1
La ciudad estaba arruinada.
Por primera vez desde que Bill había empezado a asistir a los plenos municipales, el salón estaba lleno, con todas las sillas ocupadas. Ben lo había estado comentando en el periódico, incluso había enviado a Trudy a entrevistar a Tyler Calhoun, el presidente de la cámara de comercio, y a Leslie Jones, el supervisor del condado, para hablar de lo que ocurriría en la ciudad y en el condado si Juniper se veía obligada a declararse en quiebra. Era evidente que los artículos habían despertado cierto interés entre los residentes y que había incitado a muchos de ellos a asistir a la sesión de aquella noche.
Bill ocupaba su silla habitual, junto a Ben, que sonreía de oreja a oreja.
—Menuda concurrencia, ¿verdad? —dijo el director del periódico.
—¿Te estás atribuyendo el mérito?
—Por supuesto.
—Es impresionante —admitió Bill.
—No te animes demasiado. He estado escuchando las conversaciones de la gente, y en la parte de atrás hay firmes partidarios del Almacén. No todos los presentes son ciudadanos descontentos.
—Pero no puede gustarles la idea de ir a la quiebra.
Antes de que Ben pudiera responder, se llamó al orden, y ambos guardaron silencio como todos los demás presentes mientras se cumplían los requisitos formales y el pleno debatía y votaba un montón de asuntos triviales.
El presupuesto municipal era el último punto del acta del día, y era evidente que el alcalde había esperado que la cantidad de asistentes se hubiera reducido para entonces, que por lo menos una parte se hubiera ido a casa, pero aunque ya pasaban de las nueve, nadie había abandonado el salón, y los residentes esperaban, expectantes, a que se les informara de la situación financiera de Juniper.
El alcalde miró a los demás miembros del ayuntamiento, tapó el micrófono situado ante él con la mano y susurró algo a Bill Reid antes de dirigirse a la sala.
—Como es probable que sepan —dijo—, esta semana el ayuntamiento recibió un informe actualizado del director financiero de Juniper, y las previsiones para el nuevo año fiscal no son buenas. De hecho, son peores de lo que nos temíamos. Para intentar atraer al Almacén a Juniper, le ofrecimos incentivos fiscales y de otros tipos que ahora estamos obligados por contrato a hacer efectivos. La mayoría implica el ensanchamiento de la carretera y la reurbanización de la zona adyacente al Almacén. Y si bien esto mejora muchísimo la calificación de solvencia financiera y las perspectivas económicas de la ciudad a largo plazo, el resultado neto es que a corto plazo, a pesar de nuestra austeridad económica, seguimos teniendo déficit. —Carraspeó antes de añadir—: Dicho de modo sencillo: estamos al borde de la quiebra.
Un murmullo recorrió la sala.
—Sin embargo, la situación no es tan mala como han estado diciendo los periódicos —aseguró el alcalde, que fulminó a Ben con la mirada—. Sin ánimo de ofender.
—Tranquilo —sonrió Ben.
—La situación es grave. No voy a engañarles. Pero no es el fin del mundo. De hecho, hemos estado toda la semana estudiándola, e incluso podríamos decir que no hay mal que por bien no venga. Creo que tenemos la oportunidad de reinventar nuestro gobierno local para que sea más reducido y gaste menos dinero…
—¡No puede gastar menos! —gritó alguien.
Los miembros del pleno soltaron una carcajada, como todos los demás presentes.
—Bueno, bueno —respondió el alcalde—. Estamos juntos en esto. No empecemos a buscar culpables. Como dije, no sólo tenemos la oportunidad de mitigar esta crisis financiera temporal, sino también de corregir los problemas estructurales que la han causado.
—¡Agárrate! —susurró Ben.
—Ya hemos empezado a pensar en externalizar o privatizar programas o servicios no básicos. Nuestro acuerdo con el Almacén sobre el mantenimiento del parque no sólo ha resultado un éxito sino que es, además, muy rentable, y creo que debería servirnos de modelo para iniciativas futuras. Ya hemos aumentado algunas tarifas de usuarios y reducido los horarios laborales, de modo que hemos eliminado todas las horas extra, pero seguimos sin poder compensar el déficit y, solamente con estas medidas, no lo lograremos nunca. El gasto más importante de la ciudad es el de personal: sueldos y prestaciones. Propongo que el personal administrativo y de apoyo que trabaja a jornada completa pase a trabajar media jornada o a tiempo parcial, lo que nos permitirá eliminar gastos de seguridad social y de planes de pensiones. Deberíamos plantearnos la posibilidad de externalizar servicios básicos.
Los asistentes reaccionaron negativamente a las palabras del alcalde.
—Buena solución —soltó Ben—. Dejar a más gente sin empleo.
—Tiene razón —añadió una mujer detrás de él.
—En un momento daremos la palabra a los asistentes —indicó el alcalde con el ceño fruncido—. Pero antes, ¿desea añadir algo sobre el asunto algún miembro del pleno?
—Creo que es una medida lamentable pero necesaria —intervino Bill Reid—. Las situaciones desesperadas requieren medidas desesperadas.
—También deberíamos plantearnos la opción de utilizar a voluntarios para desempeñar algunos trabajos —afirmó Dick Wise—. En esta ciudad hay mucho talento desaprovechado. Y el voluntariado es una tradición estadounidense. Nuestro país se basó en la idea de un gobierno voluntario.
Los otros miembros del pleno no dijeron nada. Hunter Palmyra sacudió la cabeza.
—¿Algún comentario más? —preguntó el alcalde, echando un vistazo a los miembros del pleno—. Muy bien. Someteremos la cuestión a debate público.
Un hombre pálido y anodino se levantó de los concurridos asientos del centro del salón, salió al pasillo y avanzó hacia el atril con un fajo de papeles en la mano. A Bill le sonaba, pero le llevó un momento recordar de qué lo conocía.
El hombre del Almacén. El gancho que había hablado en contra de eximir del cumplimiento de la ordenanza sobre letreros a los comerciantes locales.
Bill dirigió una mirada a Ben, que arqueó las cejas y empezó a escribir en su libreta.
—Diga su nombre y su dirección, por favor —pidió el alcalde.
El hombre se inclinó hacia el micrófono para hablar.
—Ralph Keyes. Representante del Almacén, situado en el número 111 de la carretera 180. —Dejó los papeles en el atril, los revolvió y carraspeó para proseguir—: El Almacén conoce la actual situación económica de la ciudad. Y nos gustaría mitigar parte de su carga financiera declinando los beneficios fiscales que se nos ofrecieron y financiando las diversas mejoras de la carretera adyacente. Pero, legalmente, no podemos hacerlo. Sin embargo, el Almacén puede ayudar a la ciudad de otras formas. Podemos ofrecer a Juniper nuestros propios incentivos. Podríamos llamarlos «contraincentivos». —Rebuscó entre el montón de papeles—. He traído conmigo una propuesta redactada por los abogados del Almacén. En ella, detallamos cómo la ciudad puede privatizar el cuerpo de policía sin que haya problemas. El Almacén se ofrece a financiar y a mantener el cuerpo, a seguir prestando todos los servicios policiales y asumir todos los costes.
Los presentes empezaron a discutir entre ellos.
Al parecer, bastantes personas eran policías, bomberos y otros empleados municipales. Pero en el salón también había empleados del Almacén, y los dos bandos empezaron a debatir en voz alta los pros y contras de la propuesta. Los empleados municipales censuraron, enojados, la idea de la privatización, y los partidarios del Almacén intervinieron en defensa del plan.
—¡Orden! —gritó el alcalde—. ¡Orden! Si tienen algo que decir, pueden subir al estrado a expresar su opinión. Pero no pueden interrumpir a la persona que tiene la palabra.
Keyes esperaba tranquilamente detrás del atril con una ligera sonrisa en los labios.
—¡No podemos tener un departamento de policía privado! —bramó Aaron Jefcoat—. ¡La policía está para hacer cumplir las leyes y servir a los ciudadanos, no para seguir las órdenes de una empresa!
Forest Everson se dirigió al pleno:
—¡Somos un cuerpo de policía, no una milicia privada!
—No habría ningún cambio en la estructura o el personal del departamento —dijo el alcalde—. La diferencia sería sólo sobre el papel. En lugar de financiarse de los contribuyentes, el departamento de policía recibiría del Almacén el dinero necesario para su funcionamiento. —Miró a Keyes—. ¿No es así?
El representante del Almacén asintió.
—¡Es como tiene que ser! —soltó un hombre voluminoso al que Bill no reconoció—. ¿Por qué tenemos que pagar la policía entre todos si no todos nosotros delinquimos?
—¡Porque la policía protege a todo el mundo! —replicó Forest—. ¡Incluido usted!
—¿Tenemos que pagar para que nos protejan? ¿Acaso son ustedes la mafia?
—¡Orden! —gritó el alcalde.
Pasados unos minutos más de discusiones e intercambios verbales, el alcalde logró por fin que los asistentes se callaran. Keyes entregó copias de la propuesta a todos los miembros del pleno y se sentó.
Nadie lo atacó.
Nadie habló con él.
Bill miró al representante del Almacén, y el hombre pálido lo vio. Y le sonrió.
Bill desvió rápidamente la mirada.
Un montón de personas subieron al estrado para censurar, en su mayoría, la propuesta de privatización, y unos cuantos para defenderla. Bill se planteó intervenir, pero todos los argumentos que quería dar ya habían salido a colación, y no había nada realmente nuevo que pudiera aportar a la discusión. Pero le agradó que hubiera tanta gente que quisiera hablar. Ya era hora de que los ciudadanos de Juniper empezaran a implicarse en aquel asunto, que empezaran a responsabilizarse por lo que estaba pasando en su comunidad.
Esperaba que el asunto se trasladara a la siguiente reunión. Era un tema importante, una decisión crucial. Pero una hora después, el alcalde leyó en voz alta la propuesta que Keyes había presentado y, sin discutirlo más, dijo:
—Presento una moción para que aceptemos la propuesta como está.
—Creo que deberíamos dedicar algo de tiempo a estudiar la propuesta —comentó Palmyra—. Deberíamos, por lo menos, pedir al departamento de finanzas y al jefe de policía que la examinen y nos digan si tienen algo que añadir o modificar.
El alcalde no le hizo caso.
—¿Alguien la secunda?
—Secundo la moción —dijo Bill Reid.
—Votemos.
La resolución fue aprobada por cuatro votos a uno, con el voto negativo del concejal Palmyra.
Bill no salía de su asombro. ¿Ya estaba decidido? ¿Una votación rápida y el Almacén se encargaba a partir de entonces del departamento de policía de la ciudad? No parecía posible. No parecía ético. No parecía legal.
La reacción de los asistentes fue contenida. Bill lo habría llamado «el silencio de los corderos», pero no sabía si se debía a la impresión o al miedo. Estaban viviendo un momento histórico: El desmantelamiento del gobierno local, del gobierno electo, el traspaso de poder del pueblo al Almacén.
No le sorprendió que Keyes volviera a acercarse al estrado.
—Ralph Keyes —dijo—. Representante del Almacén, en el número 111 de la carretera 180. —El hombre pálido revolvió otra vez sus papeles—. Según nuestros cálculos, la ciudad se ahorraría más dinero si externalizara asimismo el cuerpo de bomberos. He traído conmigo una propuesta por la que el Almacén acepta financiar el cuerpo de bomberos de Juniper y asumir todas sus tareas administrativas sin tocar los programas existentes de prevención y extinción…
Esta vez el debate no fue tan sonoro, ni tan largo, y un momento después de que el diálogo entre los asistentes hubiese terminado y de que Keyes hubiese vuelto a ocupar su asiento, Bill temió que nadie se levantara para hablar en contra de la nueva propuesta.
Entonces Doane se puso en pie y se acercó al estrado.
No sabía que el propietario de la tienda de discos estuviera en la sesión, pero al ver cómo el hombre de pelo largo se dirigía resuelto hacia la parte delantera del salón se sintió orgulloso. Doane no tenía miedo, estaba más que dispuesto a decir lo que pensaba y a expresar su opinión sobre cualquier tema, y era muy capaz de cantarle las cuarenta al pleno. Bill sonrió mientras Doane inclinaba el micrófono hacia arriba para adaptarlo a su estatura y se apartaba un mechón de pelo de los ojos. Era uno de los suyos, y no se había sentido nunca tan integrado en la ciudad como en aquel momento.
—Me llamo Doane Kearns —anunció en voz alta, contundente—. Vivo en la parcela 22 de Creekside Acres…
—Creekside Acres no forma parte del municipio —lo interrumpió el alcalde—. Usted no vive en Juniper y, por lo tanto, no puede comentar los asuntos de la ciudad.
—Trabajo en Juniper. Soy propietario de un comercio en la ciudad.
—Lo siento. Las normas establecen claramente que…
—A la mierda las normas —soltó Doane.
El salón se quedó en silencio.
—Tengo algo que decir y voy a decirlo, señor alcalde. —Lo señaló con un dedo para sentenciar—: Usted está traicionando a esta ciudad.
—Su comentario está fuera de lugar, señor Kearns.
—De hecho, creo que vendería el culo de su madre a convictos infectados de sida si el Almacén se lo pidiera.
El alcalde se puso colorado y se le contrajo el rostro, pero su voz siguió tranquila, regular, y sólo dejó entrever un poco su rabia.
—¿Jim? —Hizo un gesto al único policía uniformado que había junto a la puerta—. Acompaña al señor Kearns fuera, por favor.
Habían cortado el micrófono a Doane, pero éste siguió hablando cada vez más alto para que pudieran oírlo por encima del murmullo creciente de los asistentes:
—Les está permitiendo comprar nuestro gobierno. Creía que estábamos en una democracia. Creía que la gente era quien decidía cómo debería recaudarse el dinero, cómo debería gastarse, cuál es la función del gobierno municipal…
El policía, que había llegado donde estaba Doane, le pidió a regañadientes que se fuera.
—¡Ya me voy! —bramó Doane—. ¡Pero recuerden esto! ¡Me hicieron callar! ¡El Almacén y sus títeres me hicieron callar e impidieron que participara en una democracia participativa!
—Yo lo recordaré —aseguró Ben en voz baja mientras escribía en su libreta.
El policía condujo a Doane fuera del salón.
El alcalde y los demás miembros del pleno ni siquiera preguntaron si alguien más quería hablar. El alcalde presentó su moción, se votó la propuesta sin discutirla y el cuerpo de bomberos pasó a manos del Almacén.
—Se levanta la sesión —concluyó el alcalde.
A la salida de la sesión, se formaron algunas discusiones acaloradas en el estacionamiento, y es probable que se hubieran vuelto violentas de no ser por la presencia de policías. Forest Everson detuvo una pelea entre un vigilante del Almacén y un bombero fuera de servicio. Ken Shilts se interpuso entre dos mujeres cuando iban a llegar a las manos.
Bill acompañó a Ben hasta su coche.
—¿Cómo puede alguien apoyar al Almacén después de esto?
—El Almacén es la empresa con más empleados de la ciudad —contestó el director del periódico a la vez que se encogía de hombros—. ¿Y?
—Es la vieja teoría de «la marea creciente eleva todas las barcas».
—Una analogía —se desesperó Bill—. No soporto las analogías. ¿Qué ocurre si no estoy de acuerdo con que la economía sea como una marea y que las personas sean como las barcas? ¿Y si no creo que sean comparaciones válidas? ¿O si acepto la de la marea pero considero que las personas son más bien como chozas al borde del agua que quedarán destruidas si la marea crece?
—No puedes usar la lógica. Las analogías no la tienen. Hacen creer a los simplones que son lógicas, pero sólo sirven para transformar ideas complejas en escenarios que resulten fáciles de entender a los lerdos.
—Y ¿qué pasará ahora? —preguntó Bill cuando llegaron junto al vehículo de Ben.
—No lo sé —admitió el director del periódico—. En una gran ciudad, los sindicatos de policía y de bomberos tomarían cartas en el asunto. Presentarían peticiones e informes legales desde ya mismo para intentar que los tribunales impidieran que la decisión se hiciera efectiva. En Juniper, el departamento de policía y el cuerpo de bomberos suman juntos unos veinte hombres, como mucho. No tienen poder suficiente. Ni tampoco influencia suficiente.
—Pero todos los demás empleados…
—A la gente sólo le preocupan los cuerpos de policía y bomberos. Son los más importantes. Todos los demás son prescindibles. Y la intuición me dice que, como ahora mismo el Almacén asegura que va a conservar todos los puestos de trabajo, nadie querrá crear problemas. Tendrán demasiado miedo de perder su empleo.
—Es un círculo vicioso, coño.
—Sí, lo es —corroboró Ben, que levantó la libreta—. Pero todavía está el poder de la prensa. «La pluma es más poderosa que la espada» y todas esas estupideces.
—¿De verdad te lo crees?
—No —respondió el director del periódico—. Pero tenemos que depositar nuestras esperanzas en algo.
Cuando llegó a casa, Ginny estaba dormida, pero encendió la lámpara del dormitorio para desnudarse y la despertó.
—¿Qué pasó? —preguntó aturdida.
Bill le contó lo ocurrido en la sesión.
—El ayuntamiento le está lamiendo tanto el culo al Almacén que ni siquiera respira y la falta de oxígeno les ha afectado a todos al cerebro —concluyó mientras se acurrucaba a su lado.
—¿Y ahora qué pasará? —quiso saber Ginny.
—No lo sé —contestó él tras besarle la mejilla y rodearla con un brazo—. No lo sé.
2
No tuvo ni un solo cliente.
En todo el día.
Doane leyó el periódico de Phoenix, barrió el suelo, inventarió una partida de cedés nuevos, estuvo detrás del mostrador mirando al vacío, repasó la correspondencia, leyó una revista, tocó la guitarra.
No iba a poder aguantar mucho más.
Estaba perdiendo la batalla.
Salió de la tienda y recorrió Main Street con la mirada. No vio ningún coche, ningún transeúnte. En diagonal, al otro lado de la calle, junto a la tienda de material y equipo electrónico de McHenry, The Quilting Bee había pasado finalmente a mejor vida, y el día antes, Laura se había llevado todas sus cosas. Según se decía, seguiría vendiendo desde su casa, pero Doane lo dudaba. Últimamente parecía agotada y resentida, enojada con sus antiguos clientes por no ir cuando los necesitaba; todavía debía un mes de alquiler y no le sorprendería que lo hubiera dejado para siempre.
Sabía cómo se sentía.
Todos los comerciantes del centro de la ciudad lo sabían. Los ciudadanos hablaban siempre de boquilla sobre los pequeños empresarios y sobre el gran espíritu emprendedor de Estados Unidos. Lamentaban la pérdida de la tienda de la esquina y se quejaban de lo impersonales que eran las grandes empresas, de los excesos de los grandes negocios. Pero a la hora de la verdad, elegían la comodidad antes que el servicio, el precio antes que la calidad. Ya no había lealtad, y la gente ya no tenía sentido comunitario.
La ciudad estaba tomando partido por el Almacén, por Newman King y su empresa multimillonaria.
Y dando la espalda a los comerciantes locales.
Como él.
Sabía que era por las oportunidades. Y si él fuera un simple consumidor, puede que hiciera exactamente lo mismo. Pero no podía evitar sentirse resentido por una actitud que consideraba egoísta y con poca visión de futuro.
Consumidor.
No se había percatado nunca de lo agresiva que era esa palabra. Le evocaba la imagen de un monstruo insaciable que lo devoraba todo a su paso y cuyo único objetivo, cuya única razón de existir era consumir todo lo que pudiera.
Miró por el escaparate y pensó en aquella vieja canción de Randy Newman: «It's money that matters». Sí, lo que importaba era el dinero, ¿no? Sacudió la cabeza. El mundo había cambiado. Hacía veinte años, incluso diez, la gente habría mirado con recelo y desconfianza a un hombre rico que se gastara millones de dólares para salir elegido en un cargo público. Pero en 1992, los ciudadanos habían votado mayoritariamente a Ross Perot, porque se habían tragado totalmente su imagen de «hombre corriente», porque creían que el multimillonario se parecía más a ellos que cualquiera de sus dos oponentes, o porque respetaban y admiraban su enorme riqueza.
Doane sospechaba que se trataba más bien de esto último.
Las prioridades del país estaban muy jodidas.
Después de la sesión plenaria del otro día, una mujer mayor se le había acercado muy enojada en el estacionamiento del ayuntamiento y lo había llamado obstruccionista.
—Son las personas como usted las que impiden el progreso y arruinan a esta ciudad —le había espetado la mujer.
Supuso que por «progreso» se refería a la extinción de su negocio y a la demolición del centro de Juniper.
Porque era eso lo que iba a ocurrir.
Se alejó del escaparate y volvió a situarse tras el mostrador, donde se pasó la siguiente hora mirando un catálogo de música y leyendo una lista de cedés que iban a editarse próximamente y que no podría encargar. Después, se metió en la trastienda y se calentó unos fideos precocinados para cenar.
El horario que indicaba el letrero del escaparate era de diez a diez, pero a las ocho y media, Doane tenía muy claro que podía cerrar la tienda. Durante las diez horas anteriores no había entrado nadie, y era muy poco probable que alguien fuera a hacerlo ahora. Especialmente con la calle tan oscura.
Miró a través del cristal. Todas las demás tiendas estaban cerradas, y su luz era la única que podía verse en la calle. La ciudad no había llegado a instalar nunca farolas, y aunque eso antes no importaba demasiado, sobre todo cuando Buy-and-Save estaba abierto, ahora confería a Main Street el aspecto de una ciudad fantasma.
Doane suspiró y cerró con llave la puerta trasera, guardó el dinero de la caja registradora en la caja fuerte y apagó todas las luces salvo la pequeña bombilla de seguridad situada sobre el mostrador. Salió de la tienda por la puerta delantera y cerró.
Al volverse, vio una fila de hombres altos entre él y su coche.
Trató de ignorarlos pero no pudo; pensó en rodearlos para llegar a su automóvil, pero no quería demostrar que tenía miedo. Sus rostros eran muy pálidos, y llevaban lo que parecían ser impermeables negros: unas chaquetas largas de un material reluciente más oscuro que la noche, más oscuro que las sombras, pero que de algún modo reflejaba ambas cosas. Se preguntó por qué vestían impermeables, ya que no llovía, ni siquiera estaba nublado, y la elección de aquella prenda no sólo parecía extraña, sino también amenazadora.
Dio un paso hacia su coche, y las figuras dieron un paso hacia él.
—Oigan —dijo—. ¿Qué creen que están haciendo?
No obtuvo respuesta.
Ni una palabra, ni un gruñido, ni una risa entre dientes.
Sólo silencio.
—Apártense —ordenó.
Pero no se movieron.
Se planteó volver a entrar en la tienda y llamar a la policía, pero para eso tendría que encontrar la llave en el llavero y abrir la puerta, y no quería perder de vista a aquellos seres ni por un segundo.
¿Seres?
Se percató entonces que no podía ver sus caras. Parecían vagas masas pálidas en la oscuridad.
Demasiado pálidas para ser humanas.
Aquello era absurdo.
Las figuras empezaron a avanzar.
—¿Qué quieren? —preguntó Doane. Intentó que la voz le sonara enojada, pero le salió asustada.
Las figuras no le respondieron. Siguieron andando en silencio hacia él, y vio entonces que eran nueve.
Quería correr. El silencio, los impermeables, las caras pálidas, todo parecía estrafalario, espeluznante. Pero no quería dejarles ganar, no quería darles esa satisfacción, así que se mantuvo firme y se metió la mano en el bolsillo en busca de su navaja.
Como en respuesta a este movimiento, las figuras sacaron armas.
Cuchillos.
A la mierda. Se volvió y echó a correr. Bajo la luz difusa, los pósteres del escaparate de su tienda tenían un aspecto fantasmagórico. Jim Morrison, Jimi Hendrix, Kurt Cobain… Se dio cuenta entonces de que todos los músicos que tenía en el escaparate estaban muertos.
Corrió lo más rápido que pudo hacia el costado del edificio. Si lograba llegar a la parte trasera, había una zanja profunda que colindaba con los árboles y que no se veía en la oscuridad. Podía saltarla antes de que sus perseguidores rodearan el edificio. Ellos no la verían, caerían en ella y se romperían el cuello.
Si tenía suerte.
Iba jadeando y le faltaba el aliento.
¿Quiénes eran aquellos hombres y qué coño querían de él?
Doane llegó a la esquina del edificio y en ese momento las figuras lo alcanzaron. Lo empujaron contra la pared y el ladrillo le arañó la cara. Un cuchillo se le clavó en el costado derecho, y gritó mientras caía al suelo.
Seguía gritando cuando alzó los ojos hacia el círculo de borrosas caras pálidas y apagadas hojas plateadas que lo rodeaba.
Las figuras se agacharon y los cuchillos empezaron su tarea. Cuando la sangre empezó a salirle a borbotones, comprendió de repente por qué llevaban impermeables.
Iban a mojarse.