1
Bill se dirigió al Roundup y aparcó el jeep en el estacionamiento de tierra del achaparrado edificio sin ventanas. Cuando entró en el bar, permaneció unos segundos en la puerta para esperar a que sus ojos se adaptaran a la luz tenue del interior.
Ben estaba en la barra, donde habían quedado, con un vaso lleno y una botella medio vacía de J & B delante de él.
Bill rodeó la concurrida mesa de billar y pasó ante la máquina de discos, donde un par de vaqueros discutían qué canción elegir. El bar era uno de los pocos negocios de la ciudad que no se estaba resintiendo. Ahora que lo pensaba, era probable que el Almacén solicitara permiso para la venta de consumiciones alcohólicas, abriera un bar junto al restaurante de sushi y hundiera el Roundup.
«Un vampiro empresarial».
Ben lo había llamado hacía quince minutos, ya medio bebido, y le había dicho que quería verlo en el bar. Bill quiso saber por qué, pero su amigo no había querido decírselo, añadiendo que era «importante», y aunque a Bill no le apetecía ir, ya que prefería seguir viendo la tele con Ginny, había captado la urgencia en la voz de Ben y se había obligado a levantarse del sofá, ponerse los zapatos y conducir hasta el Roundup.
«Importante».
Podía ser bueno o podía ser malo.
Bill imaginaba que sería malo.
Se acercó a la barra y se sentó en el taburete que estaba al lado de Ben.
—¿Qué pasa? —le preguntó a su amigo mientras pedía una cerveza al camarero—. ¿Cuál es esa noticia tan importante?
—Me han despedido —contestó Ben.
Bill parpadeó, atónito, dudando de haberlo oído bien.
—¿Qué?
—Me han despedido. Echado. Dejado en el paro. Newtin vendió el periódico. —Sonrió con ironía—. ¿Adivinas a quién?
—¿Al Almacén?
—¡Bingo! —exclamó Ben mientras se servía otro whisky.
—Pero ¿por qué? Sólo hay un periódico en la ciudad. Tenía el monopolio. Todo el mundo tenía que anunciarse en él…
—Eso no importa. —Ben hizo un gesto de desdén—. En Juniper no puede ganarse dinero de verdad. Es un negocio para cubrir gastos, como mucho. Hacía años que Newtin intentaba deshacerse de él —añadió mientras sacudía la cabeza—. Supongo que por fin encontró comprador.
—¿Cómo te enteraste?
—Por fax. ¿Crees que Newtin vendría hasta Juniper sólo para decirme que se había vendido el periódico y que estaba despedido? ¡Qué va! Además, ese desgraciado es demasiado cobarde para enfrentarse conmigo.
—¿Y te despidieron?
—Es lo primero que hicieron. Ascendieron a Laura a directora, y a mí me echaron a la calle. Se han quedado con Herb, Trudy, Al y todo el personal de producción. Traidores lameculos.
—¿Te despidieron? ¿No te bajaron de categoría?
—Exactamente.
—Mierda.
—Adiós a las elecciones —soltó Ben tras beberse el whisky.
—¿Tú crees?
—Como dijiste, ellos tenían la emisora de radio y nosotros, el periódico. Ahora tienen las dos cosas.
—¿Crees que lo compraron por eso?
—No —contestó Ben, sarcástico. Cada vez articulaba peor las palabras—. No tienen el menor interés en controlar las noticias y la información en esta ciudad. Quieren patrocinar y subvencionar el cuarto poder por la bondad de su corazón empresarial.
El camarero dejó un vaso de cerveza delante de Bill, que sacó su cartera y pagó con un billete. Luego dio un sorbo y se volvió hacia Ben.
—¿Y qué vas a hacer? —preguntó.
—Bueno. Tengo la caravana totalmente pagada. Puedo sobrevivir cierto tiempo.
—Pero ¿qué vas a hacer?
—Trabajaré como free lance. —Miró alrededor y bajó la voz—. Estoy pensando en hacer un reportaje sobre el Almacén. Seguramente, podría venderlo al Wall Street Journal, a Time o a Newsweek. Es oportuno. Es de interés nacional. El Almacén es una empresa prometedora. Newman King es un hombre muy misterioso, y ya sabes cómo toda esta mierda fascina al público. Creo que podría ser un artículo realmente bueno —aseguró en tono grave mientras se servía otro whisky—. Además, tengo muchas cuentas que saldar.
Se quedaron sentados un rato, bebiendo, sin hablar, escuchando las canciones nostálgicas que los vaqueros habían elegido en la máquina de discos. Bill se terminó la cerveza y pidió otra. Ben se terminó la botella y dejó el dinero para que le trajeran otra.
—Tómatelo con calma —sugirió Bill—. Ya estás como una cuba y media.
—Quiero estar como dos cubas. —Se sirvió otro whisky y se lo tomó de un trago—. Deberíamos haberles fastidiado los planes —soltó—. Deberíamos haber clavado puntas de hierro en algún árbol, saboteado algún aparato, echado azúcar en algún depósito de gasolina.
—Los primeros obreros de la construcción eran de Jumper —le recordó Bill.
—A la mierda. Las pérdidas económicas habrían sido para el Almacén, no para nuestros chicos. —Cerró los ojos y siguió hablando—. Nuestros chicos. Había árboles en ese solar que ya eran viejos cuando sus tatarabuelos no eran más que esperma con aspiraciones, ¿lo sabías? Es probable que ese maldito montículo tuviera millones de años. ¡Y lo demolieron hombres que habían nacido hace menos de veinticinco!
—Estás borracho —comentó Bill—. Y estás empezando a gritar.
—¡No me importa!
—Ven. Te llevaré a casa.
—No quiero ir a casa.
El camarero se acercó y le confiscó la botella y el vaso.
—Su amigo lo llevará a casa —dijo—. Ya ha bebido bastante.
Ben asintió dócilmente. Al levantarse del taburete casi se cayó, y entonces se concentró en andar hacia la puerta. Bill lo siguió, preparado para sostenerlo si era necesario. Tampoco estaba totalmente despejado, pero no estaba bebido, así que condujo a Ben hacia el jeep, lo sentó en el asiento del copiloto y lo llevó a casa, donde esperó a que hubiera entrado en la caravana antes de marcharse.
Cuando llegó a su casa, hacía un buen rato que la película había acabado, y Ginny había apagado las luces de la parte delantera de la casa y estaba en el dormitorio haciendo bicicleta estática. Le dijo que se preparara para acostarse, pero él no estaba cansado y le contestó que tenía que trabajar un poco.
Volvió a su despacho, se sentó delante del ordenador y entró en Freelink. Reflexionó un momento, abrió la ventana para dejar un mensaje en el tablón de anuncios y tecleó en el asunto: «El Almacén». En el espacio reservado para el texto, escribió: «¿Hay alguien más que haya tenido problemas con la cadena El Almacén?» No puso nombre pero dejó su dirección de correo electrónico. Se dirigió entonces a la cocina, donde se calentó un poco de café y se sentó de nuevo ante el ordenador.
Ya había recibido cinco mensajes.
Se le aceleró el corazón. Había ido a buscar café porque creía que le serviría para mantenerse despierto, pero ahora ya no necesitaba la cafeína, así que dejó la taza a un lado y accedió a su correo electrónico.
El primer mensaje era de alguien que se hacía llamar Big Bob y describía lo que le había costado que le abonaran un aspersor como algo a medio camino entre 1984 y Trampa 22. El segundo mensaje era de una mujer hispana que conservaba el anonimato y que afirmaba que el Almacén discriminaba a las minorías. Aseguraba que no sólo se habían negado a contratarla, sino que también le habían prohibido comprar en sus establecimientos. El motivo de que no pudiera darle su nombre ni el de su ciudad era, según explicaba, que había demandado al Almacén y tenía razones para creer que tenía las líneas telefónicas intervenidas y que el Almacén escuchaba sus conversaciones y leía lo que escribía en línea.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Bill mientras leía el mensaje de la mujer. En otras circunstancias, seguramente lo habría considerado una serie de acusaciones infundadas de una paranoica histérica. Pero creía hasta la última palabra que la mujer había escrito, y se empezó a preguntar si su teléfono estaría intervenido, si el personal de seguridad del Almacén estaría escuchando sus conversaciones o leyendo sus mensajes en línea. Echó un vistazo alrededor de la habitación. De repente, su despacho le pareció más oscuro y lleno de sombras, y deseó haber encendido las luces en lugar de la lamparita del escritorio.
Abrió el tercer mensaje. Éste era de un periodista, Keith Beck, que aseguraba que en su ciudad, el Almacén no sólo había diezmado económicamente la zona, eliminando los comercios locales, sino que había instigado enemistades entre los habitantes locales. Afirmaba que el Almacén ejercía una influencia negativa, y que estaba cambiando totalmente el carácter de la ciudad. Añadía que el Almacén había construido su edificio en una parcela ecológicamente sensible sin esperar a que se hubiera elaborado un informe sobre el impacto medioambiental mediante la colaboración de cargos electos a los que había comprado.
Era exactamente lo mismo que había pasado en Juniper. Bill no podía creer su buena suerte. Era lo que había estado buscando, y deseó que Ben estuviera ahí para verlo. Lo imprimió y envió un mensaje de respuesta a Beck donde describía las actividades del Almacén en Juniper. No incluyó las cosas extrañas (las muertes y las desapariciones), pero sí el incendio provocado de la tienda de Richardson, y explicó asimismo los problemas con los que se había encontrado al intentar arrancar a sus hijas de las garras del Almacén. También le contó a Beck lo sucedido a Ben.
Después de enviar el e-mail, imprimió el resto de los mensajes que había recibido, que ya ascendían a ocho. Todos ellos contaban historias terribles de relaciones con el Almacén que habían dado lugar a negocios rotos, despidos, demandas y toda clase de problemas personales.
Bill imprimió el último mensaje y comprobó una vez más la bandeja de entrada. Beck ya le había contestado.
Abrió el mensaje con impaciencia. El periodista se mostraba comprensivo con los problemas de Juniper, afirmaba comprender lo que estaba ocurriendo, pero no lo animaba demasiado a seguir intentando combatir contra el Almacén.
«Nosotros intentamos, como buenamente pudimos, luchar contra el Almacén —había escrito—, pero nos derrotó. El resultado de nuestra batalla era previsible. El Almacén es un enemigo poderoso».
Bill le envió otro mensaje.
«¿Alguna sugerencia?», tecleó.
La respuesta fue breve y concisa:
«Los gobiernos municipal, condal y estatal no disponen de los recursos económicos suficientes para combatir al Almacén. El gobierno federal debería implicarse, pero durante las dos últimas décadas se han desactivado las regulaciones interestatales sobre el comercio, y asignar recursos a perseguir a un empleador importante no es políticamente viable en estos tiempos liberales, contrarios a las intervenciones de los gobiernos. Está solo».
Está solo.
Las palabras le impactaron y resonaron en su cabeza. Al parecer, Beck había intentado seguir los canales adecuados en su lucha contra el Almacén, y había agotado esas posibilidades sin conseguir nada.
¿Qué quedaba? ¿Usar las mismas tácticas que el Almacén? ¿Incendio provocado? ¿Terrorismo?
Bill se quedó mirando un momento la pantalla. Era evidente que el periodista estaba quemado y desanimado, pero quizás habría otras personas por ahí, en otras comunidades con contextos distintos, que tendrían ideas y sugerencias.
Decidió volver a intentarlo, enfocando el asunto de otra forma, y dejó otro mensaje en el tablón de anuncios.
«Estoy buscando información relativa a actividades y a prácticas de la cadena El Almacén —tecleó—. Concretamente, estoy buscando formas de impedir que el Almacén se apodere totalmente de la ciudad de Juniper, Arizona. Si alguien tiene alguna idea, le agradeceré que me la comunique».
Envió el mensaje, la pantalla se quedó en blanco varios segundos y después apareció un letrero de una sola línea:
«Esta comunicación ha sido eliminada».
¿Cómo? Frunció el ceño. ¿Cómo era posible que se hubiera eliminado el mensaje? No tenía ningún sentido.
Volvió a teclear las palabras e intentar dejarlas en el tablón de anuncios, y de nuevo apareció el letrero:
«Esta comunicación ha sido eliminada».
Pensó en la mujer hispana que aseguraba que el Almacén espiaba las conversaciones que mantenía en Internet, y envió rápidamente una nota a Keith Beck para preguntarle si le había pasado algo parecido.
Un nuevo mensaje apareció en pantalla:
«Esta comunicación no puede transmitirse. Viola el Apartado 4 de su contrato con el servicio en línea de Freelink».
¿Contrato con el servicio en línea?
Rebuscó en el estante que tenía sobre la mesa hasta encontrar la caja que contenía los disquetes y el manual de instrucciones de Freelink. Sacó el manual, lo abrió y antes de encontrar siquiera el apartado 4, vio en el interior de la cubierta, en letras diminutas, unas palabras que no había observado nunca, pero que ahora le helaron el corazón.
Apagó de inmediato el PC.
Con la boca seca y el corazón latiéndole con fuerza, volvió a leer el aviso que incluía la cubierta del manual: «Freelink es una filial de la empresa El Almacén».
En su sueño, el Almacén estaba vivo y sentía, caminaba con unas enormes piernas de ladrillo, y lo hacía agachado, buscando entre otros edificios, buscando tras las colinas.
Buscándolo a él.
2
El martes, a las cinco de la tarde, había reunión del consejo escolar. Aunque Ginny solía asistir sólo durante las negociaciones salariales, le habían llegado rumores de que el distrito iba a pasar grandes dificultades económicas, de nuevo, el siguiente año escolar, y que se estaba planteando efectuar despidos.
Bill se había pasado todo el día enclaustrado en su despacho, trabajando, así que asomó la cabeza y le avisó de que él y las niñas cenarían solos porque se marchaba a la reunión. Él asintió distraído, y Ginny no supo si había escuchado lo que le dijo, pero supuso que lo deduciría cuando empezaran a sonarle las tripas. Así que tomó las llaves del coche y gritó un «¡Adiós!» que no obtuvo respuesta.
La sede del distrito estaba situada en una extensión de terreno llano, cubierto de hierbajos, entre el centro de enseñanza primaria y el de secundaria.
El reducido estacionamiento ya estaba lleno de automóviles y camionetas de otros profesores, así que aparcó en su lugar habitual en la escuela y se acercó a pie.
La sala de juntas estaba abarrotada. Todas las sillas plegables se hallaban ocupadas, y Eleanor Burrows y los demás empleados del comedor y de las oficinas estaban sentados en unas sillas de plástico demasiado pequeñas que habían llevado de algún aula y habían situado junto a la pared, en el pasillo lateral.
Todavía había algunas sillas para niños vacías, pero Ginny prefirió quedarse de pie, a la izquierda de la puerta, donde otros dos profesores de secundaria, ambos hombres, ya estaban apoyados en la pared revestida con paneles baratos.
El consejo escolar entró inmediatamente en materia. En cuanto abrió la sesión, Paul Fancher, el superintendente escolar, anunció que si no se adoptaban medidas drásticas, habría despidos masivos de profesores de los tres centros docentes.
—Sencillamente, no podemos seguir como hasta ahora —explicó.
—Adiós a nuestro aumento de sueldo —soltó alguien.
Se oyeron unas cuantas carcajadas nerviosas.
—Tenemos varias opciones —indicó Fancher—. Todo el mundo puede asumir una reducción de sueldo del diez por ciento… —Un coro de palabras airadas estalló entre los empleados reunidos—. Ya lo sé —aseguró el superintendente levantando la voz—. A mí tampoco me parece justo. Pero es una opción que nos estamos planteando. Otra opción sería reducir los servicios. Eliminar el autobús escolar, por ejemplo, y obligar a los padres a proporcionar transporte a sus hijos. O podríamos eliminar puestos cuidadosamente elegidos y aumentar el volumen de trabajo de los empleados de más antigüedad, sin horas extra ni otra retribución adicional, por supuesto. —Esperó un momento antes de proseguir—: O podríamos privatizar la educación y externalizar todos los puestos no docentes.
Ahora la gente gritaba a los miembros del consejo escolar, que guardaban silencio con una actitud petulante mientras observaban la conmoción que habían provocado sus planes y, al parecer, la disfrutaban.
Fancher levantó una mano para pedir silencio.
—Son decisiones difíciles que hemos de tomar para el siguiente año escolar —dijo por encima del ruido de los asistentes—. Por eso nos hemos reunido hoy.
Ginny sintió náuseas. Dirigió la mirada a Eleanor, que rondaba los sesenta años y había trabajado en el centro de enseñanza primaria de Juniper desde sus inicios. La mayoría de los miembros del consejo escolar, incluido Fancher, tenían poco más de treinta años y llevaban en Juniper menos de cinco. ¿Cómo se atrevían a eliminar los puestos de trabajo de personas que habían dado los mejores años de sus vidas a los colegiales de la ciudad?
Había otro hombre sentado a la izquierda del consejo escolar, en su misma mesa; un hombre bastante joven, vestido con traje, que miraba distraído al techo, evidentemente aburrido. Ginny no sabía quién era, pero se le había hecho un nudo en el estómago porque estaba bastante segura de saber los intereses de quién representaba.
Efectivamente, después de una acalorada discusión entre Fancher, otros dos miembros del consejo escolar y la mayoría de empleados más ruidosos, el superintendente llamó al orden. Dijo que el Almacén ya había presentado al distrito una propuesta de privatización que satisfacerla a ambas partes.
Fancher presentó al hombre sentado en el extremo de la mesa como el señor Keyes, y Ginny vio cómo el representante del Almacén se levantaba, se plantaba delante de la mesa y se dirigía a los empleados reunidos.
Así que ése era el famoso señor Keyes. Ése era el hombre contra el que Bill había clamado y vociferado.
En voz alta y clara, Keyes explicó la propuesta de privatización. Comentó que, por ahora, sólo se externalizarían los servicios de comedor y transporte. Y, como el Almacén no disponía de empleados cualificados, conservaría en sus puestos actuales a todos los que ya trabajaban en los centros escolares. La única diferencia que notarían sería un tecnicismo: El Almacén pasaría a pagarles el sueldo en lugar del distrito.
El tono enojado de los asistentes remitió.
Si la crisis financiera se prolongaba, el Almacén tenía planes de contingencia para financiar todas las operaciones del distrito.
Pero recalcó que sólo aportaría fondos y no intentaría influir en las asignaturas ni en el plan de estudios.
Keyes sonrió de modo tranquilizador, y Ginny quiso lanzarle un tomate en mitad de esa cara tan petulante y artera.
—¿Y los planes de pensiones? —Ginny no pudo ver a la mujer que hablaba, pero reconoció la voz de Meg—. Si el Almacén asume el control, ¿seguirá destinando dinero a nuestro fondo de pensiones? Y ¿será el mismo importe que aporta ahora el distrito?
—Me temo que ya no habrá fondo de pensiones —contestó Keyes sin perder la sonrisa—. Ese dinero cubrirá nuestros gastos de explotación. Les animamos a contratar planes de pensiones individuales.
Se inició otro debate. Ginny lo escuchó unos instantes y después se marchó sigilosamente. La reunión podría durar horas.
Y daba lo mismo.
El consejo escolar ya había tomado su decisión.
Cuando volvió a casa, las niñas no estaban, y Bill estaba preparando arroz precocinado.
—¡Es el colmo! —exclamó mientras dejaba furiosamente el bolso en la encimera.
Bill alzó los ojos.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¡El consejo escolar va a dejar que se haga con el control del distrito!
—¿A quién? —dijo, aunque sabía a quién se refería exactamente.
—¡Al Almacén! —Abrió la nevera, tomó una cola light, la abrió y dio un largo trago—. Se acercan las elecciones, y están apoyando una reducción de impuestos, lo que dejará sin fondos al distrito. Y para ahorrar dinero, están pensando en externalizar no sólo el transporte y el comedor, sino también los puestos administrativos y docentes. El Almacén, por supuesto, se ha ofrecido gentilmente a financiar esos servicios, sin ningún compromiso.
—¿Cómo ha reaccionado la gente? —preguntó Bill, tenso.
—Lo han presentado como la única opción posible. Ya está decidido.
—Maldita sea. El mantenimiento del parque, el mantenimiento de las calles, el cuerpo de bomberos, el departamento de policía, los centros docentes… El Almacén se ha adueñado de Juniper. —Sacudió la cabeza—. Se acabó. Voy a presentarme a las elecciones municipales.
A Ginny se le aceleró de repente el corazón.
—No —objetó—. No te presentes. Que lo haga Ben. O Street.
—¿Por qué?
—Tengo miedo.
Se quedó callado mirándola, y Ginny se dio cuenta de que él también lo tenía.
—No podemos dejar que nos intimiden —aseguró Bill en voz baja.
Ginny dejó la cola light en la encimera, se acercó a él, lo abrazó con fuerza y escondió la cara en su hombro.
—Estoy tan cansada de todo esto —comentó.
—¿Y quién no?
—Parece que no hay nada que podamos hacer.
—Puede que no lo haya —admitió Bill—. Pero eso no significa que dejemos de intentarlo.
—No podemos permitir que controlen la educación.
—No lo haremos.
Estar así, abrazándolo, la hacía sentir bien, la tranquilizaba, y alargó la mano para bajar el fuego de la cocina y que no se le quemara la cena.
Seguían abrazados cuando las niñas regresaron a casa.