1
La ampliación estaba terminada.
La inauguración del nuevo departamento de alimentación del Almacén sería al día siguiente.
Era imposible creer que se hubiera hecho todo tan deprisa. El terreno se había limpiado hacía sólo un mes. Cuando las fotos de ese día que obtuvo Ben aparecieron en el periódico, ya habían quedado anticuadas. La construcción había avanzado tan rápido que, según el ayuntamiento, los diversos inspectores de Juniper a duras penas podían seguir su ritmo.
Bill había ido a hacer footing esa mañana, y al pasar por el Almacén vio que ya habían colgado las pancartas y atado los globos de helio en su sitio. El sábado había aparecido en el periódico una página con anuncios de productos a precios escandalosamente baratos, como lechuga a un centavo y filete de siluro a cincuenta y cinco centavos el kilo. El Almacén sobornaba a la gente para que comprara en su departamento de alimentación, y Bill sabía que los sobornos funcionaban porque Ginny y él irían a comprar un montón de comestibles. Si podían sobornarlos a ellos, podían sobornar a cualquiera.
Deseaba que hubiera alguna otra tienda en la ciudad donde comprar productos alimenticios. Pero Ben había tenido razón: Buy-and-Save iba a cerrar la semana siguiente, justo después de que el departamento de alimentación del Almacén abriera sus puertas. La tienda ya se veía abandonada. Había bajado en coche por Main Street y redujo la velocidad cuando pasó por delante. Los cristales estaban sucios y oscurecidos, y sólo había dos vehículos en el estacionamiento. Seguramente, automóviles de empleados.
Cuando Buy-and-Save cerrara, sólo quedaría el Almacén. Le hubiera gustado saber qué le pasó a Jed. Según los rumores, había huido de la ciudad, dejando facturas sin pagar, pero no conocía a nadie que se hubiera tragado esa historia. No era nada propio de Jed, y Bill tenía la sensación de que la verdad era algo mucho menos corriente y mucho menos benigna.
Y estaba relacionada con el Almacén.
Pasó ante el café vacío. Los cristales estaban del mismo modo deslustrados y abandonados, igual que en la mayoría de comercios de la ciudad.
Era martes, el día del subsidio, y la cola delante de la oficina del paro era larga. Incluso más que cuando había cerrado el aserradero. Serpenteaba a lo largo del edificio de ladrillo marrón, doblaba la esquina y llegaba al estacionamiento. Al final de la cola vio a Frank Wilson, uno de los viejos amigos de Hargrove, y aunque una pequeña parte de él quería regocijarse porque tenía lo que se merecía, realmente no podía sentirse bien por ello.
La venganza no era siempre dulce.
Había bastantes obreros de la construcción en la cola, y bajo las letras de metal que identificaban eufemísticamente el edificio como Departamento de Seguridad Económica de Arizona, vio a Ted Malory. Lo saludó con la mano, pero Ted no lo vio, y prefirió seguir adelante sin llamar la atención.
Según la mujer de Ted, el Almacén lo había estafado en la construcción del tejado del edificio, ya que le había deducido dinero por errores y descuidos imaginarios de la cantidad acordada inicialmente. Desde entonces, no había tenido ningún otro trabajo, y había tenido que echar a todo su equipo, y Charlinda dijo que seguramente irían a la quiebra. Además, hacía poco habían pillado a su hijo y a otros chicos tirando petardos en los retretes de la escuela, de modo que Ted y Charlinda tenían que cubrir también los desperfectos que eso había ocasionado junto con los padres de los demás chicos.
Los problemas no llegaban nunca solos, como solía decir su abuelo, y desde luego, lo parecía.
Especialmente por aquel entonces.
La tienda de Street seguía abierta, así que se dejó caer por allí y compró una aguja de diamante para el tocadiscos, aunque no la necesitaba. Luego se acercó a la tienda de discos.
Doane lo saludó con la cabeza al entrar.
—Hola —dijo Bill.
—Hola.
—Tal vez no debería preguntarlo —comentó Bill mientras se dirigía hacia el expositor de cedés de segunda mano—, pero ¿cómo va todo hoy?
—Bueno, ¿te enteraste de lo que pasó con la emisora de radio?
—No, ¿qué? —quiso saber.
—El Almacén la compró.
Dejó de andar y se volvió de cara al propietario de la tienda.
—Mierda.
—Sí. Lo mantenían en secreto, pero supongo que la semana pasada cerraron el trato. La emisora ha cambiado de manos esta mañana. —Sonrió sin alegría—. Incluso le han cambiado el nombre. Ahora se llama ALMA-CN.
—¿Por qué?
—Supongo que quieren controlar lo que oímos además de lo que compramos —dijo Doane tras encogerse de hombros. Luego, se acercó al mostrador para poner en marcha su receptor. De inmediato, empezó a oírse un grupo de rap detestable por los altavoces—. ¿Sabes eso de que la gente no sabe lo que le gusta, sino que le gusta lo que conoce? Bueno, pues eso es especialmente cierto en cuanto a la música. Ese fue el motivo de todos aquellos escándalos sobre sobornos hace años. Ésa es la realidad: si la música suena en la radio, si la gente la oye bastante a menudo, empieza a gustarle. —Apagó el receptor—. El Almacén no tendrá problema en vender sus existencias.
—Pero ¿por qué vendieron Ward y Robert? La emisora tenía que estar ganando dinero.
—Según se rumorea, el Almacén les hizo una oferta que no podían rechazar.
—¿Qué quiere decir eso?
Doane se encogió de hombros.
—¿Significa que les ofrecieron mucho dinero? ¿O que les amenazaron?
—Puede que ambas cosas. —Levantó un dedo antes de que Bill pudiera reaccionar—. Sólo repito lo que he oído. No sé nada más.
A Bill no le apetecía discutir. Debería estar despotricando, echando pestes. Pero no. Se sentía agotado, exhausto. Recordó su sueño sobre la asfaltadora. Eso era lo que el Almacén le parecía: una fuerza imparable, totalmente resuelta a pasar por encima de las gentes y costumbres de la ciudad como una apisonadora.
—Como viste, ya han cambiado los formatos —prosiguió Doane—. Ponen los cuarenta más escuchados. Y punto. Nada de country.
—¿Nada de country?
—Ya no.
—La gente de esta ciudad no lo aceptará.
—No hay más remedio que hacerlo. Además, la gente es básicamente pasiva. Se cabreará y se quejará un tiempo, pero se acostumbrará. Se adaptará. Le será más cómodo escuchar la música que le ofrecen que escribir una carta, hacer una llamada telefónica o hacer algo para cambiar la situación. Es humano.
Bill sabía que tenía razón. Era deprimente, pero cierto. Se suponía que la capacidad del ser humano de adaptarse a casi todo era una de sus mayores virtudes, pero también era una de sus mayores debilidades. Lo volvía sumiso, vulnerable a ser explotado.
—Prométeme algo. —Doane sonrió tímidamente—. Si te toca la lotería, si ganas, pongamos por caso, treinta millones de dólares jugando, compra la emisora y pon algo de música decente.
—Trato hecho —dijo Bill, que se obligó a devolverle la sonrisa.
No había nada nuevo en la tienda, nada que quisiera o necesitara realmente, pero compró en formato cede varios álbumes que ya tenía en vinilo. Era probable que hubiera gastado más en la tienda de Doane durante los últimos tres meses que en todo el año anterior, pero Ginny parecía comprender por qué lo hacía, y no creía que fuera a objetarle las compras de ese día.
Al volver a casa, se desvió para pasar por delante del Almacén. A diferencia de las calles desiertas del centro de la ciudad, el estacionamiento del Almacén estaba abarrotado.
A pesar de que era un día laborable.
A pesar de que era media tarde.
Pasó sin reducir la velocidad, mirando por la ventanilla del copiloto. Había desaparecido hasta el último rastro del prado original. El contorno y la topografía del claro estaban totalmente cambiados, y daba la impresión de que el Almacén hubiera estado siempre allí.
Tomó el desvío que conducía hacia Creekside Acres y siguió la carretera de tierra hacia su casa.
Pasó el resto de la tarde trabajando en la documentación para el paquete contable del Almacén.
2
Verano.
Shannon se despertó tarde, tomó un desayuno copioso y se pasó el resto de la mañana tumbada en la cama mirando al vacío y escuchando la radio. No soportaba el verano, aunque no sabía desde cuándo le pasaba eso, no sabía cuándo había cambiado de modo de pensar. Antes le encantaba esa estación. Cuando era pequeña, no había nada mejor que tres meses sin escuela, y los días largos estaban llenos de infinitas posibilidades. Cada mañana se despertaba temprano, cada noche se acostaba tarde, y se pasaba las horas jugando con sus amigos.
Pero ya no jugaba, y ahora los días se extendían inacabables ante ella, convertidos en un período enorme de tiempo sin nada que hacer.
No habría sido tan aburrido si hubiera podido verse con sus amigas, pero ese verano tenían trabajo o se habían ido de vacaciones con sus familias. Hasta Diane trabajaba, y se pasaba los días tras la caja registradora de la gasolinera de su padre.
Habría sido distinto si hubiera tenido novio. Entonces habría agradecido la libertad. Ni siquiera le habría importado la ausencia de sus amigas. Habría tenido muchas cosas que hacer con su tiempo.
Jake.
Todavía lo echaba de menos. A veces se había portado como un imbécil. De hecho, muchas veces, pero echaba de menos tener a alguien con quien hablar, con quien acurrucarse, con quien estar.
Le seguía costando acostumbrarse al hecho de que a alguien que lo había significado todo para ella, que afirmaba amarla y con quien había compartido secretos íntimos y temores no le importara si estaba viva o muerta. Era algo difícil de aceptar, un cambio enorme, y pensó que eso era lo que debía de sentirse cuando se moría alguien a quien amabas. El retraimiento emocional era el mismo.
Respiró hondo y miró por la ventana de su cuarto. Era uno de esos días tranquilos de verano tan frecuentes en Arizona. Cielo azul sin nubes. Bochorno. Aire caliente, sin brisa. Podría llegar a ser soportable si tuvieran aire acondicionado, pero no lo tenían, y el ventilador que tenía sobre el tocador sólo creaba una débil corriente caliente que apenas llegaba a la mitad de la habitación.
Pensó en Sam, trabajando en el Almacén. Aire acondicionado. Gente. Música. Ruido. Vida. De repente, le pareció genial, y en ese momento decidió que, en lugar de desperdiciar el verano vegetando y viendo culebrones y tertulias televisivas, ella también trabajaría. No había nada que quisiera comprar, ningún motivo concreto por el que necesitara ganar dinero, pero podría ingresar en el banco lo que sacara ese verano y empezar a ahorrar para cuando fuera a la universidad.
Ilusionada y con fuerzas renovadas, se levantó de la cama y recorrió el pasillo hacia el despacho de su padre. La puerta estaba cerrada pero la abrió sin llamar.
—¿Papá?
—¿Qué sucede, mi queridísima hija? —preguntó su padre tras alzar los ojos del ordenador.
—Deja de hacer el payaso.
—¿Para esto has invadido mi privacidad? ¿Para insultarme?
—No. Quiero trabajar.
A Bill le cambió la cara.
—¿Dónde? —exclamó con una expresión más dura.
—Pensaba solicitar empleo en el Almacén.
—No quiero que trabajes allí —dijo, muy serio.
—¿Por qué? Todo el mundo lo hace. Sam lo hace.
—Sam es mayor que tú. —Esperó un momento antes de proseguir—: Además, tampoco me gusta que ella trabaje allí.
—Muy bien. Pues buscaré trabajo en otra parte. Aunque, por si no te has dado cuenta, los negocios no van exactamente bien en Juniper.
—Y ¿por qué quieres trabajar? Es verano. Pásatelo bien. Ya trabajarás el resto de tu vida. Podrías disfrutar del verano mientras todavía eres pequeña.
—La Tierra a papá: tengo diecisiete años. Ya no soy ninguna niña.
—Siempre serás mi niña del alma —sonrió su padre con dulzura.
—Alerta de payaso.
—Aún no me has contestado. ¿Por qué quieres trabajar?
—Me aburro. Mis amigos están trabajando o se han ido. No tengo nada que hacer.
—Siempre hay algo que hacer.
—No quiero un discurso inspirador. Quiero trabajar.
—Adelante —dijo Bill—. Tienes mi bendición. —La miró a los ojos—. Siempre que no sea en el Almacén.
Shannon asintió, empezó a cerrar la puerta para marcharse y, entonces, volvió a asomarse al despacho.
—¿Puedo usar el coche? —preguntó.
—Tu madre tiene el jeep y Sam se llevó el Toyota. Pero si encuentras un tercer automóvil en el garaje, puedes utilizarlo.
—Se me olvido —comentó tímidamente.
—Que vaya bien el paseo, y no olvides cerrar la puerta al salir.
Shannon cerró la puerta del despacho de su padre y recorrió el pasillo hacia la cocina, donde sacó un refresco de la nevera. Se planteó olvidarse de la idea. O, por lo menos, esperar otro día. Hacía un calor terrible, y acabaría empapada de sudor si iba a la ciudad a pie. Las probabilidades de que alguien contratara a una chica sudorosa y maloliente de diecisiete años eran bastante bajas.
Pero una tarde inacabable se extendía ante ella, y ya había tenido bastantes como ésa durante las últimas semanas. Necesitaba salir de casa, encontrar algo que hacer. Además, ese día nadie la entrevistaría. Por la tarde recogería los formularios de solicitud, los traería a casa para rellenarlos y los llevaría de vuelta por la mañana.
Y ya sabía dónde iba a solicitar el trabajo.
En el Almacén.
Era probable que en cualquier otro sitio le concedieran una entrevista al instante y le dijeran enseguida si la aceptaban o no. El Almacén era la única empresa lo bastante grande como para ser impersonal, y a pesar de la promesa que le había hecho a su padre, era el único sitio donde quería trabajar.
Sabía que, por alguna razón, a sus padres no les gustaba el Almacén, pero no sabía exactamente por qué. Algunas de las normas para los empleados parecían extrañas, como la prohibición de salir con gente ajena a la empresa (¿no era normalmente al contrario?), y pensar en Mindy y en los guardias de seguridad del Almacén vigilando a los alumnos como si fueran ganado durante la fiesta de graduación la seguía haciendo sentir incómoda, pero realmente no parecía que hubiera nada en ese establecimiento que generara la clase de odio extraño que sentían sus padres, y muy especialmente, su padre.
Lo más probable es que fuera algo político.
Sus padres estaban muy metidos en esas cosas.
Fue a su cuarto y tomó el bolso, por si acaso necesitaba identificarse.
—¡Me voy! —gritó.
—¡Buena suerte! —gritó a su vez su padre.
Dejó que la mosquitera se cerrara de golpe a su paso y bajó por el largo camino de entrada hasta la carretera, donde dos de los caballos del señor Sutton la observaban con tristeza desde detrás de la cerca. Cruzó corriendo la carretera de tierra, saltó la cerca y abrazó a los caballos a la vez que les murmuraba palabras tranquilizadoras. Si los hubiera visto desde el porche, les habría llevado unos terrones de azúcar de la cocina, pero ahora no quería regresar y les dio unas palmaditas, con la promesa de llevarles algo la próxima vez. Los animales también estaban acalorados, abatidos por la falta de aire, e intentaban mantenerse en la sombra. Se estaba acercando la parte más calurosa del día, y aunque era evidente que los caballos querían tener compañía, debía irse, de modo que les dio un rápido abrazo de despedida antes de volver a saltar la cuneta hacia la carretera para dirigirse a la ciudad.
Cuando llegó al Almacén, parecía que hubiera corrido una maratón. Tenía la blusa y los pantalones cortos pegados a la piel, y el pelo apelmazado le formaba mechones húmedos alrededor de la cara. Como no podía pedir un formulario de solicitud con aquella facha, se compró una lata de cola de la máquina recién instalada junto a la puerta y se sentó en el banco que había de cara al estacionamiento para tratar de refrescarse.
Echó un vistazo alrededor. Estaba justo donde Mindy había estampado el coche contra la pared, y aunque no había pensado en ello en varias semanas, de repente recordó el soporte del volante, lleno de sangre, incrustado en la cara de Mindy.
«Está construido con sangre».
Inspiró hondo y notó que un ligero escalofrío le recorría el cuerpo. Quizá lo que sentían sus padres no fuera tan infundado.
Pero entonces miró el estacionamiento y vio a una mujer que empujaba alegremente un carrito hacia la entrada mientras su hijo, sentado en su asiento, cantaba a voz en cuello.
No había nada extraño en el Almacén. Era un almacén de descuento normal. Puede que lo hubiera rodeado algo de mala suerte, que hubiera habido algunas coincidencias negativas, pero esa clase de cosas ocurrían continuamente en todas partes.
La mujer pasó junto al banco y el niño saludó con la manita a Shannon.
—¡Hola! —le dijo.
—Hola —le respondió Shannon con una sonrisa.
Unos minutos después, como ya se había refrescado lo suficiente y había dejado de sudar, entró en el Almacén y sintió una agradable ráfaga de aire frío al cruzar las puertas. Un guía sonriente le preguntó si necesitaba ayuda. Ella le dijo que había ido a buscar un formulario de solicitud de empleo, y el hombre le indicó dónde estaba el mostrador de atención al cliente. La mujer que atendía ese departamento, a la que Shannon recordaba de Buy-and-Save, le entregó un impreso y un bolígrafo y le indicó que se situara en un extremo del mostrador para rellenar la información.
—No nos quedan demasiadas vacantes —le informó—, pero tienes suerte: hay un puesto de dependiente disponible en el departamento de jardinería.
—Lo acepto —dijo Shannon.
—Rellena la solicitud y ya veremos —sonrió la mujer.
Shannon lo hizo, devolvió la hoja y recorrió el Almacén en busca de Sam. La encontró detrás de la caja registradora del departamento de electrodomésticos, bostezando ostensiblemente mientras una mujer mayor la sermoneaba por no haber sido servicial con ella.
Shannon fingió mirar vajillas y cuberterías hasta que la mujer se marchó, indignada.
—Lo que tenemos que aguantar —sonrió Samantha mientras miraba el pasillo que ocupaba Shannon—. ¿También han venido mamá y papá?
—Sólo yo —contestó Shannon a la vez que negaba con la cabeza.
—¿A qué debo el honor?
—He solicitado un empleo en el Almacén.
A Sam se le ensombreció la expresión.
—Pensé que podrías ayudarme —añadió Shannon.
—No puedes trabajar aquí —soltó su hermana.
—Sí que puedo.
—No, no puedes.
—Mira, sólo quería pedirte que me recomendaras. Pero si te parece demasiado, olvídalo. Dios mío, no creía que fueras a darle tanta importancia.
—Se lo diré a papá.
Shannon se quedó mirando a su hermana.
—Gracias. Muchas gracias —le espetó.
—No creo que…
—Ya entregué la solicitud. Si no quieres ayudarme, no pasa nada. Pero voy a conseguir trabajo aquí.
—¿Ya la entregaste?
—Sí.
Sam inspiró hondo, y su semblante reflejó algo difícil de precisar. «¿Miedo?», se preguntó Shannon.
—Muy bien. Me encargaré de ello —aseguró al cabo la hermana mayor.
—¿De qué?
—Hay unos tests que se tienen que pasar antes de que te contraten, pero veré qué puedo hacer para librarte de ellos. Creo que puedo.
—Gracias —repuso Shannon a regañadientes tras asentir con la cabeza.
Sam parecía descompuesta, casi enferma físicamente.
—Vete a casa —dijo—. No deberían vernos juntas.
—¿Por qué?
—Vete. Hablaré con ciertas personas, y esta noche te diré lo que haya. —Sonrió, pero su sonrisa era forzada, más bien una mueca, lo que hizo que Shannon recordara de nuevo a Mindy.
«Está construido con sangre».
Miró a su hermana fijamente.
—Gracias —repitió.
Sam asintió.
Shannon se marchó bastante intranquila, aunque no sabía por qué.
Cuando llegó a casa, su madre ya había llegado. Estaba corrigiendo un montón de deberes en la mesa de centro del salón, pero alzó los ojos cuando entró.
—Tu padre dijo que habías ido a buscar trabajo.
—Sí.
—¿Dónde lo solicitaste? —preguntó Ginny.
—¿Dónde no lo solicité? —dijo la niña con sorna.
—¿Tuviste suerte?
—No sé —respondió encogiéndose de hombros—. No parece que haya demasiados sitios en Juniper que busquen gente ahora mismo.
—La escuela de verano empieza el lunes. Me iría bien una ayudante.
Shannon resopló burlonamente.
—Son diez dólares a la semana —insistió Ginny—. Y te quedaría bien en el curriculum de cara a la universidad.
—Ya veremos. Si no consigo ningún trabajo, quizá lo acepte.
Samantha llegó tarde a casa. Fue directamente al cuarto de su hermana y cerró la puerta detrás de ella.
—Estás contratada —anunció—. Preséntate mañana. A las diez. Pregunta por el señor Lamb.
—Gracias.
Sam asintió.
Shannon pensó que parecía cansada. Y pálida. Enferma.
—¿Estás bien? —preguntó.
—Sí —respondió con brusquedad su hermana.
—Sólo era una pregunta.
—¿Qué les dirás a papá y mamá?
—Algo se me ocurrirá.
—A mí no me metas.
—De acuerdo. —Shannon observó cómo su hermana se volvía y salía en silencio de la habitación. Unos momentos después, oyó el agua de la ducha en el cuarto de baño. Pensó en contarle a sus padres que había conseguido un empleo (tenía que decírselo si empezaba a trabajar al día siguiente), pero no sabía cómo hacerlo y necesitaba algo de tiempo para idear un plan.
Pondrían el grito en el cielo si sabían que iba a trabajar en el Almacén.
Se quedó tumbada en la cama, leyendo una revista, y cuando Sam terminó de ducharse, esperó diez minutos más a que el vaho desapareciera del cuarto de baño para entrar ella a bañarse.
Tapó el desagüe y tras abrir el grifo para que corriera el agua, comprobó con los dedos que estuviera a la temperatura adecuada. Se desnudó, abrió la cesta de la ropa sucia para meter en ella la blusa y los vaqueros y vio las braguitas de Sam sobre las demás prendas. Estaban manchadas de sangre, y aunque al principio no le dio ninguna importancia, segundos después recordó que a su hermana no le tocaba el período hasta dentro de dos semanas.
Se quedó parada un momento. Pensó en lo cansada y enferma que Sam parecía esa noche, y se planteó preguntarle si le pasaba algo, pero se limitó a contemplar unos instantes la ropa interior de algodón manchada de sangre antes de poner encima la suya, dejar caer la tapa de la cesta, meterse en la bañera y sumergirse en el agua.
Después del baño, habló con sus padres.
Estaban sentados en el sofá, viendo la tele, de modo que entró en el salón y se puso delante de ellos. Había pensado sincerarse y contarles la verdad, había pensado prepararlos poco a poco para la noticia, pero finalmente decidió que lo más fácil, lo único que podía hacer en este caso, era mentir.
—Tengo trabajo —dijo.
—¡Qué bien! —sonrió su madre—. ¿Dónde?
—¿Cuándo te enteraste? —preguntó su padre. Su voz transmitía seriedad, no apoyo, y Shannon notó que empezaba a fruncir el ceño.
—Ahora mismo.
—¿Cómo?
—Me llamaron —respondió.
—No oí sonar el teléfono.
—Sonó. Y contesté. Me dieron el trabajo.
—¿Dónde? —repitió su madre.
—Sí —intervino su padre—. ¿Dónde?
¿Era recelo lo que había detectado en el rostro de su padre? Tragó saliva con fuerza, tratando de sonreír.
—En George's —dijo—. En la hamburguesería.
A la mañana siguiente, el señor Lamb la esperaba junto al mostrador de atención al cliente. Había ido en el coche con Sam, y había llegado media hora antes a la cita, pero el señor Lamb la estaba esperando igualmente, y sonrió al estrecharle la mano. Tenía la piel fría al tacto y una sonrisa gélida, y deseó que Sam se hubiera quedado con ella mientras el director de personal le describía brevemente sus obligaciones. Hizo una pequeña pausa en su discurso ensayado, como si le hubiera leído los pensamientos:
—Sí —dijo—. Ha tenido mucha suerte de tener una hermana como Samantha. Es toda una mujer. —Su sonrisa se hizo más amplia—. Toda una mujer.
A Shannon se le heló la sangre. Pensó que debería haber hecho caso a Sam y a sus padres. No debería haber solicitado un empleo en el Almacén.
Había sido un error.
De repente, un verano tumbada en la cama leyendo revistas y escuchando la radio le pareció más agradable que aburrido, le pareció que debería ser así como pasara el tiempo, y por un breve instante, se planteó rechazar el empleo, dejarlo y largarse de allí.
Pero el señor Lamb se la llevaba de la zona de atención al cliente para enseñarle el Almacén, y ya era demasiado tarde. Había dejado escapar la oportunidad.
¿Demasiado tarde?
¿Por qué era demasiado tarde?
No sabía por qué, pero lo era, y lo siguió por los pasillos y departamentos, mientras le explicaba la distribución y el funcionamiento del Almacén.
Se le pasó el miedo, y su intranquilidad fue remitiendo con la misma rapidez con que la había invadido. El señor Lamb le mostró la sala de descanso y el vestuario, la llevó a la enorme sala donde se almacenaban las mercancías, la condujo a una habitación llena de pantallas de vídeo con las que Jake y sus compañeros de seguridad controlaban el edificio.
Jake, gracias a Dios, no estaba allí.
Se preguntaba qué haría si se lo encontraba en la sala de descanso o en algún otro sitio. ¿Cómo manejaría la situación? Procuró decirse que el hecho de que Jake trabajara en el Almacén era otra razón por la que no debería haber solicitado un empleo allí, pero en el fondo sabía que era una de las razones por las que lo había hecho. A pesar de lo que decía a los demás, a pesar de lo que fingía, de algún modo seguía convencida de que podrían volver a salir juntos.
El señor Lamb era definitivamente extraño, pero el escalofrío inicial que había sentido en su presencia había desaparecido, y cuanto más se adentraban en el edificio y más empleados sonrientes le presentaba el señor Lamb en su recorrido por él, más a gusto se sentía en el Almacén. Podría trabajar allí. Podría adaptarse.
Bajaron en un pequeño ascensor hasta un pasillo con las paredes de hormigón que tenía aspecto de búnker, y el señor Lamb le mostró una sala de reuniones y una sala de formación. Se detuvo delante de una puerta arqueada con los bordes dorados.
—Y esto de aquí es la capilla —indicó.
Shannon le echó un vistazo desde la puerta. Por un breve instante, volvió a quedarse helada. Había bancos dispuestos en filas, lamparillas aromáticas encendidas en huecos idénticos en las paredes laterales, pero delante de la capilla, en lugar de un púlpito o un altar, había un retrato enorme de Newman King, ribeteado de terciopelo rojo.
—Aquí es donde los directores de departamento celebran sus reuniones todas las mañanas. Antes de abrir la tienda, rezan al señor King para tener un día lucrativo.
¿Rezaban al señor King?
Había visto al fundador del Almacén por televisión, en las noticias, y aunque era un hombre evidentemente rico y poderoso, no era ningún dios, y la idea de que el hombre o la mujer bajo cuyas órdenes estaría trabajando bajara allí cada mañana a rezar de modo ritual ante un retrato de un millonario le puso los pelos de punta.
Siguieron adelante, de vuelta al ascensor para regresar a lo que el señor Lamb llamó «la Planta». Había compradores y mirones deambulando por los pasillos, sentados en el restaurante de sushi y en la cafetería, y Shannon pensó que había tenido mucha suerte de encontrar trabajo en el Almacén.
—Eso es todo por ahora —dijo el señor Lamb—. Recibirá clases equivalentes a una semana de formación para aprender a manejar las cajas registradoras, a tratar con los clientes y cosas así, la tendremos dos semanas a prueba y después ya formará parte de nuestra plantilla. —Le entregó una hoja fotocopiada con los horarios de las clases de formación—. Su primera clase será esta noche, en la sala de formación de la planta inferior. No falte.
—Humm, gracias —contestó Shannon.
—Dé las gracias a su hermana —sonrió el señor Lamb, y tras repasarla con la mirada de arriba abajo, asintió satisfecho—. Creo que será una empleada modelo del Almacén.
—Lo intentaré —aseguró Shannon.
El señor Lamb empezó a rodear el mostrador de atención al cliente, pero en el último momento se detuvo y se volvió hacia ella.
—¿Quiere un consejo? —soltó—. Pierda esa gordura infantiloide. Está un poco rechoncha. No nos gusta tener a zorras gordas trabajando en el Almacén. No da buena imagen.
Sonrió, la saludó con la mano y se metió en una oficina.
¿Zorras gordas?
La había dejado estupefacta, sin saber cómo reaccionar, sin saber siquiera qué sentir. Se lo había dicho de una forma tan despreocupada, tan a la ligera, que no estaba segura de haberlo oído bien.
No. Sabía que lo había oído bien.
No era nada profesional decir una cosa así, pensó Shannon. Una persona que ostentaba un cargo de autoridad no debería hablar de esa forma.
Su siguiente reacción fue ir al departamento de moda femenina para mirarse en un espejo.
Gordura infantiloide.
Rechoncha.
¿De verdad pesaba demasiado? El señor Lamb se había fijado en eso, se lo había dicho sin venir a cuento, prácticamente le había ordenado que adelgazara si quería conservar el trabajo, de modo que no era una manía suya, sino una realidad.
Tenía un problema.
Se sentía más indignada que dolida, más enojada que avergonzada, pero cuando se miró en el espejo, el instinto de conservación la abandonó.
El señor Lamb tenía razón.
Se giró hacia la izquierda y hacia la derecha, se miró el trasero por encima del hombro.
Tendría que dejar de comer tanto. Su madre se pondría histérica, le soltaría el sermón sobre la anorexia y la bulimia, pero esta vez se mantendría en sus trece.
Se lo había confirmado un tercero.
Estaba gorda.
—¿Puedo ayudarla en algo?
Se volvió y vio que una mujer delgada de mediana edad con el uniforme del Almacén le sonreía amablemente.
—No —contestó—. Gracias.
Dio media vuelta y recorrió el pasillo principal hacia la entrada.
Decidido. Iba a saltarse el almuerzo.
Y tal vez la cena.
Cruzó la puerta delantera.
Tal vez debería suprimir siempre el desayuno.