Capítulo 15

1

Bill oyó el ruido de las sierras cuando despertó. Las sierras y las excavadoras.

El Almacén se estaba ampliando.

Se levantó, se puso unos pantalones cortos y una camiseta y salió para hacer su footing matinal.

Efectivamente, se había empezado a construir la ampliación aprobada, y un ejército de hombres y máquinas trabajaban duro para demoler el grupo de árboles situados detrás del edificio. Era evidente que no eran obreros locales (lo supo por el equipo moderno y personalizado), pero no había ningún cartel en el solar que indicara el nombre del contratista. Dejó la carretera para entrar en el estacionamiento vacío, y al acercarse más al costado del edificio, pudo ver claramente el logotipo en el lateral de un bulldozer negro. El logotipo mostraba un carrito de la compra lleno de productos, y la leyenda: «Constructora El Almacén — Una división de la empresa El Almacén».

Ben también había llegado al solar, y se hallaba tras la valla de tela metálica provisional tomando fotos para el periódico. Bill lo vio agachado junto a una grúa, con la cámara apuntada hacia la parte trasera del Almacén.

—¡Hola! —lo llamó.

El director del periódico levantó la cabeza, lo saludó con la mano y siguió tomando fotos. Bill rodeó la grúa hacia una maraña de árboles talados que unos diez o doce hombres equipados con sierras eléctricas estaban cortando. Bill se mantuvo al otro lado de la valla, observando, esperando. Finalmente, el director del periódico terminó el carrete y pasó junto a un camión, salió de detrás de la valla y accedió al estacionamiento.

Bill se acercó para saludarlo. Tuvo que gritar para que lo oyera por encima del rugir de las sierras.

—¿Por qué estás aquí tomando fotos tan temprano? —le dijo—. Creía que dejabas el trabajo pesado a tus subordinados.

—¿Trabajo pesado? En Juniper, esto es lo que se considera un trabajo de categoría. Ellos cubrirán el partido de la Liga Menor de esta tarde y la reunión del consejo escolar de la noche. Yo cubro el Almacén.

—Que tiemble Dan Rather en la CBS.

—Vete a la porra.

Bill soltó una carcajada, y los dos cruzaron despacio el estacionamiento para dirigirse hacia la parte delantera del Almacén, donde Ben tenía su automóvil. Bill dirigió los ojos hacia la derecha mientras caminaban. El día anterior habían reparado la fachada del edificio, y entonces había supuesto que lo habían hecho obreros locales. Pero ahora ya no estaba tan seguro. Hizo un gesto hacia los obreros que trabajaban en el solar posterior.

—¿Repararon ellos la fachada del edificio?

—Sí —confirmó Ben.

—Y ¿están construyendo la ampliación sin ayuda de nuestros trabajadores locales?

—Exacto.

—Por lo menos, el ayuntamiento podría haber insistido en que utilizaran contratistas locales —comentó Bill sin dejar de sacudir la cabeza—. Me parece bastante chungo, la verdad. El sector de la construcción era el único que se beneficiaba de la presencia del Almacén…

—Aparte del periódico —le recordó Ben.

—Aparte del periódico —reconoció Bill.

—Adiós a la teoría del incremento de empleos, ¿no crees?

—Me parece que se lo merecen por ser tan ingenuos y tan crédulos…

—Especialmente, después de que tú se lo hubieras advertido.

—… pero los demás también estamos pagando las consecuencias. —Miró a su amigo—. Imbécil.

—Venga, hombre. ¿No crees que te estás ofuscando demasiado con este tema?

—¿Y tú no?

—Es mi trabajo. Soy periodista.

Habían llegado al coche de Ben.

—¿Quieres que te lleve a casa? —preguntó el director del periódico mientras abría la puerta.

—No, gracias —respondió Bill—. Necesito hacer ejercicio. —Echó un vistazo atrás y sólo pudo ver el extremo de la valla de construcción detrás del costado sur del edificio. Se oyó un estruendo cuando cayó otro pino ponderosa—. No estarán contentos hasta haber talado todos los árboles de Juniper.

—Como en la canción «Big Yellow Taxi» de Joni Mitchell.

—Hippy.

—Ya admití serlo.

Se miraron unos segundos por encima del techo del coche mientras oían el ruido de las sierras.

—No hay nada que podamos hacer al respecto, ¿verdad? —preguntó Bill por fin.

—Es el progreso. Súbete al carro o quítate de en medio, coño.

Bill alzó los ojos hacia el cielo azul despejado y se pasó una mano por el pelo.

—¿Alguna pista sobre la tienda de Richardson? —preguntó.

—¿Tú qué crees?

—Sólo preguntaba.

—¿Quieres saber lo que creo que pasará?

—¿Sobre qué?

—Sobre la situación de Buy-and-Save.

—Pues no —soltó Bill—. Pero dímelo.

—Su desaparición final coincidirá con la inauguración del departamento de alimentación del Almacén. —Señaló las obras con la mano—. Aguantará hasta entonces —sentenció antes de mirar de nuevo a Bill, que permanecía al otro lado del vehículo—. ¿Qué te apuestas?

—Nada —respondió Bill. Inspiró hondo, se despidió con la mano y empezó a correr. Quería estar enojado e indignado; se habría conformado con estar asustado. Pero sólo se sentía cansado y desanimado. Y así se sintió mientras salía del estacionamiento y cogía la carretera para dirigirse a su casa.

El ruido de las sierras lo siguió todo el camino.

2

Ginny solía pasar los descansos en el aula (sólo duraban diez minutos, lo que, de hecho, no le dejaba tiempo para mucho), pero ese día se sentía inquieta y nerviosa. Después de acompañar a sus alumnos al patio, volvió enseguida a la sala de profesores para tomarse una taza de café.

En la sala sólo estaba Lorraine Hepperton, que se hallaba sentada en el sofá tarareando una canción. Ginny sonrió a la otra profesora mientras se acercaba a la máquina de café.

—Caray, hoy estamos de muy buen humor —comentó.

—Sí, señora —confirmó Lorraine tras devolverle la sonrisa.

Ginny soltó una carcajada. Cogió su taza de café y se dirigió al sofá para sentarse con su amiga.

—¿Cómo te va? —preguntó.

—¿En la escuela o en mi vida real?

—¿Hay alguna diferencia?

—Ahora sí. —Lorraine rebuscó en el bolso, que tenía a su lado—. ¿Quieres ver lo que compré?

—Claro… —empezó a decir, pero Lorraine ya había encontrado lo que estaba buscando y lo sostenía en alto para que lo viera. Era una muñeca fea, especialmente repugnante, de color naranja, con un aspecto aparentemente humano pero con el pelo erizado que le salía en mechones extraños de una cabeza deforme y con una cara descentrada formada de retazos de tela negra cosidos entre sí. La figura estaba desnuda, y una vulva exagerada le sobresalía en la entrepierna.

—¿Qué es? —preguntó Ginny con una mueca.

—Un muñeco vudú. Lo compré en el Almacén.

—¿Para qué?

—Para probarlo. Supongo que no tiene nada de malo —comentó, y tras soltar una risita, añadió—: Lo llamo Meg.

—¡Lo dirás de broma! —soltó Ginny, horrorizada.

—No, hablo en serio. —Dirigió una mirada nerviosa hacia la puerta para asegurarse de que no entrara nadie en la habitación y sacó un alfiletero del bolso. Tomó un alfiler y lo clavó hasta el fondo en el pecho izquierdo del muñeco.

Se rio. Ginny notó que un escalofrío le recorría la espalda. No podía imaginar que una cadena de almacenes de ámbito nacional vendiera algo así, ni siquiera como artículo de broma, y se preguntó dónde estaría expuesto el muñeco en el Almacén.

Lorraine introdujo otro alfiler en el vientre del muñeco.

«La caravana negra».

Sintiéndose perturbada, Ginny se levantó y se alejó del sofá. Una vez estuvo ante la máquina de café, se volvió para preguntar:

—No creerás que realmente funciona, ¿verdad? ¿O acaso crees en esas cosas?

Lorraine giró el muñeco y le mostró la etiqueta.

—Made in Haiti.

Ginny seguía sin estar segura de si la otra profesora hablaba en serio o no. La voz de Lorraine era agradable, de tono suave, pero no parecía hablar en broma. Era como si estuvieran teniendo una conversación normal, como si estuvieran comentando la calidad de la tela de una blusa nueva.

Lorraine sacó otro alfiler, lo presionó directamente en la gigantesca vulva y, acto seguido, guardó el alfiletero y la muñeca en el bolso. Un segundo después, otra profesora cruzó la puerta abierta de la sala de profesores.

—Hola, Meg —dijo Lorraine con dulzura.