Capítulo 21

1

Doreen Hastings cerró los ojos mientras sujetaba a Merilee contra su pecho. El bebé succionaba feliz, y Doreen pensó en lo distinto que era cuando lo hacía Clete. Claro que eso era algo sexual, y esto no. Pero el acto físico era básicamente el mismo. Ahora, sin embargo, le salía leche por el pezón para alimentar a su hija, y de algún modo ese vínculo hacía que el acto fuera más íntimo, más satisfactorio, más pleno. El sexo parecía infantil comparado con eso, como un juego de niños, y supo que su relación con Clete, a pesar de lo buena que era, jamás podría ser tan importante ni gratificante emocionalmente para ella como su relación con el bebé.

No estaría nunca tan unida a Clete como lo estaba a Merilee.

Abrió los ojos. Era tarde, pasada la medianoche, y la habitación del hospital estaba sumida en la penumbra. Hasta el pasillo estaba oscuro, ya que los fluorescentes habían reducido su potencia para no molestar a los pacientes que dormían. No se oía mucho ruido, pero tampoco había silencio, con el murmullo de fondo de la actividad ininterrumpida del hospital: máquinas, enfermeras, pacientes, médicos.

Volvió a cerrar los ojos y sonrió cuando los deditos de Merilee se apretujaron instintivamente contra la forma voluminosa de su pecho.

—Señora Hastings —dijo una voz grave de hombre—. Habitación 120.

Doreen abrió los ojos y miró hacia la puerta.

Le dio un vuelco el corazón.

Fuera, en el pasillo, había cinco hombres vestidos completamente de negro, hombres pálidos que la miraban con rostros inexpresivos.

Iban acompañados del señor Walker del Almacén.

Walker le sonrió y le dio al interruptor que había junto a la puerta al entrar en su habitación. Las luces del techo parpadearon, pero no iluminaron bien las figuras que seguían al director del departamento de Atención al Cliente hacia su cama. Sus prendas eran más que negras, su piel tan pálida como si se la hubieran espolvoreado con harina.

El señor Walker seguía sonriendo, pero había algo en esa sonrisa que la incitó a pulsar el timbre que tenía junto a la cama para llamar a la enfermera.

Sujetó con más fuerza a Merilee.

—¿Es la recién nacida? —preguntó el director de Atención al Cliente. Se detuvo junto a la cama mientras los hombres vestidos de negro la seguían rodeando.

Doreen siguió pulsando frenéticamente el timbre de llamada mientras sujetaba con fuerza a Merilee con la otra mano.

Los dedos fuertes y fríos del señor Walker apartaron los suyos del timbre.

—No va a venir nadie —aseguró—. El hospital sabe por qué estamos aquí.

—¿Por qué? —Doreen echó un vistazo a las caras que rodeaban su cama y sólo vio expresiones vacías y rostros de piel blanca como la nieve.

—Hace unos meses, su marido y usted compraron un microondas en el Almacén y se acogieron para ello a uno de nuestros generosos planes de pagos a plazos. Se llevaron el microondas, pero no han cumplido los pagos de los dos últimos meses.

—¡Clete se quedó sin trabajo! —exclamó Doreen con una voz aguda, chillona—. Íbamos a tener la niña…

—Nos llevamos la niña.

El corazón le latía con tanta fuerza que parecía que le iba a explotar. De repente, no podía respirar.

—La niña es nuestra —aseguró Walker.

—No —dijo Doreen tras lograr inspirar.

—Sí —afirmó Walker.

—¡No! —gritó—. ¡No!

—Era parte del acuerdo que firmaron —indicó Walker. Se sacó de detrás de la espalda una copia del plan de pagos a plazos y señaló un párrafo en letra pequeña en mitad de la página—. En el caso de que no se efectúe el desembolso a tiempo —leyó—, el Almacén aceptará el hijo primogénito del abajo firmante como pago del importe pendiente de…

—¡No! —Doreen trató de incorporarse, pero los hombres de negro le sujetaron los brazos y las piernas de modo que la dejaron inmovilizada.

Walker alargó la mano hacia Merilee y la tomó.

—¡Socorro! —chilló Doreen sin dejar de forcejear con las manos que la retenían—. ¡Me están robando a la niña! ¡Están secuestrando a mi hija! ¡Enfermera! ¡Enfermera!

—Es un acuerdo legalmente vinculante —aseguró Walker—. No hay nada que una enfermera pueda hacer. —Entregó el bebé a uno de los hombres de negro.

—¡Clete! —gritó Doreen mientras las lágrimas de rabia y frustración le nublaban los ojos y le resbalaban por las mejillas—. ¡No dejes que se lleven a nuestra hija!

Levantó la cabeza cuando el hombre de negro que cargaba a Merilee salía por la puerta. Entre lágrimas, le pareció ver que había médicos con bata blanca y enfermeras en el pasillo que lo observaban todo en silencio.

—¡Llévense el microondas! —soltó. Tenía demasiada saliva en la boca, de modo que escupía y no podía pronunciar bien las palabras—. ¡No lo queremos! ¡Llévenselo!

—Debieron cumplir los pagos —dijo Walker.

—¡Les enviaremos el dinero! ¡Con intereses! ¿Cuánto quieren?

—Ya tenemos lo que queremos. —Walker asintió, hizo un gesto con la mano y entró un médico del pasillo—. Está histérica —le indicó—. Désela.

—¡No! —bramó Doreen, pero notó el pinchazo de una aguja en el brazo y empezó a perder fuerzas de inmediato.

El médico retrocedió y desapareció.

Cuando se le empezaban a cerrar los ojos, sintió que la presión de las manos que la sujetaban se relajaba. Con las pocas fuerzas que le quedaban, volvió a abrir los ojos y vio borrosamente que el señor Walker salía de la habitación tras las figuras oscuras.

«¡Merilee!», quiso gritar, pero ni siquiera tuvo fuerzas para decir el nombre de su hija.

Y se desvaneció.

2

Shannon recorría arriba y abajo los pasillos del departamento de jardinería para ordenar los estantes antes de que el Almacén abriera. Como siempre, muchos estaban desordenados. El día anterior había trabajado hasta la hora de cierre y lo había dejado todo en su sitio antes de irse, pero el personal de limpieza o alguien debía de haber ido después y movido las cosas.

Eso la fastidiaba mucho.

Siguió caminando y se detuvo sorprendida. El personal de limpieza no había dejado nada bien el suelo. Se les había pasado una mancha marrón rojiza en las baldosas blancas junto a las macetas italianas. Parecía…

¿Sangre?

Frunció el ceño y se agachó. La noche anterior, esa mancha no estaba ahí. Estaba segura de ello porque se le había caído un caramelo mientras repasaba el pasillo antes de cerrar. Lo había recogido muy cerca del punto donde estaba ahora la mancha, y sólo había visto las baldosas blancas. Aunque era posible que no se hubiera fijado en la mancha, en la sangre, porque no la estaba buscando, pero era bastante evidente como para no haberla visto entonces.

«Está construido con sangre».

Se incorporó y se alejó deprisa hacia los fertilizantes, situados al fondo, para subir después por el pasillo de las semillas y regresar a la caja registradora. Incluso de día, incluso con las luces encendidas, incluso con otras personas en el Almacén, seguía teniendo miedo allí dentro.

Se preguntaba cómo sería el interior sin ventanas del Almacén tras el anochecer, cuando se apagaban las luces, cuando el edificio estaba vacío.

Se estremeció y volvió enseguida a la seguridad de la caja registradora.

No era la única que se cuestionaba qué ocurría en la tienda fuera del horario laborable. Holly le había contado el día anterior que Jane, del departamento de lencería, se había dejado sin querer el bolso en la taquilla por la noche y que, cuando llegó a la mañana siguiente, los dos tampones que llevaba dentro por si tenía alguna urgencia estaban fuera de su envoltorio y manchados de sangre.

Sangre.

Un día, también había oído hablar a dos mujeres en la sala de descanso, y una le explicaba a la otra que la noche anterior había sido la última empleada en irse del Almacén y que había oído, a través de las puertas cerradas del ascensor, gritos apagados que procedían de las plantas inferiores.

Y, por supuesto, se contaban historias sobre los directores nocturnos.

Los directores nocturnos.

Era un tema que los empleados no comentaban. Por lo menos, abiertamente. Pero desde el primer día de trabajo había oído cuchicheos, insinuaciones y rumores sobre ellos.

Directores nocturnos.

Hasta el nombre era aterrador, y aunque nadie podía afirmar haberlos visto, los directores nocturnos tenían cierta fama. Shannon ni siquiera estaba segura de que existieran de verdad.

Ni el señor Lamb, ni el señor Walker, ni ninguna otra de las fuentes oficiales había mencionado o admitido su existencia. Y, hasta donde ella sabía, sólo el personal de limpieza trabajaba fuera del horario de apertura al público. ¿Por qué iba a necesitar el Almacén que hubiera directores cuando estaba cerrado?

Pero los empleados cuchicheaban sobre ellos después del trabajo, los mencionaban a escondidas en el estacionamiento cuando se dirigían hacia sus automóviles. Se decía que los directores nocturnos vigilaban a todos los mozos de almacén, directores y vendedores, inspeccionaban las zonas de trabajo por la noche, repasaban los comprobantes de caja y elaboraban informes.

¿Y si no les gustaba lo que encontraban?

A Shannon se le puso la carne de gallina. Se rumoreaba que había desaparecido un chico del departamento de deportes. No sabía quién era ni cuándo había ocurrido, pero se decía que le habían pedido que se quedara después de cerrar el establecimiento para hablar con los directores nocturnos.

Y no se le había vuelto a ver.

Al día siguiente, habían contratado a otra persona para ocupar su puesto.

No sabía si la historia era cierta. Nadie lo sabía. Pero tanto si los directores nocturnos existían como si no, eran como Santa Claus o como el coco, algo con lo que había que contar. Ejercían poder, a pesar de que no existieran, y todo el mundo los temía.

Shannon abrió la caja registradora y empezó a contar los billetes. Cuando había acabado los de cinco, los de diez y los de veinte y llevaba por la mitad los de uno, el señor Lamb se le acercó resuelto, con las manos a la espalda y una sonrisa. La saludó con la cabeza.

—Abrimos en cinco minutos —dijo—. ¿Cómo va todo por el departamento de jardinería? ¿Está todo pulcro y en su sitio? ¿Todo el mundo atento y preparado para tener otro día próspero?

¿Todo pulcro y en su sitio?

Pensó en la mancha del suelo.

La sangre.

Asintió y sonrió al director de personal.

—Todo va bien —afirmó.