Capítulo 20

1

Una hora antes de la sesión plenaria, Bill y Ben pasaron por casa de Street.

Esta vez no jugaron al ajedrez, sino que sólo se tomaron una cerveza.

Según Street, Doane había desaparecido y hacía casi una semana que nadie lo veía. Y Kirby Allen, de Paperback Trader, iba a cerrar su tienda a final de mes. Al parecer, ya nadie quería comprar o intercambiar libros de segunda mano si podía obtener libros nuevos tan baratos en el Almacén.

—Todo el centro de la ciudad está desapareciendo, joder —se quejó.

—¿Y Doane? —preguntó Bill—. ¿Qué opináis de eso? No es propio de él desaparecer así, sin más.

—¿Como Jed McGill? —insinuó Ben en voz baja.

Los tres se quedaron callados, y lo único que se oía era el canto de los grillos procedente del exterior.

Street empezó a decir algo, carraspeó y sorbió ruidosamente la cerveza mientras mascullaba algo incoherente entre dientes.

—¿Crees que Doane puede estar muerto? —preguntó Bill.

—¿Y tú? —repuso Ben.

—No lo sé.

—¿De qué estamos hablando? —Street sacudió la cabeza y dejó la lata de cerveza con fuerza en la mesa de centro—. ¿De verdad creéis que en los Estados Unidos de América, en la década de los noventa, un grupo de empleados de un almacén de descuento mataría al propietario de una tienda de comestibles y al de una tienda de discos para ganar algo más de dinero?

—No suena tan inverosímil como te parece a ti —aseguró Ben.

—No —admitió Street—. Tienes razón.

Bill se volvió hacia él.

—¿Te han abordado de alguna forma? ¿Te ha presionado alguien del Almacén para que lo dejes o ha intentado sacarte del negocio?

—No.

—¿Ni siquiera con indirectas?

—Puede que sea demasiado tonto para captarlas.

—Se te podría incendiar la tienda —comentó Ben—. Como le pasó a Richardson.

—Gracias por tus palabras de aliento.

Volvieron a quedarse callados.

—¿Os dais cuenta de lo que está pasando? —preguntó Ben por fin.

—¿Qué?

—A efectos prácticos, ya sólo se puede comprar en un sitio. Y no sé si os habéis fijado, pero desde su inauguración, el Almacén ha reducido considerablemente la oferta de productos que vende.

—Me he fijado —admitió Bill.

—Yo lo llamo fascismo empresarial —manifestó Ben, que concentró la mirada en su lata de cerveza—. Juniper se está convirtiendo en la ciudad de una empresa; depende casi por completo del Almacén, no sólo para proveerse de alimentos y productos, sino también para trabajar. Podríamos comprar en otro sitio, podríamos ir al valle, a Flagstaff o a Prescott, pero somos holgazanes y no lo hacemos. Así que nos vemos obligados a comprar lo que el Almacén nos ofrezca. El Almacén decide cómo comemos, cómo nos vestimos, qué leemos, qué escuchamos, casi todos los aspectos de nuestra vida.

—No es tan malo como lo pintas —dijo Bill negando con la cabeza.

—¿Ah, no?

—¿Fascismo empresarial? —resopló Street—. El Almacén es más bien un vampiro empresarial. Está chupándole la sangre a esta ciudad y se está fortaleciendo gracias a ella.

—Y ¿qué vamos a hacer? —suspiró Bill.

Ben consultó su reloj y se terminó la cerveza.

—Vamos a ir al pleno. —Se volvió hacia Street—. ¿Vienes?

—Sí —asintió Street—. Contad conmigo.

—No —intervino Bill—. Lo que preguntaba era qué vamos a hacer con respecto al Almacén.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Ben.

—¿Rezar? —Street sonreía irónicamente.

—No tiene gracia —se quejó Bill—. No tiene ninguna gracia.

La sesión plenaria volvió a contar con una asistencia bastante exigua y transcurrió de forma rutinaria y tranquila. Hacia el final, Hunter Palmyra, con una voz baja y apagada, totalmente distinta a su voz habitual, presentó una moción para añadir un punto al acta del día.

—Me gustaría presentar una moción para añadir el siguiente punto en los «asuntos nuevos» del acta del día —dijo. Carraspeó y leyó un papel que tenía en la mano—: «Por la presente, el pleno revoca la Resolución 84-C, que concede una licencia de duración indefinida a los productores de alimentos para la venta de sus productos en el denominado mercado agrícola. Se ha averiguado que el mencionado mercado agrícola viola las regulaciones sanitarias del municipio y del condado con respecto a la venta de comestibles y no constituye legalmente un negocio de acuerdo con las definiciones de Juniper debido a la ausencia de un propietario único».

Palmyra alzó los ojos hacia el alcalde y asintió.

Bill observó que el concejal era incapaz de mirar a los asistentes. Estaba demasiado avergonzado para enfrentarse al público.

—No pueden deshacerse del mercado agrícola —susurró Street, estupefacto.

—Pueden y lo harán —respondió Ben.

—Nosotros compramos ahí —explicó Bill—. Es donde Ginny compra la mayor parte de las verduras. No pueden pretender que lo compremos todo en el Almacén. Sus productos alimenticios son todavía peores que los que vendía Buy-and-Save.

El pleno votó para añadir el punto en el acta del día.

—Están utilizando las leyes para acabar con la competencia —dijo Street—. Están intentando ilegalizar los pequeños comercios de la ciudad. —Miró a Ben y Bill—. Voy a subir al estrado y decirles lo que pienso a esos cabrones.

—Muy bien —comentó el alcalde—. Creo que no es necesario que debatamos este asunto. Admitámoslo a votación. Se ha presentado una moción para revocar la licencia al denominado mercado agrícola. ¿Alguien la secunda?

—Secundada.

Street se levantó.

—¡Un momento! —exclamó.

—Siéntese —le ordenó el alcalde con frialdad—. Si no lo hace, haré que lo expulsen de la sala.

—Debería haber un turno abierto de palabras.

—Se decidió que no habría turno abierto de palabras —indicó el alcalde—. Si hubiera estado prestando atención, lo sabría. —Echó un vistazo a derecha e izquierda a los demás miembros del pleno—. Admitámoslo a votación. ¿A favor?

Todas las manos se levantaron.

—¿En contra?

Ninguna.

—Queda aprobado que los productores locales no pueden vender sus frutas y sus verduras directamente al público en un mercado agrícola.

—Me gustaría proponer una adenda —anunció Dick Wise.

—¿Sí? —asintió el alcalde.

—Como esto podría poner en apuros económicos a algunos de nuestros agricultores y ganaderos, propongo que les permitamos vender sus productos a un negocio legítimamente autorizado —sonrió de oreja a oreja—. De este modo, la gente podría seguir adquiriendo sus deliciosas frutas y verduras, y ellos podrían seguir ganándose el sustento.

—Secundado —dijo Palmyra.

Votaron otra vez, de nuevo sin permitir que los asistentes hablaran.

La adenda quedó aprobada.

—Muy bien —intervino el alcalde—. Queda proclamado que los productores locales no pueden vender sus frutas y sus verduras directamente al público, pero que pueden vender sus productos al Almacén. —Miró directamente a Street con una sonrisa burlona—. Supongo que esto nos satisface a todos.

—Supone mal, cabrón.

El alcalde no perdió la sonrisa mientras le hacía un gesto al policía que estaba junto a la puerta.

Street se puso en pie voluntariamente.

—Ya me voy —dijo—. No quiero pasar ni un segundo más en esta guarida de hipócritas.

El alcalde se volvió hacia Bill.

—¿Es amigo suyo? —preguntó.

—Pues sí —contestó Bill con orgullo—. Lo es.

La reunión terminó unos minutos después, y cuando salieron, encontraron a Street caminando arriba y abajo por el estacionamiento, echando pestes.

—Hijos de puta —soltó.

—Bienvenido al maravilloso mundo del gobierno municipal —comentó Ben con una sonrisa.

—No puede ser verdad —exclamó Street—. No pueden deshacerse del mercado agrícola así, sin más, ¿no? ¿Con una simple votación?

—Ya lo creo que es verdad —resopló Ben—. Y sí que pueden. Acaban de hacerlo.

—La gente no lo consentirá.

Ben le puso una mano en el hombro de forma condescendiente.

—Sí que lo consentirá. ¿Quieres saber qué ocurrirá? Lo escribiré en el periódico y todo el mundo lo leerá y sacudirá la cabeza, dirá que es una vergüenza y seguirá desayunando sus cereales.

Street no dijo nada.

—Tiene razón —corroboró Bill—. Ya lo he visto antes.

—Propongo que esperemos a esos cabrones. Que esperemos a que salgan de esa sala y les demos una paliza aquí mismo, en el estacionamiento. Démosles una lección.

—Yo no se lo aconsejaría.

Se volvieron y vieron que detrás de ellos había un policía uniformado.

—Les sugiero que se marchen de aquí y se vayan a casa —agregó el policía a la vez que señalaba el automóvil de Street—. Se acabó el espectáculo.

—¿Y si no queremos irnos? —preguntó Street con agresividad.

—Los detendré por merodear y los llevaré a comisaría para que pasen la noche en la cárcel. ¿Cómo lo ven?

—Mal —aseguró Ben, que sujetó a Street por el brazo—. Venga, vámonos.

—Muy bien —replicó Street, y se soltó del director del periódico para sacar las llaves y dirigirse al coche—. Muy bien.

El policía les sonrió mientras observaba cómo se iban.

—Que pasen una buena noche —dijo.

Ninguno de los tres respondió, y siguieron oyendo la risa burlona del policía mientras se subían al automóvil y se marchaban.

2

Bill se pasó la mañana trabajando en la documentación, pero seguía intranquilo, incluso después de hacer una pausa para almorzar, y decidió ir a pie a la ciudad. Pidió a Ginny que lo acompañara, pero estaba ocupada plantando flores en el jardín, así que fue solo.

Main Street estaba muerto, sin coches ni peatones, y mientras recorría la acera sucia hacia la tienda de material y equipo electrónico no pudo evitar pensar que si el pleno municipal hubiera estado formado principalmente por comerciantes en lugar de por constructores y propietarios de inmobiliarias, la situación sería totalmente distinta.

Recordó que en las últimas elecciones, un par de comerciantes se habían presentado como candidatos a la alcaldía, pero estaba bastante seguro de que no los había votado.

¿Por qué no se había interesado antes por la política?

Llegó a la tienda de material y equipo electrónico y entró. Street estaba jugando al Tetris en una Gameboy, apoyado en el mostrador de cara a la puerta. No había clientes, y Street alzó los ojos esperanzado cuando Bill entró.

—Oh, eres tú —dijo decepcionado.

—Te engañé. Creías que era un cliente de verdad, ¿no?

—No me lo restriegues por las narices. —Street acabó la partida y dejó el aparato a un lado—. ¿Vas de camino al mercado agrícola?

—Muy gracioso.

—¿Viniste de compras al bonito centro de Juniper, entonces?

Bill rodeó el mostrador, sacó una silla plegable y se sentó.

—¿Qué pasó con aquello de la iniciativa legislativa popular? —preguntó—. ¿No ibais a reuniros para empezar a recoger firmas?

—Eso dijeron.

—¿Qué pasó?

—No lo sé. No prosperó. Pete iba a encargarse, pero decidió vender la tienda y todo se vino abajo.

—Quizá deberíamos relanzar la idea.

—Yo estaba pensando lo mismo —admitió Street.

Sacó un bolígrafo y una libreta de la trastienda, y Bill empezó a escribir el texto de la iniciativa contra la gestión del alcalde y los otros cuatro miembros del pleno. Cuando estaban redactando el segundo borrador, sonó el teléfono.

—¿Diga? —contestó Street, y tras un instante se volvió hacia Bill—. Es Ben —anunció. Bill paró de escribir—. Sí, está aquí. Muy bien. Nos vemos en un minuto. —Colgó el teléfono y miró a Bill con las cejas arqueadas—. Viene para acá. Dice que tiene una noticia importante. No quiso adelantármela por teléfono.

Bill se puso en pie, se acercó a la puerta y vio que Ben cruzaba la calle a toda prisa.

—Debe de ser importante.

—Os traigo una noticia increíble —aseguró Ben al entrar.

—¿De qué se trata?

—El alcalde ha dimitido.

Bill se quedó de piedra. Dirigió una mirada a Street, que sacudía la cabeza incrédulo.

—¿Hablas en serio?

—Los demás miembros del pleno también —asintió Ben—. Todos.

—¿Todos?

—¿Qué pasó? —quiso saber Street.

—Nadie lo sabe. O mejor dicho, nadie lo cuenta. Pero es efectivo de inmediato. En este momento carecemos de gobierno municipal. —Soltó una risita—. Aunque no es que me queje.

—Entonces, ¿habrá elecciones anticipadas?

—Por supuesto. Pero tienen que presentarse candidatos y hay que idear la logística. Llevará un mes más o menos.

—Qué extraña coincidencia —comentó Street—. Estábamos preparando una iniciativa legislativa popular para intentar echarlos del ayuntamiento.

—Bueno, ya no será necesario. Ya no están, se fueron, son historia.

—No entiendo por qué habrán dimitido —dijo Bill—. Especialmente todos a la vez.

—El mundo es muy extraño.

—¿Crees que los presionaron?

—¿Quién, el Almacén?

—¿Quién, si no?

—Diría que es muy posible —respondió Ben tras reflexionar un momento.

—Pero ¿por qué? El pleno aprobaba todo lo que el Almacén quería.

—Quizá no fueron lo bastante lejos —sugirió Street—. Quizás el Almacén quería que hicieran aún más.

Era una idea aterradora, y los tres guardaron silencio mientras pensaban en ello.

—¿Crees que ahora presentarán a su propia gente? —preguntó Street.

—Es probable —contestó Ben—. Pero ahora también tenemos una oportunidad de la que antes carecíamos. Podemos presentar a personas de las nuestras. Y el periódico apoyará a los candidatos que antepongan los intereses de la ciudad a los del Almacén. Creo que tenemos una oportunidad de recuperar la ciudad.

—Podemos tener el periódico —comentó Bill—. Pero ellos tienen la emisora de radio.

—Cierto. Pero sigo pensando que tenemos una oportunidad.

—Ellos tienen más dinero.

—El dinero no lo es todo.

—¿Ah, no?

—¿Recuerdas aquellos anuncios de televisión de los setenta, con bellos paisajes y escenas de animales que patrocinaban las compañías petrolíferas? Pretendían que creyéramos que las compañías petrolíferas no dañaban el medio ambiente, sino que contribuían a conservarlo. La naturaleza se enfrentaba a toda clase de problemas, y las compañías petrolíferas lo solucionaban y lo limpiaban todo. Se gastaron millones de dólares en esa campaña publicitaria porque no sólo querían que compráramos sus productos, sino que apreciáramos a las compañías. —Se detuvo un instante—. Pero ¿se tragó alguien esas estupideces? Después de todo el dinero invertido, toda la propaganda y de todo el tiempo de emisión, ¿hay alguien en este país que crea que perforar para obtener petróleo es beneficioso para el medio ambiente?

—¿Y tú crees que puede ocurrir lo mismo en este caso?

—¿Por qué no?

—Supongo que no eres tan cínico como finges ser.

—Es todo fachada —sonrió Ben—. Debajo de este exterior tan brusco, soy Pollyanna.

Bill miró por la puerta abierta.

—Pero el Almacén todavía tiene muchos partidarios —dijo—. Trajo muchos puestos de trabajo a Juniper.

—Y eliminó otros tantos.

Una camioneta pasó a toda velocidad; una abollada Ford roja llena de adolescentes que quemaba neumáticos al dirigirse zumbando a la calle Granite.

—¡A la mierda el Almacén! —gritó un chico desde la camioneta mientras hacía un corte de mangas.

Bill sonrió y se volvió hacia Ben.

—Tal vez tengas razón —dijo.

Debería haber terminado la documentación hacía una semana, pero lo había estado demorando a propósito. Por lo general, le gustaba terminar los trabajos que le asignaban lo más rápido posible, pero esa vez tenía intención de esperar hasta la fecha límite.

No quería ayudar al Almacén más de lo que se viera obligado.

Cerró los ojos y se recostó en la silla. Tenía un dolor de cabeza terrible. No sabía si se estaba poniendo enfermo o si era simplemente estrés, pero durante la última hora se había estado concentrando más en el martilleo de su cabeza que en el trabajo que tenía delante.

Estaba oscureciendo. Hacía rato que los pinos ponderosa que veía por la ventana se habían convertido en una irregular masa negra, y a medida que la luz a su alrededor se iba apagando, el texto de la pantalla cobraba más brillo. Podía oír a Ginny en la cocina sacando los platos del armario, y las noticias de la noche a todo volumen en el televisor del salón.

Grabó el trabajo de esa tarde en un disquete y, cuando se disponía a apagar el PC, sonó el teléfono. El sonido penetrante del timbre intensificó el dolor que sentía en la frente, y cerró los ojos mientras esperaba a que Ginny contestara, deseando que no fuera para él.

—¡Bill! —lo llamó su mujer un momento después.

Mierda. Descolgó el teléfono del despacho:

—¿Diga?

—Soy yo —dijo Ben.

—¿Qué ocurre?

—El alcalde y los demás miembros del pleno. Están muertos —anunció Ben—. Todos ellos. —Se detuvo un momento, y Bill oyó cómo soltaba el aire—. No había visto nunca nada igual.

—Espera. ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado? ¿Los asesinaron?

—Se suicidaron. Te hablo desde el móvil, y los estoy mirando. Tienes que venir. Tienes que ver esto.

—¿Dónde estás? —preguntó Bill, aunque temía saber la respuesta.

—En el estacionamiento del Almacén —contestó Ben—. Será mejor que te des prisa. Acaba de llegar la ambulancia.

No quería ir. O una parte de él no quería. Pero otra parte de él quería ver qué había ocurrido, así que tomó la cartera y las llaves del jeep y le dijo a Ginny que volvería en media hora más o menos.

—¿Adónde vas? —preguntó ella—. Es casi la hora de cenar.

Bill no respondió. Salió rápidamente de la casa, se metió en el jeep y se marchó.

Cinco minutos después, cruzaba a toda velocidad el estacionamiento del Almacén hacia las centelleantes luces de los coches patrulla. Un policía que acordonaba la zona con una cinta amarilla le impidió seguir avanzando.

Aparcó el jeep, bajó y el mismo policía trató de detenerlo, pero Ben acudió a rescatarlo.

—¡Es mi reportero! —gritó el director del periódico—. ¡Viene conmigo!

El policía asintió, le hizo un gesto para que pasara y Bill siguió a su amigo por el asfalto, entre la ambulancia y los coches patrulla.

Hasta donde estaban el alcalde y los demás miembros del pleno.

No sabía muy bien qué había esperado encontrar, pero desde luego no era aquello. No había sangre, ni pistolas, ni armas de ningún tipo; sólo los cuerpos desnudos del alcalde y los demás miembros del pleno, tumbados boca arriba en círculo, tomados de la mano. Todos miraban hacia el cielo con los ojos abiertos, y en ellos se reflejaba la luz de las farolas del estacionamiento.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, pensó en el ciervo, en los animales, en el forastero.

—¿Suicidio? —le preguntó a Ben.

—¿Qué podría ser, si no? —repuso el director del periódico encogiéndose de hombros—. Imagino que pastillas. O veneno. Pero no lo sabrán con certeza hasta hacerles la autopsia.

Bill sacudió la cabeza.

—No creo que fueran pastillas —aseguró—. Y tampoco veneno.

—¿Qué, entonces?

—No lo sé —contestó, y se estremeció.

Ben guardó silencio unos instantes.

—Pero fue un suicidio. Algo así tuvo que ser deliberado. ¿Verdad?

Bill lo miró.

—No lo sé —repitió.

Esa noche, el programa 20/20 ofreció un reportaje sobre Newman King y su creciente imperio del Almacén. Hubo algunas referencias al rosario de tiroteos que habían asolado los establecimientos del Almacén el año anterior, pero el reportaje era básicamente insustancial, y no mostraba a King como un loco, sino como un hombre práctico que, gracias a su esfuerzo, había llegado a ser millonario.

O multimillonario.

No podían confirmarse las cifras exactas.

King no había querido concederles una entrevista, pero había permitido que las cámaras de 20/20 lo siguieran durante un «típico día de trabajo», y el reportero había asistido con él a varias reuniones en la Torre Negra y lo había acompañado a inspeccionar por sorpresa un almacén en Bottlebrush, Tejas, a visitar a una fábrica que producía productos genéricos para el Almacén y a celebrar una sesión de negocios con un fabricante textil.

Por último, al final del día, King regresaba a su casa, pero la cámara no podía seguirlo hasta allí, y la última toma del reportaje mostraba a King subiéndose a una limusina delante de la Torre Negra.

Saludaba con la mano mientras sonreía con sencillez a la cámara.

—Que Dios bendiga a América —decía.