues siendo un hippy —bromeó Bill con amargura.

El director del periódico lo miró a los ojos.

—Como dijo Grace Slick de Jefferson Airplane: «Es un nuevo amanecer».