Capítulo 19

1

Había una reunión de personal media hora antes de la apertura del Almacén, y Shannon iba tarde. Fue la última en llegar, y vio la mirada de desaprobación que el señor Lamb le dirigía mientras, resoplando y jadeando, Shannon ocupó su lugar en la fila.

Pero se sentía bien. Durante los últimos cinco días había perdido algo más de un kilo sin despertar las sospechas de su madre. Siguiendo el consejo del señor Lamb, había empezado a vomitar después de comer en lugar de saltarse las comidas, y le estaba funcionando de maravilla.

Si las cosas seguían a ese ritmo, habría logrado el peso deseado a final de mes.

Todos los empleados que tenían turno esa mañana estaban erguidos, con las manos juntas a la espalda y los pies separados a la altura de los hombros para adoptar la postura oficial del Almacén, mientras el señor Lamb les informaba de que ese día se inauguraba un nuevo almacén en Hawk's Ridge, Wyoming. Esto situaba en trescientos cinco la cantidad de establecimientos del Almacén en Estados Unidos. Y, según dijo, trescientos cinco era una cantidad fuerte y espiritualmente importante.

Les explicó que allí, en el Almacén de Juniper, habría un día de rebajas en alimentos horneados en el departamento de alimentación, así como una promoción de líquido refrigerante y anticongelante que duraría toda una semana en el de recambios para el automóvil.

Terminó de hablar y entonces llegó la parte que Shannon detestaba.

El canto.

El señor Lamb se puso delante de ellos, los miró uno a uno y señaló a May Brown, que estaba en el centro de la fila. Todos los que estaban a la izquierda de May se dirigieron al otro lado de la sala de hormigón, de modo que el señor Lamb quedó entre los dos grupos de empleados.

—Muy bien —dijo—. Repitan conmigo: ¡Soy leal al Almacén!

—¡Soy leal al Almacén!

—Antes que mi familia, antes que mis amigos, está el Almacén.

—¡Antes que mi familia, antes que mis amigos, está el Almacén!

Shannon veía a su hermana delante de ella, al otro lado de la habitación, tres personas más abajo. Sam cantaba con toda el alma, transportada como si fuera una fanática religiosa, y ver a su hermana tan metida en el papel la inquietó un poco.

A Shannon no le gustaban aquellos cánticos, sentía el mismo desprecio que sus padres por cualquier tipo de pensamiento gregario, y el hecho de que Sam reaccionara de forma tan evidente a aquella emoción impuesta, a aquel compañerismo forzado, la incomodaba.

Terminaron con el tradicional «¡Viva el Almacén!» y subieron a la Planta en grupos de cinco personas para prepararse para abrir.

Ocurrió justo antes de mediodía.

La pillaron.

En cierto sentido, fue un alivio. Se pasaba todas las horas que trabajaba en la Planta preocupada por si su madre o su padre entraban y la veían. No había sido tan malo mientras estaba en alguna de las áreas cerradas al público, pero desde el primer día había vivido con el temor que le provocaba la certeza de que sus padres se enterarían de que había conseguido un empleo en el Almacén y no en la hamburguesería George's.

Por suerte, Sam estaba con ella cuando sucedió. Su hermana había ido a pedirle veinticinco centavos para la máquina de refrescos de la sala de descanso, y Shannon empezaba a rebuscar en la calderilla de su monedero cuando alzó los ojos y vio que sus padres avanzaban resueltos por el pasillo hacia ella.

De inmediato, se quedó sin saliva en la boca.

Sus padres se detuvieron ante la caja registradora. Los labios de Bill estaban tan contraídos que formaban una fina línea en su rostro.

—Nos mentiste, Shannon —la reprendió.

No sabía qué decir, no sabía qué hacer. Sus padres no le habían pegado nunca, apenas la habían castigado, pero entonces les tuvo miedo. ¿Por qué había hecho semejante estupidez? ¿En qué estaba pensando? Bajó los ojos hacia sus manos, que no le temblaban porque las tenía extendidas sobre el mostrador.

—¿No habíamos hablado sobre esto? —insistió su padre. Ella alzó la mirada y asintió mansamente, como una tonta—. Quiero que dejes el trabajo —añadió Bill mirándola fijamente a los ojos. Ginny asintió—. Los dos lo queremos.

—No tiene que hacerlo —intervino Sam.

—Yo digo que sí —sentenció su padre.

—¿Por qué no le preguntas qué quiere hacer?

Shannon volvió a mirarse las manos. No quería dejar de trabajar, pero tampoco quería contravenir a sus padres, y no podía lograr las dos cosas a la vez. Era imposible. Suponía que crecer era eso: desprenderse de los padres.

«Antes que mi familia, antes que mis amigos, está el Almacén».

—Me gusta trabajar aquí —se aventuró a decir.

—A mí no. —Esta vez fue su madre quien habló—. No es un lugar de trabajo sano.

—Es diabólico —agregó su padre.

Shannon echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie los estuviera oyendo.

—Por Dios, papá —susurró—. Baja la voz. Pareces un loco.

—¿Diabólico? —rio Sam—. Es un almacén de descuento, no una iglesia satánica.

—Tú tampoco deberías trabajar aquí.

—Por favor.

Shannon miró intranquila a su padre y a su hermana, sin saber qué pensar de sus palabras. La combatividad de Sam era de lo más sorprendente. Parecía tomárselo personalmente, y aunque Shannon estaba agradecida de que la apoyara, quería pedirle a su hermana que se tranquilizara, que no se lo tomara tan en serio. Sólo era un trabajo a tiempo parcial. Ya buscaría otro si era necesario.

Shannon pensó que aquella conducta no era propia de Sam. Aunque, bien mirado, Sam había estado algo extraña desde que había empezado a trabajar en el Almacén. Siempre había sido una santita: nunca se metía en problemas, nunca hacía nada malo, y ahora parecía totalmente decidida a romper con esa imagen.

El problema era que no parecía contenta con ello. No parecía que fuera algo que quisiera hacer. Parecía algo que se viera obligada a hacer.

Vaya, empezaba a pensar como sus padres.

«Antes que mi familia, antes que mis amigos, está el Almacén».

—Mirad —dijo Shannon finalmente—. Tengo que trabajar hasta las cinco, y voy a hacerlo. Castigadme, reñidme, haced lo que queráis. Pero no voy a ir a casa hasta que termine mi turno. Podemos hablar de todo esto después. —Miró a su padre—. ¿De acuerdo?

Para su sorpresa, sus padres accedieron, aunque fue más cosa de ella que de él. Bill parecía ansioso por discutir, deseando que se quitara el uniforme y se marchara con ellos, pero aceptó esperar hasta la tarde para discutir la situación, y dejó que su mujer se lo llevara del edificio.

Shannon se volvió hacia su hermana.

—Gracias —le dijo. Me salvaste.

—Sí —contestó Sam. ¿Me das esos veinticinco centavos?

2

Poco antes de las cinco, Shannon llamó a casa para explicar que la chica que tenía que trabajar el turno de tarde en su departamento estaba enferma y tenía que reemplazarla. Cuando ella y Samantha llegaron por fin a casa, Bill estaba jugando al ajedrez en línea con Street. Las dos chicas se apresuraron a ponerse a salvo refugiándose en los cuartos de baño, y cuando Bill terminó su partida y salió del estudio no las encontró.

—Dales un poco de tiempo —sugirió Ginny—. No te abalances sobre ellas en cuanto salgan por la puerta.

—Han tenido toda la tarde. Ya lo hemos pospuesto bastante, ha llegado el momento de discutirlo en familia.

Después del baño, Shannon se fue directamente a su cuarto y cerró la puerta. Bill y Ginny le dieron tiempo para que se vistiera, pero no volvió a salir, de modo que fueron juntos hasta su puerta y la abrieron.

Shannon estaba acostada con la luz apagada, y fingía dormir.

Bill encendió la luz y la chica se tapó la cabeza con las sábanas.

—Estoy cansada —protestó.

—Me da igual —replicó Bill—. Vas a hablar con nosotros.

Shannon suspiró, apartó las sábanas y se incorporó.

—¿Qué?

—¿Qué quieres decir con ese «qué»? Dijiste que querías trabajar durante el verano y te dije que de acuerdo. La única condición fue que no trabajaras en el Almacén. Y ¿qué hiciste tú? Aceptaste un trabajo en el Almacén y me mentiste al respecto.

—No te mentí…

—Me dijiste que ibas a trabajar en George's. ¿No es eso mentira?

Shannon se quedó callada.

—¿Por qué mentiste? —preguntó Ginny.

—No lo sé —respondió la niña a la vez que se encogía de hombros.

—No trabajarás más en el Almacén —aseguró Bill. Pero Shannon no contestó—. Quiero que dejes el empleo. Mañana.

—No puedo —dijo en voz baja.

—Lo harás.

—No lo hará. —Bill se volvió y vio a Samantha de pie en el umbral, con las piernas separadas y las manos en las caderas, vestida sólo con un negligèe transparente—. Se comprometió y tiene que cumplirlo.

Bill procuró no quedarse mirando a su hija. Su primera reacción fue decirle que se pusiera algo encima, pero no quería que supiera que se había fijado. Podía verle claramente los pechos y el vello púbico a través del fino tejido, y se sentía incómodo. Pero, aunque no estaba excitado, no podía evitar verla desde un punto de vista sexual, y no supo qué decir ni cómo reaccionar.

Ginny fue menos prudente.

—¿Qué coño llevas puesto? —le preguntó a la chica.

—Un camisón —contestó Sam a la defensiva.

—Ponte un pijama. No permitiré que vistas así en mi casa.

—Me lo compré con mi dinero.

—¿En el Almacén? —quiso saber Bill.

—Me hacen el quince por ciento de descuento por ser empleada.

—Ponte un pijama —repitió Ginny—. O ponte una bata encima.

Bill se volvió hacia Shannon.

—Dejarás el empleo.

—El señor Lamb no le permitirá dejarlo —comentó Sam.

—¿Quién es el señor Lamb?

—El director de personal —aclaró Shannon.

—No le permitirá dejarlo —insistió Sam.

«No le permitirá dejarlo».

Bill notó que un escalofrío de miedo le recorría el cuerpo, pero trató de ignorarlo.

—Hablaré con el señor Lamb —aseguró—. Y voy a decirle que ninguna de las dos trabajará más en el Almacén.

A la mañana siguiente, Bill llegó al Almacén cuando abrió sus puertas.

Ginny había querido acompañarlo, pero le pareció que quizá sería mejor ir solo y tener una charla de hombre a hombre con el director de personal. Tras hablar con la chica del mostrador de Atención al Cliente, se enteró de que el señor Lamb todavía no había llegado, de modo que se paseó un rato por el establecimiento mientras lo esperaba.

Últimamente había evitado ir al Almacén, procurando ir sólo si necesitaba comprar algo concreto. Ya no iba a mirar y comprar impulsivamente como durante las primeras semanas, a menos que fuera preciso.

Hacía más de un mes que no deambulaba por allí y, mientras recorría los concurridos pasillos del departamento de juguetería, vio productos que le helaron la sangre. Juguetes que tendrían que haber desaparecido de los estantes hacía décadas. Juguetes que estaba prohibido vender en Estados Unidos.

Juguetes peligrosos.

Tuvo una corazonada y repasó deprisa el resto del establecimiento. En el departamento de bebés, había a la venta pijamas que no eran ignífugos. En ferretería, ningún paquete advertía que contuviera productos químicos tóxicos. En farmacia, no había medicamentos con tapones a prueba de niños. En el departamento de alimentación, parecía que hubieran eliminado de los estantes todos los alimentos saludables. No había productos sin grasa y colesterol. El beicon y la manteca de cerdo estaban de oferta.

Recorrió el pasillo situado a la izquierda de los jabones y los detergentes. ¿No deberían estar ahí los champús? Miró los productos que tenía ante él: líquido de embalsamar e hilo de sutura.

—¿Puedo ayudarle en algo, señor?

Casi dio un brinco al oír la voz y, al volverse, se encontró con un guía joven que le sonreía burlón.

—¿Dónde está el champú? —preguntó Bill.

—Aquí, señor. —El joven sonriente lo condujo al pasillo siguiente y lo guió hasta donde estaban los productos normales: champú, espuma, suavizante, loción anticanas Grecian…

—La próxima vez pida ayuda, por favor —comentó el joven—. A veces es peligroso intentar hacer las cosas solo.

¿Peligroso?

Se quedó mirando la parte posterior del uniforme verde del joven mientras se alejaba. Cuanto más sabía sobre el Almacén, menos le gustaba. Regresó al mostrador de Atención al Cliente para ver si el señor Lamb ya había llegado.

Lo había hecho.

El director de personal era un hombre repulsivo y empalagoso que encajaba a la perfección con el estereotipo cinematográfico de un vendedor de coches de segunda mano. Bill lo detestó en cuanto lo vio.

El señor Lamb no se levantó cuando entró en su despacho, sino que se limitó a dirigirle una sonrisa forzada y le pidió que se sentara delante de su escritorio.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor Davis?

—No quiero que mis hijas trabajen en el Almacén.

—¿Y sus hijas son?

—Samantha y Shannon Davis.

—Ah, las hermanas Davis. —La sonrisa del señor Lamb se agrandó de una forma maliciosa que no le gustó nada a Bill.

—Mis hijas ya no van a trabajar más en el Almacén.

El señor Lamb extendió las manos a modo de disculpa.

—Me gustaría ayudarlo, señor Davis. De verdad. Pero sus hijas son unas empleadas excelentes, y no tenemos ningún motivo para permitir que se vayan. La política de la empresa nos prohíbe prescindir de ningún empleado sin justificación.

—No le estoy pidiendo que las despida. Le estoy diciendo que ya no trabajarán más aquí.

—Me temo que lo seguirán haciendo.

—No. No lo harán.

El director de personal soltó una carcajada.

—Señor Davis, esto no es una guardería. Usted no matriculó aquí a sus hijas, y no puede llevárselas cuando se le antoje. Tanto Samantha como Shannon tienen un contrato de trabajo con el Almacén, y están legalmente obligadas a cumplir sus términos.

—Soy su padre. No sé nada sobre ese supuesto contrato, y no di mi consentimiento.

—Lo comprendo, señor Davis. Pero Samantha tiene dieciocho años. Es legalmente adulta. Shannon todavía no lo es legalmente, pero cuenta con la protección del Almacén ante cualquier intento de violar sus derechos o libertades civiles, ya sea de clientes, compañeros de trabajo o de familiares.

—Sandeces —exclamó Bill levantándose.

—No, señor Davis. —El señor Lamb había entornado los ojos y su mirada se había endurecido—. Negocios.

—Quiero hablar con el director.

—Me temo que yo estoy al mando de todos los asuntos relacionados con el personal.

—Quiero hablar con alguien por encima de usted.

—No será posible.

—¿Por qué no?

—El director de nuestro Almacén ha sido trasladado a otro, y todavía no se ha nombrado un sustituto. Hasta que no tengamos un nuevo director, yo estoy al mando aquí.

—Pues quiero hablar con el director del distrito, entonces.

—Muy bien. —El señor Lamb abrió el cajón superior derecho de su escritorio y sacó una tarjeta—. Ésta es la tarjeta del señor Smith. En ella encontrará sus números de teléfono y de fax —dijo, y esperó un momento antes de proseguir—: Pero si cree que podrá intimidar o convencer de algún modo al señor Smith para que libere a Samantha y Shannon de sus contratos de trabajo, está muy equivocado. Como yo, el señor Smith no establece las normas, las cumple. Lo que le he explicado no es decisión mía. Es la política de la empresa —aseguró con una sonrisa de lo más falsa—. Si por mí fuera, no dudaría en liberarlas de sus obligaciones, por supuesto.

—Sandeces —repitió Bill, que se dirigió a la puerta—. Tendrá noticias de mis abogados. Mis hijas no trabajarán aquí y ya está.

—No está, señor Davis. —La voz del director de personal era autoritaria. Bill se detuvo y se volvió—. El contrato que sus hijas firmaron es legalmente vinculante.

—Eso lo decidirá un tribunal.

—Eso ya lo ha decidido un tribunal. Ventura contra la empresa El Almacén. El caso llegó hasta el Tribunal Supremo en 1994. Ganamos con el voto favorable de cinco de los siete magistrados. —El señor Lamb le dirigió una mirada fría—. Puedo proporcionarle documentación de ello si lo desea.

—Sí —contestó Bill. Creía al señor Lamb, estaba seguro de que el director de personal le estaba diciendo la verdad, pero quería causarle todas las molestias posibles a aquel imbécil, aunque sólo fuera la fotocopia de un informe legal.

El señor Lamb abrió otro cajón, sacó un fajo de hojas grapadas y se lo entregó desde detrás del escritorio.

Bill se acercó y lo recogió.

—Las fuerzas de seguridad locales están siempre dispuestas a hacer cumplir la ley —aseguró el director de personal—. Dicho de otro modo: la policía podría obligar a sus hijas a trabajar. No creo que ninguno de nosotros quiera que eso ocurra, ¿verdad?

Bill no contestó. Si Juniper hubiera dispuesto de un departamento de policía independiente, habría mandado a ese hombrecillo a la mierda. Pero el caso era que ahora el ayuntamiento había privatizado el departamento de policía y el Almacén controlaba su financiación, de modo que probablemente la policía hiciera todo lo que el Almacén le ordenara.

—Creo que nuestra reunión ha terminado —indicó el señor Lamb, sonriendo de nuevo—. Gracias por venir. Que tenga un buen día.

Cuando llegó a casa, Bill entró en Internet y tecleó en el buscador: «Ventura contra la empresa El Almacén».

Había sido exactamente como Lamb había explicado.

Efectuó una búsqueda en línea para encontrar todos los juicios en los que el Almacén hubiera sido demandante o demandado, y obtuvo la friolera de seiscientos cincuenta y cuatro casos que habían llegado a los tribunales.

No era extraño que el sistema judicial del país estuviera tan saturado. El Almacén estaba acaparando la mitad del tiempo disponible de los tribunales.

En aquel momento no tenía tiempo para leer los detalles de cada juicio, así que simplemente obtuvo una lista de los juicios que el Almacén había ganado.

La empresa había triunfado en los seiscientos cincuenta y cuatro.

Un asterisco junto a los números de los juicios indicaba que otros doce, además del de Ventura, habían llegado hasta el Tribunal Supremo.

¿Cómo podía esperar luchar contra algo así? Salió de Internet, apagó el PC y se dirigió abatido hacia la cocina. Shannon estaba tumbada en la alfombra del salón, viendo una tertulia en la tele. Alzó los ojos con timidez.

—¿Todavía tengo trabajo? —preguntó.

Bill asintió en silencio porque no confiaba que pudiera responder sin pasar al ataque.

—Te lo dije —soltó Sam desde la puerta.

Su padre la miró con ganas de abofetearla.

Samantha sonrió.