Capítulo 14

1

Había pasado mucho tiempo. El próximo mes de julio haría quince años de la muerte de Cash, y no había estado con ningún hombre desde entonces. Pero no se quejaba. Nunca había querido a nadie más. Cash había sido su marido, y en lo que a ella respectaba, le sería infiel si hacía el amor con otro hombre.

Aun así, a veces lo echaba de menos.

Flo recorrió el pasillo con la mirada para asegurarse de que no hubiera nadie observando, y echó un vistazo a la selección de masajeadores y vibradores que había en el estante delante de ella. Había uno que se sujetaba a la mano y otro que parecía una pelota de goma sobre una barrita, pero se fijó en el vibrador de la derecha, el que recordaba el pene de un hombre.

—Disculpe, señora. ¿Puedo ayudarla?

Dio un brinco al oír la voz y se volvió avergonzada para ver a un hombre joven con el uniforme verde del Almacén. Abrió la boca para decir algo, pero no le salió ningún sonido.

—Estos modelos son muy bonitos —indicó el joven, señalando los vibradores—. Y son productos de altísima calidad. A precios rebajados.

—No… no los estaba mirando —dijo Flo.

—Sí que los miraba —la corrigió el joven con una sonrisa que no tenía nada de sarcástica, de autosuficiente o de ofensiva. Tampoco era lasciva.

¿Lasciva?

Flo era lo bastante mayor como para ser su abuela.

—Yo… —empezó a decir.

—Buscaba un vibrador. —Tomó el modelo del centro, el de la barrita—. Puede que éste sea el mejor si quiere masajearse los músculos de la espalda y esos lugares a los que resulta difícil llegar. Por otra parte, si lo que busca es complacerse sexualmente a sí misma…

—¡No! —Casi había gritado, y notó que se ponía colorada de la vergüenza. Echó un vistazo rápido a su alrededor, pero seguían solos en el pasillo.

—Si fuera el caso, no es asunto nuestro. Y no es nada de lo que deba avergonzarse, señora. Estamos aquí para ofrecerle los productos que necesita, no para juzgar su estilo de vida. Nuestra política consiste en asegurarnos de que todo el mundo encuentre lo que quiere y que ningún cliente se sienta avergonzado o violento por ello. Si la he hecho sentir así, lo lamento de verdad.

—No, perdone —se disculpó Flo después de inspirar hondo—. He reaccionado de forma exagerada.

El joven le puso una mano amistosa en el hombro.

—Aquí, en el Almacén, tenemos una relación confidencial con nuestros clientes —declaró—. Como los sacerdotes y los abogados, no revelamos lo que se nos dice en privado. Todo queda entre el cliente y nosotros. Es una de las reglas fundamentales que figuran en La Biblia del empleado, y por eso podemos atender al cliente de un modo tan eficaz.

Flo no dijo nada.

—Así que todo lo que diga quedará entre nosotros. Y punto —concluyó el empleado. Dejó el vibrador de la barrita y señaló los demás que estaban en el estante—. Pero, si lo que está buscando es un relajante muscular…

—No —lo interrumpió Flo.

—Ya me lo parecía —sonrió el joven.

Flo lo miró. Era simpático, servicial, agradable y resultaba fácil hablar con él. Se sentía cómoda con aquel joven. Confiaba en él.

—Quizá deberíamos volver a empezar —sugirió—. Desde el principio.

—Muy bien —asintió el joven. Se marchó por el pasillo, dio media vuelta y regresó con una sonrisa—. ¿Puedo ayudarla, señora?

—Sí —respondió Flo—. Me gustaría comprar un vibrador.

—Como verá, tenemos varios modelos distintos entre los que puede elegir.

—Ya sé cuál quiero.

—Y ¿cuál es, señora?

—Ese de ahí —dijo a la vez que lo señalaba—. El que parece una polla.

2

Holly echaba de menos el café.

Pero no era la única. Muchos de sus clientes habituales parecían perdidos, sin saber qué hacer ahora que ya no tenían una silla ni un taburete donde sentar el trasero.

Ella, por lo menos, tenía trabajo. Como parte del acuerdo de compra, el Almacén había prometido a Williamson que conservaría a todos los empleados del café. Supuso que eso significaba que seguiría con su antiguo puesto. Pero el Almacén había cerrado el café y la había trasladado, junto con los cocineros y las demás camareras, a los snack-bars que había en el Almacén.

No, no eran snack-bars.

Eran locales de comida.

No era lo mismo. Aparte de los platos llamativos y los antipáticos compañeros de trabajo, aquel sitio estaba muy cargado y no se sentía cómoda, no tenía espacio para moverse. Tampoco le gustaba ver gente comprando todo el día.

Y el Almacén no admitía propinas.

Ésa era su queja más grande.

Vernon Thompson la había seguido desde el calé. La cafetería del Almacén no era exactamente lo mismo, y el hombre mayor se quejaba de… bueno, se quejaba de todo. Pero ella estaba allí, y él también, y por lo menos eso le daba cierta sensación de continuidad, como si estuviera en casa.

Pero el compañero de Vern ya no iba. El Almacén había logrado lo que nada había logrado: terminar con su duradera amistad. Por lo que había oído, Buck se pasaba ahora los días en un taburete del bar de Watering Hole. No sabía muy bien qué había ocurrido ni por qué (y no quería fisgonear), pero sabía que Vern echaba de menos a su amigo, y daba pena ver al hombre mayor solo y triste en una de aquellas diminutas sillas de plástico, intentando entablar conversación con los demás clientes que solían tener prisa y estar demasiado ocupados para saludarlo siquiera.

Holly culpaba a Williamson. ¿Por qué había tenido que vender el café el muy hijo de puta?

Le dio unas palmaditas en la espalda a Vern mientras volvía a llenarle la taza de café y empezó a recoger la mesa vacía que tenía a su lado. Para su sorpresa, cuando alzó los ojos vio a Buck con su sombrero de vaquero y un viejo abrigo, avanzando por el pasillo central hacia la cafetería.

Miró a Vern, que también lo había visto, y los dos amigos cruzaron la mirada. Ninguno supo si era algo bueno o malo, si Buck había ido a pasar el rato o a crear problemas, de modo que esperaron inmóviles a que llegara tambaleándose hasta ellos.

—¡Vernon! —exclamó Buck—. ¿Cómo estás, cabroncete?

Los compradores que estaban en el pasillo y los clientes de la cafetería se volvieron hacia él, pero Buck no les prestó atención.

Vern pareció no inmutarse.

—No puedo quejarme —contestó—. ¿Por qué no acercas un taburete y te sientas conmigo?

—Sí, sí. —Se volvió hacia Holly—. ¡Holly! ¡Mi camarera favorita! ¡Esto es como en los viejos tiempos!

—Siéntese —le pidió Holly—. Le traeré un poco de café para que se despeje. Invita la casa.

—¡No quiero café!

—Baje la voz. La gente nos mira —le susurró la camarera.

—¡Me da igual!

Holly miró a Veril buscando auxilio.

—Vamos —dijo Vern a su amigo—. No hagas una escena.

—Yo… —Buck parpadeó, al parecer aturdido, pero se recuperó enseguida—. ¡Quiero ver al director! —anunció.

—No, Buck —repuso Holly, tras echar un vistazo rápido a su alrededor—. Está borracho. Si no se sienta y se calla, tendrá que irse ahora mismo a casa.

—¡Exijo ver al director!

—¿Hay algún problema? —Un hombre bajo y de aspecto obsequioso había aparecido de golpe junto a Holly. Dirigió una mirada burlona a Buck—. ¿Puedo hacer algo por usted, señor?

—Sí, maldita sea. Puede llevarme a ver al director de este establecimiento.

—Por supuesto.

Holly se humedeció los labios, nerviosa de repente. No había visto nunca al director del Almacén. Hasta donde ella sabía, nadie lo había visto. No era algo de lo que se hablara o que se sacara a colación; por un acuerdo tácito, jamás se mencionaba al director.

No sabía por qué.

Y el hecho de que fueran a llevar a Buck a verlo le provocó una sensación casi de pánico.

—¡Está borracho! —exclamó.

El hombrecillo se volvió hacia ella. No lo había visto nunca, pero la etiqueta de identificación que llevaba en el traje indicaba que se trataba del señor Walker.

—Ya lo sé —contestó.

—¡Quiero ver al director! —exigió Buck—. ¡Ahora mismo!

—Pero que esté borracho no significa que no tenga derecho a ver al director —añadió Walker.

Buck sonrió de oreja a oreja.

—Sígame, por favor. Lo llevaré con el señor Lamb. Él lo acompañará a ver al director.

Holly observó, con la cafetera todavía en la mano, cómo Buck seguía al señor Walker por el pasillo hasta una puerta situada en la pared de enfrente. Cuando la puerta se abrió de par en par, vio una escalera que conducía al piso superior, y luego la puerta se cerró. En lo alto de la pared, cerca del techo, había una ventana de cristal tintado que no recordaba haber visto.

La oficina del director.

Se estremeció.

—¿Qué pasará? —preguntó Vern casi en voz baja. Holly se dio cuenta de que él también estaba asustado, y tuvo más miedo todavía.

—No lo sé —contestó.

—¿Podría atenderme alguien? —se quejó un hombre detrás de ella.

—Enseguida —dijo Holly con la mano levantada. Dejó la cafetera en la mesa de Verri e instintivamente empezó a recorrer el pasillo hacia la oficina del director. Vern la siguió.

Cuando casi habían llegado a la puerta, ésta se abrió y apareció el señor Walker, que salió disparado hacia los pasillos del departamento de ferretería.

Unos segundos después, el señor Lamb también salió. Repasó rápidamente con la mirada el pasillo que tenía ante él y fijó los ojos en los de Holly.

—¿Es amigo suyo el hombre que quería ver al director? —le preguntó.

Holly asintió en silencio.

La voz del señor Lamb sonaba seria, aunque las comisuras de sus labios parecían ocultar una sonrisa.

—Llame a una ambulancia —añadió—. Creo que le ha dado un infarto.

3

—Todas las familias están locas —dijo Diane.

—No tanto como la mía —suspiró Shannon sacudiendo la cabeza.

Iban recorriendo el camino a través del bosque que se extendía desde la calle Granite hasta el estacionamiento del Almacén. Hacía calor, como si ya fuera verano, y a Shannon le hubiera gustado pararse en George's a tomar una cola o algo antes de empezar el trayecto. Se moría de sed, y el camino parecía mucho más largo de lo que Diane le había hecho creer.

Pero, por lo menos, tenían ocasión de hablar.

—Mi padre nos hace rezar antes de las comidas —prosiguió Diane—. Jo es cleptómana, mi hermano es un drogata, pero mi padre cree que dar gracias al Señor por nuestros alimentos compensará de algún modo sus malas aptitudes como progenitor de modo que todos nos convertiremos en personas perfectas.

Shannon soltó una carcajada.

—No tiene gracia —añadió su amiga.

—Un poquito sí que tiene.

—Bueno, puede que un poquito —sonrió Diane—. Pero la cuestión es que, comparada conmigo, no tienes nada de qué quejarte.

—Yo no diría eso.

—Yo sí. De modo que el Almacén saca un poco de quicio a tu padre. Ya ves. Podría ser mucho peor.

Más adelante, a través de los árboles, se veía un claro. Parabrisas reflejando la luz del sol; asfalto negro y ladrillos marrones… El Almacén.

—Por fin —dijo Shannon—. La civilización.

—¿Te imaginas cómo debió de ser vivir en la época de los pioneros? ¿Viajando meses sin ver a ninguna otra persona? ¿Vivir con una gota de agua de cantimplora al día?

—No quiero ni imaginármelo —aseguró Shannon a la vez que sacudía la cabeza.

Salieron de entre los árboles situados en un costado del estacionamiento y, tras deslizarse por un pequeño terraplén de tierra, llegaron al asfalto. Serpentearon en fila india, Diane delante y ella detrás, entre las hileras de coches aparcados hacia la entrada del Almacén.

De repente, Diane se detuvo en seco.

—¡Oh, Dios mío!

—¿Qué pasa? —preguntó Shannon tras casi chocar con ella.

Diane señaló la hilera que tenían justo delante.

—Es Mindy.

Mindy Hargrove, con el pelo enmarañado y totalmente desaliñada, corría hacia ellas desde el Almacén llorando desconsoladamente. Shannon y Diane la miraron sin saber qué hacer. Hacía mucho tiempo que no veía a Mindy. Durante el último semestre apenas había ido a clase, y el último mes no había aparecido por el instituto. Corría el rumor de que no iba a aprobar el curso y que tendría que repetirlo. A todo el mundo le daba pena por lo que le había pasado a su padre, pero al mismo tiempo siempre había sido una bruja, de modo que nadie lo sentía demasiado.

Por primera vez desde que había ocurrido, Shannon recordó el día que se había encontrado con Mindy en la calle al volver del instituto.

«Está construido con sangre».

No habían vuelto a hablar desde entonces, aunque se habían visto un par de veces en el pasillo, y Shannon suponía que Mindy estaría tan avergonzada por su arrebato que no querría que se lo recordara. Shannon se había reafirmado en su teoría de la crisis nerviosa, diciéndose que simplemente estaba buscando un chivo expiatorio por la muerte de su padre.

Pero, por primera vez, se le ocurrió que quizás el Almacén tuviera algo malo. Tal vez su padre y Mindy no estaban tan equivocados.

Desechó la idea de inmediato. Era absurdo, infantil.

Diane salió de entre los coches y avanzó hacia el carril de paso del estacionamiento.

De repente, Mindy chilló a voz en grito y corrió hasta la puerta del conductor de un viejo Buick.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Diane.

Shannon no respondió. Observó cómo Mindy, todavía gritando, se sacaba unas llaves del bolsillo derecho y empezaba a buscar una. Sus gritos incontrolados habían captado la atención de un puñado de personas que estaban en el estacionamiento, y todas la observaban con nerviosismo.

—Esto es espeluznante —soltó Diane—. Larguémonos de aquí.

Shannon asintió y se deslizaron entre los automóviles para acercarse a la parte delantera del edificio.

Oyeron tras ellas un chirrido inconfundible de metal contra metal, y al volverse vieron que el Buick había rascado el costado de un Volkswagen cuando aceleraba para salir del estacionamiento en dirección a la carretera. Unos segundos después, rodeó la última fila de automóviles y regresó por el carril que conducía hacia la entrada del Almacén. Cuando iba por la mitad, aceleró.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Shannon—. Va a estrellarse contra el edificio.

El Buick ganó velocidad mientras el motor rugía con fuerza, dirigiéndose como una flecha hacia las puertas delanteras. Mindy gritaba con la cara colorada y contraída, e incluso desde aquella distancia, Shannon pudo ver su expresión de determinación fanática.

El coche chocó violentamente, con un ruido parecido al de una explosión. Shannon sintió la sacudida en el estómago y bajo los pies, como un estampido sónico. El parachoques y el panel delantero del automóvil golpearon el ladrillo y quedaron destrozados, y el resto del vehículo se incrustó en la puerta, rompiendo el cristal hacia el interior del edificio.

Se oyeron gritos por todas partes, tanto dentro como fuera del edificio, y Shannon fue consciente de repente de que ella y Diane corrían hacia el lugar del accidente. Mindy estaba inclinada sobre el volante, completamente inmóvil, sujeta por el cinturón de seguridad, y daba la impresión de estar muerta, pero volvió a moverse con una especie de convulsión, y el coche, cuyo motor no había dejado de funcionar, dio un bandazo hacia atrás separándose del edificio con un nuevo chirrido, y a punto estuvo de llevarse por delante a las personas que se habían congregado detrás.

Por la ventanilla del conductor, Shannon vio el rostro de Mindy. Aunque estaba cubierto de sangre, mantenía aquella expresión de determinación alocada, y observó estupefacta cómo la muchacha hacía retroceder el Buick para intentarlo de nuevo.

Esta vez, Mindy falló totalmente y el coche chocó contra la pared de ladrillo. Rebotó, dio una vuelta y se detuvo con el motor humeante, mientras no dejaban de caer piezas de metal de los bajos. Todo pareció detenerse de repente; los gritos de la multitud se apagaron, y Shannon echó un vistazo por la ventanilla rota del coche para ver si Mindy seguía gritando. En lugar de su cara, esta vez sólo pudo ver el soporte del volante que se le había clavado en ella.

Un agente uniformado llegó y se abrió paso entre la multitud de mirones, y trató de abrir sin éxito la puerta del conductor. Incapaz de mover esa puerta ni la del copiloto, metió una de sus manos fornidas por la ventanilla rota y la apoyó en el cuello de Mindy para buscarle el pulso. Miró hacia atrás y negó con la cabeza.

—¿Está…? —empezó Diane.

—Está muerta —asintió el policía.